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Title: De Berlín a París en 1804

Date of first publication: unknown

Author: August von Kotzebue (1761-1819)

Date first posted: June 15 2012

Date last updated: June 15 2012

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AUGUSTO DE KOTZEBUE

DE BERLÍN A PARÍS
EN 1804

ÍNDICE

Libro I.—Viaje de Berlín a París
Libro II.—El Museo de Monumentos Franceses
Libro III.—El Palacio Real

INTRODUCCIÓN

El único mérito que puede atribuirse a mis superficiales observaciones es el de haberlas hecho yo mismo. Se trata de mis propios puntos de vista y no he imitado a nadie. Podré haberme equivocado en mis juicios, pero siempre han sido el fruto de la convicción. Quiero anticiparme a la crítica que se me pudiera oponer de haber sido quizá demasiado pródigo en alabanzas a algunas personas, pero la censura de prensa ha suprimido, aquí y allá, pasajes enteros que demostraban claramente que en modo alguno la más halagüeña de las acogidas influenciaba mi juicio. Ni una sola palabra se escribió sin estar antes persuadido de la verdad, pero he escrito otras muchas que el lector no encontrará en este libro.

Nada más tengo que añadir hasta que la marea del tiempo cambie los actuales modos y aleje el peligro de ser saludado con la lluvia de piedras de un meteoro.

Augusto de Kotzebue.

Berlín, 2 de abril de 1804.

LIBRO I

VIAJE DE BERLÍN A PARÍS

Notas al paso sobre los viajes, a manera de introducción

Se ha comparado a menudo la vida con un viaje; todas las comparaciones son pálidas y ésta no había de constituir la excepción. ¡Qué gran diferencia existe entre el vivir y el viajar! ¡Y qué ventajas para esto último! El viajero, generalmente, sabe que viaja porque tal es su deseo y conoce adonde se dirige, pero al que vive nadie le pregunta si ello le place y por qué existe. Si estas preguntas pudieran hacerse antes de la entrada en el mundo, muchos contestarían negativamente a la primera, y ¿quién puede dar una respuesta satisfactoria a la segunda?

Cuán superior es la ventaja de que goza el viajero cuando, al abandonar a los suyos y vencer la natural amargura de la despedida, lo emprende sabiendo que al final será recompensado con la alegría de volverlos a ver, mientras que el hombre que marcha paso a paso por la vida, hacia su fin, ha de dar el último adiós a los suyos sin saber si volverá a reunirse con ellos, y sólo su imaginación ha de vestir esta imagen con el ropaje de la esperanza. Siempre nos reunimos al final de un viaje; al final de la vida se parte irremisiblemente.

Así, en cualquier aspecto, lo mismo en lo grande que en lo pequeño, hallamos una gran diferencia entre la vida y los viajes. El viajero, si se ve sorprendido por el mal tiempo, tiene libertad para elegir la posada que le resulte más hospitalaria, pero no ocurre así con el peregrino de la vida, expuesto a todas las tempestades y ante cuyos rigores sucumbe con frecuencia. En la grata compañía de un camarada agradable, el viajero busca y halla recreo, pero aun en los brazos de nuestra más fiel compañera no podemos lograr un placer verdadero, porque a veces, en los momentos en que a ella nos dirigimos con la mayor cordialidad de que es capaz el alma, la hallamos súbitamente impregnada de tristeza, como una flor marchita.

¡Feliz el perseguido por la desgracia a quien le es permitido viajar! Comarcas y montañas extrañas, y, lo que vale más, caras extrañas, personas ajenas, que nada saben de él, que nada sospechan de lo que en su interior ocurre; puede dirigirse a ellas, si quiere, para descargarse de la opresión que en su espíritu representan los recuerdos de su vida. Aquel cuya casa ha sido destruida por el fuego, estaría equivocado si permaneciese siempre contemplando las ruinas humeantes. ¡Feliz yo, en fin, que os voy a dejar!

POTSDAM

¡Qué hirviente tropel de gente constituye la residencia del mejor de los reyes, en otros tiempos tan tranquila! Uniformes de todos los colores llenan las calles, extranjeros de todos los países acuden al brillante espectáculo, baten los retumbantes tambores, los cañones truenan y las campanas del carillón intercalan en este tumulto sus dulces sonidos. Las puertas no son lo suficientemente anchas para dejar pasar a las apiñadas multitudes; oprímense éstas y su rumor crece; se empujan y hacen retroceder; uno trata de abrirse camino con el codo, otro pasa rozando una rueda; una espuela queda enganchada en el vestido ampuloso de una delicada damisela; la cabeza de un caballo se apoya en el hombro ligeramente cubierto con una gasa de otra, hasta que al fin la gran nube se rompe, estalla, se abren las gigantescas quijadas de su boca y la inundación cubre montañas y valles. Ahora, cientos de personas fijan sus miradas ansiosas, brillantes de alegría, sobre el amplio horizonte que se extiende más de lo que puede alcanzar la vista, con banderas flotando a impulsos del viento y alados jinetes que van de un lado para otro. Un alegre murmullo anuncia la aparición del rey: una sola palabra mueve y anima la enorme masa y una sola alma anima su incontable número. Para mí, mi querida amiga, la espléndida vista de nuestras maniobras de otoño era demasiado espléndida y alegre; a pesar de las sinceras manifestaciones de gozo, me sentía agitado, y no pude respirar libremente hasta que alcance los extensos y solitarios arenales que, salpicados de pinos, existen pasado Potsdam.

En Stuttgart también se habían celebrado maniobras poco antes de mi llegada, y a las cuales un poético editor de un periódico de Wurtemberg calificó como de «una bella fisionomía»; ¿maniobras con fisionomías? Los prusianos jamás han llevado su erudición tan lejos. Tal vez muy pronto algún Lavater militar acudirá a ellas para tomar siluetas de las maniobras y publicar un tratado de fisionomías.

ENTRE WURTEMBERG Y DUBEN

¿Habrá existido algún viajero que haya atravesado este distrito sin quejarse y maldecir del estado de las carreteras sajonas? ¿Se hallará alguna persona que aun cuando no haya viajado por esta comarca no sentiría sus oídos repletos, con exceso, de tales quejas y maldiciones? Si los chinos que, como es sabido, odian a los extranjeros y no les permiten penetrar en su país, quisieran hacerles difícil el viaje por medio de malos caminos, nada podrían idear más bien hecho; pero aquí se celebran al año tres grandes ferias en Leipzig y son miles y miles los extranjeros que se ven obligados a llevar los productos de sus diferentes países por caminos intransitables, mientras los diversos derechos e impuestos que han de pagar por ello, hacen que rebosen las arcas del tesoro; es también extraño el razonamiento con el que mi postillón wurtembergués me explicó esto, y en forma curiosa: «Claro—dijo, atascando su pipa con tabaco y envolviendo mis amargas quejas en una nube de humo—, si las carreteras son tan malas y permanecen en este estado es, simplemente, porque el Elector es católico; el príncipe de Dessau hubiera cambiado esto hace ya tiempo».

Cierto que nunca se me hubiera ocurrido atribuir a semejante circunstancia el pésimo estado de las carreteras en Sajonia. Me reí, aunque no me agradó, en verdad, ver que un luterano fuese tan intolerante. Antes, los católicos eran estigmatizados como heréticos, pero en breve veremos que ha de ocurrir lo contrario. Como contraste con el postillón luterano, solamente os referiré lo que una criada católica romana me dijo en Neuhof, pequeña ciudad del distrito de Fulda.

—¿Es católico este pueblo?—le pregunté.

—Sí—fue su respuesta—. Pero el príncipe no lo es.

—Entonces me parece que no se salvará—continué bromeando.

—¿Por qué no? Es un buen hombre. Todos deseamos ir al cielo.

—¡Claro!, pero los católicos serán los primeros en entrar.

—No crea Vd. eso—dijo la muchacha—: todos los que somos buenos entraremos.

¿No es ésta la verdadera filosofía de la vida? Puedo asegurar a Vd., sin embargo, que en otros aspectos la filosofía de la referida muchacha era tan estúpida como la de un pato.

En los bosques entre Wurtemberg y Duben, puede leerse un aviso prohibiendo, a las personas que vengan de Wurtemberg, estropear los árboles. ¿Por qué se dirigirá esta advertencia especialmente a los emigrantes, que es gente pobre? No quiero extenderme más sobre tal asunto, pero es curioso advertir que el número de emigrantes de Wurtemberg debe ser tan grande que hasta en otros estados también existen edictos referentes a su paso por ellos.

ENTRE ERFURT Y GOTHA

Aquí, en una excelente carretera, ya se puede gozar del encanto de viajar. Todas las comodidades de que el viajero tiene que prescindir forzosamente en Sajonia, se le ofrecen con abundancia en los territorios del duque de Sajonia-Gotha. Un pesado impuesto ha de pagarse, es verdad, pero no es ése el peor inconveniente. Reside más bien éste en la frecuencia de tales pagos. ¿Por qué le han de parar a uno, a cada momento, en la carretera?

Una laudable costumbre, que hasta ahora era exclusiva de la Alemania del Sur, se ha introducido aquí, ahora, sabiamente. A ambos lados de la carretera se han plantado cientos de árboles frutales; bajo ellos, en el futuro, el viajero, sediento y cansado, encontrará sombra y refresco. Además, una buena carretera, con largas hileras de árboles frondosos a sus lados, es para la memoria de un príncipe monumento más noble que el más costoso palacio chino de verano, o de otro estilo parecido.

Da pena que no se preste la suficiente atención a la conservación de los árboles tiernos en la carretera a Gotha. Se ven frecuentemente estacas que les ayudan en su crecimiento, pero, por no hacerse bien las ligazones, quedan sin protección ante los vientos. No se reemplazan los árboles secos por otros. Aprovecho esta oportunidad para comunicaros un pensamiento que muy a menudo se me ha ocurrido: El cultivo de los árboles frutales atrae, sin duda, la atención más especial de un gobierno y también contribuye a incrementar la riqueza del campesino, al que suele con ello preservar del hambre. Pero el cuidado de estos árboles, mantenidos para utilidad pública, no atrae mucho el interés de los guardamontes o vigilantes de la carretera, hasta el extremo de prestarles el cuidado apropiado. Así perecen muchos cientos de arbolitos que, además, están expuestos, las más de las veces, al injustificable mal trato por parte de los viajeros. ¿Por qué no habría de darse una ley estableciendo que cada campesino, al nacerle cada hijo, plantara un árbol frutal al lado de la carretera, que, debidamente numerado, fuera de su propiedad, pero que también estuviera obligado a cuidar y substituir? ¡Qué pequeña molestia ocasionaría esto, unido a un pequeño gasto, y, en cambio, qué gran beneficio para un país, que obtendría un incremento tanto en árboles frutales como en niños! El producto futuro sería, realmente, incalculable. En corto espacio de tiempo el país se convertiría en un jardín, y este jardín vendría a ser como una especie de almanaque para los campesinos; cada árbol tendría su amigo y protector que crecería con él, le cuidaría y atendería. Tal idea, además de su utilidad, tiene un algo agradable, que no es frecuente en las ideas que atañen a la economía rural.

GOTHA

El seminario del experto Salzmann, en Schnepfenthal (del que puedo decir, por experiencia, que moldea y conserva abiertos los corazones de los jóvenes a todo lo que es bueno y excelente), sigue tan floreciente como siempre, y reparte sus optimos frutos pedagógicos por muchos países.

No puedo hablar de igual modo de las instituciones que para señoritas tanto abundan en Gotha. Las profesoras son en parte alemanas y en parte francesas, y para las damitas existe la gran desventaja, o el inconveniente, de que se educan en el mismo pie las procedentes de clases nobles y las de extracción común. Los corazones jóvenes, sencillos de por sí, crecen con naturalidad uno al lado del otro, y las jóvenes condesitas no se toman la molestia de preguntar si el padre de su compañera de estudios no es más que un secretario, pero al crecer la condesa cambia, por regla general, sus ideas, o, por lo menos, establece otras relaciones, que la obligan a olvidar a su compañera de la infancia. Esto, como es natural, aflige a la hija del sencillo ciudadano y la hace desgraciada. Aquella cuya suerte es dirigir el pequeño círculo familiar de un empleado de tesorería no ennoblecido, deja uno alegre y espléndido en donde se halla mano a mano con condesas y baronesas, por la modesta morada de un marido que se apresuraría a hacer la más rendida reverencia si alguna de las compañeras de su cara mitad apareciera en ella.

Requiere, además, mucha mayor voluntad que la que generalmente se supone en una muchacha, cual es hacerla confinarse, sin que proteste ni se lamente, en un género de vida mucho más restringido. Aunque permanezca aislada y sin establecer amistades en el colegio, la vuelta a la casa paterna le hará ver ésta muy diferente de lo que era cuando ella partió. Resumiendo: que estos establecimientos promiscuos parecen calculados para cultivar las raíces de un pecado que entre las mujeres crece y se desarrolla con más facilidad que entre los hombres: la envidia.

FRANCFORT DEL MEIN

No esperaréis, seguramente, que os haga una descripción del Römer, donde da una comida el emperador que acaba de ser elegido, ni tampoco del toro de oro o de las zapatillas de Carlomagno. En el Römer, todos los emperadores que fueron coronados, desde los primeros tiempos del Sacro Romano Imperio, yacen en estrechos nichos, pero aun siendo como son, reducidos, pues ninguno de los célebres emperadores tiene más sitio que un centinela en su garita, no queda el más pequeño espacio para ningún futuro césar; a esta circunstancia se debe que el jactancioso Custine dijera que el presente emperador había de ser el último. No creo que los franceses al restaurar, como han realizado, al todopoderoso en sus derechos, hayan cambiado sus pensamientos respecto al emperador de Alemania.

La catedral contiene algunas bellas pinturas, pero no de primer orden, por lo que los franceses «amateurs» no creyeron conveniente llevárselas.

Gunther de Schwarzburg, un antiguo y valiente caballero alemán, en su estatua, labrada en piedra, fue lo que más me agradó. Es imposible representar el valor alemán de forma más sorprendente.

No permitiréis que guarde silencio respecto al teatro en Francfort. He tenido ocasión de ver aquí a un buen actor, de nombre Werdy, y a una tal señora Müller, de la cual, hablando con justicia, se puede decir que hay muchas, muchísimas señoras Müller por el mundo. Su falta más saliente es la vulgaridad. Últimamente, con el nombramiento como director del teatro de esta ciudad del señor Meyer, se pueden abrigar esperanzas respecto al futuro. Se trata de un hombre de talento y autor del tan conocido poema alemán «Tobías». Sin consultar, sin embargo, al comité directivo, no puede contratar buenos actores ni despedir a los malos, y, por lo tanto, la nueva dirección ha de trabajar con malas bases.

Los extranjeros y naturales del país que frecuentan la feria de esta ciudad, encuentran un lugar de reunión mucho más agradable que en Leipzig. No es una calle abierta, expuesta como el Auerbach Hof a todos los vientos, sino un espacioso y enorme edificio en el que los artículos de lujo llenan un amplio espacio. La belleza de los variados ornamentos expuestos es admirada, a casi todas las horas del día, por una variada multitud.

DARMSTADT

El monumento que Federico el Grande erigió aquí a su amiga, defraudó algo mi expectación. Es sencillamente bonito, pero yo hubiera esperado del rey algo más grande. De no ser por su famosa inscripción, hay mucha gente que no ve en ella ningún elogio para la Landgravesa. Foemina sexu, ingenio vir, en el sexo una mujer, en la inteligencia un hombre, o sea, en otras palabras, un ser intermedio, entre hombre y mujer. Es de antiguo conocido que esta mezcla heterogénea no hace atrayente a ningún sexo. Una mujer hombruna agrada tan poco como un hombre afeminado. Decir que una mujer es un hombre en inteligencia, es como alabar a una flor porque huele como un roble.

LA BERGSTRASSE

Por primera vez atravesé este jardín de Alemania, en el que el genio del pasado revolotea, como si desde las montañas contemplara la bella apariencia actual del paso de los tiempos. ¡Y cómo cambian las cosas en el mundo! Aquellos castillos de rapiña que antaño aterrorizaban al viandante, hoy le recrean con sus ruinas pintorescas. ¡Ojalá!, pienso yo, pueda sonreír la tranquilidad a nuestros nietos en la segunda parte del siglo que estamos empezando, de igual modo que la naturaleza sonríe hoy al peregrino de la Bergstrasse, y que los horrores de las revoluciones les aparezcan como un débil resplandor del pasado, como hoy se me aparecen, envueltas entre nubes, las ruinas de las escarpadas montañas, y quiera Dios que la memoria de estos terrores les sirva tan sólo para gozar de la comparación con los felices tiempos de que disfruten.

Ya veis, mi querida amiga, que soy incorregible y que me dedico a pensar, cuando solamente debiera expresar lo que viese y sintiera. Ésta es la prueba de que ni siquiera los placeres y encantos de la naturaleza, que aquí rodean al viajero, son capaces de producirme un deleite completo. Pero no existe genuino deleite sin hacer partícipe de él a los demás. Creo que esta virtud es la que nos distingue principalmente de los irracionales, e incluso los placeres de los sentidos, la comida y la bebida, pierden gran parte del agrado que nos procuran, si no van acompañados de la relación social. El hombre normal, virtuoso y bien educado, no se divierte solo. Todo lo que me ha procurado placer y alegría, a través de la vida, ha subido de punto cuando lo he podido comunicar a los otros. Comunicar el deleite a una persona amada es realmente un placer de dioses. Yo, que tan sólo hago una narración, que a cada momento la razón me encadena los sueños, he de abandonar la encantadora Bergstrasse, al igual que un sordo abandona un concierto.

HEIDELBERG

Si algún hombre desgraciado me preguntara dónde podría vivir para olvidar y escapar, siquiera por una hora, a la pena, le diría que en Heidelberg. Pero si algún ser dichoso quisiera saber qué lugar podría escoger para coronar con frescas guirnaldas cada alegría de la vida, también le citaría a Heidelberg. Lugar romántico, cálido ambiente, pueblo honrado, libre de restricciones, cómodas moradas, baratura, he ahí sus ventajas. Pero esta lista se halla muy lejos de ser todo: Heidelberg añade a las ya citadas la gran ventaja de estar en la vecindad de tantas, bellas, agradables y hospitalarias ciudades.

Si el cuitado desea vagar solo, con su dolor, y tal es lo que primordialmente hace todo el que padece, dejémosle caminar por las encantadoras orillas del Neckar, o por las opulentas montañas, o entre las majestuosas ruinas del castillo, o hagámosle un programa de pequeñas excursiones a Weinheim, Heppenheim, etc. Pero una vez que sus penas hayan pasado por la palidez de la desesperación, si ya no quiere rehuir por más tiempo a la humanidad y a sus escenas bulliciosas, entonces encontrará, por fin, diversión y esparcimiento en los teatros de Manheim, Stuttgart y Francfort del Mein. Se hallará con diversiones en Darmstadt, Heilbronn, Bruchsal, Hanau, Spira, Worms, Oppenheim, Offenbach, y en otros lugares que no cito, para no prolongar la lista, a la derecha, a la izquierda, o en cualquier dirección.

Las ruinas del castillo son únicas. La vista que desde él se contempla despierta la visión de una vida mejor. Los antiguos pasadizos subterráneos son elemento propicio para las imaginaciones vivas. Se dice que tiene salida a la ciudad, pero, siendo peligrosos, se ordenó, sabiamente, que fueran tapiados. Hace algunos años un emigrante cayó en uno de estos precipicios, habiendo precedido imprudentemente al guía. Felizmente para él, algunos mozalbetes le habían acompañado poco tiempo antes mendigándole, y habiéndose señalado el lugar donde desapareció, fue, al fin, salvado. Relató que había recorrido una distancia considerable bajo las bóvedas, hasta que llegó a un punto donde escuchó varios ruidos confusos, que eran los ecos de los diversos ruidos de la ciudad que, por encima de él, bullía. Al fin, oyó los gritos proferidos por los que iban en su busca y regresó. Un saltimbanqui, o cosa parecida, al clavar estacas en la plaza del mercado, donde fijar la cuerda para sus ejercicios, viose precipitado a la misma bóveda, en donde halló viejas armas roñosas.

El famoso tonel de Heidelberg es una curiosidad muy mezquina que, incluso, no tiene ni el atractivo de la antigüedad, pues habiéndose destrozado el antiguo, el nuevo Elector Carlos Teodoro ordenó construir uno nuevo, con lo cual, ciertamente, no habrá logrado la inmortalidad. Sin embargo, aconsejo a cada viajero vaya a la cueva en donde está, porque allí encontrará una cosa que no espera y que creo le gustará tanto como me agradó a mí, y es

CLEMENS

Es esto la estatua en madera de un viejo bufón de la corte electoral, con un verdadero rostro de tal. Reconocimos en él a genus, a primera vista. No es tanto el ingenio (que jamás perdona ninguna verdad) como la alegría (que nunca toma nada a mal) lo que vive y habla, por así decir, en su cara. En la boca de este impúdico y bien alimentado personaje todo, y cada una de las cosas, había de ser echado forzosamente a broma, pero jamás como amargo sarcasmo. Por supuesto, nada me sería más grato que poder tener a mi lado uno de estos bufones, y encuentro que es una gran falta de las testas coronadas haber relegado una costumbre tan laudable.

La estatua del honrado Clemens está bastante estropeada, lo que no deja de ser una pena. Su rostro me proporcionó un rato de verdadero deleite y, desde luego, le resucitaría antes que a la célebre Frau Moratta, cuyo mausoleo podéis hallar en la iglesia de San Pedro, en Heidelberg. Murió a los veintinueve años de edad, y, no obstante su juventud, interpretaba varias lenguas. También a su marido, un tal Grundler, se le menciona en la inscripción que está a su lado. Ya sabéis, mi querida amiga, que no soy gran admirador de esas señoras que son tan leídas, y que convierten al marido en un simple animal doméstico.

Si alguna vez llegáis a Heidelberg, quizá preguntéis por el bosquecillo llamado Wolfsbrunnen, que era tan famoso y tan agradable, que se dice que nuestro rey quiso tomar una vez en él su desayuno. Sí, mi buena amiga, en aquellos tiempos los hermosos tilos, viejos de trescientos años, formaban una bóveda sobre la fuente, y sus ramas se habían entrecruzado tanto, en el curso de los años, y tan estrechamente, que se podía pasear por encima de ellos, colocar mesas y sillas y pasarlo bien en la verde penumbra.

Las visitantes femeninas (así nos lo relatan los vecinos) se sentaban en la copa de los árboles y se entretenían en leer o hacer medias, y, a veces, tocaban el arpa, mientras que los caballeros tocaban la flauta entre el ramaje umbrío; en la fría gruta de abajo se hacía té y café, y la fuente murmuraba, sin ser vista, tras la verde enramada, exhalando su perfume. Pero todo esto es inútil que lo busquéis: solamente encontraréis un cuadrado rodeado de troncos de árboles.

Todos estos hermosos tilos han sido cortados hace unas semanas.

—¿Quién ha dado estas órdenes?—pregunté con indignación.

—La tesorería electoral—fue la respuesta.

Estos gruesos troncos tenían buena madera y las gruesas truchas del arroyo no podrían quizá soportar el excesivo frío de la umbría. Yo desearía, con todas mis veras, que cada consejero de la tesorería que consintió en el despojo de esta belleza natural, se viese obligado, dos veces al año, a tener que pasear, en el rigor del verano, bajo el ardiente sol del mediodía, jadeante y buscando en vano un refugio de sombra.

Naturalmente, éste no es el único signo del espíritu de la economía electoral ni el único desafuero que haya cometido o, al menos, intentado cometer. Se quería demoler las magníficas ruinas del Castillo de los Caballeros, para vender las piedras. Los jardines de ensueño de Schwetzingen habían de ser alquilados para patatales, ya que el gasto de su entretenimiento parecía excesivo. Afortunadamente, contra ambas medidas se elevaron, eficazmente, grandes protestas.

Con el Castillo de los Caballeros, el antiguo Castillo de Heidelberg, la ciudad quedaría privada de uno de sus más hermosos monumentos, y si Schwetzingen causa un gran gasto, también atrae una multitud de extranjeros adinerados. Debiera caerse la mano que fuera capaz de autorizar la destrucción de lo que ha constituido un placer de la humanidad durante tantos siglos.

Antes de dar mi adiós a Heidelberg, debo llevaros al grandioso puente construido junto al que fue arrastrado por una inundación en 1783 u 84. En aquella coyuntura, San Juan, con gran alegría de los piadosos creyentes, quedó de pie, en un pilar solitario que resistió la embestida. A pesar de este innegable milagro, el buen santo hubo de ceder su sitio, cuando se construyó el nuevo puente, a la vendada diosa Minerva.

En frente de ella se levanta la estatua del elector, Carlos Teodoro. En un combate, que ocurrió en este puente durante la última guerra, la diosa quedó tan estropeada con los balazos, que se la puede calificar como el emblema perfecto del imperio germánico.

MAUREN

Un hombre puede considerarse bastante versado en geografía, sin que por ello conozca esta pequeña ciudad o pueblo. Es el primer puesto entre Heidelberg y Stuttgart, y la recuerdo aún más a causa de una desgraciada anciana.

Considero uno de los más envidiables privilegios de un autor popular, el poder sacar, mediante una palabra oportuna, a las víctimas de la miseria, de sus obscuros rincones, para colocarlas bajo la suave luz de la compasión.

Al entrar en la sala de espera de la posta, vi a una mujer anciana, de unos ochenta años, sentada ante la estufa, masticando con dificultad un trozo de pan y bebiendo un vaso de vino. A su lado, en el suelo, yacía una muleta. Debió haber sido muy bella en su juventud, pues su aspecto era agradable, y el dolor moral que la rodeaba me interesó sobremanera. Pregunté a la mujer del encargado del puesto si era su madre.

—No, por cierto—me contestó—; se trata de una pobre ciega que vive de la caridad y que algunas veces viene a pedirnos; hacemos por ella lo que podemos.

—¿Pero, no pide?

—No, nunca mendiga; pero todo el que la conoce le da algo.

Me acerqué a la anciana:

—¿Hace mucho tiempo que es Vd. ciega?—comencé diciéndole, para trabar conversación.

—Hace poco tiempo—me respondió—podía ver aún un reflejo de luz, pero ahora se me ha desvanecido; y Dios no quiere aún que yo muera...

A pesar del interés que parecía mostrar hacia ella, no me pidió nada. Esto me emocionó; una palabra traía otra, y acabó relatándome su melancólica historia. Había estado casada con un pastor, en Hannóver; había tenido hijos que vivían felices. Sobrevino la Guerra de los Siete Años, con su secuela de pobreza y miseria. Perdió todo, pero luchó por mantener su espíritu. Presenció la muerte de sus hijos y los consoló hasta el último momento. Finalmente, su marido también murió; una larga enfermedad consumió la escasa hacienda que les había quedado y se vio obligada a abandonar su residencia desnuda y desamparada.

Le aconsejaron se dirigiera a su cuñado, abogado asesor en Darmstadt. No le conocía personalmente y los informes que poseía le hacían aparecer como poseedor de un extraño carácter. Acuciada, no obstante, por la necesidad, se aventuró a ello. Ayudada en escasa medida por sus amistades (ya que, decía la anciana, ninguno de ellos tenía mucho que dar), reunió lo suficiente para sus gastos de viaje y llegó a Darmstadt en la posta.

Temblorosa, se aproximó a la puerta de su cuñado. Un criado la recibió con gran turbación, la pasó a una bien alhajada sala y le sirvió un refrigerio. Allí permaneció algunas horas, pero su cuñado no apareció. Hacia la noche, la criada le sirvió una suculenta cena, pero, no pudiendo comer, a causa de su agitación e inquietud, preguntó repetidamente por su cuñado. "Mañana, mañana", le contestó la criada, que se dio cuenta de su estado y temía por ella; «primeramente repare sus fuerzas, tómese una noche de descanso, que bien lo necesita». No pudo dormir. A la mañana siguiente los criados entraron en su cuarto y, con lágrimas en los ojos, le anunciaron que su pariente había sido enterrado hacía unos quince días y que había dejado por completo su considerable fortuna a las instituciones de caridad. Al llegar a este punto del relato, sollozó amargamente: «¡...y Dios no quiere que me muera!».

He olvidado cómo llegó a esta parte del país, en donde había estado viviendo miserablemente por espacio de cincuenta años, sin lograr morir. Durante mucho tiempo recibió socorro en Heidelberg, pero desde los últimos dieciocho meses esta ayuda le había sido suspendida. Como permanece sentada sin pedir, mucha gente pasa sin reparar en ella y obtiene poco dinero. Es algo prolija en su conversación, pero emplea un lenguaje correcto y se vislumbra inmediatamente a la mujer educada. Acepta regalos con rubor y da cordialmente las gracias sin caer en la abyección. Su deseo de morir y su invocación a la muerte, son extremadamente conmovedores. Con gusto perdoné al postillón que hubiera dejado a los caballos de relevo que pastaran en el campo y que me hiciera esperar, porque este relato, breve y desnudo de adorno literario, me hizo sentir una profunda piedad y me proporcionó la oportunidad, como hombre, viajero o no, de ofrecer una ayuda a la pobre ciega. Ya no será un gravamen para sus bienhechores; su amigo cumplirá en breve su ferviente deseo y la conducirá dulcemente hacia su marido y sus hijos.

La guerra ha dejado a este país en una gran pobreza y ha sembrado también ideas más claras de las que son precisas para los rústicos. Nubes de pedigüeños demuestran lo primero; una conversación entre dos campesinos, bebiendo un trago de vino y tomando un pedazo de queso, prueban mi segundo aserto: «Desde esta guerra desdichada—decía uno de ellos—, el pueblo vive cuatro veces peor que antes; los hombres no son ya como eran; nadie ayuda a su vecino, sino que sólo cuida de sí mismo». (Por supuesto, el más grosero egoísmo es la característica de la época en que vivimos).

NECKARGEMUND

Pasando a través de la puerta de esta pequeña ciudad, tuve ocasión de reavivar un antiguo deseo, y es el de que las personas que desean colocar inscripciones públicas debían consultar antes a quienes entienden el idioma en que han de ser escritas. Sobre la puerta de Neckargemund se lee: "En honor del padre de la patria; para ornamento de la ciudad; consagrada al pueblo". La primera parte de la frase es gramatical y racional. Si la puerta es realmente una obra arquitectónica, entonces, ¿por qué ha de ser para honor del padre de la patria? No es una puerta de honor y, entonces, ¿por qué ha de estar consagrada al pueblo? Esta última parte es ininteligible, y todo el sentido que se nos alcanza puede tener es éste: que los que pasen por ella no traten de defraudar al encargado de cobrar el portazgo.

SINZHEIM

Esta ciudad pertenece ahora al príncipe de Linange, que debe ser un buen soberano, porque todo el mundo habla de él con cariño. La gente está aquí muy contenta con su príncipe hereditario, y su sola mención hace brotar la sonrisa de los semblantes. ¿Por qué no se podrá decir lo mismo de todas las ciudades por las que hemos pasado? En unas domina el miedo con su férreo cetro; en otras los méritos indudables del soberano son mirados con indiferencia porque se mantiene demasiado alejado de su pueblo y distribuye los beneficios con demasiada parsimonia; aquí, un pequeño distrito execra a un gran déspota; allá, la misantropía de un príncipe le enajena el afecto de todos sus súbditos. Qué agradable es, por el contrario, escuchar a los ciudadanos de Linange hablar con cariño y afecto de su regidor hereditario.

Es mil veces de lamentar que los grandes hayan abandonado la laudable costumbre de mezclarse de incógnito con sus súbditos, ¡Cuántas amargas pero saludables lecciones recibiría éste, el otro y el de más allá! ¡Cuántas bendiciones escucharía nuestro Federico Guillermo de muchos labios que el debido respeto mantiene cerrados en su presencia!

HEILBRONN

Siempre me ha causado la vista de un pergamino escrito a mano por alguna celebridad una sensación mixta, mezcla de agrado y horror. Mi fantasía se desboca en la forma más extravagante; me detengo en los lugares donde descansó la mano que lo escribió, y me parece ver los rasgos de su rostro reflejados en los de la escritura. Por esta razón sentía verdadero agrado al visitar Heilbronn, pues estaba seguro de hallar allí, entre los recuerdos, algunas cartas escritas por nuestros héroes teutónicos, Goetz de Berlichingen y Francis de Sickingen. A la mañana siguiente pedí permiso al encargado de los archivos para visitarlos y mi petición fue acogida con la mayor amabilidad, pero me permito aconsejarle, mi buena amiga, que si alguna vez llegáis a Heilbronn, inquirid primero si el encargado de los archivos se halla fuera. En la ocasión que le relato no estaba en la ciudad, y su suplente no sabía más sino que había dos subterráneos llenos de papeles. Le otorgué, desde luego, mi agradecimiento por sus buenas intenciones, y pude comprobar el trabajo que puso en hallar lo que yo deseaba ver, pero al fin terminó confesándome su ignorancia y, francamente, me causó un alivio el verle abandonar la escalera de mano.

Así, pues, no puedo deciros más respecto a los archivos de Heilbronn, sino que contienen una enorme cantidad de papeles y pergaminos.

No pude ver las cartas, pero, al menos, pensé, podré visitar la antigua torre en donde Goetz permaneció confinado; podré pasear por el reducido espacio donde aquel hombre rudo, pero honrado, sufrió los insultos y vilipendios de los senadores de Heilbronn. Creí que hasta los muchachos me indicarían inmediatamente en dónde se levantaba la referida torre, pero también en esto sufrí otro desencanto. Pregunté, por lo menos, a media docena de personas de diferente extracción y ninguna de ellas sabía lo que yo quería ni habían oído hablar tan siquiera del valiente caballero que yo mencionaba. Tal es la melancólica verdad de que en muy pocos siglos un hombre célebre es olvidado hasta en los lugares donde vivió, y sus acciones, grandes y buenas, lo son tan sólo para la posteridad; los que viven con él lo contemplan con indiferencia y nada ven de cuanto existía.

Al fin, encontré un oficial de policía que me prometió mostrarme la torre. Fuese, y volvió con un enorme manojo de llaves, y me condujo, a través de uno de los barrios más sucios de la ciudad, hasta una antigua torre cuadrada, con varias escaleras ruinosas que terminaban en una terraza, desde la cual se disfrutaba una hermosa vista.

—¿Pero dónde está el lugar en que sufrió prisión Berlichingen?

Se ofreció a abrirla, informándome, sin embargo, que, precisamente, había dos criminales confinados en ella.

—Pero, ¿aún se usa este edificio como prisión?

—Claro.

—¿No se conserva, entonces, como un interesante monumento de la antigüedad?

—Oh, no, estamos muy faltos de sitio; incluso se ha llegado a dividirlo en compartimientos, para que así pueda haber más lugar para los malhechores.

—Ah, ya—y no dije más.

Observé la puerta de la prisión desde el exterior; está situada en el piso más elevado y es muy baja. Goetz, que ante nadie se inclinó, tendría que hacerlo, a pesar suyo, para entrar en ella. Bajé indignado las escaleras. Es, en verdad, un gran dolor que los siglos transcurridos no hayan sido suficientes para inspirar al Senado de Heilbronn sentimientos un poco más respetuosos para la memoria de Goetz de Berlichingen.

No sé qué deciros más de esta pequeña ciudad. En una de las iglesias están los doce Apóstoles, pero se ignora en calidad de qué. Deben ser como cariátides, y con su cuerpo sostienen la cúpula, probablemente como un símbolo de la virtud cristiana de la paciencia.

En la fachada de una casa se lee, en grandes letras, que Carlos V llegó a ella en una silla de manos, en el mes de diciembre (probablemente porque estaría enfermo), y que partió de allí en enero, a caballo (probablemente porque se habría curado).

STUTTGART

He visto el teatro de esta ciudad. El escenario no es nada sorprendente, y lo es menos aún por una grasienta lámpara que cuelga de su centro. Se representaba la ópera "Aquiles" y tuve ocasión de ver a un excelente tenor, llamado Krebs, hombre de esbelta figura, y que, conjunción rara, es, al propio tiempo, un excelente actor. Los coros cantaban y bailaban bien. El resto no merece ser mencionado.

Que Stuttgart posee una famosa colección de Biblias es cosa que podéis leer en cualquier parte; coleccionar Biblias es un capricho de aficionado, cuyo motivo se me escapa, por lo que no me atrevo a formular ningún juicio.

HECHINGEN Y DUTTLINGEN

Casi con la misma sensación con que visité, en la última de las dos ciudades mencionadas, el arroyuelo que da su nombre al Danubio, y que más lejos es el río lleno de majestad que tan gran espacio recorre entre fértiles riberas, casi con el mismo espíritu, di vista en Hechingen al antiguo castillo de Hohenzollern, la mansión de los antepasados de nuestro buen rey.

Aquí alienta el puro y sereno aire de las montañas, que les hizo tan duros y valientes, y cuyas virtudes han sido transmitidas en sucesión hereditaria hasta nuestro tiempo; y de allí sale el riachuelo, que ahora corre soberbio, como el gran río que es, entre fértiles comarcas. Absorto por la calma y las varias meditaciones, vagué por las alturas disfrutando de una vista incomparable, hasta que la luna llegó para ayudarme en mis ensueños, y hasta logré ver la cabeza del viejo Thassilo, cubierta con un casco, vigilando desde las blancas almenas.

ZURICH

Ya estoy en Suiza, pero no esperéis que os haga una descripción pintoresca de sus grandes bellezas naturales. Relaciones de viajes por Suiza se encuentran a montones, buenas, malas e indiferentes, y no es que sea un tema ya muy usado hablar de los encantos de la naturaleza en este país, sino que, para ser sincero, no creo que la descripción de una comarca, aun narrándola de mano maestra, haya reflejado una imagen igual en su mente. En la mía nunca lo ha logrado.

Una persona puede describir el lago, con sus acantilados a la derecha, salpicados de deliciosos hotelitos, y colocar la cadena del Jura a la izquierda, el Montblanc en el fondo, etc.; puede usar en esta ocasión el coloreado lenguaje de la poesía, pero ni aun así logrará hacer llegar a mi cerebro más que una confusa imagen de los objetos, confusa, digo, y nada parecida al original; la imagen se desvanece ante mi vista y en vano trato de fijarla.

Además, siempre he sido enemigo de tales descripciones. Una persona debe ver Suiza con sus propios ojos, así como un concierto debe ser escuchado con sus propios oídos. El que trata de pintar países con palabras, logra menos aún que quien trata de tararear una sinfonía; por tanto, nada diré de Suiza, sino que he visto rincones a los cuales debió referirse el Todopoderoso cuando, al terminar la creación del mundo, dijo: "Está bien".

Las cataratas del Rin no superaron lo que esperaba, aunque estaba preparado para ello. Muchos viajeros han tratado de describir el efecto de esta vista, pero dicha descripción me resulta muy inferior a la realidad. Es una vista incomparable, y no creo que exista pluma que pueda acometer la empresa de describirla con éxito. Quedé encantado de los alrededores de Zurich, y quizá más que en cualquier otro lugar, pues mi estancia fue mucho más interesante al considerar la dignidad y mérito del pueblo.

La perspectiva desde Bugeli a través del lago y de las montañas nevadas es cautivadora en extremo, pero la vista desde el cuarto de mi posada, que tiene de nombre «La Espada», es más atractiva, o, por lo menos, más variada. Esta perspectiva ha sido a menudo mencionada en passant. Yo, más circunstancialmente, y sin intentar describirlo (Dios no lo permita), mencionaré todo cuanto se ve.

El cuarto se halla en una esquina. Abriendo la ventana de la izquierda se ve, debajo, el río Limmat, con su ancho puente, y a ambos lados mujeres que venden frutas y hortalizas y entre las que circulan grupos de Cazadores franceses. El cuerpo de guardia de estos soldados está en el lado opuesto del puente.

No os podéis imaginar el bullicio y agitación que reinan en este sitio. Mirando hacia la izquierda, a lo largo del río, se ven dos grandes calles y una parte de la ciudad. Si se abre la ventana de la derecha, domináis ante vos una comarca abierta y, en línea recta, el lago de Zurich, rodeado de «villas» encantadoras y limitado por los Alpes, en cuyas cumbres los nevados picos dejan ver sus blancas cabezas.

Este anfiteatro, que forma contraste entre una naturaleza salvaje y cultivada, junto al bullicio de los hombres que pululan abajo, es incomparable. Los bellos paseos en torno a Zurich excitan continuamente al placer del ejercicio.

El monumento de Gesner es una realización de tal sencillez y nitidez que con dificultad se puede impedir le tributemos una lágrima. Es un gran dolor que los Cazadores franceses que no tienen ahora otra oportunidad de perpetuar su nombre, lo hagan sobre el mármol del monumento. En muchas partes encontré grabada la inscripción «13° regimiento de Cazadores», lo que, en realidad, es tan opuesto al mundo de Idylis como un fusil a un rosal.

En la biblioteca hay una gran cantidad de libros; un viajero corriente no puede decir más de un establecimiento tal. Me interesaron un par de cartas, manuscritas, de la famosa Jane Grey. Versan sobre temas religiosos, en un latín muy bueno, y tan bien escritas como si estuvieran hechas por la mano de un maestro en el arte.

No pude adquirir más que una visión rápida del gabinete de fisionomía de Lavater. Lo más notable no es la multiplicidad de las caras que ha coleccionado sino las observaciones que ha realizado tanto en los aspectos expresivos como en los inexpresivos. Algunas veces parece que tiene que haberle costado bastante trabajo expresar lo que hay de raro y extraño en las obscuras palabras de nuevo cuño.

El temperamento de los suizos se parece a la rugosa superficie del mar, donde algún fuego subterráneo hubiera expulsado fuera grandes rocas contra las cuales rompieran con estrépito las aguas su imponente furia. Las paredes de las tabernas y hosterías se hallan cubiertas a menudo con chistosas ocurrencias, que no están desprovistas de ingenio las más de las veces.

Los suizos guardan el odio más profundo al general Andermatt, que bombardeó Zurich. Vive en su casa de campo, donde permanece retirado y apartado del afecto común.

Los suizos no suelen hablar favorablemente de los rusos. Alaban generalmente al general Korsakoff por su amor a la literatura y a las ciencias, pero no le conceden crédito como buen general. Informado una vez de que los franceses habían ocupado una montaña que dominaba Zurich, exclamó: «¡Tanto mejor! Ahí es donde los esperaba», pero pronto se vio obligado a emprender la retirada y sin saber por qué puerta había de pasar. Los habitantes de Zurich se vieron obligados a mostrarle el camino. En esta ocasión perdió su equipaje; los húsares franceses se apoderaron de un gran botín y había en sus gorros tantas coronas francesas tan pesadas que alegremente se desprendían de ellas dando diez o quince por un luis de oro, encontrando que era más cómodo llevar el oro que las coronas. Si deseáis conocer un gran número de anécdotas de esta época, que aun no se han hecho públicas, pero que arrojan viva luz sobre los sucesos de este período, os aconsejo que vayáis a Zurich.

BADEN EN SUIZA

Encontré establecido aquí un tribunal de costumbres que no está de acuerdo, en modo alguno, con el espíritu de nuestros tiempos. Da las instrucciones para la adecuada celebración del Día del Señor. Se prohibían los domingos toda clase de juegos y bailes, cazar, pescar, nadar, etc., y se daban las oportunas órdenes a todos los ciudadanos casados para que concurriesen a la iglesia con capas y los solteros con casacas o levitas, pero no de chaqueta o jubón. Las mujeres, dicen las instrucciones, deben observar en su vestido el decoro que es debido a la santidad del sitio, a la pureza de sus sentimientos y a la modestia.

Hubiera querido ver, alguna vez siquiera, a nuestras bisabuelas al acudir al servicio divino en unión de sus medio desnudas tataranietas; estoy seguro de que, escandalizadas, se hubieran vuelto a sus tumbas para no maldecir a sus descendientes que hace ya tiempo dijeron adiós a la modestia.

Son dignos de alabanza estos tribunales de costumbres de Suiza; nos muestran, al menos, el deseo de velar por ellas. No conozco ningún otro país de Europa donde exista una institución parecida. Los edificios que amenazan ruina se reparan para que no ofrezcan peligro al viandante, pero la degeneración de las costumbres que solamente envenenan el cerebro, se tolera y extiende sus estragos como años atrás la mariposa de los árboles, hasta que los hombres estén tan secos como los árboles de un bosque incendiado.

BERNA, LAUSANA, GINEBRA

¿Qué os puedo decir de estas ciudades sino que las he visitado y he visto en ellas lo que cientos de personas habían contemplado antes que yo? Las ciudades no son de alabar entre las bellezas de Suiza; las grandes ciudades, en particular, son antiguas, enmarañadas y entrecruzadas por calles estrechas y malolientes, con altas casas que impiden a los habitantes gozar de los beneficios de la libre circulación del aire. Tan sano como es el aire de Suiza una vez fuera de puertas, es insano dentro de las ciudades, exceptuando los pequeños pueblecitos, situados al borde del lago de Ginebra, de Morgues y Rolle.

Me agradó especialmente la idea de visitar el osario, cerca de Murten, célebre por la gran batalla ganada por los suizos a Carlos de Borgoña, en 1476, donde fueron reunidos los huesos de los muertos en la lucha. Desgraciadamente tampoco ellos sabrían explicarlo. Los franceses se ven a veces acometidos por un deseo infantil de destruir. Aun quedan en el lugar gran cantidad de huesos, calaveras y costillas, con lo que, quizá, en bastantes años se podrá distinguir el lugar.

En Ginebra tuve ocasión de apreciar un excelente cuadro histórico, de St. Ours, el pintor. Siendo éste el único género de pintura del que soy un entusiasta admirador, pero del que conozco tan poco, la vista de dicho cuadro fue para mí un verdadero deleite. Es muy grande y ocupa una pared entera, representando los juegos olímpicos, en el momento en que el vencedor ha superado a su tercer antagonista, que habiendo ya caído, se apoya todavía con su atlético brazo. Avanza hacia el jurado del combate y demanda el premio. El juez coge la corona, el pueblo congregado en torno suyo aplaude, y el vencedor es conducido en triunfo fuera del campo. El padre del héroe figura entre los espectadores; Sócrates está presente y las sacerdotisas de Ceres, las únicas mujeres que podían asistir a los juegos, se hallan sentadas a los lados del juez.

El artista ha representado a tales sacerdotisas como muchachas de belleza exquisita y sus encantos se ven realzados por el traje. Una de ellas se levanta involuntariamente de su asiento, en postura inclinada, con encantadora ingenuidad, hacia el vencedor, cual si se hallara más interesada por su personalidad de lo que permite su sagrada profesión; y una de sus hermanas con gentileza la empuja hacia atrás. Este grupo, tan encantador como es, aparece, sin embargo, como un defecto en el cuadro, ya que hace perder la atención en la figura principal y se mira y se vuelve a contemplar más de una vez. El vencedor, por su parte, está demasiado estirado y el colorido de su cuerpo no es, quizá, el más apropiado. Pero, a Dios gracias, no soy lo bastante «connoiseur» para criticar. Expreso lo que siento y ya es bastante.

Después de admirar a St. Ours fui a ver al célebre Deluc, un ingenioso anciano, que con la mayor amabilidad me mostró su notable gabinete de fósiles, lavas y conchas. Confieso humildemente que entiendo muy poco de esta ciencia. Me hizo violentas objeciones a la hipótesis de que los aerolitos o piedras lunares como se llaman, son proyectados sobre la tierra por volcanes en erupción en aquel planeta. Es de opinión que las leyes de la gravedad no permitirían ni a un simple átomo salir de dicho planeta. Lo que me dijo sobre los volcanes, en general, y su origen, es en extremo interesante. Sin el agua del mar es de opinión que no puede existir ningún volcán y que por ello se encuentran siempre en las cercanías del océano, que el agua del mar es necesaria en absoluto para crear la fermentación necesaria y que en sus comienzos todo volcán no es más que un gran agujero abierto en el terreno, que se convierte en montaña por la acumulación de continuas erupciones durante cientos de años.

Cuando le repliqué con una sonrisa que de esta forma requería un tiempo infinito la formación de una montaña como el Monte Etna, por ejemplo, y que esto echaría por tierra la verdad del relato bíblico de la edad del mundo, negó mis aseveraciones, diciéndome que los volcanes tal vez comenzaron desde el principio del mundo, a formarse bajo el agua, lo que se prueba por los restos de animales marinos que se encuentran en las cumbres de las montañas. Hubiera deseado escucharle durante horas y horas, pero tan lego como soy en esta ciencia, no podría estar muy seguro de que mi relato os diera un fiel trasunto de lo que me dijo.

Encontré el teatro en Ginebra bastante pasadero. Entre otras piezas se representó «Monsieur de Crac dans son petit Castel» donde tuve ocasión de ver algunos buenos comediantes. El palco del alcalde parece la jaula de un loro, pues está rodeado de una alambrera, lo que no deja de ser una singular muestra de distinción. Esa fea costumbre que entre los actores existe de practicar agujeros en el telón para asomar las narices al exterior, también se usa aquí; mas, para evitar que las roturas se conviertan en desgarros, han rodeado los orificios con un reborde de lata.

En Berlín el público está reconocido a Issland (a quien yo debo muchas cosas) por la corrección de su falta de decoro. Hubiera preferido más ver el Mont Blanc que todas las decoraciones de los teatros de Ginebra, pero no quiso favorecerme despojándose de su manto de nubes; esta venerable montaña no dudo que permanecerá en el mismo sitio y espero tener la ocasión de admirarle en otra coyuntura.

No pude ver, con gran pesar mío, otra curiosidad de Ginebra: la celebrada autora de Delphine; también ella se había envuelto en su velo y se había marchado, no sé dónde. Para procurar una adecuada compensación a este contratiempo fui a Ferney y entré en su santuario con el corazón palpitante. Ya había visto en San Petersburgo, en el palacio del Hermitage, su modelo, y quedé algo defraudado ante las ilusiones que me había forjado del edificio: en general la descripción de una ciudad suele ser más bella que la ciudad misma.

No fue tan sólo por ver lo que se llama el castillo de Ferney por lo que había acudido allí: deseaba entrar en el lugar donde había vivido Voltaire, donde había paseado, compuesto sus poemas; deseaba gozar de las sensaciones que tal sitio puede crear en una fantasía susceptible. La casa pertenece ahora a un comerciante cuyo nombre no recuerdo, pero que muestra veneración por la memoria de Voltaire, al dejar su dormitorio exactamente como estaba cuando era habitado por el gran filósofo.

Encontré su lecho con las viejas cortinas de seda amarilla; aun colgaba el retrato de Federico el Grande pintado por Kain; un trozo de bordado hecho por la emperatriz Catalina y otros objetos por el estilo. En un nicho se halla una urna, en la que ha sido depositado su corazón, con este rótulo: «Me siento satisfecho al saber que mi corazón se halla entre vosotros».

En otra habitación encontré la mesa de billar con que acostumbraba a jugar y—viviente reliquia—paseándose por la casa un anciano sacerdote que había vivido nueve años con Voltaire.

No puedo encontrar palabras para expresar la melancolía de mis sentimientos, pero vos, mi querida señora, que tan rica sois en sentimientos nobles, me entenderéis perfectamente, sin gran esfuerzo.

Aquí termina mi recorrido descriptivo a través de Suiza y no creo lo tachéis de prolijo. Si alguna vez hiciera el viaje a pie por estas románticas comarcas (y tengo la firme resolución de efectuarlo) estoy seguro entonces de hallar más temas de que poder escribiros.

Suiza hay que recorrerla a pie; viajar en coche es demasiado cansador y caro. Si el cochero suizo hace cuatro o cinco millas alemanas por día con sus bien alimentados caballos, cree haber realizado una hazaña y han de pagársele tres coronas por sus dos animales y otro tanto al siguiente día; estáis obligada a cenar y pasar la noche donde él crea conveniente y ha de sufrirse el que os engañen en las posadas más caras. Esto me ha ocurrido, contrariamente a lo que esperaba, mucho menos en las posadas de las pequeñas ciudades que en las de las grandes, que a menudo son muy inferiores a aquéllas. En casi todos los sitios encontré malos alojamientos y un ejemplo os ilustrará de mis asertos.

En Lausana me dirigí al «León de Oro», que Reichardt en su «Guía de Viajeros» califica como la mejor posada.

—¿Tiene Vd. habitaciones?—pregunté al criado, que llegó hasta la puerta del coche—. Pero—proseguí, aleccionado por casos anteriores ante respuestas semejantes—, ¿tiene Vd. buen alojamiento?

—Oh, sí, señor.

—Deseo dos cuartos.

—Se hallan a su disposición.

Me condujo a través de tres pares de estrechas escaleras, pasando por una variedad de sucios agujeros, y me mostró una habitación.

—¿Dónde está la otra?

—Veinte yardas más allá.

—Deseo que estén juntas.

—Me es imposible servirle.

Me quedé con ellas, pero vi que no había mesa. Ordené traerla, y al fin me complacieron. Pedí té, que me fue servido después de una hora de espera.

—¿A qué hora pueden servirme mañana el café?

—Tan temprano como Vd. desee, señor.

—Bien, entonces a las cinco.

—Muy bien.

Llegó la mañana, pero no el café. Busqué la campanilla, que no la había. Algunas brasas aparecían todavía encendidas bajo las cenizas y me dirigí para encender el fuego por mí mismo, pero no pude conseguirlo. Al fin, mi criado me trajo el café a las seis.

—¿Cómo tan tarde?—le pregunté.

—Todo el mundo en la casa está aún durmiendo y tuve que sacar al cocinero de la cama.

—¿Y el camarero que me dijo que me lo traería a las cinco?

—También está durmiendo.

—¿Y el encargado de encender el fuego en la estufa?

—También.

Todas estas cosas son nimiedades, ya lo sé, pero también estaréis de acuerdo conmigo en que provocan molestias, especialmente cuando, a pesar del mal servicio, se le obliga a uno a pagar bien. En la misma posada me cobraron un franco por una vela, por una comida de tres platos una corona francesa por barba y todo igual en proporción.

Para un hombre acostumbrado a levantarse temprano como yo, es desagradable encontrar a toda la gente dormida hasta tan tarde, lo mismo en Suiza que en Francia. En Ginebra, en «La Balanza», donde me alojé, el camarero me dijo, llanamente, que no podía servirme el café tan temprano porque los rusos y los ingleses lo toman más tarde. Lo mejor para una persona que tiene que viajar por estos países es llevar consigo todo lo que necesita, calentar su habitación con sus propios medios, encender luz cuando quiere y hervir su café en la chimenea.

Viajando se halla uno frecuentemente con cosas que son muy distintas de lo que uno se imaginaba. Por ejemplo, yo iba receloso de los encargados de la Aduana francesa, pues me habían dicho que inspeccionaban muy rigurosamente, mezclaban todo el equipaje y eran extremadamente insolentes. Encontré en este particular que era todo lo contrario. Los encargados de la Aduana en la frontera fueron atentísimos: echaron una ojeada a mi pasaporte, abrieron por fórmula mi maleta y no me entretuvieron arriba de cinco minutos. Los encargados del registro sí aceptaron una fruslería que les ofrecí, pero el oficial que se hallaba presente casi se ofendió cuando, al darle las gracias, quise poner algo en su mano. Me hallaba un poco asustado por tener que depositar, según me habían dicho, por lo menos, el valor de mi carruaje, pero nadie me dijo nada sobre ello. Esta ley se aplica tan sólo a los coches importados de Inglaterra.

CERDON

Quedé agradablemente sorprendido con el resto de mi viaje después de haber pasado Ginebra. No sabía que iba a atravesar tan bellos distritos, comparables con los que había dejado atrás, en Suiza. Cada viajero que recorre este país tiene algo que decir de él al recordar que ha admirado las más hermosas escenas que puede mostrar la Naturaleza, pero la mayoría de los viajeros han de distraer su atención en el camino que conduce a Lyon, siguiendo la tortuosa ruta que pasa a través de L'Ecluse entre el rugiente Ródano y las rocas, altas como torres, que parece a veces que sea imposible pasarlas hasta por la más pequeña lagartija; de todas maneras, siempre resta algo de tiempo para admirar lo salvaje del país, los acantilados románticos y tan variados de aspecto, desde cuyas alturas, que a veces alcanzan cien yardas, caen arroyos que se precipitan furiosos, formando cascadas, que se dividen al pasar entre las piedras y que cubren montañas enteras con sus brillantes reflejos.

Así seguimos hasta las cercanías de Avranche, pasando y volviendo a pasar los cientos de recodos del rugiente Ródano, que en vano trata de hacer llegar su espuma a los innumerables viñedos, hasta que al fin se sepulta en abismos de rocas verdaderamente fantasmagóricos y desaparece por entero de la vista. Trescientas yardas más allá vuelve a salir a la luz con impetuosa furia y corre así hasta alcanzar a su novia: el Saona. El espacio donde corren sus olas, muy profundo en su cauce de tierra, está cubierto, a manera de bóveda, por rocas medio desgastadas. En la estación de las lluvias, este túnel, que se traga el Ródano y lo vomita más allá, es demasiado pequeño para recibir el enorme caudal de agua, y, entonces, parte de éstas pasan sobre su superficie, y los dos ríos corren, por decirlo así, juntos, separados tan sólo por una delgada capa de rocas.

Siguiendo más adelante, esperamos llegar a cada momento al final del viaje; mas no es así, pues donde parece que las rocas no tienen paso alguno, al llegar a ellas la carretera se abre, como por encanto, y ante nuestra asombrada vista aparece otro mundo nuevo. Aquí un pequeño lago, allí las escarpadas rocas peladas, entre las que se dibujan tortuosos senderos. Entre fantásticas masas de rocas se nos aparece un viñedo, como arrancado a la Naturaleza; y por otro lado se ven molinos solitarios, desde los cuales parece se desprendieran cascadas que fueran a caer en el techo de las casas que hay debajo.

Absorto ante este ininterrumpido desfile se llega a los alrededores de Nantua, por donde se entra en un valle, que tentado estoy de llamar el Valle de la desesperación. Jamás he visto nada tan salvajemente terrorífico. Las aisladas y dispersas casas parecen haber sido construidas por algún Crusoe que hubiera naufragado en aquel mundo. Aquí, como en Nueva Zembla, jamás se ve el sol en invierno; las pesadas y negras rocas parecen calabozos; no se oye el cantar de los pájaros mezclado con el murmullo de los arroyuelos, cuando saltan entre los acantilados, y los escasos campos que el hombre ha conquistado a la Naturaleza ingrata, con laborioso trabajo, aparecen rodeados de fríos pantanos.

La carretera continúa dando vueltas y revueltas; os halláis, al momento, en la mitad de Nantua, una pequeña y alegre ciudad, a pesar de las rocas que penden de sus riscos por encima de todas las casas. Tan pronto como se sale de la ciudad os encontráis rodeada de un escenario primitivo, pero muy pintoresco. No se ven ya cadenas de montañas, sino piedras de gran tamaño que se mantienen enhiestas, que los movimientos sísmicos de las primeras edades de la Tierra colocaron como ahora las vemos, semejando figuras que, algunas veces, parecen labradas por tallistas de bárbaros períodos. Pasando Nantua, y a la derecha, se adivina la figura de un gigante en un acantilado que, cual si fuera el rey de la comarca, ha vigilado, quizá miles de años, los distritos circundantes.

Se descubren aquí y allá ruinas de castillos antiguos, tajos y cavernas, para alcanzar las cuales sería necesario verse izado por cuerdas; arrugadas rocas, humedecidas durante centurias por cortinas de agua, entre las que lucen viñedos y cruces de piedra, evidencia de la industria y retorno de la religión. Se alcanza, al fin, un valle muy estrecho, frío, sombreado por tristes pinares. Se halla cerrado en su extremo por rocas agrietadas, y una vez pasada esta muralla natural, que se eleva majestuosa, la naturaleza reserva el espectáculo más encantador.

Al traspasarlo, como si se saliera a un escenario, descúbrese una cañada sonriente y encajonada; a la izquierda se ven cascadas de todos tamaños, grandes y pequeñas, que se precipitan escalonadamente a través de las rocas; arroyuelos anchos y breves que dejan oír cien ruidos, y que al unirse en su cauce se filtran a través de verdes praderías. A lo lejos, las ruinas de un decrépito castillo sobre un acantilado excavado casi enteramente por el agua; más lejos aun, y a la izquierda, las ruinas de otro castillo, al que la atalaya del vigía, en un saliente cercano, no ofrece ya la protección de antaño. A la derecha veréis canchales desprendidos de las rocas, que han formado como un muro de piedras sueltas, que el viajero contempla con recelo, pues se encuentra frecuentemente con masas de piedras caídas de las montañas que parecen señalarle el constante peligro.

Más allá de este desfiladero, que verdaderamente impresiona, el azulado fruto de las viñas resalta por su brillo, y a la vera de los viñedos se alza una casa nueva, levantada con las piedras desprendidas; el fondo de este bello panorama lo cierra el pueblecito de Cerdon y sus casas blancas y hospitalarias.

Perdonadme que, faltando a mi resolución, haya caído en el pecado de describir; pero aquí es donde, por vez primera, experimenté la sensación de recobrar la paz y la tranquilidad. Realmente, las bellezas del camino entre Ginebra y Cerdon bien valen el viaje, especialmente en la estación de la vendimia, cuando por todas partes se distinguen grupos alegres que se mueven, y cada cual confiesa, riendo, que no tiene vasijas suficientes para contener los benditos productos de la Naturaleza. A cada momento os encontráis con grandes carros llenos, hasta arriba, de canastas repletas de uva, y veis barriles, colocados para ese fin, a los lados del camino. Los viejos y los jóvenes, todos están ocupados en prensar el fruto. Si su vista os agrada y os tienta, y sentís sed, no tenéis más que pedirlo. Un trabajador aparece de súbito y os entrega una cesta repleta de uvas maduras. «Tomad todo lo que queráis—decía el dueño del viñedo—, y no tenéis que pagar nada».

Pasando Cerdon la comarca va haciéndose más llana y más apacible, pero la cadena de nevadas montañas, que a veces se confunden con las nubes llenas de brillo que avistáis a la izquierda, continúan imponiendo al paisaje su sello majestuoso. Es una pena que esta soberbia carretera se vea interrumpida tan frecuentemente por pueblos y aldeas, o, mejor dicho, que el viajero tenga que pasar a través de ellas, pues ni aun en Polonia he visto algo más sucio que estos villorrios.

LYON

Esta gran ciudad se puede llamar, con justicia, una enorme tienda, pues raras serán las casas donde no haya visto expuesta alguna cosa para la venta, excepción hecha de los edificios destruidos por la Revolución, desgraciadamente muy numerosos.

Las ruinas del acueducto romano son magníficas y proporcionan una agradable sorpresa. Los antiguos baños romanos son insignificantes y notables hoy únicamente por los viñedos que les cubren. Se hallan, a decir verdad, en excelente estado de conservación, gracias a su material, que, según aseguró mi guía, los siempre destructores jacobinos habían intentado destruir en vano. Me mostró algunas de las huellas que esos vándalos habían dejado de su paso.

En una de las iglesias hay cuatro hermosas columnas que, según creo, eran, antiguamente, el sostén de un altar en honor del emperador Augusto; pero el vandalismo aun sigue activo, pues encontré algunos obreros ocupados en abrir unos agujeros en los referidos pilares, con gran trabajo, para colocar una verja intercalada entre ellos, que se podía haber puesto, con menos trabajo y mejor, de otra forma. Otros intentos similares debieron haberse hecho con anterioridad, pues en las mismas columnas encontré huellas de varios agujeros abiertos y rellenados luego con mortero.

Un paseo encantador, al lado del río, conduce hasta la confluencia del Ródano y del Saona, que no ofrece una vista tan agradable como la confluencia del Rin y el Mein. El muelle, que un amigo mío me había dicho era superior al de San Petersburgo, no puede compararse con aquél. En el uno, el ancho y majestuoso Neva, con sus palacios a ambos lados; en el otro, el estrecho Ródano, con casas, por lo general, de apariencia humilde; en el uno, el pavimento y la balaustrada de granito; en el otro, un sendero de guijos, sin barandilla de ningún género; en aquél, el río lleno de barcos y embarcaciones elegantes; en éste, barcos chatos y anchos, en los que largas filas de lavanderas restriegan la ropa sucia contra los bancos, y la cuelgan luego, para secarla, a la vista de los paseantes.

En una fábrica que visité estaban haciendo cojines para antepecho, con el fin de que Bonaparte apoyara sus brazos en ellos; eran de un tejido azul y ricamente bordados en oro y plata y de un valor superior al sueldo que este hombre extraordinario cobraba en otro tiempo.

El teatro de Lyon no pasa de ser mediocre. La pieza que vi era «Eugenia»; el papel del primer amante, Lord Clarendon, estaba desempeñado por un hombre de setenta años por lo menos, y cuanto más vociferaba desesperadamente, más ruidosos eran los aplausos frenéticos de la concurrencia, aunque en realidad no podía oír ni una sola palabra, ya que el ruido era mucho mayor de lo que suele ser en Berlín, donde dicen que es extraordinario. Todo el mundo ataca aquí a la Revolución, bien por convicción, bien porque sea la moda, y, sin embargo, han quedado todavía muchos vestigios de ella. Por ejemplo, la gente, de cualquier clase que sea, jamás se quita los sombreros; incluso los porteros y postillones entran en las habitaciones con el sombrero puesto. Si fuera solamente una moda nada significaría, ya que las señoras y los turcos jamás descubren sus cabezas, pero si es como una muestra de tan alabada egalité y fraternité, me parece sencillamente absurdo.

ENTRE LYON Y PARÍS

Si alguna vez se os ocurre viajar por Francia, me permito aconsejaros no lo hagáis en carruaje propio, alquilando los caballos en la posta; gastaréis, veinte veces más de lo que calculasteis y las imposiciones y molestias no tendrán fin. En primer lugar, las reglas de la posta, en lo que respecta al número de caballos que habéis de tomar, son lo más singular del mundo; seréis, en realidad, una buena presa en manos del jefe de posta. Dos personas tienen que tomar tres caballos y pagar por cinco, y así sucesivamente. Ninguna atención se presta al coche o a la baca por muy ligera que sea. En Ginebra me pusieron dos caballos en mi coche, y, por supuesto, no deseaba más. En algunos relevos me dieron tres, en Lyon cuatro, y aquí tuve que pagar como si llevara cinco; también hube de tomar, forzosamente, dos postillones, con el fin de obtener doble propina. Vienen luego los portazgos que se han de pagar a las puertas de cada distrito, y que siempre son doce sueldos.

Pero no es esto todo. Dais un luis de oro para cambiarlo, y os lo traen un cuarto de hora después, diciendo que es demasiado liviano o de poco peso. Perdéis, por tanto, con ello, de veinte a cuarenta sueldos; otras veces os dicen que es malo, habiendo cambiado vuestro buen luis por otro falsificado, cosa que me ha ocurrido a mí mismo. Si se paga en coronas, las rehusan porque están muy gastadas. Si les dais calderilla, la rehusan porque, como está muy pulida, no se distingue bien el cuño. Si, por el contrario, se les da oro, os devuelven un gran puñado de esta calderilla reluciente, y si rehusais tomarla os demuestran, pieza por pieza, que es buena y, además, que la ley obliga a tomarla; pero si por casualidad se os ocurre, pocos minutos después, dársela como pago de algo a la misma persona, no la acepta porque no está marcada. Podéis enfadaros todo cuanto queráis; no conseguís nada y podéis estar segura de que al fin llegaréis a París en posesión de una gran cantidad de relucientes monedas de cobre.

No acabo aquí. Si se os ocurre viajar por la posta ello parece ser la señal para que todos los posaderos os saqueen en la forma más despiadada. No me creeréis cuando os diga que, en un pueblecito francés, pagué en una ocasión dos coronas por una tortilla y una botella de vino corriente, que, generalmente, cuesta de ocho a doce sueldos.

En las posadas de las grandes ciudades la molestia llega al colmo por la insaciable codicia de los sirvientes. En Lyon, por ejemplo, lo menos eran diez personas las que me importunaron pidiéndome propinas: el cocinero, las dos criadas que encendían el fuego y servían la comida, otra muchacha que me traía el té y el café, varios mozos de equipajes, el cochero y, finalmente, el botones que había limpiado el coche. No hay otra manera para verse libres de ellos que la de distribuir a diestro y siniestro puñados de dinero. Estas llamadas excesivas al bolsillo del extranjero provienen de la pobreza que reina y del pequeño número de viajeros, queja que se oye por doquier. Los ingleses, que eran los que más viajaban antes, no pueden entrar, y muchas otras personas amantes de viajar se ven privadas de este placer a causa de la guerra. Estos abusos por parte de posaderos y la posta han motivado que las personas pudientes y de respetabilidad no viajen en Francia por ese medio.

Innumerables diligencias, berlinas y cabriolets, muy bien atalajados, y resonando sus campanillas, se encuentran con frecuencia en las carreteras. El viajero que gusta de la comodidad puede ordenar que le reserven más asientos de los que necesite, e incluso tomar una berlina para él solo, lo que le costará la mitad de lo que habría de gastar viajando por la posta. En las posadas encuentra una buena mesa y precios moderados; el conductor paga y cuida de todo, y nada tiene que ver con postillones ni con las averías del carruaje. Cualquier abuso e imposición le son ajenos, y yo aconsejaría a todos que dejasen su coche en cualquier ciudad fronteriza, especialmente si es como el mío, construido en Berlín, porque el hierro forjado aquí es tan malo y tan blando que a cada momento hay que efectuar reparaciones en las grandes carreteras francesas, y los herreros tienen, a menudo, la desfachatez de pedir diez pesos por un tornillo o cualquier otra pieza de hierro.

Perdonadme estos pequeños detalles, que van en beneficio de muchos viajeros sin experiencia, a los que podrán ser útiles.

Termino con una observación muy singular. En Montargis y en algunos lugares puede verse esta inscripción, colocada de manera que la lea todo el mundo: «Ciudadanos, respetad las propiedades, son fruto del trabajo». ¿Será ello una reliquia de la Revolución? Si así es, ¿por qué no se ha quitado?; y si aun es necesario tal aviso, no indica nada bueno.

Entrando en París por el camino de Lyon, la inmensa ciudad ofrece un aspecto soberbio. Desde una altura se domina, casi de una ojeada, la cercana masa de casas colocadas en semicírculo, mientras más atrás se ve Montmartre que, con otras pequeñas colinas, forma una especie de anfiteatro. Por la carretera de Estrasburgo, no se domina París y no se sabe que estáis en él hasta que se atraviesan las sucias calles de los arrabales, lo cual, naturalmente, da una mala impresión. Eso sí, se entra en París como en la propia casa. Ni hay aduanas, ni centinelas, nadie inquiere nada respecto a vuestro nombre, calidad o asuntos que a él os traen; el extranjero llega a París sin que nadie le pregunte y sin que nadie tan siquiera le pida el pasaporte.

DESCRIPCIÓN DE LAS CALLES DE PARÍS EN CUATRO CARTAS DIRIGIDAS A UNA SEÑORA

Carta I

Mi querida amiga:

El proverbio «dime con quién andas y te diré quién eres» está sujeto a muchas excepciones, porque solamente los hombres independientes pueden elegir su compañía. Yo propondría otro proverbio que dijera «Dígame qué traza tiene su habitación y le diré qué clase de hombre es». Estas dos excepciones desmienten, a veces, la regla, pero no tendría inconveniente en retar a cada lector a que me dijese en qué caso, entre todas sus amistades, el aspecto de la habitación no responde al carácter de la persona que le habita.

Y me preguntaréis: ¿a qué esta introducción? Mi respuesta es: nos hallamos en París, la capital, como si dijéramos la habitación principal de una nación, y si tengo éxito al familiarizaros un poco con el París moderno, soy de opinión que habré descripto en parte a la nación francesa.

Tened la bondad de darme el brazo. ¿Para qué? Para pasear un poco a través de las calles de la capital, en esta bella estación de otoño. No se arrepentirá. Ningún extranjero despreciaría tal ocasión, porque los muelles, «boulevares», etc., presentan el más animado de los aspectos desde la mañana hasta la noche. Mis paseos, cuando el tiempo lo permitía, los hacía a pie, parándome donde la multitud acostumbraba hacerlo, mirando todo, oyendo todo, husmeando un poco si queréis, hallando en ello una gran diversión y sacando a menudo algunas experiencias que depositar en mi memoria.

Contemplemos en una plaza una rueda de la fortuna hecha de cristal; ¿no os sorprendéis de ello? Aquí los extremos se tocan, y en una de las naciones más esclarecidas de Europa, se rinde un culto grande a la superstición. En las esquinas de cada calle encontraréis pillos embaucadores que atraen por todos los medios a los viandantes, adivinándoles infaliblemente los números que serán premiados en cualquiera de las numerosas loterías francesas, y es curioso que tales profetas reúnan en torno suyo tan densa multitud. Esta sucia rueda de la fortuna tiene un agujero en su parte inferior: el andrajoso adivinador que se halla tras ella se ha hecho una especie de instrumento parecido al espinazo de un ganso, que aplica al agujero con gran seriedad, y sin mover casi los labios imita el hablar de Polichinela, que suena exactamente como si algún diablillo estuviera sentado en la rueda y se dirige a los oyentes. Cuando se acercan los curiosos, el hueso desaparece rápidamente del agujero y la voz del espíritu invita a los mirones cuyas manos no se están quietas, y les da las mayores seguridades de adivinar los números que saldrán premiados. Dos perrillas es el precio usual de estas profecías, que nunca fallan.

Un poco más allá otro colocó un tablero con cartas expuestas. Le decís las iniciales e inmediatamente saca vuestro nombre del tablero y en un agujero que hay detrás de él, hallaréis todo lo que deseáis saber. Esta forma de adivinación la encontró un tercero demasiado simple. Mirad el tablero donde hay toda clase de figurillas que giran mediante un mecanismo de relojería. A primera vista no se parece en nada al santuario de un adivinador de lotería, pero fijándose se verá que a través del eje en torno al que la mesa gira, se ha fijado un zodíaco sobre los muñecos, en el que están escritos los meses y que, por tanto, gira con ellos. Más alto aun existe otro círculo con los noventa números. Tened la bondad de tocar con el dedo el muñeco que creáis más dotado del arte de la adivinación; por ejemplo, este emperador turco que con tanta majestad sostiene su imponente cetro: todas las figuras comienzan inmediatamente a dar vueltas con rapidez, el zodíaco gira también, así como los números, y esperáis con paciencia el resultado de todo esto.

Ya se ha terminado la cuerda y el emperador turco señala con su cetro el mes de agosto, exactamente debajo del número 78. ¿Puede dudar alguien de que si cogéis ese número en el mes señalado dejaréis de ganar grandes sumas de dinero? Os reiréis, seguramente, de que la gente tome en serio estos juegos de niño, pero con los debidos respetos, ¿no ofrecen ellos más que el filósofo que, sentado en una silla, nos levanta con dos dedos la cortina del futuro, con el mismo gesto que si enrollara un papel?

Sigamos nuestro paseo y veamos esta brillante inscripción que dice: «La dorada cadena del destino». Esta valiosa cadena se compone de noventa cajoncillos o fundas de papel, unidas por hilos, las que un ciego se encarga de hacer girar. Escogéis uno de estos papeles, el ciego lo abre y el número que contiene es el de vuestra fortuna. Pero si no queréis tener nada que ver con la lotería, al menos habréis de sentir curiosidad por saber vuestro futuro.

Frente al Puente Nuevo está instalado un mago, que expresamente anuncia hallarse autorizado por la policía y que dedica su talento con preferencia a la lotería, ya que los hombres sienten más deseos de ganar dinero que de saber su futuro. Si manifestáis vuestra curiosidad, el mismo personaje os abre el libro del destino mediante dos perrillas y con una maravillosa catarata de elocuencia os cuenta todo lo que ha ocurrido y lo que ha de pasar. Aunque veinte personas, diferentes en profesión, edad, sexo, en todo, en fin, acudan a él, esto no le hace salir de su gravedad ni agotar sus recursos. Hace pasar a uno tras otro, lee en sus ojos y en su aspecto, le habla por lo menos dos minutos, sin perder un ápice de su seriedad, hace uso de las más escogidas palabras del idioma y en una media hora que calculo estaría allí, no le dijo a nadie la misma cosa, ni se detuvo en su charla, que termina siempre haciendo una ligera reverencia; no pregunta nada, se dirige a los que siguen, coge lo que el precedente le pone en la mano y lo mete en el bolsillo sin mirarlo siquiera.

Este hombre en otro medio sería un excelente orador. Los aspectos de sus clientes constituyen ciertamente la parte más divertida de la escena. La más firme creencia, la más perfecta resignación y una especial unción se hallan impresas profundamente en sus rostros. Como el hombre se expresa siempre en lo que toca al pasado, con un arte hábil, nunca se aparta demasiado, con la ayuda de ingenio y fantasía, de la verdad sobre lo que viene a ser la vida de sus oyentes. He notado, a menudo, con qué extrañeza le contempla la gente y cómo muchas señoras se volvían con lágrimas en los ojos. Así, pues, los mismos parisienses que hace unos pocos años llevaban en hombros a la Diosa Razón, ahora creen en la adivinación y rodean a centenares al primer profeta que encuentran.

El francés posee un fondo inagotable de maneras agradables y educadas que, aunque todo el mundo sabe que nada significan, despiertan la simpatía y hacen brotar la sonrisa en los oyentes. Por allá vemos a un joven que retuerce un traje de muñeca en su dedo pulgar y que hace saltar a veces un diablillo hacia el cielo, mientras grita: «¡Ved cómo vuela!». Este dicho, llano y manido, lo sazona con relatos de lo que el diablillo ve todos los días en sus vuelos sobre París: tan pronto son los cañoneros del Sena de los cuales hace una pomposa descripción, como una señorita que se levanta de la cama, cosa que describe con la mayor habilidad, logrando hacer un relato fascinante. Amplia es la materia que le suministra el diablillo volador, copiado del Diablo Cojuelo, si bien sabe cambiar los asuntos en sus charlas oportunamente.

De repente llama a un muchacho del auditorio, que puede tener unos diez años. Poniendo con solemnidad la mano en su cabeza, le pregunta muy campanudamente:

—¿Estás cansado, hijo mío?

El joven le contesta naturalmente que no.

—Júralo, jura que no estás cansado—continúa el charlatán con voz tonante. El muchacho se ve obligado a levantar la mano y jurarlo.

—Entonces voy a hacer tu fortuna.

Le da una caja y le invita a adivinar cuántos luises de oro hay en ella. Pero antes de esto, comienza otra tirada, dirigiéndose al público muy gentilmente.

—Ustedes dirán con toda seguridad, señores míos, ¿por qué, vista la facilidad que tengo para hacer oro, no he realizado primeramente mi propia fortuna? Pues bien, ello obedece a que mi fortuna ya está hecha. Todo cuanto hago aquí hoy, es exclusivamente para diversión de ustedes.

Dirige sus conjuros a la caja, que realmente pesa cada vez más, como si en realidad fuese oro lo que contuviera. Seguramente, al abrirla no os encontraréis en ella sino con una piedra, pero entonces el mago podrá decir que el muchacho es hijo natural o ilegítimo o que su madre le ha contado un cuento acerca de su origen real. Declara entonces con su voz campanuda que rara vez tropieza con casos semejantes, que no es frecuente que ocurran cosas tales en París, y rápidamente enjareta una digresión sobre otro tema.

Todas estas bromas jocosas son para el populacho, pero realmente se dicen sin ofender la decencia y además no están exentas de gracia. Estaréis de acuerdo conmigo en que una nación, en la que el pueblo bajo se divierte tan hondamente con tal género de agudezas, tiene que estar, en lo que a cultura se refiere, algunos pasos adelantada a las otras naciones. Pero vemos al vecino de nuestro charlatán, que cuidadosamente le vigila, hasta que hace una pausa, que aprovecha para gritar con estentórea voz:

—Señores, mientras mi vecino toma aliento, permítanme enseñarles y mostrarles el experimento más notable que jamás han visto.

Sin esperar la respuesta, trae inmediatamente una caja a la que el pueblo puede preguntar lo que quiera sobre cuestiones de dinero, salud, amor, constancia o inconstancia del sujeto amado, herencias, etc. Mientras la pregunta se dirige a la caja, el profesor, con mil artes, se mantiene alejado para probar que no necesita estar en contacto con ella. Habiendo recibido entonces los céntimos, tras ingresarlos en seguida a la caja, primeramente pregunta qué es lo que se desea saber, contesta a la pregunta e inmediatamente da una descripción del carácter del cliente, de su temperamento, de sus buenas y malas cualidades y añade algunos consejos saludables respecto a cómo deberá ajustar su conducta en el futuro; para terminar, le hace entrega de los cinco números que saldrán premiados en el próximo sorteo, impreso todo ello en un bonito papel.

No puedo comprender cómo este hombre, considerando los gastos que tiene, encuentra suficiente para su sustento con las dos perrillas: tal pensamiento se me ha ocurrido más de una vez. Escuchemos a este otro hombre que más lejos, con voz campanuda y por dos céntimos, ofrece a toda persona que pasa, las reglas del «piquet». El libro consta de dos pliegos, y aunque no vi que nadie lo comprara, le encontré siempre en el mismo sitio durante quince días y todavía vive.

Una muchacha nos grita hasta enronquecer: «Cincuenta mondadientes por diez céntimos». Casi nadie le compra su mercancía, pero vive. Prefiero los relatos de los marrulleros, que especulan sobre el inagotable filón de la curiosidad humana. Aquí vemos sentada a una anciana, que lee, con voz áspera, una hoja de papel impreso donde se relata lo que ha ocurrido en el último consejo de Estado. Apenas cierra la boca, su vecina, de más edad que ella, abre sus arrugados labios y arroja por ellos un torrente de elocuencia impresa contra la perfidia de los ingleses, señalando al mismo tiempo un cuadrito fijado en una tablilla y en la que Su Majestad Británica aparece bastante malparado. El recitado de las dos mujeres se escucha gratis y los impresos cuestan cinco céntimos.

Dejemos estas figuras macilentas por la cara redonda de una joven que sentada en una mesa tiene ante sí media docena de candelabros de plata o de estaño. Maneja un trapo de lana impregnado de un polvo rojizo, y mientras frota los candelabros, habla con voz meliflua de las excelentes cualidades de sus polvos. Pide a los curiosos dedales o hebillas de zapatos, se las devuelve brillantes cual si fueran nuevas e incluso llega a afirmar que los granos de la cara se curan con sus polvos, pero nadie ofrece la suya para el experimento. Un soldado se le acerca, le muestra una cicatriz en la mejilla y, riendo, le dice si podrá quitársela. La muchacha responde que sí y le promete visitarlo por la tarde con tal propósito. Pienso que esta muchacha ha inventado unos polvos que le procurarán más provecho que a los alquimistas de la antigüedad sus polvos de oro.

Pero, ¿qué hace ese marinero con un microscopio?; ¿de dónde habrá sacado este viejo y roñoso instrumento, atado con alambre? ¿Qué es lo que nos enseña a través de sus lentes? Nada más ni nada menos que una pulga. Pide por ello cinco céntimos. Su vecino, colocado unos metros más allá, nos muestra el arte de hacer resaltar el mérito de una baratija. El tal se ha hecho con unas hojas de las que los pintores usan para dibujar calcando, y muestra a la regocijada concurrencia con qué facilidad se pueden copiar cuadros.

Entremos en esta barraca cuya inscripción promete maravillas: «El que no crea, que entre y vea». Efectivamente, se ve una pulga guiando un elefante, otra que conduce un carruaje tirado por seis caballos ocupado por señoritas y caballeros; y otra pulga a quien se le ha atado a una de sus patas una cadena dorada en cuya extremidad hay una bola de metal con lo que el animal sólo puede ir de aquí para allá, sin mover ese peso. Todo esto no es broma. Un hombre se ha tomado realmente el enorme trabajo de construir el elefante, el coche y las cadenas, de oro, muy pequeños, y unir todo esto a la pulga.

Pero más cómico que esto y que demuestra más inventiva es el artista que hace batirse a espada a dos moscas en un duelo. Está conseguido de la manera siguiente: dos moscas están fijas a dos alfileres colocados perpendicularmente detrás de las alas, de forma que tienen las seis patas extendidas violentamente ante ellas. Se colocan muy cerca y una frente a otra, y se les ofrece a cada cual una pequeña bola de corcho con una pajita sujeta a la misma. Tan pronto como la bolita roza sus patas, las moscas tratan de cogerla para sostenerse; al ser tocada la bola se mueve hacia atrás y hacia adelante y, por tanto, la paja se vuelve hacia el enemigo. Al moverse cada una de la misma manera, las dos pajas se cruzan a menudo como las espadas en un combate y esto es lo que constituye el duelo de las moscas.

Cerca de esta barraca nos invitan a emprender un pequeño viaje de varios cientos de leguas, en caballos mecánicos, con la promesa de que esta gran distancia se recorrerá en un tiempo increíblemente corto. Bueno; reímos sarcásticamente y entramos. No bien se ha levantado la sucia cortina, a primera vista, nos convencemos de que ante nosotros no hay más que una especie de «carroussel», notable solamente porque no requiere a nadie para volverlo, pues el mismo conductor, empujando ajustadamente la sujeción, pone la rueda central en movimiento y la hace dar vueltas con una gran velocidad.

Esta diversión cuesta veinte céntimos, pero si no queréis derrochar el dinero os prevengo contra ese hombre calvo que ha dirigido hacia el cielo un gran tubo de cartón y ruega muy atentamente a todo el que pasa que mire por él. Con tal motivo pronuncia un largo discurso acerca de los diferentes vapores y sus proporciones, asegurando que los cristales del tubo están pulidos tan esmeradamente que los vapores concentrados en el tubo toman las formas más extraordinarias. No se puede hacer este experimento todos los días, debido a las diferentes condiciones atmosféricas, pero hoy, precisamente, es un día excelente para ello. Le confieso, mi querida amiga, que el viejo calvo hablaba tan bien y tan ingeniosamente que al fin me sentí tentado de ver lo que era y di un paso hacia el tubo. Apretó entonces un resorte que estaba oculto y ante mis ojos y a través de un cristal corriente, pasó un centauro, recortado tal vez de algún libro de estampas, como los que se imprimen en Nuremberg, a diario. Me retiré bastante defraudado para dejar el lugar a otro curioso.

Mas pienso, ¿por qué me retiré tan súbitamente? Esto mismo ocurre a diario en nuestro propio país, en donde los grandes poetas y filósofos, previo un pregón alborotador, ponen tubos ante nuestros ojos prometiéndonos Dios sabe qué maravillas. Somos de buen natural, miramos dentro y, ¿qué es lo que vemos? Algún pequeño monstruo o una muñeca corriente.

Pero me parece que os hallaréis cansada del paseo. Si el tiempo sigue tan bueno, continuaremos mañana una hora más, pues os aseguro que tenemos para ver cosas muy curiosas y divertidas.

Carta II

Hoy, mi querida amiga, seguiremos nuestra excursión con tiempo seco. Las cosas que hemos de ver quizá no sean tan divertidas como las de ayer y por eso no os respondo de que alguna lágrima asome a vuestros ojos. Justamente nos encontramos aquí con un ciego que canta su canción con acentos sencillos, que nos afligen. Ante él está tendido su fiel guía, un perro lanudo, que de cuando en cuando hace sonar la campanilla. No lejos de él se halla otro ciego que probablemente no puede cantar; en vez de esto tiene ante sí una especie de repisa en la que están colgadas campanillas de diversos sonidos que hace sonar mediante unos hilos. No pide en voz alta, sino que sólo extiende de vez en cuando su sombrero para recoger el caritativo don de algún bienhechor, pero, generalmente, lo retira vacío.

No iremos muy lejos sin encontrarnos con un tercer desgraciado desprovisto del más preciado de los sentidos. Tenía un arpa vieja colocada ante sí y tocaba una sonata con toda su alma. Mucha gente se hallaba parada ante él, pero el platillo colocado ante su instrumento pocas veces resonaba con la dádiva piadosa.

Apenas dejamos éste, nos encontramos con un cuarto que trata de llegarnos al corazón tocando un desafinado violín. Lo toca mientras anda, y su perro, que va sujeto con una pequeña cadena a un botón de su abrigo, marcha con precaución delante de él. Pensé, a pesar de la pena que daba, que si alguien arrojara un hueso en su camino, el hambriento can correría a atraparlo, con grave riesgo de que el pobre ciego perdiera todo su capital, al romperse la cabeza y el violín contra la pared.

Pero entre los numerosos ciegos que recorren las calles de París, tocando sus instrumentos o cantando, ninguno reúne ante sí una multitud tan compacta como dos ciegos que se pasan el día entero jugando al «piquet», no para perder, sino para ganar dinero. El que con su conocimiento verdaderamente maravilloso, toca y acierta las cartas, atrae el interés durante algunos minutos, incluso del que no tiene la menor idea del juego, y cuando se retiran por la noche, seguramente los dos serán ganadores.

Pero, dejemos a los pobres ciegos, cuya vista desalienta a los que poseemos tan preciado bien, y que a la mayoría de los parisienses, acostumbrados a este espectáculo, deja indiferentes. A menudo vi a unas mujeres ya mayores, y que a juzgar por las cestas debían ser cocineras, que por la tarde daban limosnas a los pobres ciegos, para acallar sin duda los reproches de su conciencia por el uso que habían dado en el mercado al dinero de sus amos.

Dirijámonos a otro artista musical, que realmente excita admiración por la destreza que posee, pues a decir verdad, nos da un verdadero concierto sinfónico tocando cinco instrumentos a la vez. Con una mano toca un doble caramillo que constantemente separa y aplica a sus labios, aunque, a veces, toca los dos al mismo tiempo; con la otra tañe un arpa con bastante destreza, mientras con un pie toca el tambor y con los dedos del otro unas castañuelas. No lo hace mal del todo y el pobre diablo trabaja hasta desfallecer de cansancio, como Mademoiselle Maillard, para poder ganar unos cuantos céntimos al cabo del día.

No pasaremos sin echar algo en su platillo. Su ejecución no es ciertamente la mejor que se pudiera desear, pero la pobre niña que está junto a él, con los ojos fijos en el suelo, cantando, cantando siempre, nos llega al alma porque su mirada parece decirnos: «Ya sé que canto mal, pero mi padre necesita pan». Dos niños que interpretan un dúo en el puente, causan el efecto contrario. La canción está hecha para conmover los sentimientos caritativos y produciría el efecto deseado si los muchachos no chillaran tan agudamente y no mirasen en torno suyo en forma tan desvergonzada. Su aspecto y canción solamente despiertan la idea de que algún día llegarán a ser dos seres sin noción de la dignidad.

Un grupo de niños, al que no os conduciré por temor de causaros demasiada pena, excita la piedad de modo muy vivo. En la Rue Vivienne, he visto, durante más de tres semanas, incluso cuando ya había cerrado la noche, tres niños harapientos sentados en el pavimento lleno de barro. El mayor, un niño de diez años aproximadamente, está sentado, apoyándose en la pared, y lleva en su regazo a otro, envuelto en harapos, que tendrá tres años como más y que siempre está llorando. A su lado siéntase el otro, símbolo de la miseria, de cinco años de edad. Estos niños nada piden, pero de un candelero tienen colgado un papel con la siguiente inscripción, sencilla y conmovedora: «No tenemos padre ni madre». Pocos de los transeúntes permanecen indiferentes, y como la calle es de mucho tránsito, supongo recogerán bastante. Observé con placer que los soldados son los que más dan. Una noche vi a uno de éstos profundamente afectado. Llevaba grandes patillas negras que contrastaban con la emoción que denotaban los músculos de su cara, iluminada por el resplandor de la bujía, y donde se veía la sombra de una lágrima. Miró el grupo en silencio durante algunos minutos; el pequeñín quejábase penosamente, tal vez porque hacía frío. El soldado metió la mano en el bolsillo y le dio dos piezas de plata (me parece que dos monedas de doce sueldos) al mayor de los niños a condición de que se llevara al pequeño a casa inmediatamente y lo calentara. Repitióselo dos o tres veces y el chico lo prometió. Entonces se marchó el soldado. Al pasar por mi lado, le abordé:

—Seguramente sois padre.

—Sí, señor—fue su respuesta, más bien brusca, y siguió andando. Me detuve algún tiempo para ver si el muchacho cumplía lo prometido y se llevaba a los niños a casa, pero no lo hizo. No me agradó nada que la policía consintiera este espectáculo tantas semanas. Parece casi imposible que los pobres niños puedan conservar su salud durante el invierno.

En París, los mendigos rara vez, o casi nunca, piden limosna. A veces se oye, detrás de uno: «Señor, me muero de hambre». Cada pedigüeño trata de hacer algo que justifique lo que se le da. Uno, por ejemplo, lleva una escoba en la mano y cuando ve a una persona que va a cruzar una parte de la calle que está sucia, acude y con rapidez separa el barro; otro aprovecha los aguaceros que llenan de charcos la parte central de la calle, pone una tabla a través de ella y le ayuda a pasar por encima con agradables modos. Juzga quien le puede dar algo, por el aspecto de su traje; a los que califica de pobres los pasa gratis y si aparece alguna muchacha bonita la escolta con la mayor galantería.

Pero ahora no llueve y casi he olvidado que estamos paseando con el solo objeto de ver la animación de las calles. ¿No cree usted que habrá algo notable en ese grupo de gentes que forma corro? Un viejo saltimbanqui, quizá con demasiados años para hacerlo él, ha enseñado a algunos muchachos flacos a ponerse cabeza abajo. Una pareja de sus pupilos se le escapó recientemente para explotar sus habilidades por cuenta propia. En el ángulo de una calle ha extendido una alfombra vieja, tan llena de agujeros que difícilmente podría colgarse. Se esfuerza por dar a su espectáculo el aspecto de los que presentan los titiriteros y mientras uno de ellos rueda y hace cabriolas por la alfombra, el otro trata de imitar las gracias de un bufón.

El muchacho que hace juegos con una copa no atrae mucho la atención: es muy vulgar lo que hace, pero si pasáis tras esta otra cortina, por un momento, no os arrepentiréis. Se verá una mujer extraordinaria a la que la Naturaleza ha deparado una de las características que adornan al hombre: una larga, espesa y negra barba. La mujer cuenta entre los veinte y treinta años y tiene unos ojos, desmayados por cierto, sombreados por espesas cejas que se unen en el entrecejo. Si os imagináis una cara semejante, decorada con un turbante sucio de color blanco, con un seno abundante y blancuzco, con los brazos, piernas, pies y cuello, cubiertos espesamente de vello, convendréis conmigo en que no es una figura que dé origen a tentaciones. Si no fuera por su busto prominente y porque canta con una voz clara y chillona, para que la gente acuda, nadie creería que se estaba viendo a una mujer.

—Es de Noruega—me dijo el encargado de mostrarla—y nació quinientas leguas más allá de Bergen.

Yo pretendí entonces pasar por danés y me dirigí a ella en tal idioma. Esto produjo una gran confusión a la pobre mujer barbuda.

—Mi padre me trajo a París cuando tenía solamente tres años—contestó con el más puro acento parisiense.

Dejemos a esta persona a la que un capricho de la Naturaleza ha negado los usuales rasgos de la belleza femenina y echemos una ojeada a los numerosos artículos que se ofrecen a la venta. Encontraremos en ellos los contrastes más singulares; por un lado os ofrecerán cestas llenas de perros de las más diversas razas, y por otro unas estampas de Nuestro Señor Jesucristo, consistentes en una hoja impresa, donde se halla el tan conocido pasaje de Josefo, con la descripción de la figura del Salvador.

En este puestecillo portátil veréis una gran variedad de artículos; todos se venden a noventa céntimos; en aquél, a ciento veinticinco y en todos se encuentran cosas que realmente no se concibe cómo pueden venderse a tan bajo precio. Junto a éste, hay extendido en el suelo un paño sobre el que están amontonados libros de todas clases.

—¡Compren, señores—grita el vendedor—, elijan a treinta céntimos el ejemplar!

Otro buhonero envidioso, para arruinar a su competidor, ofrece un montón de obras literarias por veinte. Generalmente son novelas insípidas, pero con frecuencia he encontrado entre ellas algunas de valor, como, por ejemplo, el volumen de las Cartas de Madame de Sevigné. Di con ellas apenas había revuelto dos o tres libros. Si se tuviera tiempo, con poco trabajo podría formarse una pequeña biblioteca de buenos volúmenes a costa de poco dinero.

Los libros antiguos en el pretil del Puente Nuevo y en algunos de los muelles están expuestos de una manera más conveniente, pero son más caros (aunque sean regalados, según la frase popular). Para comprender por qué algunos de ellos tienen tan bellas encuadernaciones, es preciso saber previamente que formaban parte de bibliotecas que han sido destruidas. Es posible, por tal razón, encontrar obras de gran valor, en excelente estado y a precios muy moderados.

Veo que el reluciente escaparate de una joyería atrae vuestras miradas; tenéis buen gusto. Tienda más elegante no se encuentra ni en Augsburgo ni en Viena. No he hallado en parte alguna trabajos de arte que puedan compararse con éstos, excepto los que salen del taller de joyería del consejero de Estado De Buch, en San Petersburgo. Es difícil irse de aquí sin comprar algo y en tal lugar es donde se envidia a los ricos. Pero, supongo que os habréis dado cuenta de una característica de los tiempos presentes en Francia y es el contenido de los escaparates, que en su mayor parte están llenos de anillos de oro para la huéspeda; una prueba de que ahora existe gran demanda de tal artículo. ¿Quién ha ganado más con la supresión temporal de la religión católica romana? Los orfebres.

Os arrastro unos pasos más allá, porque el hombre que expone tal variedad de animales disecados merece admiración por su arte, en el que ha alcanzado gran perfección. Todo vive allí y todo se mueve. Tenderéis vuestra mano para quitarle a un zorro la gallina que lleva entre sus mandíbulas; sentiréis gran pena al ver a este halcón hundir sus garras en un indefenso zorzal; os detendréis ante la jaula en que se ve a los canarios empollando y ante las gallinas que buscan su comida; os sonreiréis al ver a un bello perrito de aguas que lleva una linterna en la boca y os parecerá que se ha detenido porque la persona a quien alumbra no está lo bastante cerca. Un gran número de pájaros adorna la parte trasera de la tienda. Este arte proporciona a los parisienses la gran ventaja de que la persona que tenga un perro fiel, un pájaro favorito, o algún otro animal por quien sentir cariño, no lo pierde por completo después de su muerte y puede conservar su figura de modo tan natural como cuando vivía. El precio de estas curiosidades es muy bajo. El disecar un pajarillo cuesta tan sólo tres francos si el cliente trae el pájaro; de otro modo será un poco más, según la rareza del animalito.

Este teatro de vida inanimada, preferible es, en cierto aspecto, a las tiendas que las ofrecen vivas, y que son más desagradables a causa de las emanaciones malolientes. Sin embargo, si podéis resistir en estas últimas sin sentiros indispuesta, podréis daros una idea de lo que era el Arca de Noé, que seguramente no creo sería muy alabada por el olor que en ella reinaría. Aquí veis un gran número de jaulas, en las que podéis admirar loros de variados colores, grises, verdes y de tonos mezclados, cacatúas blancas, cuervos de la India, chillando todos a un mismo tiempo, lo que ocasiona un estrépito ensordecedor. No creáis que porque haya tanta abundancia de pájaros pueden adquirirse baratos: nada de eso. No podríais adquirir uno solo por menos de ocho luises a no ser que fueran loros que no hablan y a los que, por tanto, no se les puede enseñar nada. Todos estos ejemplares ocupan la primera fila en la pajarera. Inmediatamente detrás, hay gran cantidad de pichones y gallos de las especies más exóticas: patos turcos, gallinas perladas, faisanes dorados y plateados, pájaros cantores de todo género, desde el ruiseñor al verderón. Mezclados con ellos hay perros de agua, perros falderos, ardillas, conejillos de Indias, liebres y conejos. Hay también pichones, comadrejas, pájaros y gatos de Angora que viven uno junto al otro en la mayor armonía. Las paredes están llenas de jaulas desde el suelo hasta el techo, e incluso la parte exterior de la tienda que mira a la calle, está recubierta por ellas.

Entremos ahora en esta casa de muebles, en las que unas veces el gusto se halla al servicio del lujo y otras veces es lo contrario. Pero en realidad, nosotros los extranjeros no debemos preocuparnos gran cosa de eso, ya que con nosotros no podemos llevarnos todo esto. No puedo mostraros en nuestro paseo cómo están amuebladas las grandes casas, así que mejor es dejarlo a un lado. Por la misma razón tampoco nos detendremos ante este almacén de artículos de porcelana, reluciente con sus dorados y donde los delicados materiales muestran la más exquisita variedad de colores. Os confesaré que ante su vista sin igual he pasado, otros días, más de un cuarto de hora.

No hagáis caso a esta mujer que quiere obligaros a que le compréis un billete de la lotería nacional.

—Setenta y cinco mil libras por poco dinero—grita incesantemente, como si la hubiera enseñado un lotero de los de Brunswick, pero, más modesta que éstos, no os acosa con cartas, sino que se limita a acompañaros hasta la esquina de la calle. No bien estáis libre de ella, un saboyano de buen aspecto, que si queréis trasquilará, limpiará y peinará vuestro perro, se ofrece para poner los zapatos relucientes como el sol, pero que como no queréis que vuestros zapatos sean limpiados si no es por manos femeninas, poco más allá podéis satisfacer este pequeño escrúpulo.

Os propongo pasear despacio a lo largo del Quay de l'Ecole y con ello dar por terminada la excursión de hoy. Dejaremos a un lado los cafés y «restaurants» por atractivos que sean los carteles que tienen escritos en las doradas puertas y ventanas: desayunos fríos y calientes, desayunos de tenedor; ron y ponche batido; queso helado, chocolate, etc. La puerta de más acá nos invita a jugar «a la poule», la de más allá a jugar al billar y una tercera nos ofrece cerveza de marzo. Pero todo esto es vano; pasearemos. No nos dejaremos tentar por los cacahuetes tostados que hay en las calles, ni por las manzanas y las uvas, ni por este sucio Ganímedes que llena vasos de metal con un insípido brebaje parecido al «sbit» en Rusia. El vasito cuesta tan sólo cinco céntimos, pero me permito aconsejaros que bebáis mejor agua clara, que se encuentra en todas partes y no cuesta nada.

La calle que corre a lo largo del Sena es verdaderamente encantadora. A la izquierda dejamos una hilera de elegantes tiendas donde se venden mercaderías de todas partes del mundo e incluso las de otros mundos, pues las célebres piedras caídas de la luna pueden comprarse aquí. Y en medio de la multitud en continuo movimiento, los coches de alquiler y los malditos cabriolets. Mirad ahora hacia la derecha, en la orilla del río. Todas las lavanderas del mundo parecen haberse dado cita aquí. Formadas en fila, en grandes barcas cubiertas con techo se dedican a lavar y restregar sin piedad las piezas de ropa, que hacinan después en un montón. Muestran sus brazos fuertes y musculosos y dan grandes golpes, aunque a nosotros llega poco el ruido de estos choques porque queda apagado por el de su incesante charla.

Lo que le falta de belleza a este grupo lo tiene, en cambio, el de los diferentes baños flotantes del Sena, entre los cuales el más notable es el de Vigie. En punto a orden y elegancia son inferiores, sin embargo, desde mi punto de vista, a los de Berlín, pero el tamaño superior de los baños parisienses llama más la atención y algunos son más agradables por hallarse rodeados de flores olorosas y árboles sombríos.

Subamos un momento a este nuevo puente con el cual el gobierno ha hecho un valioso regalo a los parisienses para su comodidad y paseo. Su pavimento es llano y nivelado como el de un piso, y a cada lado hay unos escalones que impiden que jinetes o carruajes pasen por él; será uno de los lugares más agradables en la primavera y otoño para la gente elegante. Tiene otra ventaja y es que, como para pasar por él hay que pagar cinco céntimos, puede uno estar seguro de que no os molestarán los pedigüeños.

¡Qué hermosa vista la que se divisa a los dos lados del río! Cada mañana podréis ver el curioso espectáculo de las chatas barcazas construidas para la invasión de Inglaterra maniobrando en el Sena. Los soldados no tienen en verdad mucha práctica de remar, y si el tambor, que se encuentra situado en la parte elevada del bote, no toca a tiempo, el barco se parece, con sus numerosos remos de cada lado, a un vagón que pasará sobre un puente compuesto de tablones que sucesivamente subirán y bajarán conforme avanza el vehículo. Con un poco más de práctica estos hombres lo harían mejor, teniendo en cuenta que el mar no es un elemento tan tranquilo como el Sena.

La industria y la actividad se muestran por todas partes en la orilla del río. Aquí se ven girar molinos que suministran alimento a sus habitantes; más allá, llegan barcazas repletas de carbón para calentarlos; más lejos aun, el río tiene unos muretes que le desvían del centro hasta la orilla, en donde es absorbido por bombas y llevado a través de filtros a unos depósitos que proporcionan bebida al sediento. Estos montones de grano han sido sabiamente apilados y allá llegan barricas de vino puro; nos hallamos en medio de una multitud de vendedores y compradores. Tened cuidado de no tropezar con estos cargadores de carbón con el blanco vestido que esta tarde os pusisteis y apartémonos también de estos faquines de Auvernia que por broma se han puesto a luchar y que si nos dieran uno tan sólo de los golpes que se propinan, seguramente nos matarían a vos o a mí. Hablan un dialecto del que no se puede entender una sílaba.

Retirémonos de esta confusa multitud, pero ¡ay de mí! es la plaza de Gréve, en donde antes eran ajusticiados los criminales, y durante el Terror se vio manchada después por la sangre de tantas personas ilustres. He aquí el lugar donde funcionaba incesantemente la guillotina, y el farol de esta esquina es donde fue colgado Foulon. Veo que os estremecéis. Sí, abandonemos esta siniestra plaza, en cuyo recinto, por cierto, días antes de la última ejecución, hubo una exhibición de muestras. Para las futuras ejecuciones, el Gobierno ha escogido otro sitio, en otro barrio de la ciudad, pero no me tomaré la molestia de preguntarlo, porque no soy amigo de esa clase de espectáculos.

Para alejar de nuestra imaginación estos temas melancólicos nos mezclaremos con la multitud que rodea a ese juglar vestido de escarlata. Este hombre, con su nariz aquilina, trataba de hablar francés con acento italiano:

—He llegado de Nápoles hace muy poco—dice—y he oído hablar del buen pueblo de París. No es el interés el que me trae aquí, ¡Dios me libre!, sino el deseo de ponerme al servicio de esta gran nación y del pueblo de su capital. Miren ustedes, caballeros, esta medicina que no tiene valor; cada botella me cuesta a mí, palabra de honor, seis libras, pero me proporciona gran satisfacción si con ella puedo contribuir a aliviar los sufrimientos de la humanidad. No pido nada, nada absolutamente, regalo mis botellas, las regalo, sí, pero veo que nadie las quiere, ¡ah!, ¡ya comprendo!, el pueblo de París es mejor de lo que me habían dicho; es demasiado orgulloso, demasiado generoso para aceptar regalos de quien tan poco posee. ¡Bien, para no ofender su delicadeza fijaré un precio al frasco! En vez de seis libras, pediré solamente treinta céntimos. ¡Compren!, ¡compren!

Y efectivamente, la multitud se agolpa para comprar. Ahora nos reímos, ¿no es verdad, mi buena amiga?

EL PRIMER CÓNSUL Y SU SÉQUITO

Sería impertinente y estaría fuera de lo usual si hablara de Bonaparte como de un héroe o un hombre de Estado. Los hechos coronados por el éxito son siempre hechos heroicos y el sistema político que hace a un país feliz y glorioso, es siempre acertado. Sólo la posteridad podrá formar juicio de un hombre que, como se decía de Júpiter, mueve el mundo con un abrir y cerrar de ojos. ¿Y sobre qué podrá fundar sus juicios esa posteridad? Casi por entero sobre estos resultados felices. La humanidad, encerrada dentro de estrechos límites, no tiene otra norma. Si Bonaparte conquista la paz y la tranquilidad para su país; si guarda la espada en la vaina durante una serie de años (colgada no sería aconsejable para él), ciertamente que unirá bajo su gobierno todos los beneficios de la paz. Se le reprocha lo que a otros muchos personajes célebres: que no tiene escrúpulo en sacrificar los hombres, que los considera meramente como instrumentos para la consecución de sus fines... Aunque tal sea el caso, es preciso comprender que el hombre que está en lo alto de una montaña ve muy pequeños a los que se encuentran en el valle, y así ocurre que quien está al frente de una nación es conocido por no pequeño número de gentes, que también son muy pequeñas. Concediendo, repito, que éste sea el caso, ¿acaso el pueblo está ansioso de saber por qué Bonaparte les ha devuelto la tranquilidad? Supongamos que vuelven los viejos tiempos dorados y mientras el campesino rellena de heno y trigo su granero, se preguntará:

—¿Esta prosperidad que hoy disfruto la debo tal vez al ansia del poder?

¡No! El pueblo jamás repara en estos puntos. Cuanto más felices son, menos se acuerdan del autor de su felicidad, pues las naciones obran con respecto a sus jefes, como la humanidad en general obra con respecto a Dios; nadie se acuerda ni se queja hasta que vienen las desgracias, aunque éstas vengan acarreadas por sus propias faltas.

De esta forma es muy difícil saber si se ama o si solamente se aprecia a los hombres. Si cada uno a quien nos aproximamos cierra su corazón y extiende solamente su mano para recibir; si cada cual expone sus más finos colores como las flores se abren a la luz del sol, pero cierran sus hojas si se interpone una nube; si todos están unidos al trono tan sólo por la ambición y la codicia, sin amar verdaderamente a quien se halla sentado en él; si mañana murmurasen del nuevo soberano los mismos que hoy murmuran del que está en el poder, decidme, por amor de Dios, de dónde se puede extraer el más mínimo respeto para la humanidad. Solamente un amigo, en el verdadero sentido de la palabra, un amigo como lo fue Sully para Enrique IV, puede preservar el corazón del soberano de la fría apatía que de otro modo se apoderaría de él y le convertiría insensiblemente en indiferente a la humanidad. Esto, sin embargo, es una desgracia para él, no para el pueblo, que como no se cuida de la causa de su felicidad, no atribuye a amor lo que creó la ambición.

Desde mi llegada a París tenía grandes deseos de ver al héroe de nuestra época. Varios días pasaron sin que se pudiera llevar a cabo mi deseo. Al fin, una noche se interrumpió la representación en el Teatro Francés con grandes y prolongados aplausos y todos los ojos se dirigieron hacia el palco de Bonaparte, inmediato al escenario. Desgraciadamente, no podía verle desde mi sitio, pero la amabilidad de los acomodadores me permitió instalarme en otro lado del teatro y me concedieron el privilegio, que satisfizo por completo mi deseo, de colocarme en una «coulisse» (un bastidor) situado frente a su palco. Ya había estado yo antes con frecuencia en los escenarios, pero fue grande mi extrañeza cuando encontré los tres primeros bastidores guardados por soldados de la Guardia Consular que ordenaban retirarse a cualquier persona que intentara aproximarse. Incluso la criada de la señorita Duchesnois, que tenía un papel en la obra que no recuerdo ahora cómo se llama, sufrió esta suerte, a pesar de que su señora necesitaba de su concurso. Mediante la intervención de los señores Lafond y Monvel, que estaban allí cerca, se levantó la prohibición tanto para la criada como para mí.

Nada puedo decir de esta severidad que me parece insuficiente como medida de seguridad. Quizás a Bonaparte no le agrade, pero ha de acostumbrarse a ello, pues es cosa inseparable de la posición que ocupa. Tal vez jamás dio órdenes semejantes y probablemente las desaprobaría. No recuerdo en posteriores ocasiones haberme encontrado con guardias consulares en el escenario.

Durante la representación permanece muy serio y tranquilo, aparece atento en extremo, no habla a nadie de su acompañamiento, que están de pie tras él, no da señales de aprobación ni de desagrado ni, incluso, traiciona sus sensaciones con la mirada. Las plateas le recibieron con aplausos atronadores, pero no dio señal alguna de prestarles atención. El auditorio no renunció a su derecho a silbar y vi una obra nueva, detestable, silbada en presencia de Napoleón, que había acudido para verla. Durante estas escenas permaneció sosegado, reflexionando, no cabe duda, que los parisienses, come los romanos, necesitaban tener panem et circenses si les quería mantener tranquilos.

Bonaparte es muy aficionado a la tragedia. Él mismo me confesó que no le gustaba la comedia, pero también me dijo la frase famosa de Voltaire: «Que todos los géneros teatrales son buenos, excepto los que fastidian». No puedo creer, sin embargo, que sea enemigo de la comedia; yo le he visto asistir al estreno de algunas nuevas y vino a presenciar la representación de mi drama «Bruder Zwist» («Riña de hermanos»), que se representó inmediatamente después de una tragedia, a la que no había acudido.

Sus palcos, en los cuatro principales teatros, están decorados con gusto y adornados muy lujosamente. Entre otros ornamentos, hay una estrella dorada, que unas veces está arriba y otras abajo del palco. Se dice que cree en la estrella de la fortuna, en la que pone más confianza que en su propio genio. Si esto es verdad—y muchas personas me lo han asegurado—, no por ello pierde a mis ojos, pues si los griegos, a quienes el oráculo señalaba como los hombres más sabios, podían tener, sin menoscabo de su sabiduría, un demonio, ¿por qué no se le habría de permitir a Bonaparte poseer una estrella?

Estuve presente dos veces en la gran parada, que es, en verdad, uno de los espectáculos más notables de la capital. Realmente es algo que impone. Me hallaba con otras personas en el salón del «bel etage», casi a mitad de las Tullerías, por donde había de pasar Bonaparte. Los subalternos me asignaron muy finamente este lugar, y se debió a mi uniforme el que me permitieran quedarme, pues a uno de nuestros acompañantes que llevaba frac, se le informó, con mucha delicadeza, por un ayudante, que no podía permanecer allí, y al mismo tiempo le señalaron otro puesto, que también era muy bueno.

En todos los vestíbulos había filas de guardias; de diez a doce hombres en cada departamento, a la distancia de dos o tres pasos uno del otro, y dos en cada peldaño de la escalera. La infantería estaba ya formada en el gran patio de las Tullerías, y se hallaba constituida por cinco o seis regimientos distintos. Sus uniformes no son muy llamativos, sino más bien sencillos. Las largas casacas no parecen ni muy bonitas ni muy prácticas, pero los grandes gorros, de piel de oso, dan una apariencia marcial a los soldados. Las banderas de la Guardia Consular no sólo están decoradas con los lazos nacionales, sino que llevan en medio soles dorados; son, principalmente, verdes. Un adorno ostentoso de todo regimiento es el tambor mayor, el cual es vestido por los oficiales con el mayor esplendor, y que sirve para que los diferentes regimientos traten de superarse unos a otros. Para este objeto se seleccionan los hombres más altos y bien formados de cada regimiento; su uniforme es de terciopelo, pero tan profusamente bordado en oro que escasamente se ve el color del fondo. El Ejército francés se muestra muy orgulloso de sus patillas, que las cuidan con esmero, habiendo algunas que tienen un tamaño verdaderamente descomunal. Entre los zapadores hay hombres que llevan la barba tan crecida que casi les cubre el pecho.

La caballería, compuesta de cazadores, guardias montados y un regimiento de coraceros, excepcional en verdad, estaba estacionada más allá de la puerta de hierro que hay en la Plaza del Carroussel. El pequeño escuadrón de mamelucos se distinguía por su espléndido traje oriental.

Las banderas se trajeron del alojamiento del Primer Cónsul, el cual llegó poco después, rodeado de sus generales y ayudantes, llevando todos ostentosos uniformes, mientras que el traje de Bonaparte era extremadamente sencillo, sin bordados ni adornos de esta clase, y con el sombrero sin lazo, borla ni plumas. Pasó muy de prisa, llevando solamente en la mano un pequeño junquillo de montar. En la puerta montó en un caballo gris y, seguido de su brillante séquito, cabalgó arriba y abajo de las filas. Habiendo revistado la infantería, procedió a inspeccionar del mismo modo la caballería. Además de las tropas, había una inmensa multitud, muchos de cuyos componentes le dirigían peticiones directamente. Según pude ver, todos estos peticionarios estaban autorizados para acercarse a él, y las medidas rigurosas que para su seguridad cuentan que siempre hay tomadas, no se observaron, por lo menos en aquel día, pues de la manera como cabalgaba entre el pueblo, su vida estaba a merced de cualquier villano atrevido.

Antes de volver al patio, le pararon repetidas veces varias mujeres, que se le aproximaban mucho, le hablaban y le entregaban unos memoriales. Según pude observar, eran entregados a su ayudante. Una petición, sin embargo, presentada por una mujer, que incluso llegó a agarrar las riendas del caballo (a no ser que me engañara la vista), fue abierta inmediatamente y le dio una breve respuesta. Durante esta revista, su mameluco favorito, soberbiamente vestido, no iba inmediatamente detrás de él, como generalmente se dice, sino entre el séquito, después de los generales.

Se volvió y quedó parado ante la entrada de las Tullerías, unos pocos metros más allá del lugar donde yo estaba. Aquí, el embajador turco le regaló dos caballos en nombre del Gran Señor. Debían ser espléndidos ejemplares, aunque sus méritos no se podían ver, pues estaban recubiertos de dorados y colgantes. Cierto que eran animales de sangre, pues habiéndolos montado dos turcos, para correrlos un poco, uno de ellos fue derribado en seguida, aunque parecía estar acostumbrado, pues inmediatamente, de un brinco, volvió a ponerse en la silla.

Bonaparte, que a menudo toma rapé de una cajita de concha de tortuga muy plana, no pareció darle mucha importancia al regalo. Dirigioles una mirada más bien indiferente. Toda su atención, por el contrario, parecía concentrarse en las tropas, a las que hizo ejecutar diversas maniobras. El coronel de cada regimiento acudía, de vez en cuando, con la espada desnuda, a recibir órdenes, y daba las voces de mando de acuerdo con las instrucciones recibidas. Cada regimiento formó un cuadro diferente, sin duda en recuerdo de la guerra de Egipto. Ordenó a la Guardia Consular efectuar ejercicios de pelotón, en los cuales, al presentar armas y hacer fuego, la primera fila se arrodillaba, mientras que las otras dos hacen fuego por encima de sus cabezas. Puede que las voces de mando no se oyeran bien o no se comprendieran, no pretendo determinarlo; el caso es que el ejercicio fue ejecutado con bastante imperfección. Media compañía no ejecutaba lo que la otra, y se arrodillaban unos después de otros. El Primer Cónsul expresó su desagrado ordenando ejecutaran este ejercicio siete u ocho veces. La infantería desfiló entonces ante él, mientras la banda tocaba una música que muy difícilmente puede igualarse. No son marchas militares corrientes, en las que cada parte se repite de modo regular, sino más bien sinfonías de ritmo de marcha, compuestas por buenos maestros e interpretadas con una precisión poco común.

Después de la infantería pasó la caballería, montada en recios caballos (quizá de Hannóver), y cabalgó y desfiló muy bien. De todos los regimientos, uno sólo quedó efectuando algunas maniobras, que terminaron con el desfile de este día. En el del siguiente hubo, además, un batallón de marinos, que llamaron la atención por ir provistos de hachas y garfios de abordaje.

Para evitarnos coincidir con el regreso del Primer Cónsul, nos apresuramos a bajar al Hall de los Embajadores, o, mejor, a unas habitaciones designadas con este nombre, en donde encontramos al cuerpo diplomático en pleno, así como a todos los extranjeros que habían de ser presentados. No se veían más que estrellas y órdenes militares, y me pareció que había sido transportado a la corte de cualquier monarca. El traje de los prefectos de Palacio, que paseaban en sus bordadas casacas rojas, con vivos azules, era el único motivo que recordaba el régimen republicano. Oficiales y criados, con libreas verdes bordadas de oro, nos ofrecieron licores y otros refrescos, tras de lo cual toda la concurrencia se puso en movimiento y comenzamos a subir de nuevo por las escaleras. En el descansillo del final estaba formada casi media compañía, con su tambor mayor. Pasamos lentamente a través de tres o cuatro aposentos, donde brillaban los nuevos uniformes franceses, como el de los ujieres, negro con cadenas doradas pendientes del cuello, igual al de los caballeros de la antigüedad, y un gran número de uniformes azul celeste, bordados con oro y plata, etc. Los salones, a través de los cuales nos iban conduciendo, eran los mismos en los que hace años había visto formados a los cien guardias suizos, vestidos «a lo Enrique IV», y a través de los cuales pasaba la familia real para ir a misa. Una sensación melancólica oprimió mi pensamiento, comparando aquel momento con el presente.

Las puertas del salón de audiencia se abrieron con estrépito. El principal decorado de este salón consiste en banderas colocadas formando grupos. Bonaparte estaba de pie, entre el segundo y el tercer cónsul, que iban vestidos con ricos trajes de color escarlata, pero de manera corriente. El Presidente del Tribunal Supremo también se hallaba presente, con su traje muy parecido al de los cardenales. Tan pronto como se formó un círculo, avanzó Bonaparte, dirigiéndose primeramente al príncipe elector de Wurtemberg y fue luego dando la vuelta sucesivamente, tal y como otros reyes o príncipes hacen con los embajadores extranjeros, que aprovechan la oportunidad para presentarle a sus compatriotas. La mayor parte de los bustos y retratos que de él he visto se le parecen, pero hay otros que absolutamente nada. Entre estos últimos hay que poner el célebre cuadro de David Isabey, que le ha pintado repetidamente y ha sido más afortunado. El nuevo busto en efigie de la moneda de seis libras, o corona francesa del año XII, es, según creo, el de parecido más exacto. Cuando alguna vez la miro, me parece que el Primer Cónsul está ante mí. Se ha vuelto, naturalmente, más corpulento, lo que no le va nada bien, pues la imaginación le presta solamente la forma corporal necesaria y precisa para ser el instrumento de su genio, y estoy seguro de que nadie se imaginará a un Bonaparte corpulento, aunque en la actualidad lo sea, pero tal vez aparece más grueso debido a su escasa estatura. Su perfil es el de un romano antiguo, grave, noble y expresivo. Mientras permanece callado, su gravedad tiene algo frío y poco atrayente, pero cuando habla, sonríe con gracia y produce confianza en la persona a quien se dirige. Exactamente ocurría lo mismo con Pablo I, cuyo atractivo era verdaderamente irresistible.

Y ahora que he citado a Pablo, creo no debo omitir que el Primer Cónsul conversó conmigo referente a este infortunado monarca y testificó su sincero afecto hacia él. «Era algo vehemente—dijo, entre otras cosas—, pero poseía un excelente corazón».

El ministro americano se hallaba cerca de mí y recuerdo que estaba hablando con él sobre el comercio de su país. Esto proporcionó a aquel caballero la oportunidad de deslizar con sutileza cuán deseable sería el restablecimiento de la paz. Bonaparte se encogió de hombros, como si quisiera decir: «No es culpa mía». Parecía que iba a pronunciar algunas palabras a tal respecto, pero se contuvo, reprimiendo las palabras que se le iban a escapar, y prosiguió. Habló con gran facilidad y franqueza de diversos tópicos, y cuando se aproximó por segunda vez, se habló del teatro. Dijo que los alemanes éramos melancólicos y expresó la opinión de que las comedias movidas y sentimentales eran, en cierta manera, injuriosas para la tragedia francesa, añadiendo que no era amigo de lloriqueos.

Al mencionar aquí lo que me dijo el Primer Cónsul, es natural que cuente tan sólo las cosas que puedan ser de interés para el público, sin decir las que a mí se refieren. Borrarse enteramente de un viaje descriptivo es imposible en la realidad, pero una persona no debe atribuirse jamás el papel principal, como hemos visto tantas veces después.

Habiendo terminado el Primer Cónsul su rodeo, volvió a su puesto, entre los otros dos Cónsules, que en el ínterin no se habían movido. Se inclinó con una reverencia, lo cual era la señal de retirarse, y permaneció de pie hasta que se hubo retirado por completo el cuerpo diplomático. Grandes masas de gente rodeaban las Tullerías con caras curiosas, lo mismo ahora que durante el desfile, y eran mantenidas a respetable distancia por los centinelas; en verdad, nadie podía imaginarse que estos mismos mirones fuesen los que habían tirado contra el palacio los disparos, cuyas marcas aun se veían en los muros, así como los agujeros, no reparados a propósito, que incluso conservaban las balas incrustadas. Al lado de cada señal se ve escrito, en grandes caracteres: «El diez de agosto».

No puedo dejar de mencionar aquí un desagradable epílogo en mi presentación al Primer Cónsul. A la mañana siguiente recibí la visita de los músicos para felicitarse de mi llegada y darme plácemes por mi viaje, o sea, en buenas palabras, para pedir algo. Siendo dos los que me hacían la visita, pensé que quedaría muy bien dándole a cada uno como regalo una corona francesa, pero no se mostraron nada contentos y me dijeron que en total eran veinticuatro. Perdí entonces la paciencia y, con mucha educación, les dije que la felicitación de hombres de talento tan distinguido no podía tener más precio que las gracias más expresivas por tal honor, y los puse en la calle, lo que hicieron bastante mohínos y con caras muy largas. Su jefe, a buen seguro ignora esta clase de pedigüeñería, y pienso que hago bien haciéndoselo saber, pues todo francés que lo conozca estoy seguro de que contribuirá a la supresión de un abuso que tan poco favorece al honor de una nación.

Mucho se ha impreso acerca de los banquetes dados por el Primer Cónsul y nada tengo que añadir. Que no le agrada permanecer mucho tiempo en la mesa, todo el mundo lo sabe. Igualmente que da buenos festines, pero no que sea amante de las delicadezas de la mesa. «Quien quiera comer delicadamente que no venga a mi mesa, sino a la del cónsul Cambacères», dicen que Bonaparte exclama con frecuencia.

A veces se celebran banquetes en la gran galería para varios cientos de personas, pero creo que la inmensa y hermosa galería no es propicia para despertar sensaciones parecidas al apetito. Imaginaos las paredes cubiertas con tapices de Gobelinos, que representan las batallas de Constantino (cuyos colores, desgraciadamente, comienzan a marchitarse, especialmente por el lado en que da el sol), y añadid a ello, entre los huecos de los tapices, los grandes héroes de Francia, como Bayardo, Condé, Turena, etc., hechos del natural, en exquisito trabajo de mármol, y todos coincidiréis conmigo en que tal lugar es más propicio para un consejo de guerra, para la recepción de embajadores, la firma de un tratado de paz, de todo, menos del ruido de los platos. Algunas antigüedades célebres se ven por aquí, como el joven extrayéndose la espina del pie, la mujer jugando con los huesecillos, etc. Las pinturas del techo son de gran valor, pero da pena que en algunos puntos aparezcan deterioradas. El aposento, que con exacta propiedad puede llamarse sala de banquetes, es muy amplio, pero no tiene buena comunicación con las habitaciones de madama Bonaparte, y es notable por su noble sencillez.

Ahora que he de hablar de la residencia en París del Primer Cónsul y de su esposa, aprovecho la oportunidad para hacer notar lo que me pareció digno de atención. Las habitaciones de madama Bonaparte están alhajadas en el estilo más elegante, pero no sobrecargadas con ostentación. Algunos bronces de valor, que fueron vistos, antes, en Versalles; algunas pinturas excelentes, la mejor de las cuales es una Venus durmiendo, por Correggio; algunos mármoles y mosaicos de la escuela florentina, junto con algunos vasos muy hermosos de la manufactura de Sèvres, constituyen todo lo que se puede hallar de valor en el decorado. Muchas cosas de igual clase se encuentran en las casas particulares de personas opulentas. Recubrir las paredes con tejidos de seda del mismo color, formando pliegues, parece que es la moda, pero, aunque el efecto que produce es muy agradable, me figuro que no será de larga duración, ya que el polvo se queda entre los pliegues, y no creo que las criadas se tomen diariamente la molestia de limpiar las paredes desde el suelo hasta el techo.

En uno de los salones de madama Bonaparte, la tapicería está dividida, perpendicularmente y en pequeños intervalos, por barras doradas, lo que produce un efecto encantador. El dormitorio usado por ella y Bonaparte contiene algunas pinturas de mérito y está decorado con sencillez, así como el cuarto de vestir, que tiene piso de madera, formando dibujos, y que era el cuarto que la reina de Francia empleaba para tal fin. Me habían dicho que madama Bonaparte usaba el juego de tocador de plata de aquella desgraciada reina, pero es falso, pues en su mesa de «tocado» no vi nada extraordinario ni lujoso. Dos pequeños cuartos de baño dan fin a la serie de las habitaciones, consistiendo el conjunto en siete u ocho diferentes salones, lo cual es muy poco en comparación con la interminable serie de aposentos apropiados para el uso de los grandes en Rusia. En la antecámara hay colgados dos grandes cuadros de un pintor flamenco, que representan escenas de la vida e historia de Luis XIV, y que se encontraban antes en el Hotel de Condé.

El cuarto donde se reúnen los cónsules es el mismo en donde están depositadas las banderas, y lo único que allí llama la atención es un globo terrestre, sobre el cual, probablemente, se dedican sus dedos a fijar el destino de los países que en él se mueven.

El salón del Consejo de Estado, así como la pequeña capilla unida a él, son lindos, pero no contienen nada de particular. Me llamó la atención que cada cónsul y consejero de Estado tuviera ante él su acerico, pero más me extrañó cuando me enteré que los tales acericos sirven como caja de obleas.

Antes de abandonar las Tullerías quiero mencionar, con agradecimiento, que todos los que me encontré allí, oficiales, criados, soldados, todos, mostraron gran educación y fueron extremadamente atentos en sus respuestas e indicaciones. Ninguna rudeza e insolencia en las personas de puestos inferiores, que en otras ocasiones suelen obligar al curioso a no profundizar en sus pesquisas, coartó mi curiosidad. Que estuviera vestido con mi gran abrigo o con mi mejor traje, era lo mismo. No quiero dejar de alabar particularmente a los centinelas franceses. Tuve frecuentes ocasiones de hablar con ellos y siempre se condujeron como personas bien educadas, sin excepción, aunque tuvieran órdenes de que nadie se acercara a determinados lugares. Entre varias circunstancias, recuerdo que una vez, viendo un papel impreso, que estaba fijado en un lugar de la antecámara de las Tullerías, me acerqué para leerlo; el centinela allí colocado me detuvo y me dijo, con su mejor sonrisa: «Señor, es nuestra consigna». Un soldado alemán me hubiera hecho la misma observación con modales muy diferentes, pero bien que sentí no poder leerla, especialmente al saber su contenido, ya que sería interesante conocer las medidas de seguridad interior del palacio.

Durante mi estancia en París, le fueron dedicados a Bonaparte los siguientes versos por un poeta encomiástico:

«Il eut pour ennemis le feu, la terre et l'onde
Il en a triomphé pour le bonheur du monde»

Un profeta podrá profetizar lo que quiera, pero en lo que respecta al final del verso, solamente la historia puede confirmarlo, aunque de desear es que el triunfo no lo alcance por el uso de medidas mezquinas y rastreras. De tal clase hay que calificar la excesiva restricción impuesta a la libertad de prensa en París, que sólo se puede comparar con la implantada por Pablo I. Dupaty, el joven, escribió una piececita teatral, para el Teatro Feydeau, titulada «La Antecámara», en la que la sátira azota fuerte. Se vio en seguida que la obra contenía sangrientas alusiones e incluso se llegó a suponer que el traje de uno de los actores, que consistía en una casaca azul con botones amarillos, trataba de representar el uniforme que vestía cierto hombre que sirvió en otros tiempos en Artillería. Se llevan las cosas a tal extremo, que incluso los trajes que usen los actores han de ser censurados previamente. Nada se pudo probar contra el autor, pero fue desterrado a Santo Domingo, no por poeta, sino como oficial de marina que había venido unos días a París sin permiso. Me informó el mismo protagonista que una vez embarcado se sintió atacado por una enfermedad grave en el camino, desembarcando de nuevo y confinado bastante tiempo, hasta que al fin, mediante la intercesión de influyentes personas, se le consideró lo suficientemente castigado. Este amable joven está ahora en libertad, reside en París, estudia cautela republicana, y ha visto representada su «Antecámara» con diferente título.

Otro poeta escribió una obra burlesca en la que un hombre bien formado llega a una isla habitada solamente por jorobados, que le creen deforme y se ríen de él. Hace entonces la siguiente observación: «Si llegara alguna vez a una tierra habitada por ciegos, me haría saltar los ojos, para ser igual que ellos». Estas palabras fueron interpretadas por el censor como una sátira contra los soldados que perdieron la vista en Egipto. Otro autor escribió una pieza titulada «Belisario». El censor, pensando que aludía al general Moreau por el carácter del personaje, prohibió la representación. Nadie puede decir en una obra «cierre la puerta», porque una puerta cerrada implica conspiración. Nadie puede emplear la palabra «bandido» porque puede aludirse a las personas que forman parte de la administración del Estado. El autor de estas hazañas es Nogaret, un hombre de sesenta y tres años, que ejecuta tales trucos, «a la Tumanskoi». A las quejas que se le dirigen, contesta: «¿Quiere usted que pierda mi empleo? Yo no tengo otros medios de subsistencia».

Aunque fuera verdad que Nogaret corriera el riesgo de perder su empleo, si ejerciera un rigor menos enloquecido, el gobierno perdería uno de los motivos de queja más fundados y dolorosos en cada ciudadano del mundo. Creo yo, con sinceridad, que las aprensiones testimoniadas por Nogaret son fruto únicamente de los escasos alcances de un hombre ya achacoso, y que su conducta, si llegara a oídos de Bonaparte, no tendría su aprobación. Pero incluso en este caso, es penoso que la literatura y las artes tengan que estar sujetas a los caprichos de un censor cargado de años. Como autor que soy, no puedo por menos de felicitarme de vivir bajo uno de los más libérrimos y, por tanto, de los más sólidos gobiernos de Europa y tengo que sentir, con doble motivo, lo oneroso que resulta este sistema de opresión y me consuelo con el disfrute de la libertad más genuina, cual es la que del trono procede, en las pequeñas contrariedades que a veces amargan mi vocación profesional.

No debo omitir en este lugar otra anécdota referente a Mercier, el célebre autor de «Cuadro de París», aunque la responsabilidad no sea de Nogaret, que solamente tiene a su cargo la censura teatral. Mercier estuvo encerrado de catorce a dieciséis meses y pasó las melancólicas horas de su confinamiento tratando de refutar a Newton, de una manera que a menudo degeneraba en cinismo. Imprimió después el resultado de sus meditaciones melancólicas y el autor fue acusado de aludir a una persona bien diferente del sabio inglés. No se pudo probar, pero lo cierto es que Mercier no goza de ningún favor con el Gobierno.

El lector me hará la justicia de admitir que en mis juicios sobre el Primer Cónsul no he omitido las grandes y buenas cualidades que posee, sino que las he hecho resaltar, con agrado, pero estoy bien lejos de figurar entre la cohorte de sus aduladores y estoy autorizado, por tanto, para decir, con igual libertad, que existen muchas cosas en su carácter que me parecen extrañas e incluso criticables, como, por ejemplo, su conducta con madama Stäel, mientras no explique las razones que le han movido en su actitud. Hasta el momento en que escribo estas líneas no he visto aún a la referida señora, a la que solamente conozco por sus ingeniosos trabajos, pero como ciudadano de la república de las letras, república que sobrevivirá a las otras repúblicas, no puedo por menos de suscribir la profecía que esta mujer de espíritu elevado expresó con igual energía que belleza: «Vos me dais una reputación cruel, pero yo tendré una línea en vuestra historia».

Cuando el Primer Cónsul salió súbitamente hacia la costa, nadie supo nada de sus intenciones hasta pocas horas antes de la salida. Se dice que incluso aquella mañana envió a los ministros algunos asuntos requiriéndoles que le trajeran información sobre ellos al día siguiente. Informó brevemente a dos de sus ayudantes que debían acompañarle en el viaje, preguntándoles si necesitaban mucho tiempo para sus preparativos. Creyendo que les daría como mínimo algunos días, contestaron negativamente. «Bien, entonces, cojan ustedes sus sombreros y sus espadas». Se habían dado ya instrucciones para que estuvieran enganchados los caballos al coche, y el correo encargado de que los relevos se hallaran preparados, había salido hacía solamente un cuarto de hora.

Este hombre, tan activo, no comprende que una persona pueda estar enferma, rasgo de carácter que le asemeja al difunto Pablo I. Sobre este particular se dice que su comitiva lleva siempre un surtido de medicinas cuando hay que acompañarle en un viaje, porque de otro modo no tendrían tiempo de procurárselas.

Tiene en gran estima al poeta Lemercier autor de la tragedia «Agamemnón» que no gustó en París, donde fue protestada. Para darle popularidad entre los parisienses, cuentan que se ordenó fuera representada en Saint Cloud, cuya consecuencia fue que los directores del Teatro Francés se vieron obligados a dar la misma obra en la capital. Esta tragedia contiene muchas bellezas tergiversadas y horrores fascinadores. El propio Bonaparte hizo personalmente al poeta una justa crítica de ella: «Su Clytemnestra—dijo—es una mujer débil y usted la hace cometer una acción sangrienta, sin más motivos que la ligera persuasión de Egysthos, en una sencilla escena. ¿No cree Vd. que esa mujer al entrar en el dormitorio de su marido, debe abandonar su propósito de asesinato, antes de alcanzar el lecho?».

Creo que es conveniente acabar aquí mis breves observaciones sobre este gran hombre. Además, si quisiera y pudiera comunicar todo cuanto se me ha dicho respecto a él, haría un volumen, si no el más famoso, al menos no desprovisto de interés. Evitando, sin embargo, el mezclarme en argumentos y conjeturas de orden político, ya que es prematuro formar un juicio sobre el gobierno de Bonaparte hasta que la tranquilidad haya sido restaurada en su plenitud, como los informes recogidos de su carácter son a menudo contradictorios, es un deber para mí no entremeterme en conjeturas y reservar dicha tarea para el historiador del futuro, a quien el tiempo prepara diariamente nuevos materiales.

Después de haber sido presentado al Primer Cónsul, la presentación al segundo y tercer Cónsul requiere menos formalidades. El embajador del país a que se pertenece fija uno de los días en que los dos cónsules dan banquetes, que son los martes y sábados. Después de la cena, esto es, sobre las nueve de la noche, se ordena al coche que vaya a las respectivas residencias. Tienen, también, guardias consulares en el patio y pasillos, mas no unos pocos centinelas, sino un cuerpo de guardia constante, bajo el mando de un oficial que de ordinario realiza este servicio en sus residencias. Los salones son muy espaciosos, pero sin ningún ornato especial. Alguna tapicería de Gobelinos es el único objeto de precio que puede verse en ellos. Ante la puerta del salón de recepciones se halla un oficial de servicio o un criado, al que cada persona cuando llega da su nombre, que es anunciado en voz alta, en el momento de entrar el extranjero. Esta costumbre es muy conveniente, desde el punto de vista de los que están allí reunidos, pero causa alguna turbación al extranjero, ya que todas las miradas se dirigen hacia él. El cónsul, que usualmente se encuentra ante la estufa, se adelanta algunos pasos, a veces muy pocos y a veces ni se mueve, pues conforme sea el rango y mérito del recién llegado, le devuelve su reverencia muy finamente y le habla, o permanece callado; tras lo cual la persona que acaba de entrar se une a la reunión, que generalmente es muy numerosa.

Cambacères tiene dos caballeros que pertenecen a su pequeña corte, vestidos de negro, que están encargados de hacer los honores y son extremadamente atentos. Cuando entra una señora, acuden presurosos a recibirla y la llevan hasta el cónsul, quien le ofrece sus respetos y es conducida por el caballero a una silla. Los hombres son recibidos amablemente por estos caballeros, que le acogen a uno ordinariamente con la frase: «Acérquese al fuego, señor», que es la fórmula parisina acostumbrada para comenzar una conversación en invierno. Actualmente uno de estos chambelanes sin llave es Aigrefeuille, persona que ha obtenido considerable celebridad por habérsele dedicado el Almanaque de Epicuro. Se dice que tiene méritos suficientes para tal distinción, aunque él, modestamente, lo niega. Por mi parte, todo lo que puedo decir es que si la cocina del Segundo Cónsul fue vigilada por él, me siento tentado de componer un panegírico en su honor, pues de los setenta u ochenta manjares, la mitad de los cuales, por lo menos, puedo citar como probados, no había ninguno que Lúculo o Apicius hubieran desdeñado. La cocina francesa es ciertamente la primera del mundo. El mismo cónsul sirve algunos manjares, es amigo de gran variedad de vinos y licores e inquiere muy atentamente de sus huéspedes si les agradan los platos servidos. A pesar de la gran abundancia de viandas, muy pocos manjares son de naturaleza que permita a todos los huéspedes participar de ellos, pero suponiendo la diferencia de gustos, tan sólo los principales platos están servidos por los criados; el resto se encuentra en la mesa y la persona que lo tiene delante ayuda a pasarlo a la que lo desea y se halla lejos. Encuentro también mejor que no se sirvan tantas clases de vinos como en nuestro país; por ejemplo, en Berlín, cuando una persona ha terminado de comer tiene ante sí diez o doce copas. Aquí se sirven solamente dos clases de vino de mesa, algunas de vino para postre y no se sirve champagne. El servicio en la mesa se lleva a cabo muy rápidamente, mejor dicho, un poco demasiado ligero. Quien quiera probar los dos extremos del mismo tema, le aconsejo que vaya un día a una cena dada por el Primer Cónsul y a otra casa particular, en Berlín, al siguiente. Con el primero no tendrá tiempo de comer lo suficiente, pero en el segundo tendrá espacio para digerir dos veces y comenzar de nuevo. En estas casas alemanas, se cree que la comida es incompleta si el huésped no termina cansado de estar sentado. En casa del Segundo Cónsul no es muy cómodo estarlo por mucho tiempo, pues los huéspedes se encuentran muy juntos, en sillas estrechas, con asiento de paja y apenas pueden mover los brazos y las manos. Recuerdo el proverbio alemán «la mitad de una comida, pero buena». Mi paladar no podía gustar de los platos, pues a cada momento me hallaba en peligro de estropear las costillas del vecino o de recibir sus golpes en las mías, y para completar la desgracia, puede ocurrir que se siente a vuestro lado una persona de conversación difícil, y entonces pagaréis cara la atención de su gusto. Rara vez me ocurrió esto, pero recuerdo con placer una cena en casa de Cambacères, donde mi compañero de mesa, el general César Berthier, magnífico narrador de la toma de Tobago por los ingleses, me hizo olvidar todo: las estrechas sillas y los delicados platos. Una costumbre que me agradó y que os traslado, pues que yo recuerde no la he visto más que en esta casa, es que los helados no se sirven sino después del café. La concurrencia asciende ordinariamente a treinta o cuarenta personas; de las señoras, muchas son esposas de generales, y entre éstas no hay ninguna que exceda de los veintiocho años. Después de levantar la mesa, acude un gran número de visitantes y existe la oportunidad de conseguir conocimientos interesantes. Allí me encontré con el navegante que ha dado la vuelta al mundo, Boungainville, que parece dispuesto a demostrar de qué modo puede llegar un hombre a edad avanzada sin perder nada de su vivacidad y de sus amables cualidades. También conocí a Barbé-Marbois, el ingenioso compañero de Barthélemy en su viaje de destierro a Cayena; Portalis, el ilustrado y esclarecido director de las fundaciones eclesiásticas; el anciano Guillotín, con su pelo blanco como la plata y que tiene una fama inmerecida por la invención de la guillotina, ya que si actuó con ella fue por pura filantropía. Se ha dicho frecuentemente que fue una de las víctimas de su invento, pero todavía goza de buena salud y jamás ha estado en peligro de toparse con tal suerte.

Si el cónsul Le Brun no da reuniones tan exquisitas, al menos proporciona asientos más cómodos. Es hombre de maneras gentiles y de trato suave: es más sociable y afable que Cambacères y no gusta de las ceremonias, por lo cual no tiene guardias. Es conocido literariamente como traductor del Tasso y su conversación es la de un cumplido caballero y estudiante aprovechado. En su casa me encontré a La Grange, que habiendo residido anteriormente en Berlín, es ahora Consejero de Estado y se ha casado con una simpática dama. Recuerdo con placer las horas pasadas en su casa.

Al cónsul Le Brun parece le quieren más que a su colega: a éste se le reprocha, si es con justicia o no, no he de decirlo, el ser demasiado orgulloso, aunque tal vez sólo sean las apariencias externas las que han atraído sobre él esta censura; cuentan que jamás sale si no es rodeado de su guardia a caballo, que algunas veces atropella a los sencillos peatones y que hace ostentación de llamar a Bonaparte «mi colega».

Carta III

Os hablé, mi querida amiga, del retrato de Nuestro Señor Jesucristo que podía adquirirse por diez céntimos en los «boulevares». Hoy tengo que poneros en contacto con una cosa parecida. Mirad esta hoja de papel, decorada con una guirnalda recortada, e impresa solamente por un lado, que contiene nada menos que las «Vidas y costumbres de las naciones de Europa», según reza su título. Por mi parte, yo, como buen alemán, lo que conozco de las costumbres de los pueblos europeos lo he aprendido en gruesos volúmenes en cuarto, por lo cual he leído con gran curiosidad la quintaesencia del juicio que tienen formado los franceses de sus vecinos. Ved a continuación algunos ejemplos:

En religión, el alemán es incrédulo; el inglés, devoto; el francés, celoso; el italiano, muy ceremonioso; el español, beato.

En el respeto a la palabra dada, el alemán es fiel; el inglés, seguro; el francés, veleidoso; el italiano, marrullero; el español, engañoso.

En dar consejos, el alemán es lento; el inglés, decidido; el francés, precipitado; el italiano, sutil; el español, circunspecto.

En amor, el alemán no entiende nada de esto; el inglés ama un poco aquí y otro poco allá; el francés, mucho por todas partes; el italiano sabe cómo se debe amar; el español ama de corazón.

En la apariencia externa, el alemán es alto; el inglés, bien formado; el francés, de buen ver; el italiano, de buena talla; el español, feo.

En el vestir, el alemán es desaseado; el inglés, soberbio; el francés, cambia mucho; el italiano, un zarrapastroso; el español, decente.

En los modos, el alemán es cómico; el inglés, áspero; el francés, educado; el italiano, muy fino; el español, orgulloso.

En guardar un secreto, el alemán olvida lo que se le ha dicho; el inglés divulga lo que debe mantener guardado y guarda lo que debiera divulgar; el francés lo charla todo; el italiano no pronuncia una palabra; el español es muy misterioso.

En el beber y comer, el alemán es un borracho; el inglés, amante de los dulces; el francés, delicado; el italiano, moderado; el español, frugal.

En vanidad, el alemán presume poco; el inglés desprecia todo; el francés alaba cada cosa; el italiano avalúa un poco lo que en realidad es de poco valor; el español es indiferente a todo.

En el ofender y hacer el bien, el alemán nada hace, ni bueno ni malo; el inglés realiza las dos cosas sin motivo; el italiano es pronto en sus caridades, pero insulta; el español, indiferente en ambos aspectos.

Hablando, el alemán habla poco y mal, pero escribe bien; el inglés habla mal y escribe bien; el francés escribe y habla bien; el italiano habla bien y escribe mucho y bien; el español habla poco y escribe poco, pero bien.

En él modo de dirigir la palabra, el alemán lo hace como un zoquete; el inglés no parece ni un hombre inteligente ni un tonto; el francés es trivial; el italiano es tonto, pero parece prudente, y el español es lo contrario.

En materia de leyes, las leyes alemanas son indiferentes; el inglés tiene malas leyes, pero las cumple bien; el francés tiene buenas leyes, pero las observa mal; los italianos y españoles tienen buenas leyes, los primeros las cumplen con negligencia, los segundos con rigidez.

Los criados, son compañeros en Alemania; esclavos en Inglaterra; los verdaderos amos en Francia; respetuosos en Italia y sumisos en España.

Las enfermedades. Los alemanes están siempre infestados por las pulgas; los ingleses, por panadizos; los franceses, por las viruelas; los italianos, por la peste; los españoles, por los granos.

Las mujeres, son mujeres de su casa en Alemania; reinas en Inglaterra; señoras en Francia; cautivas en Italia; esclavas en España.

En el valor, el alemán parece un oso; el inglés, un león; el francés, un águila; el italiano, un zorro; el español, un elefante.

En las ciencias, el alemán es un pedante; el inglés, un filósofo; el francés posee un barniz de cada cosa; el italiano es profesor y el español un pensador profundo.

En magnificencia. En Alemania, los príncipes; en Inglaterra, los barcos; en Francia, la Corte; en Italia, las iglesias; en España, los escudos de armas.

Los maridos (sacad la conclusión), en Alemania son los amos; en Inglaterra, criados; en Francia, compañeros; en Italia, niños pequeños; en España, tiranos.

Puedo garantizaros, mi querida amiga, que una tercera parte, por lo menos, de estas afirmaciones no son ciertas, pero los dos tercios restantes se ajustan a la realidad. En lo que se refiere a nosotros los alemanes, no tenemos muchos motivos de queja de la descripción, y si quitamos el sambenito de que no sabemos amar y de que entre nosotros los maridos son los amos, creo que podemos darnos por satisfechos con sus juicios.

Veamos ahora esta biblioteca suspendida de unas cuerdas; tiene al lado otra de obras musicales, y le sigue una tercera, constituida por pinturas y cuadritos. Entre las producciones de música están todas las nuevas canciones, ariettas, duetos, etc., de las óperas francesas e italianas más populares; entre las pinturas se halla representado todo cuanto hay de más interesante para los parisienses: por ejemplo, Fanchon, la mujer laúd; el tambor mayor de la Guardia Consular, con sus enormes patillas; el Primer Cónsul vestido de mameluco y, como es natural, el Primer Cónsul en cien actitudes, especialmente con la espada en la mano, volviendo de colocar la cruz, mientras la Fe la representa una corona de palma y los otros dos cónsules le acompañan, o la hermosa madame Recamier, con la cara medio oculta por un velo.

Se encuentran también una buena cantidad de caricaturas y parece que el rey de Inglaterra es el blanco de los dardos de estas sátiras, las cuales les son devueltas no sólo con más abundancia sino, incluso, con más ingenio por sus vecinos de allende la Mancha, pues preciso es confesar que, entre veinte caricaturas francesas, escasamente se encontrará una que merezca el calificativo de ingeniosa. Aquí veis al rey entre el ángel malo y el bueno, arrojándose él mismo en manos del último; aquí, un inglés cabalgando sobre un pavo indio; en el pomo de la silla de montar hay grandes cuévanos rellenos de botellas y debajo se lee: «el ataque». La pareja de este dibujo es «la derrota», en el que se ve al mismo inglés huyendo en un cometa, perdiendo su sombrero y su pipa. En ésta, el duque de Cambridge guía un vagón correo hannoveriano y detrás de él hay un tonel en el que se lee «sangre hannoveriana»; en aquélla, un ejército de ranas cuyo general lleva uniforme inglés y va montado en una langosta, mientras un francés coge una rana tras otra y las parte en dos con su gran sable. Algunas veces las caricaturas representan a algún personaje ilustre zambullido entre las llamas del infierno y los diablos encargados de él dicen «Ya lo tenemos». Otras veces un elefante está sentado sosteniendo la copa del rey y la rompe contra la pared con su trompa. En la copa se lee la inscripción: «Al final te romperás en trozos».

En algunos de estos dibujos grotescos aparece Mr. Pitt cabalgando sobre las espaldas de su majestad, a la orilla del mar, atisbando los barcos franceses que navegan en alta mar. En uno se ve al soberano saltando sobre el canal y en el salto se le cae la corona; en otro se ve al soberano que coge un gran número de papeletas, pero no pudiendo sostenerlas todas, se le caen. En las papeletas aparecen escritas las provincias y los dominios. Entre ellas aun está Hannóver; Irlanda casi se le escapa, y Malta aparece perdida. En ésta, se ve a los ingleses volando ante una nube de polvo que levanta un rebaño de ovejas y en aquélla a Mr. Pitt ejercitando sus tropas, cuyos soldados lucen todos unas cabezas descomunales. La caricatura que puede merecer el calificativo de más ingeniosa es la siguiente: un fabricante de bragueros para herniados presenta al rey uno nuevo en el que se lee «observación de los tratados». A los pies del rey aparecen rotos vendajes o fajas, uno de los cuales tiene escrito: «fuerzas navales», y el otro: «reclutamiento general». Veréis, por esto, que todos los temas giran en torno a la política. Algunos de dichos dibujos atacan las costumbres inglesas, como, por ejemplo, uno donde aparece una gruesa y rechoncha dama inglesa que conduce a dos esqueléticas señoritas que hacen una reverencia ridícula. La caricatura lleva por título: «Familia inglesa en París».

Lo que en conjunto se deduce de ello, es que nadie duda del éxito del desembarco en Inglaterra, y si no dais crédito a los impresos vistos, deberéis creer a este muchacho que rodeado por cientos de oyentes que le escuchan, canta una cancioncilla describiendo con pormenores todos los sucesos que ocurrirán en el futuro desembarco. Mientras escucháis sus vanas y retumbantes profecías, yo, entretanto, iré a ver este patio cubierto que está lleno de bustos y estatuas, en mármol y piedra, buenos y malos, pero tan abundantes que apenas dejan llegar hasta la puerta del artista; no me avergüenzo deteniéndome ante esta tienda de juguetes para niños, en donde Fanchon, el tocador de laúd, tiene una representación muy nutrida y en la que observo una circunstancia que constituye un enigma para mí, y es por qué los franceses, que son tan aficionados a los juguetes, no han llegado a alcanzar la perfección del pueblo de Nuremberg en la inventiva y manufactura de juguetes, y eso que los nurembergueses están superados quizá por el pueblo de Berlín.

Si os habéis cansado ya de los chillidos del cantante callejero, entraremos en el jardín de los Capuchinos, donde hay tigres y monos, donde Franconi exhibe sus proezas ecuestres, donde aparecen los espíritus por la noche y donde encontraremos, en fin, mil espectáculos diferentes desde la mañana hasta la noche. Aquí tenemos una barraca portátil, cubierta con una alfombra vieja, en donde mi querido amigo Polichinela sostiene un amigable duelo con el diablo. Dos prestidigitadores atraen a la multitud a ambos lados: el uno con unas copas, el otro con juegos de cartas. Una gran multitud se apiña en torno a un hombre cuyo aparato consiste en una escalfeta llena de brasas y en torno de ella una media docena de trozos de asbesto. Comienza con un relato impresionante de la expedición a Egipto, mientras su vecino representa, al mismo tiempo, en la barraca próxima, y a quienes deseen verlo, los hechos heroicos que llevó a cabo en aquel país contra los mamelucos y los cocodrilos y cómo una vez despojó a uno de los muertos de su camisa y encontró que no era tela corriente sino de un fósil que parecía tela y que los egipcios usan a causa de su conveniencia, pues no necesitan lavar y secar sus camisas, sino solamente meterlas en el fuego por la tarde y sacarlas después por la mañana, tan blancas como la nieve.

Para imprimir en la mente de sus oyentes la verdad de lo que está hablando, ase una de las agujas a la que ha sujetado uno de los trocitos de asbesto y la revuelve por el barro hasta no distinguir su color original; la mete después en el brasero y mientras arde, continúa arengando a la concurrencia durante unos minutos, al cabo de los cuales la saca del fuego y, con gran asombro de los espectadores, aparece purificada como éste.

Uno de mis vecinos, que parecía ingenioso, comparó el proceso a la Revolución francesa que también salió pura, nueva y brillante del fuego ardiente. Deseo con todo mi corazón que nadie pueda discutir la verdad de esta aserción.

Carta IV

La mujer forzuda que se exhibe en esta barraca de madera, es aún más desagradable que la mujer barbuda, con la barba negra. Al ver a esta última, acaba por dominarnos la compasión, porque no se explica cómo la pobre mujer podrá valerse estando obligada a llevar a todas partes una barba tan enormemente grande, pero al contemplar a la primera, en vez de compasión se siente disgusto e indignación. La una obedece a la naturaleza, la otra la desafía. Esta mujer forzuda resiste a tres hombres montados sobre su cuerpo que se halla extendido en hueco; aguanta que se forje hierro sobre ella y exhibe otras demostraciones que veo, mi querida amiga, que no la atraen y que queréis alejaros de allí. Mas, ¿cómo he de ayudaros? Tendréis que entrar conmigo en otra choza por el estilo para ver al español incombustible, que realmente excita tanto horror como admiración. ¿Veis esta jarra de aceite que está hirviendo en el fuego?; el joven que la coge, bebe un trago de su hirviente contenido sin mover un músculo de la cara, lo revuelve en su boca como si fuera agua fresca y vuelve a arrojarlo hirviendo todavía; con lo que ha quedado en el recipiente se lava las manos, los brazos, la cara e incluso los ojos, que cierra sin embargo. Una vez purificado por el fuego, como el asbesto, se da un paseo, con los pies desnudos, sobre un trozo de hierro candente y para refrescarse sin duda, toca el hirviente metal con la lengua. Si este desgraciado muchacho es igual de insensible al fuego del amor, creo, entonces, que es doblemente digno de compasión. Todo esto no es impostura sino que sucede tal como os lo cuento, pero si, como algunos pretenden, se unta una especie de aislante que la da las virtudes de la salamandra, esto no os lo puedo asegurar.

Para borrar tal impresión desagradable nos detendremos algunos minutos ante esta pequeña fortaleza, de la que os encontraréis muchos modelos en los «boulevares». Es una nueva especie del antiguo juego de bolos y podéis no sólo ver a los muchachos sino también a los hombres mayores divertirse jugando con él. Es preferible desde luego al juego clásico, pues ocupa mucho menos espacio, y se puede llevar de un sitio para otro. Esa pequeña fortaleza tiene, aproximadamente, la altura de un hombre y está construida en forma de anfiteatro; debajo se halla un puente levadizo, sobre el cual se levantan, gradualmente, las murallas, y en ellas, a intervalos, estacionados, un cierto número de soldados. A ocho o diez yardas de la fortaleza existe un mortero de madera (a veces un cañón) desde el cual, como en los cañones de los niños, se dispara una bala. La fuerza del mortero está calculada, exactamente conforme con la distancia, en unos ocho o diez pasos. La habilidad radica en dar un golpe tan bueno que se tiren uno o más soldados de una vez, o bien dar en el centro, en cuyo caso cae el puente levadizo y por medio de un muelle que tocó la pelota, aparece un coche con seis caballos; en otros surge una bandera blanca en lo alto del fuerte; la pelota entra dentro y vuelve a salir por debajo. Este juego tiene muchas ventajas sobre el juego de bolos corriente: puede levantarse en un jardín pequeño e incluso en una habitación algo espaciosa. No requiere mucho movimiento de cuerpo, por lo que es factible de ser jugado por señoras; es interesante porque el hacer blanco requiere cierta habilidad y práctica, y, en fin, al describirlo aquí creo que he proporcionado un suplemento agradable a los juegos gimnásticos.

Como el decoro no nos permite, mi querida amiga, tomar parte en este juego de los «boulevares», haremos mejor en echar una ojeada a estos pobres canarios que en ese chamizo se les instruye en toda clase de artes contrarias a su naturaleza. Uno da vueltas a un asador, otro guía a un compañero que está enganchado en una carretilla de ruedas, un tercero hace centinela con su fusil, espada y una gorra de granadero, un cuarto no se quita del hombro de su dueño, aunque toca el tambor lo bastante fuerte para hacerle a uno separarse, el quinto prende fuego a un cañón, cuya bala de corcho va a dar a un sexto que se cae de una mesa y le deja en el suelo cual si estuviera muerto, un séptimo se halla en medio de una rueda que arde, tan tranquilo y contento como si estuviera en un rosal de su país de origen, etc. Habréis visto probablemente en Alemania cosas semejantes, pero no en tal grado de perfección. Lo ha realizado su maestro y dueño, y proporciona motivos para reflexionar. «La hembra—dice el hombre—aprende las cosas mucho más rápidamente que el macho y se le hace saber todo al cabo de pocas semanas, pero pronto las olvida y muere en seguida». No os parece que estos argumentos respecto a la alada tribu son aplicables también a sus atormentadores los hombres, pues cuando nuestras bellezas se dedican a aprender moral y artes estéticas, no se mueren por ello, pero sus encantos generalmente encuentran su tumba en los estudios.

Teniendo aún media hora para poder emplear, iremos a contemplar dos célebres fuentes: la de la calle Grenelle, que es realmente hermosa, aunque la calle sea estrecha y muy obscura; la fuente no se ve bien desde todos sus lados y sus esbeltas formas están, además, estropeadas por toda clase de signos e inscripciones. A la derecha, por ejemplo, hay una vaca pintada, porque se vende leche en aquel sitio; a la izquierda, luce el anuncio de un carpintero, etc. Para mi gusto (perdón por la herejía que tal vez cometo al decir esto), me parece ridículo levantar tal fábrica con dos alas a la altura de tres pisos, decorarla con columnas y estatuas y a más de todo esto, dos cabezas de león debajo, a pocos pasos del nivel del suelo, que casi no se ven, a causa de no haber apenas agua, y la poca que hay tiene que ser sacada mediante una bomba.

De la inscripción, parte de la cual se halla medio borrada, solamente se pueden leer estas palabras: «Para uso de los ciudadanos y ornato de la ciudad». Sólo el final es cierto, y aun así, en parte. El fin que se perseguía, podía haberse obtenido con mucho más esplendor haciéndolo de otra forma.

Tenemos que efectuar todavía un largo recorrido hasta la otra fuente, la del Mercado de los Inocentes; os conduciré rápidamente pasando por la Abadía, de infame recuerdo, que podéis reconocer por las torrecillas de las esquinas. En la parte interior del patio, las ventanas están hechas de forma tan singular y con tan cruel ingenio, que el prisionero no puede ver absolutamente nada, excepto un poco de luz que le entra por la parte superior. Las ventanas parecen las cajas donde se encierran las mariposas o los escarabajos, y en las que se procura que los animales tengan un poco de aire. Aquí vemos la puerta por la que salían las víctimas en la época del Terror; he aquí el lugar donde los bestiales caníbales las cogían y las despedazaban y aquí tenemos el canalizo por el que la sangre humana corría como agua. ¡Vayámonos de tan terrible lugar! No aceptaría el regalo de un palacio que estuviera frente a la Abadía, aunque una moderna inscripción dice que ahora se usa solamente como prisión militar.

Ya estamos en el Mercado de los Inocentes. La fuente será bonita cuando tenga agua, pero en este aspecto aun es peor que la de la calle Grenelle, pues ni aun con bomba se puede sacar ni una gota, porque está absolutamente seca. La gran taza, que se eleva a considerable altura en el centro, semeja una redonda mesa de té que hubiera sido puesta aquí, y forma contraste con los objetos que tiene alrededor. El conjunto aparece extremadamente sucio y sin cuidar. Para consolaros de vuestra desilusión, podéis echar una ojeada al mismo mercado, que por su grandiosidad y animadas escenas es más interesante que la pieza arquitectónica sin uso que acabamos de ver. En el mercado, formando filas, vemos a unas mujeres monstruosamente gordas, llamadas Poissardes o sea pescadoras, que están sentadas bajo grandes sombrillas de diez pies de diámetro y que forman, vistas desde arriba, una especie de techo que recuerda el que formaban con sus escudos sobre la cabeza los soldados romanos cuando avanzaban al asalto, y que se llamaba «testudo». Estas sombrillas no son propiedad de esas mujeres, sino alquiladas (no sé a quién) en el mercado, mediante algunos céntimos. Las protegen de la lluvia y el sol, y debajo de ellas podéis admirar montañas de mantequilla, cestas de pescado, pilas de huevos, torres de peras y manzanas, jardines de flores, gran cantidad de uvas y otras clases de frutas, juntamente con una gran cantidad de hortalizas de todos colores, entre las cuales las burbujeantes y blancas coliflores ofrecen una vista muy agradable. Escuchad un poco del enérgico patois (dialecto) de las rudas mujeres del mercado, una energía de la que no tenéis nada que temer y si la vista de tantos manjares en crudo os ha despertado el apetito, alquilaremos rápidamente un fiacre, o cochecillo, y le diremos que nos conduzca al «restaurant».

MADAME RECAMIER

Encontrar una tierna y linda flor infestada por mariposas es cosa que mortifica: matar la plaga mediante fumigación es cosa que a veces la perjudica, aun siendo un remedio eficaz. Así ocurre con la fama de la mujer, la más delicada de todas las flores. Es mucho más fácil que no ocurra esto a quien nadie menciona que a la persona que es tema de las conversaciones, y el más leve intento de defender su reputación sólo sirve para que la calumnia se extienda aún más. Por estas razones he dudado si debía anotar y refutar el escándalo que varios periodistas alemanes han alzado contra la simpática madame Recamier. Y si yo, con la convicción de que la envidia da más crédito a un cuento escandaloso que a una verdad favorable, me atrevo a su defensa, muévenme a ello más mis sentimientos excitados ante la calumnia que el deseo de administrar una corrección a unos estúpidos calumniadores, que no merecen sino el desprecio.

Acabo de llamar a madame Recamier, simpática; muchos lectores habrán esperado que la llamara, asimismo, bella. Porque es bella, muy bella, y quien la haya visto pocas veces, la alabará por esa cualidad; pero así como la fealdad se desvanece ante la simpatía, así también la belleza desaparece ante la virtud. Olvidamos la apariencia de una linda rosa, y de igual modo el obscuro jaramago de las Hespérides, ante la delicia de su perfume.

A mi llegada a París, estaba predispuesto en contra de madame Recamier; pensaba que hallaría una coqueta vana, envuelta en nubes de incienso, endurecida por la riqueza, viviendo y amando en el mundo solamente su persona, y recibiendo sus homenajes como un deber, con frío orgullo y, para lograr una figura distinguida, poniendo a contribución todo lo decorativo y agradable que hallara a mano. Por supuesto, no sé cuántas cosas desfavorables había pensado de ella, debido a las calumnias contenidas en los papeles públicos; tenía, por tanto, curiosidad de verla, aunque sin deseo alguno de trabar conocimiento con ella. En la ópera satisfice mi curiosidad. «Allí es donde se sienta madame Recamier», me dijo un vecino y, naturalmente, volví la cabeza hacia el palco que me señalaba. Mis ojos la buscaron en la primera fila, más pródiga en brillantes que en belleza, pero no la encontré. Huyendo de la vista del público, como una violeta en el césped, esta encantadora mujer estaba allí sentada, luciendo su cabello sin adorno y un sencillo vestido blanco, representando, a decir verdad, todas las virtudes de la modestia. Esta primera aparición me causó una impresión en extremo favorable y tuve un gran placer al ser presentado en su casa. Incluso allí, en medio de la más brillante compañía, la encontré la mujer más sencilla del mundo. «Tú no sabes la ventaja que tienes—dice Francisca en la obra de Lessing Mina de Barnhelm—, con ser linda, y es que lo eres más aunque estés bien vestida». Madame Recamier sabe muy bien cómo realzar su belleza con esta ventaja, pero ¿quién atacará esta coquetería? Yo, que conozco a las mujeres bastante bien, quisiera, con todo mi corazón, que esta clase de coquetería fuera general. No he visto jamás nada más fino, delicado, atractivo y que más realce las dotes naturales, que el traje, que como una vaporosa nube, usa generalmente madame Recamier; no hay una manera de peinarse el cabello más sencilla, pero más graciosa, que en los rizos que, a menudo e incluso sin mirarse en el espejo, une artísticamente con su peine. Durante muchas semanas la he visto a diario, pero nunca se adornó con brillantes. No notaríais su resplandor en su persona, ni os daríais cuenta de que los llevaba encima. Dulzura, simpatía, modestia, son las tres gracias que constituyen su tocado. La dulzura es superior infinitamente a la belleza. No conozco más que una persona a quien la dulzura celestial le haya sido dada con tanta profusión. El más profundo respeto me prohíbe pronunciar su nombre.

Madame Recamier es un anfitrión atento y amistoso que sabe cómo agradar a sus invitados: en su casa reina una completa libertad, sin que nadie se cohiba. Es visitada frecuentemente por los principales oficiales del Estado, poetas, filósofos, literatos, artistas, etc. Esta dama encantadora, que ha jugado durante varios años un brillante papel en el mundo de la moda, se coloca en segundo plano ante las personas que ella considera como poseedoras de mérito. Los que conocen a los hombres observarán en las facetas de su carácter que ninguna parcialidad en los cumplidos externos la hace situar lo que tiene mérito y valor en segundo término; incluso parece deseosa de ocultar lo primero, tan pronto como percibe la existencia de lo último.

Si no tuviera más que decir de madame Recamier ya sería esto bastante, pero, ¡qué triviales son estos cumplidos comparándolos con la bondad de su excelente corazón! En medio del torbellino de la disipación que reina en París, ella observa rígidamente los deberes de esposa con un marido honrado, que es lo suficientemente viejo para ser su padre, e incluso el venenoso diente de la calumnia no ha podido morderla por este lado. Jamás ha sido madre, pero cuida a los hijos de una amiga, y los niños la aman con cariño verdaderamente filial. Es ardiente y, a veces, un poco demasiado entusiasta en su amistad, pero no es menos constante en este particular, según me aseguran sus antiguos amigos. Se halla pronta y lista para realizar los mayores sacrificios por sus amigos y vacila si son pequeños. Cuando la felicidad de un amigo no está en juego, sino solamente sus deseos y gustos, entonces parece descuidarle algo, para volver a los demás, pero lo hace siempre sin premeditación. Es ésta una falta congénita en la mujer, y casi inseparable de ella, en una sociedad como la de París.

Madame Recamier es religiosa sin que desee aparentarlo. Si se le puede achacar que no acude con frecuencia a las ceremonias religiosas, sus obras benéficas pregonan bien a las claras que es piadosa. Cada día hace nuevas obras de caridad y yo sé bien que una limosna, incluso de valor considerable, no es tan merecedora de mérito por parte del adinerado como la manera de darla, y en este particular, he encontrado a madame Recamier caritativa sobre toda ponderación y guiada por nobles pensamientos. El que haya querido hacerme una exhibición de su caridad en mi presencia, como alguno podría suponer, es imposible, porque teniendo como tenía acceso libre a su casa a todas las horas del día, he sido muchas veces testigo involuntario de acciones de esta clase.

Nunca olvidaré una mañana que la encontré sola, con una niña sordomuda que había recogido Dios sabe en qué apartada aldea, mientras daba un paseo en coche. La niña fue educada durante algún tiempo a sus expensas y, por medio de sus influencias, la había procurado una plaza en la institución benemérita del noble Sicard. La criaturita habíase presentado precisamente aquel día, vestida de nuevo, para que ella misma la llevara a Sicard. Ordenó que le sirvieran un desayuno en la mesa de mármol de la espléndida sala, no lejos de un magnífico espejo, en lo que la pobre niña se veía de cuerpo entero, probablemente por primera vez en su vida. La alegría experimentada por la gentil bienhechora al ver la alegre sorpresa de la niña, la sonrisa con que separaba su cabello de la frente y le daba, de cuando en cuando, un beso en ella, la maternal bondad con que la animaba a comer, mientras la rellenaba los bolsillos con los restos de los dulces servidos, las palabras inarticuladas con que la pequeña daba las gracias, de forma emocionante, mediante un grito ronco, todo aquello no era una obra preparada, y escenas como ésa las he presenciado más de una vez.

Aquellos que envidian a esta mujer sin igual, al ver que los ataques a su virtud y modestia no tienen éxito, intentan, mediante un encogimiento de hombros, menospreciar su talento. Desde luego, si únicamente se puede llamar inteligente a quien maneja la filosofía como si fuera un alfiler, que habla de artes en lenguaje florido y, sin reflexionar, pronuncia acertadas opiniones sobre las recientes producciones de la literatura, que habla con hombres de mérito y mantiene tertulias, entonces madame Recamier no es una mujer inteligente. No es de esas personas que aman la publicidad, que distribuyen banderas entre los diferentes cuerpos de voluntarios; pero si una inteligencia sin mancha de prejuicio, si una sensibilidad pura por todo cuanto es bello y noble, o por aquello que lo origina, es un conocimiento recto de las sublimes verdades de la naturaleza o de las encantadoras ilusiones del arte, si todo esto da a una dama el título de inteligente, entonces madame Recamier es una mujer muy inteligente, y quiera Dios, para felicidad de los maridos y para mantenimiento de la eterna femineidad, que las mujeres no avancen más en el camino de los conocimientos. Si se me permite expresar un juicio acerca de la inteligencia en la mujer, este juicio ha sido formado en el caso que nos ocupa, no sólo por la diaria observación que tuve ocasión de hacer, sino también por otra, en la cual, y por las circunstancias del caso, estoy seguro de que ninguna mujer puede disimular la escasez de su conocimiento. Di un paseo con madame Recamier, en su coche; un paseo largo, de cuatro o cinco horas, sin otra compañía que sus perros, que, ciertamente, no facilitaban mucho la conversación. No hay medio más seguro para conocer a una persona y su capacidad intelectual (sentado la premisa de no dormirse) que una inevitable conversación en coche. En una situación semejante deben desplegarse todos los conocimientos, particularmente si los interlocutores están animados de sentimientos amistosos; su circunstancial confinamiento en un estrecho carruaje abre el corazón a las confidencias, y, en una palabra, yo quisiera saber qué mujer sin inteligencia es capaz, después de estar sentada cuatro horas ante mí, de imponérseme en este respecto.

El último reproche que la envidia dirige contra mi amiga, es su amor al lujo. Que tal cosa no aparece en su persona, ya lo he mencionado antes; su escalera parece un jardín de flores naturales, colocadas con exquisito gusto; sus salones tienen tapices de seda, adornos de bronce, chimeneas de mármol blanco, hermosas cornucopias, etc. ¿Acaso todo ello no pertenece y es propio de una persona rica? Lo que se dice lujo (y esta denominación es muy relativa), no lo he hallado en su casa, sino más bien elegancia espléndida, y aun ésta, solamente en unos cuantos salones. Una antecámara, dos salas, un dormitorio, un estudio, un comedor, he aquí todo; y una mujer de sociedad, en cualquier parte, es lo menos que puede necesitar, siendo su fortuna considerable, como lo es en este caso.

Otro rasgo que deseo mencionar, prueba cuán poca importancia da madame Recamier a la pompa. En la excursión antes mencionada, subimos, en su puerta, a un carruaje muy cómodo, pero muy sencillo, tirado por dos caballos. Hasta que llegamos a las barreras de París no encontramos un elegante faetón tirado por buenos caballos de posta. Cuando le expresé mi extrañeza por ello, me dijo que no le gustaba pasear a través de la ciudad con este otro coche, para evitar que la gente se fijara; si esto es vanidad, hay que confesar que es de una clase muy modesta. Después de haber descrito todos estos rasgos, tomados exactamente del natural, ¿quién no ha de exclamar, en tono laudatorio: «¡Es encantadora!»?

¿Qué es lo que dijeron de ella los periodistas alemanes? Dijeron que mientras madame Recamier estaba en Inglaterra, su marido, que se hallaba en París, les contó que no tenía noticias de su mujer, a lo cual le respondió su sarcástico interlocutor: «¿Es que no lee Vd. los periódicos?». Si esta anécdota es verdad, ¿qué culpa puede tener madame Recamier, ya que los periodistas ingleses recogen todo lo que pueden para llenar sus enormes diarios? ¿Era de ella solamente de quien hablaban? No tenéis más que coger cualquiera de ellos, el «Morning Chronicle», por ejemplo, y encontraréis columnas enteras llenas con la descripción de los trajes que tal o cual dama llevaba en tal o cual ocasión, reunión o fiesta.

Los escritores alemanes pretenden también que una noche en que madame Recamier daba un baile, retirose a su dormitorio a las doce y recibió a todos sus huéspedes en la cama. Hay algo de verdad en esta anécdota. La deliciosa anfitrión se vio atacada en mitad del baile por una seria y repentina indisposición, pero como su buen natural la impedía interrumpir la alegría general, discretamente se retiró a su dormitorio y decidió descansar. Algunas de sus amigas íntimas estuvieron con ella, y de una cosa tan simple y natural se ha forjado un relato calumnioso.

Los mismos periodistas sostienen, finalmente, que el comediante Picard escribió una obra en la que esta excelente y bella señora era satirizada y que su marido compró el manuscrito al autor por una considerable suma de dinero. El honrado Picard me ha autorizado a desmentir tal especie, de la forma más terminante. Nunca ha tenido la menor idea de escribir nada que pudiera molestar a madame Recamier. La única verdad es que en una representación, algunas ocurrencias, que podían entrañar una alusión a dicha señora, fueron retiradas por dicho autor, sin que mediara otro motivo ni soborno.

Se publicó una caricatura suya en París (he sabido esto de sus propios labios), y ella, sin sospecharlo, entró en una tienda de grabados en donde se vendía la burda caricatura: le dolió, pero la examinó con gran prudencia:

—Probablemente—preguntó al vendedor—, ¿ésta será alguna persona de mala fama?

—No, Dios no lo permita—contestó el vendedor de los grabados—; es una señora de la mejor reputación.

Continuó alabando a madame Recamier, y sus alabanzas la consolaron un poco de la amargura causada por el libelo que tenía en las manos. Podría contaros muchas más cosas respecto a ella, muchos pequeños rasgos que solamente se advierten por un observador profundo y que son, precisamente, los que permiten un estudio mas acabado del corazón humano. Pero hay muchas cosas que no son propias para una descripción, pues ningún amigo tiene derecho a exponer al público, aunque sea como muestra, los secretos domésticos de una familia. Lo que he dejado dicho, sin embargo, basta para la vergüenza de los periodistas alemanes citados y para destruir todo prejuicio existente contra madame Recamier.

Dios quiera que pueda gozar largos años de la felicidad que merece por su buen corazón, por sus virtudes, su modestia, su caudal y sus encantos personales.

FIN DEL LIBRO I


LIBRO II

EL MUSEO DE MONUMENTOS FRANCESES

El Museo de Monumentos Franceses es, indudablemente, una de las mayores curiosidades de París; genio, corazón, gusto por las artes, imaginación, todo ello se aviva al entrar en este santuario. Alejandro Le Noir, fundador y director del Museo, hombre animado con el celo más ferviente, ha coleccionado, en todo el país, por encargo ex profeso del gobierno, las cosas más salientes de los castillos destruidos, de las iglesias, de los conventos, alrededor de seiscientos monumentos en toda Francia, muchos de los cuales se remontan hasta el siglo VI de nuestra era, y que todos inspiran, sin excepción, el más vivo interés por su valor en la historia del arte, por la oportunidad que ofrecen de poder seguir los progresos del arte en las diferentes épocas, o simplemente por excitar la imaginación del visitante. Para la exhibición de estos tesoros se ha aprovechado un antiguo convento, el de los monjes augustinos (los petites Augustins). El viejo local ha sido adaptado convenientemente para su nuevo uso, reparándose los claustros y jardines. Lo que el vandalismo sin nombre de la Revolución mutiló o destruyó, ha sido reparado, en lo posible, por el diligente Le Noir. Éste se halla presente, de modo activo, en todas partes, haciendo, por ejemplo, observaciones muy interesantes cuando se desenterraron los cuerpos de la Abadía de St. Denis. Muchas personas, sepultadas en ataúdes de piedra (costumbre derivada de la primera época de la monarquía), se encontraron con sus vestidos en estado casi perfecto de conservación, conteniendo en los referidos ataúdes gran variedad de objetos, que, sin duda, habían sido de su uso particular en vida. Desgraciadamente, los modernos bárbaros despedazaron los vestidos y enviaron a la fundición los objetos de metal.

La entrada se hace a través de lo que antes era la iglesia, llena de monumentos de diferentes épocas, colocados por orden cronológico y adornados con grupos pictóricos. De aquí se continúa bajo enormes bóvedas, cuyas pintadas ventanas apenas permiten pasar muy escasa luz a través de ellas. Aquí se exponen los sepulcros del siglo XIII. Reyes y reinas, labrados en grandes masas de piedra, con los brazos cruzados, yacen sobre sus sepulcros; todo lo que les rodea, incluso las estrechas ventanas ojivales, está impregnado del espíritu de la época. Es imposible pasear, con la media luz que reina en la sala, entre estas tumbas, sin sentirse sobrecogido por un temor de algo sagrado.

A través de un pasadizo, que parece una caverna, se penetra en la sala gótica, consagrada al siglo XIV, donde cada pilar, cada piedra, es una reliquia de aquellos tiempos. De esta forma, el espectador pasa de un siglo a otro, hasta llegar al XVIII, arribando, al fin, al emparrado de Elysium (jardín antes del monasterio), y allí ve los grandes hombres que la historia registra o se detiene ante el grave y amable La Fontaine.

Espero que no os causaré fastidio si os hago notar, con algunos rasgos adicionales de mi lápiz, lo que más me llamó la atención. Apenas entra uno en la iglesia, se ve un altar de piedra, a la derecha, que algunos mercaderes de París erigieron en honor de Júpiter, en tiempos del emperador Tiberio. Entre las figuras se reconoce a Mercurio, Baco y Venus y agrada la constancia de los parisienses que durante 1800 años no han dejado de rentir culto a las mismas divinidades. Esta piedra, con una inscripción griega, sostiene una pareja de amantes, Philocares y Timagora. No hay ampulosas expresiones que expresen su amor conyugal, sino sencillamente se despiden, en el bajorrelieve, con un apretón de manos, antes de entrar en las regiones del averno.

«¡Saludos a Moscus, el hijo de Moscus!». Tal dice, en pocas palabras, la piedra mortuoria, en mármol, de París. Está dedicada a un célebre poeta que murió en Sicilia, 285 años antes de nuestra era. No hay encomios aduladores que profanen su memoria, pero hoy, después de dos mil años, cada persona que pasa, gentilmente le envía un saludo al decir: «¡Saludos a Moscus!».

En una mesa de mármol hay una extensa serie de nombres griegos grabados. Son valientes guerreros, de la raza de los Erechtidas, que cayeron en el campo de batalla. La gratitud de sus conciudadanos grabó sus nombres en el mármol, poco después de la muerte de Cimón, en los tiempos de las guerras del Peloponeso, dos mil trescientos años ha. ¿Quién puede contemplar estos caracteres sin ver pasar ante sus ojos aquel mundo griego que hoy nos parece una fábula? El visitante pasa con indiferencia ante un vulgar vaso que, según afirman piadosas tradiciones, fue usado en las bodas de Canaán.

Sonriendo, me detengo ante un monumento sepulcral, perteneciente al siglo VI. Está consagrado a Dagoberto I, que manchó sus victorias con la lujuria y la crueldad, y quien, sin contar sus concubinas, estuvo prometido, a la vez, a tres reinas. Pero expió sus pecados y figura entre los santos, siendo el que construyó la Abadía de St. Denis. Su epitafio relata, con los bajorrelieves más cómicos, cómo lo pasó después de su muerte. Comenzando desde abajo, donde yace extendido el cuerpo de Dagoberto, se ve un barco lleno de diablos que tienen en su poder el alma de éste y la martirizan. Si el artista intentó representar los diablos como terribles y pavorosos, fracasó por completo en su intento, ya que todos son figuras grotescas, con cuerpos humanos y cabezas de perros y ranas. Para demostrar que el hombre a quien los demonios tienen en su poder no es un hombre, en realidad, sino un alma, el artista la representa sin las partes pudendas. Quizá no estaba del todo equivocado, pero ya que le representó con un estómago, por ejemplo, debía haber excluido todo lo que hace que un hombre no sea un alma. A continuación, y en el mismo bajorrelieve, aparecen dos ángeles, San Dionisio y San Martín, a quien Dagoberto invoca en su desesperación, y que libertan al rey de los demonios, y los arrojan. Se ven algunas de estas creaciones del averno, con cabezas de rana, que caen al agua en las más cómicas posturas. Más allá se halla el alma, entre sus libertadores, envuelta en una túnica, mientras unos ángeles la rodean con nubes de incienso. En la cúspide están los santos arrodillados ante Abraham, al que ruegan admita el alma en su seno. Merecen verse dos estatuas, que antes estaban situadas a ambos lados del monumento, que representan a Nantilda, esposa de Dagoberto, y a Clodoveo, su hijo.

Con sentimientos más complejos, que abarcan desde la abominación a la bendición, estoy parado ante los monumentos a Fredegunda y Bertruda; la primera asesinó a su marido y fue un «enemigo de Dios y de los hombres», la segunda se empleó infatigablemente en ablandar, con sus ardides femeninos, la ruda y cruel naturaleza de su esposo, salvando numerosas víctimas de su tiranía sedienta de sangre.

El hijo de Fredegunda, Clotario II, fue su marido, y a él se debe la erección de ambos monumentos.

¡Qué sensación de liberación sentía al pararme en una pequeña sala cuyo estilo arquitectónico revelaba pertenecer al siglo XII! Estos pilares y estas ruinas pertenecieron, en sus tiempos, al Paracleto, y en medio de ellos se encuentra la tumba de Abelardo, el mismo sepulcro que el venerable Pedro dedicó a su amigo. Aquí yace Abelardo, con su cabeza reclinada y sus manos juntas. Cerca de él reposa su fiel amante, y es de notar que las cabezas de estas interesantes figuras son impresiones tomadas del natural por el escultor, y lo mejor de todo es que la tumba contiene actualmente las cenizas de los dos amantes. ¡Abelardo!, ¡Eloísa! Estas piedras tuvieron la virtud de emocionarme. Coloqué mi mano sobre la piedra: ¡Piedra fría!, iba a decir, pero retiré la mano rápidamente, porque la piedra no está fría. Una inscripción, que se atribuye a Marmontel, tan bella es en su simplicidad, que no resisto a la tentación de transcribirla:

Hic
Sub eodem Marmore jacent
Hujus monasterii
Conditor PETRUS ABELARDUS
Et abbatissa prima HELOISA
Olim studiis, ingenio, amore, infaustis nuptiis
Et poenitentia
Nunc æterna, quod speramus, Felicitate
Conjuncti


«Aquí yacen
Bajo el mismo mármol
PEDRO ABELARDO
El fundador de este convento
y
ELOÍSA
Su primera abadesa
Unidos anteriormente en el estudio, el genio, el amor,
Matrimonio desgraciado y arrepentimiento
Ahora, según creemos, en felicidad eterna»

Cada pareja de amantes, de los que felices visitan las mil curiosidades de París, debieran, con las manos unidas, renovar su juramento de amor ante esta tumba. Arrojamos, al pasar, una mirada de desprecio a otra tumba, de más allá, que contiene los restos del Abate Adam, el perseguidor de Abelardo. Este fanático ciego, siendo superior de St. Denis, ordenó la prisión de Abelardo, acusándole de herejía, porque Abelardo sostenía que las reliquias de St. Dyonnisius, o Dionisio, no eran los restos mortales del sagrado Areopagita, que jamás había estado en Francia.

Esta cajita, decorada con marfil y concha, atrae, por todos conceptos, la más viva curiosidad. Luis X la trajo de su cruzada a Palestina llena de reliquias, y desde entonces estuvo en la capilla de París, como otra reliquia, a pesar de que los bajorrelieves representan la expedición de los Argonautas en busca del dorado vellocino. De esta forma, bellezas paganas han servido, a menudo, para guardar las reliquias de los santos.

El gran bajorrelieve que aquí atrae nuestras miradas fue traído de la Abadía de San Dionisio, y es notable por las rarezas de las partes que lo componen. Representa la pasión de Cristo, teniendo a un lado a San Eustaquio y a los jóvenes del horno de Babilonia en el otro. El bajorrelieve representa la Anunciación de María, y es curioso también por la ingenuidad de sus figuras. La Virgen, rezando, parece que mira con extrañeza al arcángel Gabriel que, vestido como un elegante de aquellos tiempos, desenvuelve un manuscrito enrollado, donde se encierra el objeto de su viaje. En la parte superior aparece Dios Padre, con la cara dorada por completo, de cuya boca sale el Espíritu Santo, que vuela hacia la Virgen.

La vista se alegra contemplando esta estatua de mármol blanco, que perpetúa la memoria de aquella excelente dama que fue en vida Valentina de Milán, esposa del duque de Orleans, asesinado en París en el año 1407, y a cuya pérdida no sobrevivió Valentina. Murió de un ataque al corazón al año siguiente. Su emocionante inscripción es un recipiente con agua, del que salen gotas en forma de lágrimas, y alrededor:

«Rien ne m'est plus
Plus ne m'est rien».

Esta estatua de Pedro de Navarra nos recuerda la singular muerte de su padre, Carlos II, denominado el Malo. La vengadora Némesis realizó con él uno de sus más terribles ejemplos. Fue atacado dicho rey por una especie de torpor, que le impedía mover miembro alguno. Los médicos le aconsejaron que permaneciera envuelto en una sábana, empapada previamente en coñac. Por la noche, cuando se acostó, metiose en aquella especie de saco. Uno de los ayudas de cámara le cosió, de forma que no se destapara y estuviese en contacto directo con la piel para surtir sus benéficos resultados, y habiendo terminado la costura trató de cortar el hilo que sobraba, pero no teniendo tijeras a mano, cogió una vela para quemarle; en un instante, el rey estuvo rodeado de llamas; el chambelán, asustado, corrió en busca de socorro, y Carlos, el Malo, se quemó vivo en su cama.

Otra estatua de mármol trae a la presente generación el recuerdo de Carlos de Orleans, que nos inspira especial interés por ser el abuelo de Francisco I, y más aun por ser un poeta notable. Un manuscrito, guardado en la Biblioteca Nacional, contiene los frutos de su genio, de los cuales os doy la siguiente muestra:

Jeune, gente, plaisante et debonnaire!
Par un prier qui vaut commandement,
Chargé m'avez d'une Ballade faire,
Je l'ai faite de cœur joyeusement:
Or la veuillez recevoir doucement;
Vous y verrez, s'il vous plait à la lire,
Le mal que j'ai, combien que hardiment
J'aimasse mieux de bouche vous le dire.
 
   Votre douceur m'a sçu si bien attraire
Que tout Vostre je suis entierement,
Tres desirant de Vous servir et plaire,
Mais je souffre maint douloureux torment
Quaint a mon gré je ne vous voi souvent,
Et me deplaist quand me faut vous l'escrire,
Car si faire je pouvois autrement,
J'aimasse mieux de bouche vous le dire.
 
C'est par dangier, mon cruel adversaire
Qui m'a tenu en ses mains longuement.
En tous mes faits, je le trouve contraire
Et plus se rit quand me voit dolent
Si je voulois raconter pleinement
En cet escrit mon ennuyeux martyre,
Trop long serois, pour ce certainement
J'aimasse mieux de bouche vous le dire.

Así eran las tiernas endechas de amor hacia mediados del siglo XV.

Pasemos ahora a la estatua de Isabel de Baviera, que, aborrecible a la naturaleza, fue llevada a San Dionisio en un ataúd, seguido de un solo sacerdote por todo acompañamiento. Más allá nos detenemos ante el busto de la Doncella de Orleans, en cuyos rasgos, femeninos y suaves, en vano se encontrará el valor que fue preciso para sostener en su trono al hombre que está en pie detrás de ella. Pero en las facciones de éste sí podréis apreciar que fue lo bastante cobarde para dejar que su salvadora pereciera víctima de la furia del fanatismo, sin hacer el menor intento para libertarla.

Un monumento precioso del arte, así como un tema interesante de historia, es la estatua orante de Felipe de Villiers l'Isle d'Adam, gran maestre de la Orden de San Juan de Jerusalén, que, en el célebre sitio de Rodas, resistió, con arrojo y bravura sin igual, el empuje de 200.000 turcos, hasta que la perfidia de su canciller Amaral le obligó a rendirse. Carlos V le cedió Malta, y después de su muerte todos los caballeros le lloraron como un héroe y un padre. En su lápida se lee este fino encomio: «Aquí yace la virtud, vencedora de la fortuna».

Con profunda reverencia entro en una capilla dedicada a Francisco I, el restaurador de las artes. El cuerpo de este buen rey, así como el de su esposa, Claudia de Francia, están hechos con un sorprendente realismo en el mármol, y los bajorrelieves, colocados aquí y allá, son interesantes por ofrecernos una representación fiel de los trajes, armas e ingenios de guerra de aquellos tiempos. Sobre el maderaje, sostenido por dieciséis columnas jónicas, se ven las estatuas de la real pareja, rodeados por sus amados hijos, arrodillados y rezando. Los ropajes de corte que visten forman un triste contraste con el uniforme de la muerte que hay debajo. También vi otra estatua del verdadero amigo de Da Vinci, maravillosamente esculpida en mármol blanco, y observé con pena que la petulancia infantil de la ambición era tan activa entonces como hoy, al profanar los más sagrados monumentos, grabando en ellos obscuros nombres. De esta forma han pasado a la posteridad, un tal Hugues Betauld en 1580, y un Lormel en 1584, grabados en el monumento a Francisco I.

Esta esbelta columna, adornada con laureles y pámpanos, lleva en su parte superior la imagen de la justicia, y contuvo, en tiempos pasados, los corazones del noble condestable Montmorency, junto con el del rey, que deseó estar unido en la muerte con quien en vida fue su amigo. La inscripción demuestra gusto, pero no amor:

Cy-dessous gist un Cœur plein de vaillance,
Un Cœur d'honneur, un Cœur que tout savait,
Cœur de vertus qui mille cœurs avait,
Cœur de trois rois de toute la France
Ci gist ce Cœur qui fut notre assurance,
Cœur qui de Cœur de justice vivait,
Cœur qui de force et de Conseil servait.
Cœur que le Ciel honora des l'enfance,
Cœur, non jamais, ni trop haut, ni remis,
Le Cœur des siens, l'effroi des ennemis,
Cœur qui fut cœur du roi Henri son maître,
Roi qui voulut qu'un Sepulcre commun
Les enfermoit apres leur mort, pour être
Comme en vivant, deux mêmes cœurs en un.

Aunque al rey no se le menciona más que en las últimas cuatro líneas, es difícil decir a quién depara más honor la inscripción: si a un criado fiel, de los que hay muchos, o a un rey cariñoso, de los que se encuentran pocos.

No quiero detenerme ni un momento siquiera ante la estatua del canciller René Biragué (el que, con la aborrecida Catalina de Médicis, derramó torrentes de sangre la noche de San Bartolomé), y su esposa, tendida a sus pies, tampoco atrajo mi atención. Vestida con traje de su tiempo, está recostada en blandas almohadas y tiene apoyadas sus rellenas mejillas en la palma de la mano; delante de ella hay un libro, al que no presta mucha atención, mientras que un perro faldero la distrae. Imagen tranquila del goce de la vida, que no deja sospechar que la muerte acecha. Solamente al mirar el bajorrelieve se ve a la misma mujer, cadáver ya; sus redondas facciones han desaparecido; los brillantes ojos están hundidos profundamente y el rico vestido se trocó en un amplio y plegado sudario. Este contraste de vida y muerte causa profunda impresión en el visitante, y el conjunto del monumento más bien parece una sátira sobre la vida humana.

¿Qué estatua es ésta, en torno a la cual hay siempre franceses de la antigua escuela y en cuyos semblantes se aprecia una seriedad sentimental? Es el buen rey Enrique IV, al que los republicanos nunca olvidarán. La estatua tiene un parecido al monarca verdaderamente extraordinario, y así lo asevera Le Noir, que estuvo presente cuando se abrió su féretro y se le halló en estado de perfecta conservación.

Para honor del arte, pero en desacuerdo con la pomposa inscripción que reza en su mausoleo, encontramos aquí a Alberto Gondi, mariscal de Francia, que enseñó a Carlos IX a jurar en falso y a asesinar. Pasemos rápidamente a esta forma femenina: Claudia Catalina de Clermont Tonnerre, la protectora y amiga de las ciencias. Ella fue la que, en vez de su señora, contestó en latín a los embajadores polacos que trajeron al hijo de Catalina de Médicis el decreto que le elegía rey de Polonia; y en tal ocasión hizo un discurso tan notable que el viejo canciller Biragué, que contestó por Carlos IX, quedó avergonzado de sí mismo. La inscripción dice: «Heroina cum quavis prisci aevi comparanda».

Nunca había oído hablar de Dominico Sarrede, pero contemplé con ojos benévolos su estatua desde que supe cuán fielmente amó a Enrique IV. Perdió una pierna en la batalla de Yvry, lo cual no le impidió seguir prestando sus servicios a tan excelente soberano. Fue tal su pena cuando asesinaron al mejor de los amos, que pasando, dos días después del nefasto hecho, por la calle de la Ferronnerie, cayó sin sentido en el lugar donde ocurrió el suceso y murió al día siguiente. Se le erigió un trofeo con sus armas, en Ermenonville, bajo el cual están escritos los siguientes versos:

En ce bocage oú ton laurier repose
Sur le joli myrte d'amour
Ton fidèle sujet dépose
Ses armes à toi pour toujours.
O mon cher, mon bien-aimé maître?
J'ai dejá, sous ton étendard
Perdu de mes membres le quart;
Je voue ici mon restant être.
Que si d'un pied marche trop lent pour toi,
Point ne faudroit meilleure aide;
Car pour combattre pour son roi
L'amour fera voler Sarrede.

El monumento del honrado presidente Pibrac, del siglo XVI, está cubierto por una piedra, que contiene su vida, en latín, y en cuatro cuartetos, en francés, en los cuales se halla resumida toda la filosofía de la vida de este hombre honrado y prudente:

Dieu tout premier, puis pére et mère honore,
Sois juste et devot, et en toute saison,
De l'innocent prens en main la raison;
Car Dieu te doit lá haut juger encore.
 
Heureux qui met en Dieu son esperance
Et qui l'invoque en sa prospérité
Autant ou plus qu'en son adversité
Et ne se fie en humaine assurance.
 
Il est permis souhaiter un bon prince;
Mais tel qu'il est il le convient porter;
Car il vaut mieux un tyran supporter,
Que de troubler la paix de la province.
 
Songe long temps avant que de promettre;
Mais si tu as quelque chose promis,
Quoi que ce soit, et fust-ce aux ennemis,
De l'accomplir, en devoir te faut mettre.

¡Bravo, Felipe Desportes, amigable y erótico poeta, querido, honrado y recompensado por tres reyes, y que viviste en paz y abundancia! ¿En paz? No se puede olvidar nunca que Diana de Cossé Brisac, su encantadora amante, sorprendida por su marido en sus brazos, cayó víctima de sus feroces celos. ¿Puede darse destino más desgraciado para un amante? Pero Desportes olvidó a Diana, y pronto una Hipólita, una Laura, reemplazaron a la desdichada víctima del amor. No me detengo más ante su monumento.

El fisionomista encontrará tema de interés en la estatua de Carlota Catalina, por el Parlamento. Como su imagen tiene rasgos muy notables, el fisionomista decidirá si fue acusada o absuelta justamente; yo, personalmente, me decido por la primera hipótesis.

Ya había tenido ocasión de admirar la obra maestra de Girardon, el monumento a Richelieu, pero el que se encuentra aquí se debe al director del Museo, a quien ha de mencionarse por ello con honor y gloria, pues arriesgó su vida para recogerlo de manos de los Vándalos, ocasión en la que fue herido de un bayonetazo.

Este joven escocés, de la familia de los Douglas, murió en el campo del honor a los veinte años de edad; una dama le erigió este monumento, con la siguiente expresiva dedicatoria, en francés antiguo, para perpetuar su memoria:

Prou de pis, peu de pair, point de plus.

Esta princesa de Conti, tan bella y virtuosa, arrancada del mundo a los treinta y cinco años de edad, fue la que, cuando escasamente contaba diecinueve, vendió sus joyas para socorrer a los pobres en un año de hambre. De conciencia estrecha, restituyó todos aquellos bienes cuya posesión le parecía sospechosa, y ascendió su importe a 800.000 libras. La mirada, que se cruza con la nuestra desde su bajorrelieve, habla de la benevolencia de su corazón.

Otra sublime emoción se experimenta ante el soberbio monumento que erigió Carlos Le Brun a su madre. Un ángel, con su trompeta, cubre con las alas el féretro; ha sonado la hora de la resurrección de la carne; la dama la ha oído, levanta la tapa de su ataúd y, despertando alegremente de su largo sueño, sale de su sepultura. El arte ayudó al afecto filial en esta obra; la expresión de la figura es admirable; un ferviente deseo de gozar de la luz celestial aparece en la figura de la adorada dama.

Gracias al ingenioso Girardon por la lección que dio, en el monumento de Louvois, a todos los hombres de Estado. La Historia, teniendo un libro abierto, vuelve sus ojos, preñados de lágrimas, hacia Louvois, y parece indicarle en sus anales el pasaje que perpetúa sus crueldades en el Palatinado.

Las dos líneas, en francés, que subrayan el epitafio latino del poeta Santeuil, son más ingeniosas que inteligibles:

Cy git le celebre Santeuil
Muses et fous prenez le deuil.

Una composición única en su género.

Esta Melpómene, que se reclina llorando sobre el busto de Crebillon, me recuerda una curiosa anécdota. Tal mausoleo hallábase destinado para la iglesia de San Gervasio, donde Crebillon estaba enterrado, pero los curas no toleraron que la iglesia fuera profanada con un monumento tan profano, a menos que se hiciera desaparecer la musa que rodea el busto de Crebillon. De la misma manera se llegó a prohibir, en la pía ciudad de D..., la representación del «Don Carlos», de Schiller, si no se omitía la pasión de Don Carlos por su madrastra.

Copio aquí la hermosa inscripción que hay bajo este medallón, porque su autor es d'Alembert:

François de Chevert, Lieutenant General, etc.,
Sans ayeux, sans fortune, sans appui,
Orphelin des l'enfance.
Il entra ou service à l'âge de XI ans
Il s'eleva, malgré l'envie, à force de mérite,
Et chaque grade fut le prix d'une action d'éclat.
Le titre seul de Maréchal de France
A manqué, non pas à sa gloire,
Mais à l'exemple de ceux qui le prendront pour modèle.

Nobles, piadosos y sublimes sentimientos se hallan impresos en estos monumentos de grandes hombres y de excelentes mujeres, y producen diversos sentimientos en las mentes cultivadas de las personas que se pasean entre ellos, pero una melancolía indescriptible borra tales sensaciones y hace que involuntariamente se crispen nuestras manos cuando hallamos en este Elíseo los restos de nuestros favoritos, los restos de hombres cuyos escritos y cuyas acciones están impresos en nuestros corazones desde la infancia. He aquí un mausoleo coronado por las máscaras de la comedia y la tragedia; ampara los restos mortales de Molière. Una simple inscripción dice:

Molière et Thalie reposent dans ce tombeau.

El conjunto esta adornado por rosas, mirtos y cipreses. Aquí yace el hombre de celebridad inmortal, a quien, sin embargo, el arzobispo de París negó sepultura cristiana.

Este sarcófago contiene las cenizas de René Descartes, que su amigo Dalibert llevó a su país natal desde Suecia, donde murió. Bajo esta piedra yace La Fontaine; dos bajorrelieves representan dos de sus fábulas favoritas, y podéis leer: «Juan La Fontaine está en esta tumba», y, un poco más allá, «Jean s'en alla comme il etoit venu», la primera línea de este epitafio, que él mismo compuso para él:

Jean s'en alla comme il etoit venu,
Mangeant le fonds avec le revenu,
Tint les tresors chose peu necessaire.
Quant à son temps, bien sut le dispenser:
Deux parts en fit, dont il voulait passer
L'une à dormir, et l'autre à ne rien faire.

Esta otra piedra contiene los restos de Boileau. Tres líneas de sus epístolas están grabadas en ella:

Ainsi que mes chagrins, mes beaux jours sont passes
Je ne sens plus l'aigreur de ma bile prémiere,
Et laisse aux froids rimeurs une libre carriére.

Aquí reposa Mahillon, el tan conocido crítico y diplomático; allí Montfaucon, el gran anticuario.

¿Cómo podré expresar mis sentimientos al estar entre las sombras que un tiempo animaron estos venerables restos? Resumiendo, no ha habido un solo hombre notable en Francia del que no figuren en este Museo sus restos o, por lo menos, una estatua, un busto, de los que existe un número inmenso. Montaigne, Sully, Rotrou, Corneille, Racine, Quinault, Fenelon, Lenostre, Bossuet, los dos Rousseau, Detouches, Eloísa, Abelardo, Luis XVI y María Antonieta, el príncipe Mauricio de Sajonia, Montesquieu, el centenario Fontenelle, el alemán Winkelmann, Helvetius, Piron (con su famoso epitafio: «ci git, qui ne fut rien; pas même Academicien»), Du Belloy y Voltaire, con su inscripción, por el cónsul Le Brun:

O Parnasse! Fremis de douleur et d'effroi:
Pleurez, Muses, brisez vos lyres inmortelles;
Toi dont il fatigua les cent voix et les ailes,
Dis que Voltaire est mort, pleure et repose-toi.

Aquí vemos a Buffon, al noble Malesherbes, a D'Alembert y Diderot; allí Raynal, Bailly, Vaucanson y el alemán Glück, con esta inscripción:

Il preféra les muses aux syrénes.

¡Qué delicia para quien piensa y siente, hallarse ante grandes hombres que realizaron notables acciones, dijeron cosas excelentes o inventaron cosas útiles, y poder examinar si sus obras fueron congénitas con sus ideas! Los tesoros del arte, en el Museo Napoleón, son infinitamente más costosos, y sólo el Apolo, de Belvedere, en materia de arte, vale más que todo el Museo de Mausoleos Franceses, pero la admiración rara vez llega al corazón, y, desde luego, no me ha procurado el placer que encontré en la visita a los monumentos erigidos en memoria de tantos grandes hombres como fueron.

Los esfuerzos del fundador para que todo armonice, en lo posible, son dignos de encomio. Por ejemplo, el patio, a través del cual se penetra en el primer salón, está decorado con los pórticos del antiguo castillo de Anet, que construyó Enrique II para su amada Diana de Poitiers. Los pintados vidrios de las ventanas siempre son contemporáneos de los monumentos. Hay algunas muestras de las bellas artes, por ejemplo un Ecce-Homo, de Durero.

Mucho es lo que París ha ganado con el trabajo y el entusiasmo de Le Noir. Todo viajero habrá de apresurarse a acudir al Convento de los Agustinos, en los primeros días de su estancia. Mucho se puede ver allí, de lo que no digo ni una palabra, y un simple aficionado, que sea capaz de juzgar, podrá decir veinte veces más cosas que yo, que sólo sé percibir.

EL MUSEO NAPOLEÓN

I. Galería de Pinturas

Antes de escribir una sola palabra acerca del más rico tesoro de arte del mundo entero, debo prevenir a mis lectores sobre lo que han de esperar de mis descripciones. He de hacer la lamentable confesión de que soy tan infortunado que expreso mis pensamientos sobre todas las obras de arte, incluso antes que otro comentario. Sé perfectamente que según nuestra escuela moderna, una producción de arte no debe ser examinada conforme a sus propias percepciones, siendo una visión mezquina la que así se obtiene; que no se debe tratar de imitar la naturaleza porque eso es terriblemente ordinario..., etc. Soy tan desgraciado que hago entrar estos argumentos por un oído y los dejo escapar por el otro. Yo no pregunto, lo primero de todo, de quién es el cuadro, ni si es antiguo, para en seguida alabarlo encomiásticamente, ni si hay faltas en el dibujo. Yo no pregunto nunca qué impresión es la que deja de hacer un cuadro, sino cuál es la que hace, porque soy tan obstinado que creo que cuanto ha ejecutado el pintor es para causar una impresión en quien lo contemple. Explicado esto, que constituye, lo confieso, el lado flaco de mi naturaleza, se convencerá el lector que no debe esperar por mi parte apreciaciones sobre el arte. Sólo relataré y no haré más que narrar lo que he visto y cuáles han sido las sensaciones que he experimentado. Por lo tanto me extenderé a menudo en temas que son secundarios para muchos, que para otros pasan inadvertidos y con respecto a los más, diré, por otro lado, cosas que harán mucho ruido. Deliberadamente, no he de llevar conmigo a ninguno de esos abominables aficionados que con sus lentes ante los ojos estropean el placer del espectador imparcial o le obligan a gustar solamente aquello que se le había pasado inadvertido y son ellos los encargados de hacerlo resaltar. La única cosa que me consuela en mi simplicidad es la frase de Lessing, en Emilia Galotti: «Apartémonos de aquel que necesita que el pintor le diga lo que es bello».

Basta ya con esto como introducción. El estudiante de arte o el crítico petulante harán bien en saltarse este capítulo por completo. Entramos en el primer salón. Contiene «frutos de la conquista» de Venecia, Florencia, Nápoles, Turín y Bolonia. El «castigo de una ofensa involuntaria», de San Julián sobrepasa los límites de la fantasía. Este pobre santo tuvo la desgracia de matar a su padre y a su madre porque los encontró en su cama y los tomó, en la obscuridad de la noche, por su mujer y su amante. Para expiar su culpa, huyó de su mujer y llegó a las orillas de un torrente, de muy peligroso paso. Fundó allí un hospital para los pobres y desamparados. Una vez, en invierno, hacia la medianoche, oyó una voz quejosa en la orilla opuesta del torrente; lo cruzó con gran peligro, encontró allí un pobre leproso, lo llevó consigo a la otra orilla, trató de prestarle calor y no consiguiéndolo lo acostó en su propia cama. Inmediatamente un halo de celestial esplendor rodeó la cabeza del paciente, quien aseguró a su piadoso interlocutor que su crimen estaba ya expiado por su caritativa conducta y se desvaneció. El pintor florentino Allori, del siglo XVI, escogió este tema y lo representó en forma magistral, eligiendo el momento en que San Julián ayuda a salir al pobre leproso del bote.

Una Sagrada Familia, por Andrea del Sarto, es bella por encima de toda expresión, pero nos sume en aflicción la figura arrodillada del donante, el romano Feti, que mira fijamente la cabeza de su padre y parece decir: «He perdido todo cuanto tenía en el mundo».

El rapto de Helena, por Guido, es una obra de bella ejecución, pero algo jocosa. ¿Quién puede creer que en un rapto tan súbito, la bella raptada iba a preocuparse de sus joyas e incluso de su perro faldero? Ocurre en la vida corriente que la sirvienta de una dama es más hermosa que su señora, pero en este cuadro, Guido se ha guardado muy bien de hacer tal cosa. Quien sea indiferente al tema del arte en sí, puede admirar al mendigo que se despioja, debido a Murillo. Vuelvo la cabeza al verle y sonrío al pasar ante esta Sagrada Familia, del mismo artista, en la que el niño Jesús está jugando con un rosario. Pero mi sonrisa se hiela cuando dejo caer mi mirada sobre el retrato de Carlos I, rey de Inglaterra, que tuvo tan funesto fin. Fue dibujado por el holandés Mytens, cuando Carlos contaba veintisiete años. El cuadro, de todos modos hace mucha más impresión en París que la que pudiera hacer en Turín, en donde fue requisado por el «derecho de conquistador». Las bodas de Canaán, por Veronés, es notable en varios aspectos: primeramente porque es una de las mayores pinturas del mundo; segundo, porque el pintor hizo figurar en él algunos de los más famosos personajes de su tiempo: el novio, por ejemplo, es cierto marqués del Guasto; la novia, la mujer de Francisco I; a su lado se sienta el mismo Francisco I, y al lado de ésta la reina María de Inglaterra. Viene después el Gran Señor Solimán II, y luego, una mujer con un palillo entre los dientes, que es la esposa del marqués de Gescaire. El emperador Carlos V tiene un sitio bastante malo, donde la mesa hace esquina, razón por la cual solamente es visible de perfil. Algunos cardenales y monjes, amigos del pintor, aparecen también sentados o de pie. A un lado se hallan los músicos, grupo muy interesante, en el que Veronés representó a los más célebres pintores venecianos de su tiempo y él mismo toca el violoncelo. Los errores cronológicos son muy cómicos. Los músicos tocan según papel de música, Carlos lleva el collar del Toisón de Oro, etc. Este cuadro decoraba los muros del comedor del palacio de San Jorge, en Venecia, y al pintor se le pagó un precio que hoy no se da ni por un sencillo retrato, es decir, noventa ducados. Gran placer me produjo la vista de un cuadro de Rubens en el que éste aparece rodeado de sus más íntimos y queridos amigos. Está Hugo Grocio, el honrado filósofo, con el perro al que tenía tanto cariño; a su lado Justo Lipsius, el célebre profesor de Lovaina. El busto de Séneca que se halla tras él, alude quizá a sus escritos sobre el estoicismo, así como los tulipanes indican su afición al cultivo de estas flores, entonces recientemente importadas. El gran pintor y su hermano completan el grupo. Pero no lejos de este hermoso cuadro se halla otro que es francamente repulsivo, el de Santa Ágata, por Sebastiano de Piombo. Santa Ágata debió haber sido una mujer muy bella, y un gobernador de Sicilia, furioso al ver despreciados sus deseos amorosos, y para castigarla, hizo rasgarle con pinzas las aréolas de su hermoso busto. ¿Cómo puede deleitarse el arte superlativo con tales temas?

Entro ahora en lo que propiamente puede llamarse el museo. Su longitud no es menor de cuatrocientas yardas y pronto se aumentará con doscientas más. Al final existe un gran espacio cuyas paredes se hallan cubiertas de cuadros colocados unos encima de los otros que aun no han sido arreglados convenientemente o reparados. La escuela francesa se encuentra entrando al principio por la derecha. Se admiran inmediatamente más de veinte grandes cuadros de Carlos Le Brun, entre los cuales la tienda de Darío atrajo particularmente mi atención. Después de la batalla, en la que Alejandro venció al rey de Persia, el vencedor, con su favorita Hephestion, entra en la tienda de las princesas persas. Sisygambis, la madre de Darío, se arroja a los pies de la favorita, a quien ha tomado por el rey a causa del esplendor de su armadura. Dándose cuenta de su equivocación trata de excusarse. «No hay equivocación—dice Alejandro—, es mi segundo yo». Al lado de Sisygambis está de rodillas la esposa de Darío, guardando su hijo del vencedor. La llorosa Statira y su hermana menor (hijas de Darío) y un gran número de mujeres, sacerdotes y eunucos llenan el resto del cuadro, que es realmente encantador. El nacimiento de Cristo, por el mismo autor, es también un conjunto cautivador en el que la triple luz de una lámpara, de un fuego y de una luz celestial forman el efecto más pintoresco que puede hallarse. La Sagrada Virgen del Racimo, de Maignard, es agradable igualmente; está ofreciendo las uvas al sagrado infante. De la Santísima Virgen hay alrededor de doscientas representaciones en toda la galería, y aunque el tema es bello, encuentro que se recurre a él tal vez demasiado. El Diluvio, de Poussin, nos hace estremecer. Casi siéntese uno tentado de lanzarse entre las olas para salvar a esta pobre familia que en vano trata de escapar a la muerte. Theolon es nombre de poca celebridad, pero está llamado a tener gran fama si deja más cuadros, por el estilo de esta cabeza de vieja, que a mi parecer es maestra. Hay un gran número de cuadros de Van Dyke y todos hacen justicia a su reputación. Me agradó particularmente un ex voto en el que marido y mujer se hallan arrodillados ante la Virgen y son acogidos celestial y amigablemente por parte del Niño Jesús. ¿He dicho celestial? Más bien debiera decir terrestremente, porque el sagrado niño juega con la barba del hombre.

Aquí se halla expuesto un cuadro del pintor alemán Faes, del que se dice poseyó una mano maestra, pero ¿quién reconocerá bajo este aspecto al lord protector Cromwell? Mucho más parecida logró Holbein la cara de sir Tomás More, lord canciller de Inglaterra. Por el retrato se ve que fue el hombre que, fríamente, inclinó su cabeza ante el hierro del verdugo. Las otras dos figuras de Holbein, estoy seguro que agradarán a cualquiera, como a mí me agradaron. Es, una de ellas, una joven con velo, que tiene unidas las manos en las rodillas; y la otra Erasmo, el autor de Elogio de la Locura. Para convertir el placer en franca alegría, basta detenerse ante este cuadro que representa la fiesta de los reyes, por Jordaens, pues es imposible no reírse contemplando a todos los huéspedes como lo hacen mirando fijamente a su rey. El Hércules de la Lairesse, entre la Virtud y el Placer, no me agradó mucho y una Venus lujuriosa, por Rembrandt, de grandes pendientes y con traje flamenco, me pareció algo ridícula. Si el niño que está ante ella no llevara un par de alas, nadie le tomaría por Cupido. Este soberbio cuadro de familia, por el poco celebrado Ostade, merece gran alabanza. Yo no lo cambiaría por tres como la Venus de Rembrandt. Un pequeño cuadro, muy estropeado por la acción del tiempo, representa un torneo; se le atribuye a Rubens. Contemplemos esta dama de plácido aspecto; es Isabel de Borbón, la amada de Don Carlos. La pluma de Schiller la hace aparecer más interesante que el pincel de Rubens, y sólo esta dulce escena de la felicidad doméstica me hace separar los ojos de ella. Colguemos esta imagen al lado de Santa Ágata con las aréolas de su pecho arrancadas por pinzas y pregúntese el lector cuál de los dos artistas preferiría como amigo, ¿Steen o Sebastiano?

De forma dramática pero grata, Terburg ha representado una escena en la cual un soldado alegre, un borrachín alborozado, tiende dinero a una muchacha que aunque baja pudorosamente los ojos al suelo, no lo rechaza. El retrato de un viejo mayordomo, de la Academia de Pintura de Amberes, por Cornelio de Voss, es de un gran realismo, y Michele, por Barocci, posee una inefable dulzura. Si esta linda peregrina miraba en realidad de modo tan encantador no sé si su santidad la hubiera protegido contra el amor humano. ¡Pero qué irritable es el martirio de Santa Plácida y Santa Flavia, por Correggio!, ¡qué aspecto más vulgar el de esta última! No es verídico, por otra parte, que los sarracenos, que en general nunca han sido crueles con el sexo débil, trataran tan poco cortésmente esta muestra de él. La maldición del Altísimo sobre nuestros primeros padres, por Diminichino, excita cierto regocijo en vez de compunción. Una multitud de angelitos llevan por las nubes al Señor, que de seguro se caería si las criaturillas no le sostuvieran con sus manos, especialmente por las asentaderas. La degollación de los inocentes, es otro de los temas sobre los cuales, a pesar del respeto debido al nombre de Guido, no puedo callarme. El pintor, tan grande en otras ocasiones, ha mostrado en este cuadro muy poco conocimiento del corazón de una madre, ni ha aprovechado el tema para darle la extensión que se merecía. En el cuadro, las madres gritan o lloran, pero no suplican ni se oponen. Esto no debe ser omitido, ya que hasta la más débil gallina defiende sus polluelos, aunque sea contra un águila. Recuerdo haber visto en Viena un cuadro representando los mismos horrores, por no sé qué maestro, pero sí que el tema estaba concebido con más verosimilitud que el que nos ocupa. La mano de una madre, a la cual le arrancan su hijo, desgarra la mejilla del asesino. Dejemos a quien haya visto el tan alabado cuadro de las Sabinas, de David, que nos diga su opinión sobre el mismo tema tratado por Guercino. A primera vista nos dirá que el último no es poeta, pero, ¿quién que no sea poeta ha llegado nunca a ser un gran pintor? La vuelta del hijo pródigo, por Spada, me atrajo grandemente, en particular la cara del joven, viva figura de la miseria y del arrepentimiento. Dos retratos de mujer, por Leonardo da Vinci, son irresistiblemente atractivos. Uno representa la malograda Ana Bolena, y es más interesante por el triste destino del original, que por el mérito del artista. La otra es Monna Lisa, esposa de un noble florentino; si el Cielo necesitara otra Virgen, estoy seguro de que escogería esta hermosa dama. Dos jóvenes, por Rafael, en actitud pensativa ambos, me dieron mejor impresión de este gran maestro que su San Miguel venciendo al diablo. Concluyo con el Martes, Venus y Cupido, de Guercino, en el que Cupido está arrojando su flecha con tal realismo que el espectador espera ver atravesado por el dardo su propio corazón, sin que pueda desviarse del tiro.

Esto es todo lo que he encontrado particularmente interesante. ¿Pero cómo?, me dirán, ¿ni una palabra sobre Rubens, del que hay más de cincuenta cuadros, ni una palabra de los paisajes de Vernet, que parecen arrancados a la naturaleza?, ¿nada de los veinticinco Albanos?, ¿y de los numerosos Aníbal Carrachi?, ¿ni siquiera una sílaba de la célebre comunión de San Jerónimo, de Dominichino? No, nada. Ya he confesado anteriormente mi debilidad. Lo que con referencia al arte me limito a contemplar, y admirar, de ese modo, no deja ninguna impresión en mi memoria y soy incapaz de dar cuenta de ello. El descendimiento de la cruz, por ejemplo, que es tan universalmente alabado, lo encontré bello en demasía, hasta ser incómodo; no puedo olvidar que la cruz entre los judíos era como la horca entre nosotros y que bajar a una persona de la horca nunca puede ser un tema para las bellas artes. Experimento los mismos sentimientos con respecto a los innumerables santos cuyos martirios abundan en esta galería. Una persona quemada o despedazada, aunque haya sido pintada por el mismo Dios, es para mí una figura desagradable, de la que procuro huir rápidamente. Por lo que se refiere a paisajes, tengo en contra de ellos una obstinada opinión propia. A menudo me siento transportado ante los paisajes de Vernet y Hakkert (el museo no posee nada de este último), pero mi alma no retiene la imagen de campos y tierras, cuando no están animados por algún tema histórico, ya que creo que la pintura histórica es el summun et solum bonum del arte.

Es una lástima que el catálogo del museo esté tan lleno de errores. Muchas pinturas han sido numeradas mal y muchas otras faltan. Con el billete de admisión para extranjeros, podéis visitar casi a diario este soberbio templo de las artes, y por hallarse abierto para los parisienses solamente en ciertos días, se tiene la gran ventaja de poder visitarlo sin que le moleste el público. El visitante, en realidad, jamás se encuentra solo; siempre está rodeado de artistas jóvenes, de ambos sexos, sedientos de aprender, que se sientan aquí y allá, arriba y abajo, al nivel del suelo o en elevados escabeles, y que copian las obras maestras para su instrucción y ejercicio.

II. Dibujos

Volviendo al salón de entrada desde esta galería, ábrese otra puerta en frente de ella que nos conduce a la galería de Apolo, que es de un aspecto grandioso y que contiene inmensas cantidades de dibujos originales, esquemas, bocetos, portafolios, «jouaches» (sic), acuarelas, pinturas en porcelana, miniaturas, vasos etruscos, etc. En esto seré mucho más breve, porque la mayor parte de lo que existe es para el verdadero «connoisseur» y debo confesar sinceramente que aunque la perla de este salón sea la Escuela de Atenas, boceto de Rafael, a mí me causó muy poca impresión, similar a la de los bocetos de las tragedias póstumas de Lessing.

He aquí un dibujo de Passarotti: el capitán de un barco, prendado por el ingenio de Homero, le invita a acompañarle en un viaje y Homero le canta una melodía con su violín... Veo también una pareja de hermosos bajorrelieves en cera, de la escuela italiana; Júpiter venciendo a los titanes con sus rayos y Diana matando a los hijos de Niobe. Es imposible llevar esta clase de arte a un grado mayor de perfección. Aquí hay también un cuadro bellísimo de Rafael: Alejandro ofreciendo su corona a Roxana. Se ven por todas partes numerosos Cupidos y otros están jugando con la armadura del héroe desarmado. Uno de los Cupidos se apodera del casco del héroe macedonio y estirando sus brazos lo arrastra por el suelo, idea singular y originalísima. No soy muy aficionado a las alegorías, pero encuentro aquí una que hizo Rafael, copiando al gran pintor griego Apeles, que considerando su valor en la sublimidad del arte, realmente hace honor al poeta. El tema es la calumnia. Apeles, como dice Luciano, fue acusado por un calumniador de haber tomado parte en una conspiración contra el rey Ptolomeo y el pintor se vengó de él de la siguiente manera: representó a la Credulidad con las orejas de Midas, sentada entre la Ignorancia y la Sospecha; se la ve cómo dispensa una calurosa acogida a la Calumnia, que está representada por una bella mujer ricamente vestida, llevando una tea en la mano y arrastrando de los cabellos con la otra a la Inocencia. Esta última levanta sus miradas y sus brazos al cielo en demanda de ayuda. En su séquito figuran la Envidia, flaca, pálida y demacrada; la Envidia tiene a su lado al Disimulo y a la Astucia, que se ocupan de adornarla. Al fin llega el Arrepentimiento, vestido con negros velos, al que se aparece la Verdad, hermosa en su desnudez, y ante su vista, el Arrepentimiento prorrumpe en lágrimas y suelta su cabellera. Esta alegoría está ejecutada de un modo que atrae, pero creo que sería mas correcto si en lugar de la Credulidad fuera la Malicia quien estuviera en el trono y la que diera la bienvenida a la Calumnia, como siempre ocurre. La Credulidad podría ser una de las damas de su corte.

La pasión de Cristo, por Alberto Durero, se distingue por la riqueza y detalle del trabajo, así como un pobre hombre melancólico, de Lucas de Leyden, por la gran verdad que encierra. Mucha ingenuidad artística tiene un bajorrelieve de marfil, de Van Opstal representando el rapto de las Sabinas; y los dibujos de Lebrun, de cabezas de hombres y animales, con los que trata de demostrar el parecido entre ambos, son de un notable ingenio. Es curiosa la idea de Le Poussin, que dibujó un filósofo escribiendo su doctrina en la espalda de un joven. Las miniaturas, que ocupan largas hileras, son extremadamente interesantes, ya que representan personajes célebres como Pedro el Grande, madame de Maintenon, Luis XIV, el poeta Voiture; la emperatriz María Teresa, al lado de la hermosa hija del jardinero de Meudon, la amante de Luis; Ninon de l'Enclos, al lado del cardenal Richelieu, madame de Sevigné, la reina Cristina de Suecia, madame Deshoulières, la poetisa, y cientos de ellos. Las curiosidades artísticas, de piedras preciosas, procedentes de la famosa manufactura de Florencia, son también muy numerosas; entre ellas se ven suntuosas mesas de pórfido, mármol y lapislázuli en las que se ven incrustadas con un trabajo fino y delicado, figurillas de coral, vasos, etc. De la misma forma se representa el puerto de Liorna, templos, piedras sepulcrales, etc. Los vasos etruscos son de un valor inmenso y provienen del botín de la biblioteca del Vaticano; han sido descriptos casi todos por Winkelmann, Passeri y Montfaucon.

III. Galería de Antigüedades, Estatuas, Bustos y Bajorrelieves

Concluyo por donde he empezado, es decir, comunicaré al lector mis propios pensamientos, lo que no quiere decir que otra persona pueda tenerlos diferentes o no tenerlos en absoluto. Al entrar en esta galería, la sensación primera que experimenté es parecida, aunque más apagada, a la que siento cuando me encuentro al aire libre, bajo un cielo sereno y estrellado. Os encontraréis aquí en medio de doscientos cincuenta monumentos del arte griego y romano y al verlos se siente una profunda emoción. Un salón está dedicado a los emperadores, otro a los hombres célebres: éste a Laocoonte, aquél a Apolo y un tercero a las Musas. La admirable representación de las distintas musas constituye el ornato más suntuoso.

Déjenme pasear y contarles. Aquí vemos una soberbia Diana de mármol parisino, que se halla en Francia desde los tiempos de Enrique IV y que era en su tiempo el único trabajo de arte verdadero que poseía este país. Parece, por su expresión, que está irritada y coge rápidamente una flecha para disparar a una cierva que huye bajo su arco. Se dice que existe un aire de familia entre ella y su hermano el Apolo de Belvedere. Sigo más adelante, hasta la estatua de Julián el Apóstata, ante el cual me detengo más tiempo que ante la Diana, sin miedo a que rían de mí los aficionados. Este último hace trabajar mi fantasía, la primera solamente mi mente. Yo te saludo, a ti, ¡oh filósofo!, tan diversamente juzgado y que has pasado a la posteridad con un sobrenombre impuesto por tus hechos. Tus virtudes, tu filosofía, tus desgracias, te han hecho para siempre objeto de curiosidad para todo hombre imparcial. Su parecido con el de algunas medallas es notable. ¡Tanto mejor! Me alegra pensar que su aspecto fuera así. Se dice que la ciudad de París erigió esta estatua durante la vida del emperador en Grecia, para levantarla en honor de un héroe al que amó París, dentro de cuyas murallas vistió la imperial púrpura y cuya ciudad embelleció, elevándola hasta el rango de capital y sentando los fundamentos para su posterior grandeza. La estatua yacía olvidada en el almacén de un anticuario, quien se la compró al gobierno para destinarla al museo.

Pasemos este Nerón, igualmente vano y cruel, que quiso ser representado como vencedor de los juegos Olímpicos, honor que, como se sabe, apreciaba más que la corona imperial. La cabeza tiene parecido, pero el artista ha moldeado sus facciones con adulación. Esta colosal estatua de Melpómene, que tiene más de doce pies de altura, atrae solamente la atención por su gran tamaño, y en tal aspecto es el monumento más curioso de la antigüedad. Originalmente decoraba el teatro de Pompeya, con sus otras nueve hermanas. Un sarcófago en excelente estado de conservación agrada por los ingeniosos bajorrelieves que ofrece en su parte frontal; a cada lado se hallan las nueve musas; Calíope, la musa de la épica, conversa con Homero, y Erato, la musa de la Filosofía, con Sócrates. Un fauno descansando me llamó la atención, especialmente por haberse descubierto en la casa de campo de Marco Aurelio, quien, a lo mejor, gozó con su contemplación. Además de ser de gran valor como obra artística, lo es más por suponérsele copia del famoso fauno de bronce de Praxiteles, que tan famoso fue en Grecia, hasta el punto de ser llamado periboetos, esto es, célebre.

Ariadna, dormitando en la roca de Naxos, no producirá a todos los visitantes la profunda impresión que a mí me causó, pues de esta misma estatua designada por error como la de Cleopatra, a causa de un brazalete en forma de serpiente, existe una excelente copia en la entrada del palacio de Michailow en San Petersburgo, ante la cual vi y hablé por última vez al emperador Pablo I, doce horas antes de su muerte. Este recuerdo es más vivo aún, si se compara al actual señor de esta nación en que me encuentro, con aquel zar, que tanto se le parecía en muchos aspectos.

Debo confesar que el contenido de la sala de hombres célebres me resultó mucho más interesante que las estatuas de todos los dioses y diosas. Aquí encontramos a Zeno, el jefe de los estoicos, y a Demóstenes, el príncipe de los oradores. Este último está sentado, ojeando un manuscrito que repasa en sus rodillas y parece hallarse abstraído en una profunda meditación. Su labio superior tiene un gran resalte y éste era, probablemente, el defecto natural que impedía le entendieran al hablar. También está Trajano, no como emperador, sino como filósofo; Sextus, cuya memoria nos es tan querida por ser el tío de Plutarco, pero más aun por haber sido el profesor del gran Marco Aurelio; Foción, el más modesto de los héroes y que aparece desprovisto de toda condecoración; Menandro, el príncipe de la comedia moderna, como le llamaron los griegos. Está sentado y parece reposar. ¿Por qué el tiempo no habrá conservado sus escritos, como conserva el mármol su efigie? En este momento sería muy bien recibido entre nosotros, porque por todo cuanto sé de él, parece ser que nuestros modernos Graeculi se encontrarían tal vez en grave apuro si persistieran en negar a los griegos el gusto que poseían. En compañía de Menandro está el dramaturgo Posidippos, imagen de gran realismo. Esta otra representa un joven disipado que ha arruinado su salud y un hombre que le enseña el camino para restaurarla: Alcibíades e Hipócrates.

Me cuesta trabajo dejar este lugar para seguir más adelante. ¿Puede existir algo más encantador que esta bellísima forma femenina, que se denomina Ceres, porque algún innovador le ha colocado algunos granos de trigo en la mano? Probablemente si llevara un libro, sería Clío. Una soberbia Urania muéstrase encantada de ser su vecina, y la delicadeza del cincel maravilla realmente. Se encontró cerca de Trípoli y no sólo es una de las de más gusto, sino de las antigüedades mejor conservadas. La estatua que se conoce por el gladiador expirando (en realidad es un guerrero que no parece romano, o bárbaro, como acostumbraban llamar los romanos a los extranjeros, quizá un germano o un galo, que agoniza en el campo de batalla) es suficientemente conocida por los cientos de copias e imitaciones que de ella circulan. Pertenece esta producción a la serie de aquellas que no ejercen sobre mí ninguna influencia. La misma confesión he de hacer respecto al célebre Torso y esto alivia mi conciencia.

¡Qué encantador es el fauno con manchas metálicas!; su risa serena es contagiosa, su ingenuidad juvenil, elocuente. Una mejilla y un nombro brillan con reflejos metálicos, de ahí su nombre. Igualmente encantadora es una joven romana, con una cofia como las que se llevaban en los mejores tiempos del Imperio Romano. Su cabeza es propiamente un retrato. Debían ser muy felices el padre o el marido que poseyera tal tesoro de pura inocencia. Quizás esta estatua era un ex-voto dedicado a algún templo o tal vez el ornamento de la casa paterna. Es curioso advertir que aunque uno se considera capaz de crear o imitar, se sienta, al mismo tiempo, ansioso de publicar las opiniones que van en contra de la mayoría. Ésta es mi opinión respecto a la Venus de Medicis o del Laocoonte. ¿Qué otra cosa he de decir si dicha Venus se me representa como una bella criada a la que ha sorprendido el señorito de la casa en la mayor «deshabillé» y no hace nada para evitar sus voluptuosas miradas? Sus orejas tienen orificios, de los cuales debieron colgar en sus tiempos costosos pendientes y una señal en su brazo izquierdo muestra claramente que llevó en él el brazalete llamado Spinter. Se dice que piensan restaurar sus adornos, imitando en esto, plenamente, el gusto de los antiguos, que gustaban de mezclar el oro y el mármol. Mi gusto, sin embargo, no es ése. El artista autor de esta Venus dicen que fue Cleómenes, que tenía un arte muy peculiar representando mujeres hermosas, y tan es así, que Plinio menciona el caso de un caballero romano que se enamoró tan perdidamente de una de sus estatuas que murió de dolor de su pasión. ¿Puedo decir otra cosa sobre el Laocoonte si éste me inspira una sensación parecida a la que en mi infancia despertó en mí el antropófago de Berka, cerca de Weimar, cuando le veía contorsionarse? «Arte, arte sublime» dirán algunos. Tengo todos mis respetos por el arte, pero como no he venido aquí para estudiar anatomía, paso por encima las opiniones de los demás, para persistir en la mía, que invariablemente es ésta: que las bellas artes sólo deben ser empleadas en temas bellos, y que la representación por Gerstenberg del excelente Ugolino nos proporciona más placer que la de Laocoonte con sus terribles serpientes. Para alejarlo de mi mente, me detengo ante la estatua de este joven, a quien llaman Paris, quizá porque el innovador le ha puesto una manzana en la mano, aunque realmente era un sacerdote del dios Mitra, cuyo culto se celebraba en cavernas, y esta estatua fue extraída de una caverna a orillas del Tíber. La tela de su vestido es muy curiosa, aunque no está tan terminada como la de este soberbio joven que durante mucho tiempo se tomó por Antinoo, pero que al descubrir el error lo llamaron Teseo, en una época, en otras Hércules joven y en otras Meleagro, aunque ahora se crea unánimemente que es Mercurio. Sea quien fuera, lo cierto es que constituye una de las curiosidades más atractivas del museo. La proporción de sus miembros es tan bella, que Poussin copió en él varios modelos de figura humana. La bella Leucothea, la nodriza de Baco, amamantándole en sus brazos, ha servido para la inmortalidad de Winkelmann. ¡Oh, cuan graciosa es la sonrisa del niño!, ninguna madre dejará de advertirlo al pasar. Mas deteneos: ya estamos ante el Apolo de Belvedere y esta vez mi admiración es profunda y me inclino ante esta muestra de la habilidad o inhabilidad de este noble arte. Su alado pie aun descansa sobre la serpiente pitón, la flecha fatal cuelga todavía del arco; cada miembro muestra su esfuerzo, la indignación aparece en sus labios, pero la confianza en la victoria brilla en sus ojos, así como la alegría de haber libertado a Delfos del terrible monstruo. Sus rizos caen sobre el cuello y otros sujetan la divina diadema. De su hombro derecho cuelga el carcaj suspendido por un cordón y ricas sandalias adornan los pies. La clámide echada hacia atrás deja ver la maravillosa armonía de su cuerpo. Todo, su sonriente juventud, su nobleza, su energía, elegancia y ligereza, son partes de un conjunto único. Sí, realmente me prosterno ante él y me lamento con mucha gente de que la manera como está colocado impida verlo de todas partes. Para consolaros de esto, se lee una inscripción que dice que este Apolo se encontró en Antium a finales del siglo XV, que fue colocado por el Papa Julio II en el Vaticano a principios del siglo XVI, conquistado en el quinto año de la República por Bonaparte y traído aquí en su octavo año, primero de su consulado. Los nombres de los tres cónsules, así como el de Luciano Bonaparte, ministro del Interior, aparecen grabados en la parte posterior. Estoy casi tentado de no decir más, porque cuando sale el sol, las estrellas palidecen, pero fuera ingrato en verdad no mencionar las soberbias musas que adornan su salón propio, especialmente Talía, con su corona de siemprevivas y su tamboril, símbolos que aluden a su origen báquico, con su máscara cómica y su caramillo pastoril, pues también es la musa de los pastorales. A su lado está la figura de Sócrates, que no desdeña sus bromas, y un busto de Virgilio, para quien fue tan propicia. A corta distancia se ve sentado a Eurípides. Una inscripción griega contiene no solamente el nombre del trágico inmortal, sino también la lista de sus obras.

Entre los muchos y excelentes bustos de esta galería, he de nombrar especialmente el colosal del emperador Adriano y el de Nerón, adornado ridículamente con la aureola de un santo, adorno que ordenó le fuera puesto durante su vida en las monedas que llevaran su efigie. Hay muchos agujeros en esta estatua, que probablemente estaría adornada con incrustaciones de piedras preciosas. El busto de Cómodo es muy raro, ya que el pueblo, que le aborrecía con justicia, destruyó todos sus monumentos; el hermoso busto de Galba y el notable parecido de Julia Mammaea, la ambiciosa madre de Alejandro Severo, etc. Este extraordinario baño antiguo se contempla con especial interés y no puede evitarse una sonrisa cuando se recuerda que en los tiempos medioevales sirvió como trono para los Papas en las iglesias católicas, siendo devuelto a su uso profano por Pío VI. Una estatua colosal de un ídolo egipcio también merece una ojeada, en parte por sus materiales, ya que es de alabastro, y en parte por su remota antigüedad, pues probablemente estaría en el templo de Horus. Si habéis visto entre los bajorrelieves a Antinoo, el fauno cazador y el encantador niño con el ganso, habréis visto todo lo que de particular atrajo mi atención. El Pallas de Velletri no se hallaba expuesto durante mi estancia.

COSTUMBRES Y MANERAS DE LOS PARISIENSES

I. Comida y Bebida

Desde que el pueblo de París ha adquirido la costumbre de sentarse a cenar entre las seis y las siete de la tarde, la merienda (goûté) casi ha desaparecido; sólo los niños de la escuela, los aldeanos y los habitantes de las provincias más apartadas conocen todavía el placer de un círculo alegre, reunidos alrededor de la dueña de la casa que se afana sirviendo una mesa en la que hay leche, frutas, etc. ¡Qué deliciosa vida, si especialmente lo celebráis en el alegre césped! Escenas de esta clase pueden apreciarse en París, pero solamente en el escenario del teatro de la Ópera. El té ha reemplazado a la merienda de la tarde; el té, no obstante, es una comida que se sirve entre las dos y las tres de la tarde y donde encontráis de todo a excepción de la planta que le da nombre: carne, caza, vinos helados, ponche, vino caliente con especies, tales son los principales componentes del té. En algunas de las grandes ciudades francesas celébranse grandes meriendas después de los bautizos, y se llaman «collations». Todos los manjares imaginables se sirven en tales ocasiones, pero todo frío. La descripción de una merienda puede hallarse en la Nouvelle Heloise, donde madame Wolmar prepara una en su Elysium. En París la merienda ha desaparecido, incluso en la distribución de premios a los estudiantes aprovechados. Un anfitrión espléndido se halla, por tanto, en un apuro cuando se encuentra en la coyuntura de servir una merienda elegante. Me han dicho que en tales casos imprevistos, se realiza de la siguiente manera: una gran torta de Cauchois o Leblanc se coloca en medio de la mesa, y a ambos lados, quesos y cremas de vainilla o de rosa, medio líquida, medio helada y adornada con pistachos. Estos artículos pueden adquirirse en madame Labour o en madame Lambert, que tienen fama de ser las mejores artífices de cremas en París. Seis platitos rodean la tarta con frutos escogidos de la viuda Fontaine. Se colocan brioches de Le Sage en las cuatro esquinas, merengues «à la creme» de Bernard, pastelillos «à l'abbesse» y tartitas por Georges, así como «wafers» o barquillos, por Van Roosmales. Se colocan, además, cuatro pequeñas pirámides en los ángulos, formadas por frutas secas o conservadas en licores que se pueden adquirir en Oudard o Berthellemot; «cakes» de pimienta y «marsipannes» de Hemart, confituras de Rougot y jaleas de Janvel. Pero todas estas cosas no pasarían bien por la garganta si no fueran ayudadas con «frontignac» de Lailleur y licores varios comprados en Lemoine. Entre los últimos debe hacerse especial mención de la «Crema de Arabia», del que asegura su fabricante que es terciopelo embotellado (du velours en bouteilles). Este terciopelo líquido realmente es exquisito, tanto por su aroma como por su gusto. Me he traído conmigo algunas botellas y varios amigos epicúreos me han asegurado que jamás tomaron nada igual. Es aquí proverbial decir que el desayuno es para los amigos, la comida pertenece a la etiqueta, la merienda para los niños y las cenas, ¡al amor!, pues sus horas rozan las de los pastores. El resplandor del día se ha ido ya, los negocios han terminado, todo invita al descanso, las velas de cera esparcen una suave luz, las mujeres son aún más amables, porque la hora de su indiscutible reinado es por la noche, razón por la cual muchas de ellas no ven siquiera el sol. ¡Feliz aquel que puede disfrutar durante todo el día de la compañía de una mujer bella!; pero dejémosle y nos referiremos tan sólo a aquel que tiene el cuidado de buscar los medios de subsistencia durante todo el día entre la multitud, y que halla descanso por la noche sentado en torno a la mesa redonda en compañía de una mujer amante y buena. Las musas son más propicias en la cena. Mientras vuela el corcho de la espumante champaña, también brota con más abundancia el ingenio; las palabras oportunas salen espontáneamente; todo el mundo es ocurrente y comunica su ingenio, aunque no sea más que contando la serie de cosas que ha oído durante el día.

Así en París, o al menos así era. Tales eran aquellos banquetes tan afamados en los que los ciudadanos corrientes y las gentes ilustradas se asociaban juntos; donde reinaba la igualdad, y las clases elevadas se distinguían tan sólo por sus gustos más finos y por su desenvoltura de ademanes; donde el buen tono mundano sabía mostrarse interesado por cada huésped y donde la belleza de los brindis y las frases del poeta de moda mezclaban al ministro todopoderoso con el simple paniaguado palaciego.

¡Ay! El torrente de la revolución se llevó todo consigo. Estas cenas fueron reemplazadas con comidas «fraternales», como se las llamaba, en mitad de la calle y que estaban presididas por la fraternidad de Caín y Abel, porque nunca hubo menos libertad e igualdad en Francia que cuando estas palabras estaban escritas en todas las casas. Modales, dignidades, lujo, buen sentido e ingenio, todos tomaron distintas direcciones y aunque existan restos de los elementos integrantes de aquellas reuniones, difícilmente volverán a tener el genuino buen tono de entonces. Las cenas no son cultivadas hoy día por los parisienses. Y realmente, ¿cómo habrían de cuidarlas, cómo serían posibles en una ciudad donde se come por la tarde, donde el teatro termina a medianoche, donde el afán del juego ha prendido en todas las tertulias, donde los ricos (con algunas excepciones) carecen de conocimientos, donde las mujeres no tienen educación y donde (como dice un periódico parisino) el respeto y la cortesía pronto serán conocidos solamente de nombre? Este juicio, dado por un agudo observador, es tal vez severo y por mi parte no puedo suscribirlo, pues verdad es que solamente he visitado algunas de las mejores casas.

En vano se ha tratado de reemplazar las cenas por el té. No se parecen nada el uno a la otra. No, estos costosos tes, que solamente se dan en las casas de los opulentos, no se parecen a nada, porque se parecen a todo. No se encuentra en ellos ninguna delicadeza en sus opíparos manjares, no hay diversión ni sopa, ni palabras amables, ni asado. Hay, eso sí, copiosas comidas de viandas frías, de tan difícil digestión como la conversación de muchos Midas, rudos de maneras. Se dicen chistes en vez de rasgos de ingenio, chanzas en vez de epigramas, petulancia en vez de jovialidad, y para sazonar todo esto, un tono al que nunca se podrán acostumbrar los restos que quedan de las antiguas tertulias. Además reina una arrogancia que forma extraño contraste con los sentimientos republicanos, pues los duques y pares de la monarquía caída eran mucho más educados y corteses que los contratistas de suministros de la República.

Las cenas no podrán volver a estar en boga a menos que las maneras y las costumbres tomen rumbos muy diferentes de los que hoy prevalecen.

Un hombre razonable podrá no sentir más deseo a las dos de la mañana que el de acostarse para descansar, pero precisamente ésta es la hora en que la gente se sienta a cenar. El té de nuestros días es mucho más pernicioso para la salud que los banquetes de antaño. Antes la gente se sentaba a cenar a las diez y se levantaba a las doce, no para retirarse inmediatamente, conforme prescribe la moda de hoy, sino para ir a la sala, donde se despedía a la servidumbre y la tertulia era más agradable. Al ministro y a la corte se les pasaba revista, se contaban anécdotas de algún escándalo o se recitaba el epigrama o el verso del día; había momentos de intimidad, lo más delicioso para un hombre de sentido o para un observador; rara vez se veía algún juego. Y ¿qué hacen hoy? El cerebro, según he podido ver, no ha ganado nada con ello, ni los epicúreos han salido tampoco beneficiados.

Llegamos ahora al desayuno. Una taza de té o de agua de flor de lima o café con leche, preparado al estilo parisino, no son suficientes para aguantar hasta la comida, que al presente se hace más tarde que la cena en los tiempos de Carlos VII. Por eso han aparecido los desayunos de tenedor (dejeuners à la fourchette), que antes eran casi desconocidos en sociedad y se dejaban solamente para la gente ordinaria, o los viajeros, como una costumbre vulgar. Ahora son muy usuales en las casas ricas de Francia. Los negocios rara vez comienzan antes de las diez de la mañana. Alrededor de la una se extiende el mantel sobre la mesa de caoba y se hace plato con gran variedad de manjares con salsas frías y gran número de vinos. No se sirven platos calientes, con la excepción, a lo más, de pichones «à la crapaudine», gallina «à la tartare», «petites pattées au jus», riñones (plato favorito) y salchichitas. Pero hay ensaladas, carnes frías, carne de jabalí, y pasteles de jamón, y se puede comenzar con ostras de la célebre Cancale. El pobre pensionista del Estado o el sobrio hijo de las musas cierto que no pueden permitirse tales desayunos. Los ingresos del primero no le bastarían para una semana y la fantasía del segundo sería aplastada bajo el peso de la comida. Cuando Boileau cantaba: «Horace à bu son soul quand il voit les menades», seguramente no aludiría a los desayunos de nuestra época. Demasiada sobriedad no refresca los jugos vitales, pero su excesiva abundancia los anula por completo. Mas el discípulo de las musas tiene que tomar algo que le sostenga hasta que llegue la hora de comer; algo que sea ligero, pero sólido, para satisfacer las demandas de su apetito, algo que se pueda paladear, pero barato; que contenga en un espacio pequeño los ingredientes que sacien su necesidad, sin que ello impida que a la hora de la comida se haga honor a la misma. Este problema ha sido resuelto por el chocolate. Hace veinte años solamente era consumido por los ancianos, pero hoy, todo aquel que no es lo suficientemente rico para vivir a lo grande, o desea conservar la clarividencia de su espíritu, hace uso de él. Desde que se ha generalizado este néctar, que antes era preparado solamente en las boticas o por dos o tres fabricantes de reconocido mérito, ha sido imitado por tantos defraudadores, que a cada momento puede temer uno ser envenenado, o, por lo menos, sufrir del estómago, porque existen variedad de chocolates en París en los que se emplea toda clase de ingredientes, excepto el cacao. El mejor, actualmente, en esta gran metrópoli es el que suministra Bauvé, calle de St. Dominique, núm. 102. Doy esta dirección para beneficio de quienes estando anémicos o tísicos han de trabajar, pues dicho fabricante fabrica un excelente chocolate, saludable para ellos. Se puede tomar también legítimo en el café Corazza, en el Palais Royal. En otros cafés, produce náuseas, ahogo en el estómago, obstrucciones y una larga lista de afecciones parecidas.

La comida, ya se sabe que constituye el principal momento de la vida, trescientas sesenta y cinco veces al año, especialmente ahora que se sirve por la tarde, por lo cual se ven alargarse las caras cuando la hora se retrasa algunos minutos, pero todas esas actitudes desaparecen cuando el camarero con una blanca servilleta en las manos se adelanta y dice estas mágicas palabras: «Madame est servie». Después de algunas ceremonias que a veces se acortan poniendo los nombres en los platos, con lo cual se encuentra uno con vecinos que tal vez no ha escogido, la concurrencia se sienta en torno a la sopa caliente hasta escaldaros. Cada paladar parece que ha de quedar rayado como un mosaico o envidia las facultades del español incombustible, pero no observaréis la menor distorsión en los rostros de los asistentes, mientras se tragan aquel fuego líquido. El «bouilli» con salsa de tomates o con mostaza aperitiva, preparado por el célebre Mailhé, se usa últimamente para asentar las sólidas bases de cada comida; pero recientemente ha adquirido mucha boga el buey hervido, probablemente porque la sopa tiene así la parte más nutritiva. Cuando los «relevés» que se sirven a veces en vez de sopa, son para trinchar a los invitados, mientras tanto, se le sirven con «entrées».

En el norte de Europa tenemos trinchadores que llevan a cabo su oficio de la manera más perfecta y cómoda, y una vez realizado éste, sirven los platos, con lo que se evita un sinfín de ceremonias sin objeto. Pero en París, o el dueño de la casa, o el invitado ante el cual está colocado el manjar, lo corta y lo reparte. Nadie puede cortar por sí mismo, sino que ha de mostrarse satisfecho con lo que le ha correspondido. El asado debe estar fumet, un poco pasado. De vinos superiores, se sirve Champaña, Borgoña y Burdeos. Los entremets forman una parte muy principal de las grandes comidas. Enormes pasteles de carne de Toulouse, Estrasburgo o Perigueux se colocan en el centro y requieren especial destreza para servirse de ellos. Vienen luego las verduras, que las hacen picantes mediante cualquier ingrediente, y a ambos lados de la mesa se colocan cremas y confites, agradables para los paladares de las señoras y los niños. Y sin embargo, no son apreciados por los verdaderos epicúreos, que concluyen generalmente su comida con el asado. No debo omitir que en casi todas las grandes casas se hace gran consumo de trufas, que se encuentran a menudo en los platos que menos se podía pensar. Se comen de las formas más diversas.

Síguele a esto el postre, en el cual un hábil artista puede ganar gran reputación, ya que para lograr un estilo propio, elegante, ha de poseer quien lo haga cualidades de pastelero, de pintor, de arquitecto, de escultor y de florista. En una fiesta que se dio en París solamente el postre costó dos mil luises de oro. Los epicúreos únicamente le conceden una ojeada y en su lugar toman una rajita de queso de Rochefort. Los helados y el café deben ser excelentes, pero este último rara vez aciertan a hacerlo de modo que conserve sus cualidades aromáticas, incluso en las mejores casas. Después se toma una copita de licor de Lemoine, que es el más parecido al licor de las islas y que deja por mucho tiempo un regusto que nos recuerda los perfumes de Arabia.

Si el lector se ha formado con estas líneas una elevada idea de la vida privada en París, no debe imaginar por ello que encontrará cosas peores en los buenos hoteles o en los restaurantes. Sus comodidades son, por supuesto, de las mejores que yo he conocido. De cuatro a siete de la tarde e incluso más tarde aun, siempre se encuentra en los hoteles la mejor y más variada colección de exquisitas vituallas. Entráis en un espacioso salón que a veces comunica con otros varios, elegantemente amueblado y adornado con cornucopias y columnas. Las mesas son pequeñas, para una o dos personas y arrimadas a la pared; están lo suficientemente cerca la una de la otra para charlar con el vecino si así lo deseáis y lo bastante lejos si queréis evitar entrar en conversación. Elegantes camareros con delantales tan blancos como la nieve pululan a docenas. Tan pronto como uno de ellos se da cuenta de que estáis dispuesto a sentaros en una de las mesitas, os presenta una lista de los platos (carte), así como una lista de los vinos, haciendo constar el precio de cada uno de éstos; así que cuando una persona no entiende francés, permanece silenciosa y se limita a señalar con el dedo lo que desea le sirvan. El camarero desaparece velozmente y por regla general estáis servido en menos de dos minutos. Si el plato, sin embargo, requiere para su entera preparación algo más de tiempo, el camarero entonces os informa de que tendréis que esperar. Entretanto podéis tomar algún otro plato, si está listo, examinar la concurrencia o leer el periódico, de los que siempre hay varios de los más usuales por encima de las mesas. Ya puede el extranjero comer mucho o poco, elegir platos baratos o caros, tomar vinos de marca o corrientes, ello no importa para que el servicio se haga con igual presteza y sea tratado con idéntico agrado. Cuando ya ha terminado, pide la cuenta (carte payante), el camarero se dirige con la rapidez del rayo a la señora del «comptoir», llamada en París la «limonadière», y le informa que el caballero de la mesa número tal desea pagar. La limonadière es persona indispensable en todo café o restaurante; está sentada en una silla elevada, en una especie de púlpito, con lápiz y tinta y muchas hojas de papel. Tan pronto como entra un cliente, le adjudica una hoja de papel; todo lo que pide se lo comunica en seguida el camarero y es anotado instantáneamente. Fácil es suponer cuán a menudo tiene que ir de una cuenta a otra, debido al gran número de clientes. Cuando se pide la cuenta, no tiene que hacer más sino sumar lo anotado y así cada persona, al fin de la comida, recibe un detallado escrito que puede comparar, si así lo desea, con la nota que previamente le entregaron, para cerciorarse de este modo si los precios cargados son los verdaderos. La limonadière se halla generalmente rodeada de todo cuanto es preciso para un postre y a menudo está sentada detrás de una muralla de platos llenos de frutas, cremas y confites.

Me permito recomendar a todo viajero que cene por lo menos una vez, en Grignon, cerca del Palais Royal, no porque su tarifa sea superior a otras, sino porque hay dos muchachas encantadoras, que tienen a su cargo las funciones de limonadières en dos salones diferentes y se distinguen por tal modestia que no me atrevo a decir que conozcan el rostro de uno solo entre los cientos de clientes que entran diariamente en el establecimiento, pues mantienen los ojos bajos con tal obstinación que es imposible azorarlas al que quiera mirarlas fijamente, y al mismo tiempo ejecutan su cometido con diligencia y encantadora ingenuidad. Grignon es muy frecuentado por los alemanes; los alimentos son buenos y los vinos tolerables, los precios son un término medio entre los más elevados y a veces excesivos, y los pequeños y a veces sucios, de sus colegas en el ramo.

Para dar al lector una idea exacta de la lista que podéis encontrar en uno de los mejores «restaurants», mencionaré brevemente el contenido de una de estas listas, llamadas «carte». La cogí en Very, en el Palais Royal que, sin embargo, desde que se estableció Naudet, ya no es considerado como el primero. In primis, tenéis a vuestra elección nueve clases de sopa, que van seguidas de siete clases de empanadas. Los que no gustan de ellas tienen ostras a cincuenta céntimos la docena; y siempre hay unas mujeres en el vestíbulo que no hacen otra cosa que abrirlas. Los entremeses (pequeños platos fríos) son en número de veinticinco; entre ellos figuran los famosos pies de cerdo «à la Ste. Menehoulde», toda clase de pescados salados, ensaladas de verdura, morcillas, jamón y otros artículos por el estilo. Muchos tienen la costumbre de empezar con carne, que se sirve de catorce diferentes maneras; por ejemplo, comenzaré con bistec o con roastbeef. Después de haber sentado unos cimientos sólidos, la lista le ofrece treinta y un principios de aves salvajes y domésticas y veintiocho de vaca o ternera. La elección es difícil, particularmente para el extranjero, que no está acostumbrado a París y encuentra dificultades para traducir a su idioma los nombres técnicos franceses. Por ejemplo, ¿qué extranjero puede saber a primera vista lo que es «mayonnaise de poulet», «galatine de volaille», «cotelette à la minute» o «epigrama de cordero»? Ocurre a menudo, que seducido por algún nombre retumbante, se piden cosas que luego no responden a lo que se esperaba. Esto no ocurre, sin embargo, con el pescado, del que presentan veintiocho clases: carpas, anguila, bacalao, salmón, sollo, esturión, gobio, escombro, lenguados, percas, coquinas, truchas, gallos, etc., todos en un día. Debe saberse que el aficionado al pescado no lo pasa mal en París. Hay también abundancia de asados: quince clases diferentes, siendo lo más exquisito los gordos capones normandos, perdices y becadas. Al lado de los asados, los «entremets» o platos para acompañar, estimo que no deben ser omitidos; los hay numerosos, que tientan el apetito en sus diferentes formas. Hay también toda clase de verduras, sea o no su tiempo; espárragos y guisantes verdes siempre se piden; huevos y revueltos de diferentes clases, jaleas y cremas, macarrones y trufas en champaña, setas y buches, cerezas y albaricoques. Un amante de la buena mesa, por muy hambriento que se sienta no se levantará sin saciarse, pero ha de dejar algún espacio para las treinta y una clases de postres, con varias de las cuales llegará a rellenar el vacío de su estómago. Si no es aficionado a las cosas dulces (según acostumbran a ser los buenos gastrónomos) ni a las conservas, confites y frutas secas y frescas, no rehusará seguramente unas rebanadas de queso de Rochefort, de Brie, de Neufchatel o incluso de Cheshire. Puede remojar todos estos sólidos platos con veintidós clases de vinos tinto y diecisiete de blanco, estando en completa libertad de elegir una botella de vino corriente, pero que es bueno para la mesa, o una botella de «clos vougeot», siendo el precio del primero de una peseta y el del otro de ocho. Siete clases de vinos alicorados os esperan para ser degustados en pequeñas copas y después del café tenéis opción entre diecisiete clases de licores, estando en completa libertad de elegir el que creáis más apropiado para terminar cumplidamente una buena comida.

Aunque están alhajados suntuosamente y con abundancia estos «restaurants» no se crea por ello que son extraordinariamente caros. He cenado a menudo en Very y también en Naudet y tras escoger cuatro o cinco platos, porque es imposible comer más, y un buen vino además, todo ello no me ha representado más de dos a ocho francos. Si cenáis con un amigo podéis daros el placer de doblar el número de manjares, y no tomaréis sino una parte. El vino se sirve en botellas, pero si no bebéis más que la mitad, no por ello habéis de pagarla entera.

El que desee o esté obligado a vivir con economía, también encuentra acomodo. Hay multitud de «restaurants» que dan de comer por cuarenta o incluso treinta y seis «sous» (una peseta ochenta céntimos o dos pesetas); sopa, «ouilli», dos clases de carne, un plato para acompañar, pan a voluntad, algún postre y una botella de vino de mesa, muy aceptable. No tiene por ello que limitarse a tal o cual plato, sino que puede elegir entre quince o veinte diferentes. He cenado una o dos veces en esta forma, por ejemplo, en Parthenope, cerca del Palais Royal, y debo confesar que una persona exquisita y refinada no quedará contenta por completo, pero un hombre sobrio o de negocios hallará lo suficiente. No puedo comprender cómo es posible que por un precio tan bajo pueda darse tal cantidad de platos, familiares si se quiere, pero excelentes.

Para las personas de clase más pobre, daré algunas direcciones de comedores económicos, aunque no he estado en ellos. Letellier, calle de St. Honoré, da sopa, cuatro platos, un postre, pan y un vaso de vino por treinta y seis perrillas (una peseta y ochenta céntimos). Otra persona en el Palais Royal, número 643, ofrece lo mismo, a falta de un plato, por veinticinco (escasamente una peseta veinticinco céntimos). Tiene colocada una inscripción que dice: «Venga Vd. aquí y cenará por una libra y veinticinco céntimos, por barba».

No puedo terminar este capítulo sin mencionar un sitio, que la compañía de amigos franceses, el ingenio y la alegría no me dejarán olvidar. Se trata del «cabaret» (posada) que lleva por nombre «La Roca de Candale». No se deje engañar nadie por el apelativo del establecimiento; el propietario es demasiado listo para ponerle otro. Gente bien y de sociedad frecuenta esta casa que sirve las mejores ostras y pescados de todo París. Algunas veces da buenas comidas, en cuartos separados y pequeños, donde podéis estar solo con un selecto grupo de amigos. Esta ventaja puede tenerse también en otros muchos «restaurants». Con frecuencia fui allí en unión de mis amigos, el poeta cómico Bouilly, Duval, Arnault (autor de «Marius en Minturne»), Andrieux, Picard, Longchamps, el interesante Talma, y el jovial Michot, en unión de muchos otros, pasando las horas alegremente y sazonándolas con rasgos ingeniosos y picantes. Aquí fue donde me iniciaron en los secretos del chiste y donde ningún trueno político perturbaba el ambiente, excepto los de las botellas de champaña al destaparse. Sin embargo, no debo dejar de mencionar lo que nos dijo una persona: «que nuestra tertulia era quizá, en aquellos momentos, la única verdaderamente alegre de todo París».

II. Vestidos

Comenzaré este capítulo con una chistosa conversación que madame de Genlis ha oído o inventado. Se mantiene entre una mujer que se dedicaba antes a la fabricación de aros para ahuecar las faldas y un hombre que fue fabricante de corsés, y que accidentalmente se encuentran en un banco del jardín de las Tullerías. La primera se dirige al segundo como sigue:

M.—¿En qué parte de la ciudad vive usted, señor?

H.—En ésta, y usted también, según creo.

M.—¡Oh! En otros tiempos yo tenía muchos conocimientos por aquí y una tienda con un gran aro de oro.

H.—¿Cuál? ¿La tienda de la derecha donde se vendían adornos para señoras?

M.—La misma. La conservamos de padres a hijos durante cincuenta y seis años. Pero, desde la revolución...

H.—Ah, sí. Como dice la canción: «Adieu, paniers, vendanges sont faites» (juego de palabras intraducibies, pues paniers significa lo mismo la cesta que la pollera femenina). Soy de la misma opinión. Yo era modisto de señoras, hacía corsés y mi mujer sombreros «à la carcasse».

M.—(Suspirando): Si compara usted aquellos tiempos con éstos...

H.—¿Qué diferencia, eh?

M.—(Mirando a una joven que pasa): ¡Dios mío!, fíjese usted solamente en ésa.

H.—¿Cuál, la señora con el vestido de linón?

M.—Sí, y en marzo ¡con un vestido así sobre su camisa!

H.—Lo han llevado incluso en enero.

M.—¿No le parece a usted un mazo de bastones? Fijaos cuán apretado lleva el traje en el talle.

H.—Tan ajustado como un par de pantalones de montar.

M.—(Tapándose la cara con el abanico): ¡Oh!, ¡por Dios!

H.—Pues qué, si hasta los niños tienen este mal gusto. Ayer vi a mi hija que no tiene más de seis años, jugando con su hermana, coger la cola de su falda, unirla con el vestido y colocárselo encima de la cabeza. «¿Qué estás haciendo, querida?». «Je me drape» (me envuelvo como en un traje), fue su respuesta.

M.—Eso no es más que la ingenuidad infantil.

H.—Eso es. Nuestras muchachas y damiselas tienen excusa para todo. Se visten y pliegan sus trajes de acuerdo con los modelos griegos o las estatuas. Incluso pueden llevar nada más que muselinas, de las más finas, sin almidonar siquiera.

M.—¡Oh!, el almidonado ya no está de moda. Sin embargo, ¡era tan bonito ver aquellas gasas y tejidos tan bien almidonados, que parecían de papel! Yo tenía una tía que almidonaba para todas las señoras de la Corte y ahora, a pesar de su genio en el almidonado, no tiene un trozo de pan que llevarse a la boca.

H.—Es lógico; hoy día los trajes de las señoras han de parecer que están húmedos para ceñirse más y mejor. Creo que terminarán su tocado bañándose, en vez de hacerlo al principio. Se meterán completamente vestidas en el baño. Ya no hacen más que lavarse el cabello a la ligera en vez de peinárselo, y eso no parará ahí.

M.—Es verdad, el resto seguirá a la cabeza. Pero no tiene gran mérito meterse en el agua cuando lo que se lleva no es más que una túnica fina.

H.—¿Y cuáles serán las consecuencias? Menos trabajo para las lavanderas.

M.—Es terrible, verdaderamente terrible. Yo tengo dos hijas que son lavanderas.

H.—Y yo un hijo que es peluquero. Ya podrá usted comprender el trabajo que tiene con esta moda de llevar el pelo «a lo Tito». Pues también irá bien el fabricante de almidón, mi cuñado.

M.—Las tempestades no duran muchos días.

H.—¿Quiere decir usted que este estado de cosas no puede durar?

M.—¿Qué puede hacer el gobierno?

H.—Lo único que digo es que si los miriñaques no vuelven a Francia, adiós moralidad.

M.—Eso está claro como la luz que nos alumbra.

H.—¡Aquellos trajes antiguos! Estaban hechos para mujeres que sabían contener los impulsos de su carácter dentro de los límites que imponen las buenas formas. Una dama con aquellos grandes bolsillos que pesaban cinco o seis libras, sobre tacones de cuatro pulgadas de alto, un buen par de corsés como una cota de malla, un miriñaque de seis pies de circunferencia, un peinado de dos pies de altura, un cuello almidonado con alambres en el que su cabeza no podía hacer movimientos violentos a derecha e izquierda, un ramillete de flores más grande que su cabeza, pendientes de diamantes más anchos que sus manos, una mujer vestida así, no podría tener estos ademanes desenvueltos y desenfadados que hoy predominan.

M.—Es verdad, una dama semejante parecía realmente una ciudadela, y por este medio mantenía a los hombres a distancia.

H.—Claro, si con aquellos trajes pretendía violar las leyes del decoro primeramente corría el riesgo de romperse el cuello, en segundo lugar arrugar sus encajes almidonados y en tercero que se le cayeran todos los polvos de su cabeza llena de bucles; y en vez de todo esto, hoy...

M.—Hoy hacen lo que les agrada y nadie lo toma en cuenta. Pero ¿cómo es posible que los padres, madres y hermanos consientan que vayan tan ligeras de ropa?

H.—Nada tengo que reprocharme en esto; tan pronto como comenzaron a estilarse los corpiños en vez de los justillos encorsetados, predije la Revolución como cosa inmediata.

M.—Lo mismo hice yo cuando vi que empezaban a disminuir los miriñaques. Lo peor de todo es que no parece que el público sienta el cambio...

De esta manera continuaron conversando algún tiempo hasta que, al fin, resolvieron presentar una petición al gobierno, y si éste no les atendía declararían todo lo que estaba ocurriendo como falto de sentido y cosa absurda.

La conversación que he transcripto describe en forma amena la moda presente en el vestido, que, a decir verdad, es lo más tentador que Satanás pudiera haber inventado para atraer las miradas de los hombres. Ninguna muchacha residente en otras ciudades se hubiera atrevido a aparecer en público con los trajes que ahora se llaman decentes. Si esto sigue así, nuestros nietos, de aquí a un siglo, podrán vestir a sus hijas con un gasto mínimo. La idea de que nuestros descendientes irán cubiertos solamente con la hoja de parra, puede parecer hoy jocosa, pero creo que hay menos distancia entre estas camisolas transparentes y la hoja de parra, que entre las mismas y los miriñaques de hace unos años. Creo que con la ayuda de Dios, las cosas no seguirán así.

Algunos hipocondríacos malhumorados son de opinión de que en este caso debemos implorar al cielo que ocurra un cambio en la temperatura del globo terrestre y prevalezca un clima más templado que permita la desnudez total, pero yo creo que la gente arma demasiado jaleo acerca de la semi-desnudez actual que constituye la moda y que es perjudicial para la salud. Los hombres y las patatas deben estar endurecidos contra todo. En ese conflicto del bello sexo en contra de la inclemencia del tiempo, he visto llevar a cabo en París actos de verdadero valor. Estar sano es ahora moda también; ninguna dama se queja de una corriente de aire o de cosas parecidas; sus cabezas nunca se ven turbadas por vapores; las «belles» están frescas y sanas; comen y beben con buen apetito y no dejan de faltar a una tertulia con el pretexto de una jaqueca. Estas ventajas debemos apreciarlas, y ha de recordarse que hace veinte o treinta años no era posible asistir a una reunión placentera con la seguridad de divertirse, porque las señoras estaban quejándose siempre de tantos males como son posibles imaginar, por lo cual creo debemos felicitarnos por el cambio.

No se usa ya el «rouge»; la pintura blanca está mucho más en boga. Una dama parisiense pintada de blanco se la compara al retrato de Psyche, por Gerard, y tal forma de pintarse se llama, por tanto, «a la Psyche». Así, pues, las damas han dejado el «rouge» y lo han reservado para los hombres. ¡Sí, para los hombres! Cualquiera de estos «Titus» que afectan tanta sencillez, que no usan polvos en absoluto, ni los perfumes ni los trajes de seda, han guardado precisamente la parte más afeminada de las antiguas costumbres y su florido color, que forma un contraste vivo con su pelo negro, es artificial.

Para el tocado mañanero, inmediatamente después del baño, una dama parisiense necesita «savon des sultanes» (jabón de los sultanes), «ekmelek» (esencia de rosas), «huile antique», y sobre todo, loción de la señorita Matthieu, que, sin duda, convierte en jóvenes a las viejas y a las feas las transforma en hermosas. Para su vestido, pone a contribución las cinco partes del mundo; tela inglesa, chales egipcios, zapatos de Irlanda, sandalias romanas, muselinas indias, encaje de Malinas, bordados de Lyon, sedas de Turín, etc. La cabeza se adorna con peluquines «à la Titus», con «chignon», «à la Nina» o con un gorrito «au repentir d'Eulalie». Hace tiempo las mujeres tomaron prestados de los hombres los trajes de paño y las polainas, y en cambio éstos copiaron de aquéllas los sombreros blancos, moda que no ha durado mucho. Los rizos del cabello no son ya anónimos; se denominan «morales», «religiosos» o «sentimentales». Los últimos, sin embargo, ya no están tampoco muy de moda y los tupés en lo alto de la cabeza, llamados «temperaments» han originado la siguiente frase: «Nos femmes ont quittés les sentiments, elles n'ont plus que du temperament» («Nuestras mujeres han renunciado al sentimiento, no tienen ahora más que temperamento»). Otros llaman a estos tupés «coup de vent» o sea una ventolera, de lo que se infiere que ha de levantarse cuando sopla el viento lo mismo por detrás que por delante. Las señoras que llevan chales de casimir y velos de encaje son consideradas «d'un certain genre»; el resto pertenece a las «espèces». La «grande parure» es muy simple: nada de pintura, nada de polvos, el cabello en un estudiado desorden, una diadema de brillantes, una túnica bordada, nada de miriñaque, nada de velos, sino solamente flores. Del traje de Corte ya he hablado. En casa del segundo cónsul, entre otras señoras elegantemente vestidas, vi a madame Talleyrand con un traje de terciopelo negro, algo así como un traje de montar y en su cabeza llevaba una especie de sombrero de viaje, o por lo menos tal me pareció. Lo cierto es que se distinguía bastante del resto de la concurrencia.

Una «petite maitresse», necesita cada año 365 sombreros, otros tantos pares de zapatos, 600 vestidos y 12 túnicas. Sus muebles pueden ser griegos, romanos, etruscos, turcos, árabes, chinos, persas, egipcios, ingleses o góticos, pero nunca franceses. Estos muebles pueden costar unos 50.000 francos al año, excepto la cama, que viene a valer unos 20.000 francos. Treinta mil más deben gastarse en palcos en el teatro; en la inserción de párrafos en los periódicos y para obras de caridad, ¡sólo con cien francos basta!

Desde que las túnicas han dejado de estar de moda, uno de los primeros requisitos es poseer un brillante tren. La palabra carroza ha quedado anticuada. Por la mañana, la mujer de moda pasea en un carrocín, por la tarde en una diligencia, que por cierto son también muy bajas. Para dar un paseo por el campo se emplea un «tape-cul» o tilbury de dos asientos, se va al teatro en berlina; a las diversiones públicas, en una carta o «chariot», y se lleva a los acreedores en una «demi fortune», a los maridos en una «dormeuse» y a los amantes en una «diligence». Las damas que son tan desgraciadas que no pueden tener vehículo, pasean por la mañana en traje de amazona, con una especie de gorro de húsar y botas altas con bordados. Hace algún tiempo era también moda llevar un libro en las manos, cual si tuviera la intención de detenerse a leer debajo del primer árbol. Las pieles vuelven a estar muy pedidas, e incluso los manguitos, que forman un extraño contraste con el resto del traje, confeccionado con telas ligeras.

Los «ridicules» no se ven con tanta frecuencia, y con cargo a éstos se cuenta la siguiente anécdota. Una madre preguntó una vez a su hija: «¿Cómo aguantas que te siga a todas partes ese mozalbete desgarbado y largo, que tiene aspecto de campanario?». «¡Mamá!—contestó la hija—, ¡es que tengo necesidad de sonarme! (La moda era que él llevase el pañuelo de ella).

A pesar de estas furias por las modas, aun existe un barrio en París cuyos habitantes se hallan poco al corriente de las mismas: es el Marais. Dicho barrio está habitado por personas cuya fortuna no es muy saneada; su vestido se caracteriza por la sencillez y la decencia, y allí habitan mujeres modestas y virtuosas que no se casarán con nadie. Estas familias, sin embargo, y especialmente los jóvenes, cuando cambian favorablemente las circunstancias, abandonan pronto el barrio que eligieron por su baratura, y entonces encuentran el tono demasiado serio y formal.

El arte del sastre consiste hoy en coser a la vez cinco o seis sayos, que bautiza con el nombre de chupas, chalecos o «breeches». Recuerdo aún los tiempos en que era necesaria la ayuda de dos personas para ponerse unos pantalones de montar; ahora son tan anchos que se pueden quitar sin necesidad de nadie. Los pantalones se llevan poco actualmente, y los abrigos con varias capas se dejan para los lacayos. Los sombreros con plumas blancas no se los ponen más que los criados de librea; los de sus dueños han de ser negras. Una novedad, medio «negligée», y que no debe dejar de usar el esclavo de la moda, para aparecer en el escenario mundano, es un sombrero redondo, de alas anchas, llamado sombrero holandés, y calzones de terciopelo de color de las hojas secas (una tela que antes solamente usaban los caldereros o los habitantes de las montañas), botas «à la Suwarow», con vueltas amarillas, una casaca que no se puede abotonar sin gran dificultad, para mostrar de este modo el talle, y un gran número de chalecos, cuantos más, mejor. Por eso uno parece un payaso, otro un cochero, el de más allá un jockey, y aquél se nos antoja un postillón; y claro es que estos caballeros encuentran su espejo en cada uno de sus semejantes.

Los «elegants» están ahora divididos en dos clases: una, la que acabo de describir; otra, cuyos componentes llevan casaca negra, chaleco y calzones, medias de seda blancas, zapatos con hebilla, bolsa y espada. Los primeros dan el tono en los desayunos de tenedor de la mañana, en las comidas sin ceremonia, en el Bois de Boulogne, en las calles y en los «boudoirs»; los segundos en las grandes comidas, en los bailes, tea-parties, reuniones o «salles de compagina», etc.

Los caballeros también componen las piezas de su traje con todas las regiones del mundo: tela blanca de Holanda, sombreros de Prusia, botas de Rusia, chalecos de Inglaterra, etc. En sus grandes casacas llevan bolsillitos llamados «ridicules», porque desde que no se estilan las bolsas se usan para guardar el pañuelo de bolsillo de las señoras y los gemelos de teatro. Las coletas no se llevan pegadas al rapado cabello, sino sujetas al cuello de la casaca, así que cuando los jóvenes se detienen, aparece un vacío entre el pelo y la coleta. Una de las principales ocupaciones de ambos sexos consiste en arreglarse y alisarse constantemente los rizos del cabello, como los gatos y las ardillas, que siempre se están pasando las patas por encima de la cabeza. A pesar de que el modo de llevar el peinado es tan sencillo, no por esto han dejado los peluqueros de tener un importante papel en la sociedad. Todos ellos son ahora artistas estilizados. En sus tiendas se exhiben gran número de bustos de cera, griegos y romanos; los hombres, generalmente, tienen el perfil de Bonaparte. Uno de estos artistas, para dar por terminada una cabeza, ruega al poseedor de la misma que mire al cielo, al suelo, que marche hacia adelante, mire a los lados, le hace andar, bailar, mover la nariz, etc. «Monsieur—dice, al fin—, c'est assez» (ya está bien). «Ya sé lo que Vd. precisa. Una mezcla de Titus, Caracalla y Alcibíades. Mire este busto; este pequeño rizo a lo Tito es extremadamente «mono», pero el toque del momento es rebajarle un poco su seriedad con estos tufos de Caracalla. Para hacerlo aún más atractivo, le añadiremos este rizo coquetón a lo Alcibíades. ¡Señor, qué diferencia de cuando entrasteis en esta casa! Algún bárbaro os había mutilado el pelo: vuestra tez es «pouce» pálido, una feliz coincidencia. Es el verdadero color antiguo. Vuestros ojos son negros «à faire plaisir» y el pelo negro, también «à faire horreur».

Creo que ya basta. Concluiré con una regla general si está todavía en uso (¡sólo Dios lo sabe!); quien quiera pasar por elegante en París debe peinarse en Armand, hacerse la casaca en Catel, los calzones en Henri y los zapatos en Astley. Pero si no quiere aparecer en tal forma ante tal pueblo, entonces puede usar sus trajes ordinarios o los que lleve consigo, en la seguridad de que nadie reparará en él. Lo mejor es llevar uniforme. Casi todo el mundo lleva uniforme, incluso uniformes civiles, que son muy diferentes, bordados por lo general en oro y plata. El uniforme del Instituto Nacional se distingue por su gusto y sencillez; es gris, y está bordado con hojas de laurel en verde.

III. Anuncios con Fines Matrimoniales

Rara es la semana en París que no se hacen por caballeros e incluso algunas veces por señoras, intentos, por medio de los periódicos, para encontrar un compañero en la vida. Si alcanzan éxito, nadie lo sabe, pero que deben obtenerlo se infiere del hecho de su frecuente aparición por la misma vía. La finalidad no es siempre lo que realmente se llama matrimonio y los anuncios están redactados en términos equívocos. Mostraré algunos ejemplos, que no dejarán de interesar al observador de costumbres.

«Soltero de cuarenta, versado en literatura, compañero agradable, de maneras delicadas, de buena familia, y en circunstancias bastante tolerables, desea entablar relación con señora soltera o viuda, sin niños, de veintiséis a treinta y cuatro años, bien educada, inteligente, sin hacienda, para unirse (à s'unir) y vivir felices juntos».

¿Significa este unirse, casarse? De todas maneras debe advertirse cuánta importancia da el francés a ser de buena familia.

«Caballero de treinta y ocho, que no depende de nadie, etcétera, desea encontrar señora que tenga algunos bienes y desee gozar de su compañía». También aquí se evita hablar de matrimonio.

«Viudo bien conservado, de sesenta años de edad, sin niños, poseyendo una renta anual de 1.400 francos, y que durante diez años ha vivido cerca de las Tullerías, busca señorita de edad apropiada, de temperamento agradable y con algunos bienes, a la que pueda hacer proposiciones que sean aceptables; estaría dispuesto a recibir proposiciones de ella. Su solo objeto es la mutua felicidad». Este viejo Corydon, también no menciona para nada el matrimonio, y también, como el precedente, pone como condición que la señorita no sea pobre. Es curioso hacer notar que, como cosa tentadora, menciona que vive cerca de las Tullerías, lo que es muy atrayente para una mujer francesa.

«Viudo joven, interesante en todos los aspectos, tanto en lo que atañe al carácter como al aspecto personal y educación, habiendo perdido su fortuna, desea buscar compañía con una sola persona». Esta circunstancia, con una sola persona, parece dejar entender que es para disfrutar de su figura, lo que dirigido al sexo femenino es superfluo e incluso perjudicial.

«Señorita independiente, de treinta años de edad, de buena familia, con 16.000 francos de renta y considerables propiedades en efectos, desea unión legítima (à s'unir legitimement) con caballero entre treinta y cuarenta y cinco años, que tenga empleo en alguna oficina o posea algunos bienes». Al fin hemos encontrado alguien que desee unirse legítimamente. Pero la palabra legítimamente, colocada a continuación de unirse, demuestra que los otros que hablaban de unión y unirse sin el adjetivo, no era con vistas al matrimonio. Vemos también, por este ejemplo, a qué extremo tiene que acudir una señora de treinta—que siempre serán cuarenta—a pesar de los 16.000 francos.

«Caballero de sesenta y tres años de edad, de buena salud, y viudo, sin hijos, desea trabar conocimiento con señorita que posea las cualidades generalmente deseadas, con el fin de ofrecerle su mano si después del mutuo conocimiento sus respectivas cualidades morales les inspiran el deseo de vivir felizmente juntos o, si lo prefiere, unir meramente sus intereses, sin más fin que el de la amistad, en la que puede confiar por parte de él».

Incluso me contaron que un abogado del anterior parlamento, puso anuncio de esta índole para procurar mujer a su sobrino, pero las condiciones eran mucho más raras. No había de tener más de dieciocho años, ser persona gentil, de disposición amable, y con una fortuna disponible entre 25 y 30.000 francos.

Cualquier persona que acudiera a este anuncio debería acceder a una reunión previa, en la que las dos partes se verían y tratarían respectivamente.

De todos estos ejemplos, cuyo número podría aumentar considerablemente, puede deducirse que lo que los parisienses exigen como más elemental para una unión o matrimonio, no lo encuentran en el círculo de sus amistades, por lo que tienen que recurrir a buscar fuera del referido círculo. No les gusta establecer conexiones con sus amistades, mientras que estos imaginados retratos les hacen aparecer ante los extraños con mil encantos y excelentes cualidades, cosas que desaparecen al establecer una relación más íntima. Es probable que únicamente sean los solterones o personas ya entradas en años los que recurran a tales expedientes.

Me gustaría informar al lector del resultado práctico de estos anuncios, pero tanto las señoras como los caballeros no permitirían que tales cosas se hicieran públicas en los periódicos.

IV. Las Alegres Chicas de París y Otras Parecidas

La hermandad de la fragilidad es no sólo tan numerosa en la actualidad como lo fuera antes de la Revolución, sino que su número parece haber aumentado considerablemente. Ahora, por supuesto, sólo se les permiten sus actividades en la obscuridad de la noche y las alegres arrendatarias del Palais Royal tienen permiso para pasearse bajo los arcos del palacio, únicamente después de anochecido. Se las ve salir como los gusanos de sus agujeros y exponer sus desnudos encantos en cualquier época del año. Es inconcebible cómo esas pobres criaturas pueden conservar su salud siquiera una semana. No llevan encima más que un finísimo vestido, blanco como la nieve y ajustado hasta la exageración. Probablemente, debajo de él no llevan nada de ropa, pues se notaría con los pliegues, y estas muchachas, que forman apretadas filas que pasean bajo las iluminadas arcadas o «piazzas», lo que tratan es de que no se pierda ningún detalle de su estructura. Añadamos a esto que el busto va descubierto hasta medio cuerpo y las piernas hasta la pantorrilla, y no logra uno comprender cómo en diciembre pueden estar así seis horas. Bajo los arcos tienen, por lo menos, alguna protección contra las inclemencias del tiempo, ya que pueden estar o pasear a cubierto, pero ellas parecen menospreciar todo esto y desafían las conveniencias en las calles abiertas, si creen que pueden exhibir sus encantos con mayor beneficio.

Esta especie de exhibición es particularmente abundante en las esquinas de la Rue Vivienne, y de la Rue Neuve des Petits Champs, porque nunca abandoné el Palais Royal sin encontrar sus grupos en estos puntos, y una vez que me tomé la molestia, conté hasta catorce en el mismo sitio. Una llovizna espesa caía en aquel momento y la calle estaba llena de barro, pero las muchachas no parecían concederle la más mínima importancia. Creo, sin embargo, no eran tan importunas como hace catorce años. Tan sólo cuando está obscuro se atreven a hablar al viandante; cerca de los faroles se limitan a dejarse ver, como si fuera una exhibición. De las catorce que menciono más arriba, solamente una se aventuró a apoyarse en mi brazo rogándome que le dejara meterlo entre mis pieles porque hacía mucho frío. Desde luego que esto estaba dispuesto a creerlo, sin necesidad de que me lo jurara, pero soltó en seguida cuando secamente le dije: «No, señorita». La única libertad que se toman en tales ocasiones, es hacer en un tono algo tierno el siguiente reproche: «Vous êtes cruel».

Hace trece años, cuatro o cinco de ellas rodeaban al transeúnte y aunque se resistiera, le hacían detenerse de grado o por fuerza durante algunos minutos. En estos casos era legítimo repelerlas con rudeza. Ahora el caso es diferente. No aconsejo a nadie que trate a esta clase de mujeres con grosería. Inmediatamente llaman al guardia, que parece estar allí para protegerlas en lo posible. Me ocurrió una vez presenciar un hecho de esta índole, en el que un joven, que protestaba solamente de su inocencia, fue detenido y llevado por la policía, a consecuencia de una coalición de dichas muchachas, que eran demasiadas para él.

Entre muchos cientos de mujeres de esta clase, escasamente he visto media docena que fueran bellas. Antes de la revolución se contemplaban caras bonitas que tenían semblante pudoroso, pero ahora llevan impreso el sello de la impudicia y de la vulgaridad. Actualmente, muchas negras echan a perder el comercio de estas jóvenes parisinas, y sus pieles obscuras resaltan de sus vestidos blancos como las moscas en una taza de leche; pero, si no me equivoco, todavía queda en ellas un algo de pudor. Su actitud, en la pública exhibición, expresa un sentimiento de vergüenza, mientras que sus hermanas blancas pasan riendo y charlando. Quizá esta actitud proceda de que son raros los admiradores de sus exóticos encantos.

Lo que más me chocó fue la apariencia infantil de muchas de estas infortunadas; la mayor no pasaría de los dieciocho años, y la más joven..., ¡oh, Dios mío!... Yendo una vez por el jardín del Palais Royal, me encontré con una niña de doce años que se hallaba paseando en la obscuridad del crepúsculo, con los ojos fijos en el suelo y, ni por un momento se me había ocurrido la idea de asimilarla a esta especie de mujeres, cuando una mujer mayor, corpulenta, que estaba a diez pasos de ella, me paró, y señalándola me dijo: «Voilà, monsieur, ma debutante». A duras penas pude contenerme de no escupirla a la cara.

La mejor clase de esta alegre hermandad se encuentra ahora, como antes, en el Teatro Montansier, donde ocupan palcos a un precio bastante alto. Cada una se sienta en uno, pero nunca varias en el mismo, y según sea la propina que paga a la mujer que le presenta un compañero de palco, así ésta le da a conocer clientes. En los entreactos, las que no están ya comprometidas, pasean por un gran vestíbulo llamado «foyer», donde hacen gala de sus encantos y encuentran admiradores. Mientras me hallaba en París, ocurrió una noche, una batalla entre dos mujeres de esta clase, celosas, que terminaron despedazándose mutuamente los trajes, lo que por otra parte no era muy difícil de hacer, dada su ligereza. Este hecho, que constituyó el tema del día en París, dio motivo para que la policía prohibiera esta exhibición pública, pero la medida sólo se mantuvo algunos días.

Las chicas alegres residen, principalmente, en el Palais Royal, en los entresuelos o en el primer piso, en cuyas ventanas pasan los días enteros cantando, sin que nadie las estorbe. Sus canciones son como el canto de las sirenas. El palacio tiene muchos compartimientos. Me hizo gracia esto, y pensé que un hombre libertino y desenfrenado puede recorrer toda su romántica carrera sin gran pérdida de tiempo y sin salir del edificio. En la parte superior, en el tercer piso, hay un prestamista donde el pródigo puede llenar su bolsa a cambio de objetos de valor. Si baja un par de tramos, encuentra salas de juego donde es aligerado de su dinero con toda facilidad. Sólo tiene que bajar unos pocos escalones más para comprometer su salud con un ser deshonesto. Cuando la deja, únesele un nuevo compañero: la desesperación, para la que encuentra, al llegar al nivel de la calle, unas tiendas donde se venden dagas y pistolas. Gasta allí su último céntimo y, sin más ceremonias, se puede saltar la tapa de los sesos. Es preciso confesar que parece imposible poner más al alcance de cualquiera la vida y la muerte, tal y como lo entienden los libertinos.

Como reverso de esta medalla, hay en París gran número de médicos y cirujanos que luchan para contrarrestar los estragos de la lujuria, y con ejemplar y humana caridad, ofrecen sus servicios a la gente de la calle. No podéis pasear a pie por el Palais Royal sin que os den papeles impresos por todos lados. Las mujeres contratadas para tal efecto, tienen tal destreza en su cometido que una persona no puede llevar suelta la mano sin que sienta que le ponen un papel en ella, y sin darse cuenta de dónde le viene. Tan maravillosa es la celeridad de estas mujeres que antes que una persona pueda enterarse de que le han puesto un papel en la mano, otras tres ya lo han recibido. «Restaurants», zapateros, sastres, en fin, todos los que desean clientela, emplean esta forma de anunciarse. Pero podéis estar seguros de que nueve de cada diez de dichos prospectos se refieren al tema mencionado un poco más arriba.

Uno de ellos, que tiene una consulta abierta (cabinet des consultations) nos habla de su experiencia, de su carácter moral, se declara incapaz de imposturas o de hacer al público víctima de su credulidad. Promete curar los males sólo con plantas, sin tener que privarse de la bebida y más rápido que nadie. Su nombre es Chauberge. Otro, Neuvílle, ofrece gratis sus servicios; cura las infecciones en doce días, pero si la enfermedad es más antigua o es ya crónica, en veinte o veinticinco. Sus medicinas son baratas, fáciles de tomar y el paciente puede hacer su vida ordinaria y viajar, ya sea por tierra o por mar. Al igual que el otro, no es necesaria la dieta de bebidas, a la que los parisienses parecen tener decidida aversión. Un tercero, Lambon, pretende prevenir al público contra estos charlatanes: él no emplea revulsivos que solamente amortiguan el mal y que son de funestas consecuencias. Él sigue únicamente los métodos de los más eminentes médicos. Un cuarto, Guillemain, promete tratar a los pacientes «secundum artem» sin explicar cómo. Un quinto, Martinon, no requiere el pago hasta que el paciente no esté curado, y el pobre que le lleva un certificado de pobreza expedido por el ayuntamiento, será tratado gratis. Promete, además, curar a personas de ambos sexos, sin necesidad de verlas, con tal de que éstas le proporcionen un relato especificado y detallado de sus males. Un sexto, Giguin, se alaba de haber escrito un libro sobre el tema. El séptimo, Claude, recomienda sus «pastilles fondantes» o tabletas que se disuelven en la boca, como muy purificadoras. El octavo, Ducluzau, ha practicado su arte durante veinte años y llevado a cabo curas innumerables.

Podría citar muchos más ejemplos para edificación del lector y convencerle de que si logra escapar de las garras del placer ilícito con su salud medio arruinada, arriesga perder la otra mitad a manos de cualquier pseudoesculapio que le acecha en la esquina de cada calle.

Para evitar ambos males, yo daría un consejo a todos los padres que envían a sus hijos a París y a los tutores que les acompañan en este viaje. Haced que cada joven, el día siguiente de su llegada, haga una visita al salón fisicopatológico del Dr. Bertrand, que está establecido en el Palais Royal, número 23, al lado del Café de Foi. Aquí están expuestas en imágenes de cera todas las funestas consecuencias del libertinaje con un realismo que excita a veces el horror El joven que al abandonar este teatro de las más horrendas miserias humanas, pasa bajo los arcos del Palais Royal y no puede resistir las llamadas de sus bajos instintos, es que ha sufrido una cura antes de llegar a París. Cada parte del cuerpo humano enfermo de males luéticos y cada gradación de la infernal dolencia se hallan representadas con la mayor fidelidad. Al fin de esta galería endemoniada se ve a un joven en su lecho de muerte, en cuyos ojos lánguidos y facciones contorsionadas se lee el dolor, la vergüenza, el arrepentimiento y la desesperación en forma magistral.

Es una modesta opinión mía que el gobierno francés debía conceder al Dr. Bertrand un lugar en la Legión de Honor. Si sus impresiones sobre la juventud serán o no serán duraderas, eso ya es otra cosa, porque el vicio llena el momento presente y la virtud solamente el futuro. El primero tiene más fuerza de momento porque ofrece goces, y la última nos da la esperanza y la tranquilidad de conciencia. Pero, de todas maneras, estoy convencido de que la vista de este gabinete ha hecho que muchos jóvenes retrocedan al borde del abismo. La situación está, por otra parte, inmejorablemente elegida, ya que en su misma puerta y por todos lados abundan las mercenarias del placer.

Además de los temas mencionados, se encuentran en este museo algunas representaciones de diversos momentos y enfermedades del cuerpo humano: niños desde el instante de su concepción hasta el nacimiento, hermafroditas, partos, la operación cesárea, pólipos, labios hendidos, viruelas, la peste, cáncer, varias enfermedades de la mujer; se lee, escrita, la advertencia de que generalmente se cree que la mujer embarazada está sujeta a muchos peligros, pero la verdad es que las solteras y viudas también han de luchar con males mucho peores sin que se sospeche nada; la estructura interna del cuerpo humano; la cabeza, en corte vertical y horizontal, etc. En resumen, que es imposible ver un mayor número de temas instructivos por la modesta suma de un franco cincuenta céntimos. Lo único que debo señalar es que las personas cuyos nervios sean delicados, no sé si serán capaces de soportar la visita.

Lo que tengo que añadir parecerá increíble, y me he resistido a creerlo hasta haberme convencido por mí mismo. Algunos médicos alemanes que fijaron su residencia en París, trayendo con ellos sus reparos naturales, evitaban hablar al principio de tales males delante de los jóvenes, padres, madres o hermanas. Con gran sorpresa por parte suya, hallaron que sus pacientes hablaban con la mayor libertad, incluso en presencia de sus hermanas, que frecuentemente se mezclaban en la conversación para recordar algún detalle que se había olvidado. Se dice que las mujeres tienen una gran penetración para descubrir que un joven está aquejado de esta clase de males y frecuentemente bromean con él acerca de ello, diciendo: «Il s'est brulé». (Se ha quemado).

¡Oh, sagrado rubor! Puede ser que tengas capillas en algunos lugares de París, pero templos, desde luego, no posees ninguno.

EL VALLE DE MONTMORENCY Y LA ABADÍA DE ST. DENIS

«¿Le gustaría ver dónde vivió Rousseau?—me preguntó un día madame Recamier—. «Sobre eso no hay duda.» «Entonces, venid a buscarme mañana a primera hora y os llevaré allí.» Para una dama parisiense la una de la tarde es una hora temprana para levantarse, pero aquel día las Gracias visitaron pronto a madame Recamier, y a las once estaba ya en su carruaje. En las barreras cambiamos el coche de ciudad por uno de viaje, el cerrado por el abierto, y los dos caballos de lujo por un tiro rápido. Aunque estábamos ya a fines de noviembre, todavía el sol difundía rayos cálidos y el fresco aire matinal coloreaba las mejillas de mi acompañante con un tono rosado, obligándola a ponerse el chal un poco más cerrado de lo que habitualmente ciñe sus ligeros vestidos. Marchamos rápidamente y pronto llegamos a una pequeña ciudad: St. Denis. «¿Ha visto usted las ruinas de la abadía?» «No, por cierto.» «Entonces nos detendremos un momento. He pasado por aquí frecuentemente, pero nunca he satisfecho mi curiosidad.»

Nos encaminamos hacia la abadía. Estos muros, con una vejez de mil años, no están protegidos por ningún techo, y parecen decir a los cielos: «No necesitamos cobertura para desafiar tus tempestades». Las divisiones interiores de mampostería parecen haber sido levantadas ayer mismo para una fiesta de hoy. Estas columnas que durante doce siglos han sostenido estos enormes arcos con tanta facilidad como el monte Etna sostiene las nubes, dejan ver entre ellas las imágenes de los santos, profanadas por los vándalos; finalmente en este solitario pudridero, donde no se oye nada más que los cantos de sus alados habitantes, se ven cestas de trigo apiladas. En el lugar en que los gusanos hicieron presa en tantos reyes, se almacena hoy alimento para los hombres.

Encontramos aquí un viejo suizo, que había servido cuarenta años en la abadía, y que alcanzó a verla en los últimos tiempos de su existencia esplendorosa. Pasea por estos recintos como si fuera el espectro de algún antepasado que rondase por aquel castillo, que en otra época desafiara los estragos del tiempo. Sus ojos recorrían las desnudas paredes, y de vez en cuando hacía con la cabeza una inclinación como si se acordara de algún viejo amigo cuya imagen apareciera en su mente. Los monumentos que otrora estuvieron aquí habían dejado tal impresión en su alma que involuntariamente hacía estas señales. El hombre era un registro completo de todo lo que se contuvo en estos espaciosos claustros. Se paraba a cada paso diciendo: «Aquí estaba el mausoleo de una reina». En cada agujero en que nos avisaba para que no cayéramos, nombraba algún rey o héroe que había sido depositado en él. Le seguimos, bajando por una larga escalera hasta llegar a un subterráneo, a ambos lados del cual aun se hallaban los bloques de piedra que antes contuvieron los féretros. Estaba tan estrecho aquel lugar que mi bella acompañante hubo de agarrar mi brazo y acercarse lo más posible para evitar caer en aquellos espacios reservados a los héroes ausentes.

En estas cuevas, donde sólo llegan algunos débiles rayos de la luz solar, el viejo, con una voz que parecía proceder de otro mundo, exclamaba: «Aquí yace Luis XIV y allí Turena; aquí Luis XIII y allí Bertrand Du Guesclin», y tras haber recorrido la total longitud de estas estrechas galerías en donde la ambición y majestad de treinta reyes han encontrado espacio suficiente, se detuvo, elevó sus manos y, haciendo una profunda inclinación de cabeza, dijo con voz entrecortada: «Esta piedra contiene el féretro de Enrique IV».

Su respetuoso silencio, secundado por nosotros, rindió honores al lugar y dejó libres algunos minutos para poder gozar una melancólica sensación que cada uno de nosotros trataba de disimular. El viejo interrumpió este silencio, pues tenía su corazón oprimido y experimentaba la necesidad de desahogarlo y vaciarlo en nosotros: estaba presente cuando se abrió el sarcófago de Enrique IV. El cuerpo estaba en estado de conservación perfecta, con su fisonomía particular. A su vista, los rufianes más decididos que rodeaban sus restos e incluso el mismo Robespierre en persona, se sintieron sobrecogidos por un respeto sobrenatural; algunos de ellos se aproximaron despacio y cortaron unos rizos de su barba, que llevaron en anillos tiempo después, como preciadas reliquias.

—¿Pero qué hicieron con todos los cuerpos?

—Robespierre ordenó que fueran quemados todos, excepto el de Turena.

—¿Y fueron quemados?

Aquí el simpático anciano hizo una pausa, pero descubriendo que yo era extranjero y contemplando a mi bella compañera tan profundamente afectada, ello le inspiró confianza y confesó que no había quemado los huesos sino que los había enterrado en la obscuridad de la noche, a cien metros de la abadía. Le pedimos que nos acompañara al lugar que nos decía y así lo hizo.

Dejando la larga y obscura galería, entramos en una capilla subterránea más iluminada, donde aun podían verse varias estatuas de santos, de tamaño natural. El suizo nos hizo ver una Virgen María, que por una extraña coincidencia, tenía un enorme parecido con la desgraciada reina María Antonieta, parecido que toda persona que lo veía admitía que ni en un retrato podía hallarse una semejanza más exacta.

Del devastado templo de la muerte volvimos al desolado vestíbulo donde el Tiempo afila ahora su guadaña. El anciano mantiene la esperanza de volver a ver la abadía restaurada en su antiguo esplendor y funda su esperanza en algunas palabras que Bonaparte dejó caer una vez. Pero la reconstrucción costaría sumas enormes, y es poco probable que se acometa esta obra, al menos en el presente. Para el anciano conviene alimentar esta esperanza; es la última gota de aceite en la lámpara de su vida y quien se la quitara hoy, la encontraría apagada mañana.

Tras abandonar la abadía, nos condujo, según nos había prometido, a una pradera a cien metros, lugar que nada ofrecía de particular. Allí, en un espacio que podía abarcar con las manos, extendidos, yacían los huesos de más de cuarenta reyes, reinas, príncipes y héroes. Lo que había agitado, conmovido y atormentado al mundo durante varias edades, ahora ocupaba un espacio menor del que un niño requiere para jugar con sus muñecos.

Dejémosles reposar con su arrogancia y ambición en aquel lugar escondido. Así como las Furias abandonaron a Orestes a la entrada del bosque de Diana, así también sus pasiones no se atrevieron a seguirles, e incluso cuando dejen esta pradera solitaria aquellos que pudieran haberles atacado, no les molestarán más.

Pregunté al suizo si los huesos estaban mezclados.

—Sí—me respondió—; los enterré todo lo de prisa que pude y los puse todos juntos. El único que reconocería sería el de Enrique IV, que enterré el primero, de modo que está en el fondo.

Supongo que este hecho será conocido por varias personas en París, pero como pueden pasar muchos años antes de que un francés honrado dé a los huesos del buen Enrique el lugar que merecen y le saque del olvido anónimo, quiero por ello consignar este dato en mis páginas y aunque muera el viejo suizo, y también todos los que conocen el lugar, en tanto que yo viva no estará perdido, porque jamás lo olvidaré.

El anciano nos acompañó hasta el coche y en su aspecto demostraba el júbilo que había sentido al poder sincerarse con alguien sin restricciones. Montamos y partimos, pero permanecimos mudos durante algún tiempo, dándole vueltas en nuestra mente a cuanto habíamos visto y oído. Fue una preparación digna para la visita a la ermita de Rousseau, la cual descubrimos tras haber recorrido bastante el valle de Montmorency, asentada en una colina y rodeada de matorrales. Según me iba aproximando, mi imaginación me hacía ver al filósofo entregado a su afición botánica bajo los árboles, contemplando con buen semblante una danza campesina. La casa que en la actualidad está habitada durante el verano por el amable Getry, es muy pequeña, extremadamente sencilla, y durante el invierno se halla confiada a la custodia de una anciana y su hija. Solamente encontramos a esta última en la casa; con una simpática penetración de nuestros deseos nos introdujo en las habitaciones de Rousseau, empapeladas aun conforme las tenía en vida. Me senté en la misma mesa en que escribía lo que la naturaleza le dictaba; abrí el cajón y encontré el tintero que usaba y el candelabro estaba en el mismo sitio. Nada diré de mis sentimientos. Si el pasado hace revivir tiempos pasados en la mente, también muchas veces priva del uso de un lenguaje apropiado. Para el presente, el cielo nos ha concedido sonidos; para el pasado, solamente lamentaciones. Una paloma revoloteaba en la habitación, tan blanca y tan bella como pueda imaginarse; abrimos la ventana para ella, pero no salió. Casi estuvimos inducidos a creer en la transmigración de las almas.

Fuimos después al pequeño jardincito que cuidaba Rosseau por sí mismo. En un nicho dentro de la pared estaba colocado su busto tras un cristal, y debajo, un verso escrito, que he olvidado desgraciadamente. Aquellos extranjeros que visiten este lugar tras de mí y hallen mi nombre garrapateado bajo el busto de Rousseau, podrán creer y tacharme de vanidoso y ridículo, pero debo declarar en honor a la verdad que ello no ha de serme cargado en cuenta, pues fue realizado por la bella mano de mi hermosa acompañante.

Pecando un poco de tontos, entramos en la cocina y nos sentamos ante el fuego y escuchamos las quejas de la jovencita, contándonos que su hermano había sido llamado a filas hacía unos días y lo enviaron a un depósito lejano para unirse al ejército. Su madre, ya de edad, tenía solamente dos hijos. El mayor fue alistado hacía ya tiempo y destinado a un lugar distante, cerca de la frontera española, y no había vuelto a saber de él. Como el más joven cultivaba los campos y ayudaba a su madre, tenían la creencia de que no sería llamado, pero fue en vano, pues le obligaron también a partir. Desde el límite de la provincia inmediata les escribió un melancólico adiós y «ahora—añadió la hermana, limpiándose las lágrimas—ya no volveremos a saber de él».

Se me ha ocurrido con frecuencia una pregunta: Si Rousseau hubiera vivido en tiempos de la Revolución y estuviera aun vivo, ¿qué diría? La soledad de su retiro en el valle de Montmorency no sería suficiente para evitarle las más melancólicas impresiones.

Nos retiramos en seguida, como generalmente hace la gente en presencia de una aflicción que no está en nuestras manos remediar, y volvimos a París. El resto de la jornada tuvo como nota dominante una serenidad melancólica.

EL GABINETE DE ANTIGÜEDADES

El tiempo, cuyos brazos están extendidos para abarcar todo y que empuja el presente hacia el océano del olvido, de vez en cuando deja escapar algunos átomos que quedan atrás y que, conservados cuidadosamente por el hombre, vienen a ser como un momento de lo que está sepultado en las olas del océano del pasado. Lo mejor y más bello de cuanto queda de las edades pretéritas está depositado en el magnífico gabinete de antigüedades que está unido a la Biblioteca Nacional. Desgraciadamente no se ha publicado el catálogo de sus numerosas existencias, pero su ingenioso y complaciente director, el célebre Millin compensa ampliamente a los extranjeros de esta deficiencia, y sus atenciones y asiduidades no dejan transparentar que con ello ofrenda el sacrificio de su valioso tiempo.

Los entendidos de antigüedades tenían antes una fama de pedantes; nada sabían, verdad es, más que lo referente a su especialización estudiosa y pasaban por ser malos compañeros. Los poetas, por el contrario, hablaban de todos los temas, reían por cualquier futesa y eran el alma de una alegre sociedad. Hoy día han cambiado mucho las cosas. Tres de los más ilustres anticuarios que he conocido: Millin, Boettiger y Koehler, son, al mismo tiempo, refinados hombres de mundo y no solamente no se rehuye su compañía, sino que su presencia renueva las tertulias, así como los comerciantes de vino emplean vinos añejos para mejorar la calidad de sus caldos.

Por otro lado conozco un número elevado de poetas que exponen sus pretensiones innúmeras e inmoderadas, con tal rudeza que parecen querer despojar de todo delicado placer a su sociedad. Millin es un hombre vivaracho, ingenioso, cuyos ojos parecen despedir relámpagos. Su tertulia literaria, en la que se unen muchos personajes del país y de los visitantes extranjeros, ha sido descrita a menudo. Las paredes de la sala de reunión se hallan decoradas suntuosamente con los más raros trabajos: en medio aparece una gran mesa, en la que se muestra todo lo que apareció más recientemente en literatura y artes, en todos los idiomas, y a disposición de los visitantes. Podéis estar sentado o de pie, conversar en grandes o pequeños grupos, según más os agrade: si estáis hambriento o sediento, podéis comer y beber; en una palabra, que gozáis de la mayor libertad posible.

Debo al simpático Millin el haber encontrado solaz en su gabinete, unas veces solo y otras con la ayuda de sus lecciones. Sería fatuo que hablara de estas cosas como un inteligente en la materia, pero no creo que al lector le desagrade que le haga un relato histórico de las cosas que mayor impresión me han causado, y el respeto piadoso con que he contemplado estos restos de la antigüedad, será tal vez compartido por muchos.

El gabinete es rico, particularmente en antigüedades egipcias. Nada he de decir del número de ídolos, entre los cuales Isis, con su hijo Horus en sus rodillas, parece evidenciar la opinión de que ha servido de origen al símbolo pictórico de la sagrada Virgen. La tan celebrada y bien conservada mesa de Isis, en donde las figuras están grabadas e incrustadas en plata, ya es conocida del entendido. Se ve también un libro egipcio, donación de Bonaparte, que es una pena que nadie pueda leer. Muchos escritos en papiro que han sido recogidos de las momias, están convenientemente preservados. Las momias aparecen muy deterioradas, pues Cuvier hizo uso de ellas para analizarlas y descubrir así la substancia que se empleaba para el embalsamamiento. Varios ornamentos del traje egipcio y pequeños objetos caseros nos hacen trasladarnos a las costumbres e interioridades de la vida doméstica de aquella nación. Entre éstas, se ven cucharas, tenedores, tablas de calcular, etc., una pareja de pájaros isis momificados, como prueba del respeto semi-divino que le ofrendaban los egipcios, porque destruía los gusanos nocivos de sus campos; hay también un raro y curioso altar egipcio, cubierto enteramente de jeroglíficos.

La celebrada Sardonix, que representa la apoteosis del emperador Augusto, se considera como la mayor piedra labrada del mundo. Se ve también a Germánico de pie ante el Tíber, y a su familia entre las nubes, todos ellos excelentes retratos. Afortunadamente, algunos cristianos piadosos interpretaron esta escena como José adivinando los sueños, motivo por el cual escapó esta curiosidad a la destructora rabia del fanatismo. Idéntica buena suerte cupo a otro busto de la misma piedra representando al emperador Valentiniano. Este honrado pagano hace mucho tiempo fue llevado en una procesión como si fuera un santo más. Un precioso cáliz, también en Sardonix, ha rozado muchos labios de los piadosos miembros de la unión, a los que ha llevado confortamiento religioso y saludable para sus almas, pero antes fue usado, como indican las inscripciones grabadas en él, en los misterios del culto báquico.

Allí mismo se halla la antigua corona de los monarcas lombardos, así como otra más pequeña que llevaban las reinas. Ambas son unos sencillos aros. En la primera aparece grabado el nombre de Agilulfus. La espada de ceremonia del gran maestro de la Orden de Malta es también muy notable, especialmente si se tienen en cuenta las circunstancias que motivaron su venida aquí. En una gran taza de plata se ven grabadas escenas de la historia de Grecia con gran arte y esmero, pero sin tener en cuenta para nada el orden cronológico. Un torneo germánico, en el que los trajes están representados con una fiel exactitud, es mucho más interesante. Un poco más allá se conservan muchos preciados efectos retirados del sepulcro de Clodoveo, el padre de Childerico. De su uso sólo pueden hacerse conjeturas. Entre ellas se halla una espada antiquísima y el anillo que servía como sello real. Cerca, también se ve una caja de oro, en forma de corazón, donde estuvo depositado antes el de Ana de Bretaña. Según reza la inscripción, era el mejor corazón del mundo. Desgraciadamente, el mejor de los corazones rara vez obtiene urnas de oro.

Esta colección posee una serie tan vasta de antiguas piedras labradas, que difícilmente se puede hallar otra igual en cualquier parte y lo que aquí se considera como en lugar secundario por ser de segundo o tercer orden, en otras partes se exhibiría como el tesoro más principal. Millin en su «Monuments Antiques» ha descrito las mejores y más raras de dichas piedras. Me refiero a ese trabajo para beneficio del curioso lector. El anillo de sello de Angelo tiene, además de su arte, un gran interés para la humanidad. Lo mismo puede decirse de varios retratos de personas muy conocidas, cuyo parecido es grande. Puede citarse el de la reina Isabel por su fealdad, y el de María Estuardo por su belleza. Que los modernos son en otros aspectos iguales a los antiguos en el arte de labrar la piedra, puede verse admirando los trabajos de Pichler, natural del Tirol, del que puede contemplarse una de las piedras fruto de su artesanía. Confundió tanto al as de los conocedores, Winkelmann, que escribió un folleto sobre ella y grabó una plancha de cobre haciendo mención de la misma.

Las antigüedades romanas, lo mismo grandes que pequeñas, son numerosisimas: altares, piedras funerarias, lámparas de todas clases, urnas, lacrimatorios, arneses para los caballos, llaves, escudos, piezas de carrozas, las primeras monedas romanas, notables por su tamaño y peso desproporcionados, y también las monedas griegas más raras. En el piso hay cuatro grandes mesas de piedra cubiertas con inscripciones con caracteres griegos muy pequeños; contienen la voluntad de una dama griega que hizo la donación de sus propiedades para formar una colección de curiosidades artísticas. Demuestra que era una esposa buena y complaciente el hecho de que hace mención en su testamento de ser tal la voluntad y el deseo de su difunto esposo. Muchos objetos antiguos traídos de las ruinas de Herculano ofrecen el más vivo interés para el visitante. Entre ellos se ve un par de brazaletes de oro toscamente trabajados, que fueron cogidos de un esqueleto, pero que no son tan pesados como a primera vista parecen. Más allá hay unos pendientes de mujer, que me parecieron de una extremada incomodidad. Me sorprendió una mesa que el pueblo de Megara, por orden del oráculo de Delfos, erigió como monumento en honor de un tal Orippos, que por primera vez ganó, completamente desnudo, la carrera a pie en los Juegos Olímpicos.

Antes de este período tenían por costumbre llevar siempre una cosa encima por la cintura, aunque no fuese más que un sustitutivo de la hoja de parra, pero cuanto más desnudo estuviera el candidato, más fácil encontraría la carrera, y el oráculo, probablemente, quiso premiar, más que la agilidad y destreza de Orippos, el hecho de haberse sabido desembarazar de los prejuicios.

Al lado de ésta, hay una piedra fenicia muy notable, y un poco más allá, un antiguo y expresivo busto de un médico metodístico, llamado Medicus Asiaticus, cuyas vicisitudes de fortuna experimentadas en el transcurso de su vida allí aparecen detalladas, así como el hecho de ser el jefe de la secta de los metodistas.

Es también muy interesante una linda piedra, más grande que una cabeza, con figuras grabadas por los grabadores de Persépolis, y sobre la cual, si no estoy equivocado, el sabio Leichtenstein, de Darmstadt, ha tratado de hacer un estudio. Dicen que se trata de una elegía, pero no veo qué servicio pudo haber prestado la piedra para tal fin. No ha sido trabajada para estar enhiesta, sino que es alargada, y tampoco presenta huellas de haber estado en una determinada posición, sino que puede caer en cualquier forma, de modo que quede apoyada sobre el lado donde se halla la inscripción. «El Mercurio alemán» de Wieland, contiene un tratado sobre ella.

Las demás curiosidades existentes las trataré de un modo más sumario, con objeto de no extenderme sobre ellas, ya que para apreciar su valor, deben ser vistas. Varias bagatelas traídas de Persépolis. Un costoso plato que perteneció a un príncipe persa, sin gran mérito artístico. Cajas que contuvieron momias. Un gran baño de pórfido. Un gran plato de oro encontrado en Reims, lleno de monedas de oro, usado, probablemente, en algún templo. Puede verse también el reto entre Hércules y Baco sobre quién resistía más la bebida: Baco aparece triunfante al final, mientras a Hércules le llevan completamente ebrio. Una urna de pórfido en la que se halló el becerro de oro de una joven patricia romana; toda clase de antigüedades cristianas, báculos de obispo, etc. La corona real de Francia. La armadura de Enrique IV, la de Sully y otros. Chinos y sus trajes. La morada de un chino, y un holandés visitándola. La familia de un emperador de China, en la que se ve a una princesa haciendo una reverencia. Un edificio chino, tan maravillosamente trabajado en marfil, que puede jurarse que se trata de un encaje. Armas, flechas, trajes, plumas, etc., de los salvajes de diferentes países. Entre estas antigüedades, el museo contiene una curiosidad moderna, la plancha que servía para imprimir los asignados.

Otro gran tesoro, con el que terminaré mi relato, que temo sea algo farragoso, es el magnífico gabinete de monedas. Está arreglado y ordenado del modo más clásico. Las ciudades no aparecen clasificadas por orden alfabético, sino primeramente los países y, dentro de ellos, están separadas las ciudades y, finalmente, los reyes y soberanos. Lo que suele alabarse como curiosidad cuando se encuentra separado, lo halláis aquí por medias docenas; por ejemplo, las monedas de Otho, todas de oro, pues, como se sabe, nunca las acuñó de cobre; la infancia del arte da los troqueles de acuñar, puede admirarse en las primeras monedas de los reyes macedónicos.

Sería de desear que el anticuario alemán Winkler, que tiene un puesto en la Biblioteca Nacional, pudiera hacer un catálogo, aunque fuera sólo de este gabinete numismático, o pudiera ser recompensado por realizar este trabajo, pues no creo que haya nadie mejor que él para tan delicada tarea.

LA JUSTICIA CRIMINAL

La curiosidad me llevó hasta el Palacio de Justicia, para asistir al juicio de un criminal. En el fondo de la gran sala vi, sentados ante una mesa, a los tres jueces con sus largas togas negras, con mucetas en la cabeza. Detrás de ellos se puede ver en la pared, grabadas con letras de oro, algunas leyes, exhortando a los jueces a no condenar sin haber oído antes al culpable, ni imponer una pena más pesada que las que la ley consiente, etc. Al lado derecho de los jueces se halla sentado el jurado, en bancos muy elevados y vestidos con sus trajes usuales. A la izquierda, enfrente por tanto del jurado, y en un alto escabel, se ve al criminal, entre dos soldados. A sus pies, tienen su sitio los abogados y los defensores. Ante la mesa de los jueces, y de espaldas a ellos, un funcionario toma nota del protocolo. A la derecha y a la izquierda, en los extremos del estrado, hay dos funcionarios más, tras de los cuales ocupan su sitio los sargentos de maza, o ujieres, que por ser necesario a menudo, tienen la misión de imponer silencio. Frente a los jueces hay una separación formada por una barandilla, y en su parte interior un banco, que es donde han de sentarse los testigos. Pasada la barandilla, hay otros bancos, en parte para que se retiren a ellos los testigos una vez que han efectuado su declaración, y en parte para las clases más elevadas entre las personas que concurren a la audiencia. Detrás de éstas se ven varias filas de bancos para las clases más inferiores, y más atrás aun, un ancho espacio para la multitud. El conjunto es un espectáculo impresionante. La sala estaba completamente llena, pero es curioso notar que cuando se oía algún ruido se refería al asunto que se ventilaba, pero nunca ajeno a él. Una vez más he de alabar la hospitalaria cortesía francesa. Cuando llegue estaba ya la causa bastante adelantada y tuve que contentarme con verlo todo desde un sitio que pude hallar detrás del populacho, pero tan pronto como mi criado insinuó al ujier que yo era extranjero, se apresuró a situarme en los bancos de la clase más elevada, y al distinguirme, uno de los funcionarios me hizo sitio en el banco de los testigos, desde donde pude ver y oír todo con mucha claridad.

El delincuente en este caso era un joven petulante que se había declarado insolvente. Un testigo era llamado después del otro; el juez situado en el centro, o sea el presidente, le preguntaba las fórmulas de rigor: nombre, edad, profesión, relación con el acusado, etc., exhortándole con brevedad a decir fielmente la verdad, pero sin tomarle juramento. Concluía su exordio con las siguientes palabras: «Declare, ciudadano (pues aquí se emplea la palabra de ciudadano y, por cierto, a mi parecer, en el lugar indicado), declare, ciudadano, al jurado todo lo que sepa sobre el asunto».

El testigo se dirige entonces al jurado y realiza su declaración. El jurado le escucha en silencio, pero algunas veces el presidente le hace preguntas a intervalos, cuando lo considera necesario, y si no tiene más que declarar ruega al testigo que se reintegre a su sitio. Entonces se dirige al reo y le dice: «¿Tenéis algo que decir contra la evidencia de este último testigo?» El reo formula entonces sus objeciones y a veces se vuelve a llamar al testigo, y se entabla una especie de conversación entre el criminal, el presidente y el testigo, en la que guardan una gran urbanidad, suavizando todo cuanto tienen que decir, de forma que no salga de un tono polémico y desapasionado.

El joven declarado en bancarrota me pareció un bellaco. A pesar de su juventud conservaba un aspecto altanero y arrojaba toda la culpa contra su madre, de quien llevaba nominalmente el negocio, ya que no había alcanzado la edad, y cuando se encontraba que no tenía nada que contestar, negaba lisamente todo. El juez, sin embargo, halló varias veces medios sutiles para hacerle ver la contradicción entre sus propias declaraciones, y a menudo se oía un murmullo de aplauso contenido entre la multitud que llenaba la sala.

Estuve allí varias horas con verdadero placer, pero no pude permanecer hasta el final, pues era muy grande el número de testigos que habían de ser oídos. Cuando el funcionario que estaba a mi lado se dio cuenta de mi intención de marcharme, se me acercó amablemente y me informó que una vista muy interesante había de celebrarse el día tres, y me invitaba, si ello me agradaba. Le di las gracias de todo corazón por su delicadeza y me prometí no faltar el día señalado.

El número de procesados era esta vez de catorce, y como cada uno está custodiado por un soldado, escasamente había sitio para todos ellos en el lugar destinado a tal fin. Las plumas rojas de los sombreros de los soldados me ocultaban la cara de algunos de los delincuentes y no me permitían, por tanto, hacer observaciones fisonómicas. Todos se hallaban acusados de falsificación de billetes de banco. Un grabador, Duclos, que se había ofrecido a grabar las planchas, había jugado el odioso papel de delator y estaba verificándose su interrogatorio cuando yo llegué. De varias insinuaciones que dejó escapar el acusado apareció muy claramente que no les hubiera traicionado si le hubiesen dado por anticipado el dinero que les pedía. Después de haber informado a los magistrados, la policía usó de él para coger a la banda. Invitó a ésta a un banquete en Lyon y, no sospechando la traición, todos fueron detenidos por las fuerzas de policía allí apostadas para tal fin.

El defensor de los acusados arrojó amargamente en cara al delator su doble juego. Sus defendidos, entre otras cosas que dijo, no negaban su participación en el asunto, según le habían confesado, pero también le habían dicho varias veces que no querían verse mezclados en él y que no querían seguir el negocio más allá de donde estaba. «¿Por qué—dijo el defensor—, por qué no les informó Vd. de lo que estaba meditando? ¡Si ellos hubieran sido de su misma opinión se habrían dispersado y no tendríamos hoy aquí a catorce padres de familia mezclados en este asunto de incalculable trascendencia!»

Duelos vaciló y no supo qué responder. Un murmullo general de indignación en la gente respondió por él.

El primero de los acusados era un muchacho de aspecto intrépido que negaba todo, a pesar de las pruebas irrefutables que le fueron presentadas. Su única y constante respuesta era: «No sé nada de este asunto». El segundo siguió casi el mismo camino, pero el juez era un excelente examinador, y a menudo hizo presente al acusado la contradicción entre su actual y sus anteriores declaraciones. El tercero relató la historia por completo, con gran sinceridad, y fue interrumpido varias veces por las lágrimas. Una vez terminada su declaración añadió las siguientes y emocionadas palabras: «No tengo más que añadir en defensa mía, sino que he regresado recientemente de Santo Domingo, donde he perdido todo, y que mis hijos se mueren de hambre». Este hombre me pareció más infortunado que malvado. La mayor parte de ellos se estimaron culpables y fueron condenados a ser marcados en el hombro con la letra F y a seis años de presidio. Si transcurridos esos seis años no harán responsable a Duclos de las consecuencias de haberles delatado, es cosa que debemos dejar sin determinar, pero los denunciados estaban muy enfurecidos contra él, y el auditorio más aun. Ante el tribunal de su propia conciencia debía hallarse más culpable que ellos. Mi opinión acerca de los procedimientos criminales en Francia no puede ser más favorable y creo que no es posible llevarlos mejor.

La falsificación de metálico y de papel moneda es un delito que se comete ahora muy a menudo, y que debe atribuirse al estado general de miseria, pero cuanto más ingeniosos son los falsificadores, tanto más lo es la policía. El 22 de octubre fue guillotinado Simón Pescio por haber falsificado la nueva pieza de cinco francos con la efigie de Napoleón. Al ir a comprar por valor de una peseta y céntimos aproximadamente unas verduras, pagó con esta moneda falsificada, según se descubrió casi inmediatamente. El individuo en cuestión fue seguido y apresado en el momento en que compraba tabaco, y pagaba con la misma moneda, pero al verse en peligro arrojó la pieza falsa y huyó corriendo. Algunos días después, el hambre le hizo salir de su escondite y dirigirse a una tienda de ultramarinos, eligiendo el momento en que creyó que el marino, que está medio ciego, había salido, y otra vez intentó pasar la moneda de cinco francos, pero el dependiente, desconfiando de su vista, llamó al marino, quien inmediatamente vio que era una falsificación e incitó a Pescio a seguirle al cuartel de policía. En vez de aceptar la invitación, escapó seguido por el tendero, que daba grandes voces. Fue detenido inmediatamente por las personas que por allí transitaban, pero que al saber por lo que era perseguido trataron (y esto parece extraordinario) de favorecer su fuga. Es evidente, por tanto, que la gente no considera este delito bajo una luz tan obscura como debe ser apreciado y que el que sea más o menos mal visto depende de la forma de ser administrada la fortuna pública, tanto al recogerla en forma de contribuciones como al gastarla. Pescio, sin embargo, no se pudo escapar y, al ser detenido, se le encontró un papel en el que llevaba cuatro monedas falsas más, también de cinco francos. Confesó la verdad y nombró un cómplice, que resultó ser un gendarme de caballería. El 29 de vendimiario la guillotina separó su cabeza del cuerpo. Es altamente laudatoria la costumbre de publicar el procedimiento de los juicios, unido a la sentencia, en papeles impresos que se fijan en los lugares públicos.

MODERACION DEL CARACTER PARISIENSE

Si no fuera un hecho notorio que la humanidad tiene por lo general una irremediable contumacia en disfrutar del futuro y nunca del presente, aunque este futuro se convierta en presente en un determinado momento; si ello no fuera, repetimos, inherente a la naturaleza de todos los hijos de Adán, los franceses serían considerados como caracteres extraños al resto de los habitantes del planeta, pues están más que cansados, hartos, de su revolución y de los resultados que ha traído aparejados, y todos y cada uno de ellos desean fervientemente la vuelta de los buenos tiempos pasados.

Por casualidad, nueve personas pertenecientes a diferentes clases y a diversos géneros de vida se encuentran en una diligencia: un suboficial, un granjero, un sacristán, un médico, un periodista, un autor, un mercader de maderas, un abogado y un judío.

Es una pena, dice el soldado, que hayamos hecho la paz; si hubiera guerra podría hacer mi fortuna, pero tal como van las cosas, me parece que voy a quedarme en sargento.

El granjero.—Hombre, según sus deseos el mundo tendría que volverse cabeza abajo para que así lograra sus ascensos. Yo también deseo la guerra, pero mis razones son diferentes: el precio del trigo está bajando continuamente y el pan va a poder comprarse por nada.

El maderero.—Si Dios quisiera enviarnos dos inviernos crudos. Pero el almanaque del Sr. Lamark no profetiza más que niebla, lluvia y vientos del sur. Antes, por lo menos, teníamos buenas heladas a 18 grados bajo cero, pero ahora...

El abogado.—Gracias a Dios que tenemos inviernos cálidos, pues de otra manera nos moriríamos de frío los pobres abogados. El número de miembros de nuestra profesión ha aumentado muy considerablemente; se han introducido jueces de paz y de arbitraje, e incluso estamos amenazados con un Código Civil, como en Prusia. Antes, un abogado podía retirarse de los negocios con una renta anual de 40.000 libras.

El periodista.—Si usted se queja, ¿qué he de hacer yo? Durante la guerra teníamos cada día batallas ganadas o perdidas, ciudades sitiadas o capturadas, cien leyes contradictorias, rebeliones por todas partes; no había provincia, ni comarca que no tuviera su inundación o su terremoto, y los insurgentes se hallaban por todas partes en su elemento; pero todo ha desaparecido con la aparición de un hombre que, como Neptuno, ha apaciguado todos los elementos. Todo lo que tenemos ahora como noticias, no va más allá de una máquina infernal o de un par de piedras caídas de la luna.

El médico.—Desde que la gente ya no se deja hacer sangrías y ha disminuido lo que bebía, nuestro arte está arruinado. Los vapores y las enfermedades nerviosas van pasando de moda; ninguna mujer bonita se desvanece, aunque no sea más que una o dos veces por semana, para aparecer interesante; por el contrario, van por ahí medio desnudas, sin tomar precauciones y lo más que logran tener es una tuberculosis larga y fastidiosa.

El sacristán.—Lo mío sí que es para desesperarse; compré mi puesto de sacristán en la parroquia en tiempos en que había, por lo menos, diez funerales por semana, pero ahora estoy arruinado.

El médico.—No puede usted reprocharme por ello, porque de mis pacientes, una mitad, a lo menos, muere cada semana.

El judío.—Pero los que están peor somos nosotros. Cada cual desea ser un judío en nuestros días. Cada casa es ahora una casa de préstamos, etc. El nombre de judío está olvidado enteramente. Aquel que necesita dinero va a la primera persona que se le ocurre, sea judío o cristiano, y le sirve inmediatamente. Además, se ha acortado el período de la mayoría de edad y los jóvenes siempre encuentran manera de desenvolverse. Bajo el antiguo régimen podíamos trabajar cuatro años más, y eso era suficiente para permitirnos hacer dinero.

El autor.—Y yo señores, por favor, ¿es que yo duermo sobre rosas? ¿Creen ustedes que los poetas se alimentan sólo con leche y miel? Yo he escrito por espacio de veinte años y podéis ver el aspecto de mi casaca: he tocado todos los temas, pero ninguno con éxito. He hipotecado una pieza de teatro para pagar a mis acreedores; pues bien, ha sido silbada y pateada porque no hay gusto. Al fin, escribí un magnífico trabajo sobre la fiebre amarilla, en los tiempos en que desolaba Cádiz. Tan pronto como estuvo impreso el libro, pasó la fiebre y los ejemplares están amontonados en los almacenes. En los tiempos antiguos, antes de que se inventara la imprenta, un autor era remunerado justamente. En el año 1471, Luis XI pagó cien doblones de oro y veinte marcos de plata por un mal tratado árabe de medicina. En tiempos de Luis XIII el cardenal Richelieu pagó seiscientas libras por seis versos. ¡Aquéllos sí que eran buenos tiempos!

El soldado.—Cuando Carlos el Calvo, hubo una batalla en Fontenay en la que quedaron cien mil hombres muertos en el campo, y los suboficiales fueron ascendidos inmediatamente. ¡Buenos tiempos aquéllos!

El granjero.—En el año 1336 vino un hambre tan grande que las gentes se comían las unas a las otras y una cesta de trigo se pagaba cincuenta francos. ¡Ay, qué tiempos!

El médico.—Asoló una epidemia a París en el año 1269, que se llevaba ciento cincuenta personas diarias. Los médicos no tenían tiempo de hacer sus visitas.

El sacristán enterrador.—Ni los sepultureros de cavar fosas. ¡Buenos tiempos!

El abogado.—Antes de la reforma de los tribunales yo tenía al menos diez causas diarias, y veinte familias venían a llorar a mi puerta todas las mañanas. ¡Aquellos tiempos!

El judío.—Antes de que los banqueros, prestamistas, cambistas de moneda, etc., estuvieran de moda, también teníamos buenos tiempos y disponíamos de todo. Entonces el pueblo no se fijaba tanto, pero hoy lo pesa todo.

El maderero.—En el año 1709 todos los ríos de Francia se helaron y se agotaron los almacenes de madera. ¡Tiempos excelentes!

El periodista.—En 1793 y 1794 había conspiraciones todos los días, insurrecciones populares tres o cuatro veces por semana, siete u ocho batallas al mes, degollinas en cada municipio, ciento cincuenta ejecuciones cada mañana, de cincuenta a sesenta decretos, arengas, discursos, etc., todas las tardes.

Aunque el conjunto de esta conversación haya sido producto de la fantasía y sólo pueda tomarse como broma (sería posible aplicarla a todo el mundo), sin embargo, todos los días se oyen en Francia expresiones de sentimientos parecidos. Nadie está satisfecho con su puesto; incluso los que se encuentran arriba no lo están, porque ven que otros les han sacado ventaja y piensan que podrían ellos ocupar tal o cual puesto. Éste es el sentimiento universal.

Los horrores de la revolución son execrados, por sentimiento natural y porque es la moda. Los que han tomado parte activa en aquellos excesos no son perseguidos sino olvidados, pero nadie siente animosidad contra ellos. Barras vive en Bruselas entre muchas personas a las que persiguió y ellos conviven con él en amigable relación.

Que los parisienses recuerdan con agrado todo lo que se refiere al antiguo orden de cosas, se observa en cien ocasiones y, en cien pequeños detalles. El retrato de Luis XVI se encuentra en todas las imprentas y librerías. La tarde de mi llegada, fui a escuchar la ópera «Adrián» y oí con extrañeza que se dedicaban los aplausos más entusiastas a estas palabras: «Fiel a mi rey».

El Palacio de los Tribunos se vuelve a llamar por lo general Palacio Real; la última estación de la posta antes de llegar a París, puesto real, y la calle du Loi se llama generalmente calle de Richelieu. La mujer de un empleado de la posta en el camino entre Lyon y París me dijo, al ver la estrella de mi casaca: «Viéndoos, señor, parece que renacemos». Para lograr un puesto es buena cosa haber sido noble. Una señora que buscaba un empleo como ama de llaves en una familia, mencionaba expresamente que era hija de un caballero de San Luis, y otra ostentaba también su noble ascendencia. Esta última llegaba hasta decir en un anuncio público que deseaba hacer los honores de la mesa a dama o caballero de su clase. Los ministros son llamados de nuevo Excelencias y las libreas cada día son más numerosas.

Los periódicos más populares defienden a menudo la nobleza con las formas más ingeniosas. Un cierto orgullo de familia es peculiar a todas las clases y rangos. Antes de la revolución, lo mismo el ciudadano que el noble, se honraba poseyendo una línea de antecesores, que a veces habían ocupado puestos reservados solamente a los nobles. Incluso los granjeros, antes de dar sus hijas en matrimonio, inquirían cuidadosamente la familia de su futuro yerno. Un tinte de nobleza no parecía extraño en la casa del campesino, nobleza que consistía en el respeto a la vejez y en el inmaculado nombre de la familia. La filosofía ridiculizó tales sentimientos y la revolución estuvo a punto de extirparlos por completo. Cada cual exclamaba con Juvenal: «Stenmata quid faciunt» (¿Qué tenemos que ver con nuestros antepasados?). La sabiduría de las edades pretéritas ha contestado desde hace muchos años a esta pregunta. Entonces cada uno mencionaba a sus antepasados cuando le preguntaban su nombre y condición. Los héroes de Homero no omitían el hacerlo. Platón mismo no consideraba esto como materia que descuidar y observemos que Alcibíades, a través de Eurysaces podía llevar sus antepasados hasta Júpiter, y Sócrates hasta Dédalo y Vulcano.

¿Qué pueblo era aquel que en los Juegos Olímpicos escuchaba la genealogía de Leónidas? ¿Qué nación tenía la paciencia de oír desde la tribuna la larga estirpe de los antepasados del César? Los griegos y los romanos. Pasémoslo todo, y en un lado pongamos la unanimidad de todas las naciones, bajo todas las formas de gobierno, y en el otro, la sabiduría adquirida en pocos días; y a la que debemos el gran descubrimiento de que un padre no es nada para su hijo.

Ello es así porque en general no se trata de un prejuicio. No solamente en Europa, incluso en el Nuevo Mundo existe tal costumbre y no hay salvaje en los bosques de Norteamérica que deje su coto de caza sin antes llevar consigo los huesos de sus padres. La nación más antigua del globo, los chinos, tributan honores divinos a sus antepasados. Desde el palacio hasta la choza, el hombre trata de propagar su memoria a través de las edades futuras. Animado por este deseo, el viejo planta la semilla de un árbol del que quizá no llegará a ver la tercera hoja: por sus antepasados (esto es, por los recuerdos), está ligado al pasado; por sus hijos (o sean las esperanzas), está conectado con el porvenir. En el orden físico de las cosas los individuos perecen, pero la especie subsiste siempre, y así también en el orden moral. No es persona de buenos sentimientos quien desea aislarse y gozar solamente del momento presente.

Así razonan actualmente los franceses, que hace algunos años hubieran colgado de cualquier farol a quien se hubiera atrevido a expresar estos mismos sentimientos.

REUNIONES Y DIVERSIONES

Las reuniones existen, sin poder llamarse sociables. Una señora extranjera que ha conservado durante muchos años un importante establecimiento o pensión familiar, se me quejaba de que la gente del nuevo régimen evita reunirse entre sí, y que se encuentra menos a gusto que en compañía de los del antiguo régimen. Éstos, también están divididos en tertulias y pandillas, porque una parte de la antigua nobleza se ha asociado con gentes del nuevo orden, y otra es demasiado orgullosa o demasiado pobre para hacerlo. Añádase a esto que la parte más amable de la nobleza escatima mucho sus visitas, porque viven muy lejos, no pueden pagar un coche de alquiler, y sería una ofensa enviárselo. Si una persona reúne en su casa dos o tres personas puede estar segura de que se escucharán dos o tres opiniones diferentes en su pequeño círculo. En las facciones de cada uno se pinta el desagrado que le inspira el otro, y cuando la conversación se agría, el anfitrión se siente de lo más incómodo y toda sociabilidad se pierde por completo. Las reuniones para cenar son más tolerables porque los amantes de la buena mesa dejan lugar a una tregua. Pero las observaciones de esta ingeniosa dama extranjera son, desgraciadamente, confirmadas con el mayor acierto, en las reuniones donde los huéspedes van y vienen a su gusto, se sientan en un semicírculo en que no hay conversación general y cada persona parece buscar con ansia a otra cualquiera a la que poder comunicar el estado del tiempo; donde la señora de la casa, con un azoramiento, no siempre disimulado perfectamente, trata de divertir, primero a uno, luego a otro, mientras que su marido tan sólo se preocupa de dar a entender que es el dueño, no tomándose la menor molestia en suavizar el ambiente desagradable que se respira, y se sienta indolentemente en cualquier sofá del cuarto. He tenido la suerte de ser presentado, dos o tres veces, en reuniones de este género.

Una señora de mundo hace naturalmente todo lo que está en su poder para que los invitados no jueguen a las cartas, pasen el tiempo agradablemente y para este fin se recurre a tres métodos que, aunque excelentes en sí, son difíciles de obtener para la mayor parte. El primero es el abate Delille, el célebra poeta, que es tan complaciente que recita versos en las casas donde es conocido (pero no leerlos, pues está casi ciego). El solaz del oyente no radica tan sólo en la variedad de los poemas en sí, todos ellos recitados de memoria y que en su mayor parte son nuevas formas de antiguos pensamientos versificados con belleza, sino que deleita contemplar la inocente simplicidad de este hombre, que raras veces concurre a reuniones, especialmente en París. Recuerdo, con placer, una tarde que estuve con él en el palacio de la princesa rusa Dolgorucki, de talento comparable a su belleza. Al abate le gusta ir a su casa—¿y a quién no, por supuesto?—, porque la amable dama conoce sus gustos y deseos y se anticipa a ellos; incluso crema de queso, que le gusta con deleite, había traído expresamente para él. Dado el agrado que sentía, nos cautivó con los fragmentos más hermosos y animados de sus trabajos, aun no publicados, y cuando alguno de los presentes le recordaba algún pasaje de otros que le había oído anteriormente, se apresuraba a complacerle. Es una pena que hable con tal rapidez, que incluso los franceses le siguen con dificultad, de modo que los extranjeros perdemos una parte considerable de su recitado.

Fácilmente se comprende que esta forma de animar las reuniones sólo está al alcance de quien goza de su buena disposición, y hay que añadir a ello que, incluso con la mejor voluntad del mundo por su parte, no depende de ir a un lado o a otro, porque como todos los poetas, está gobernado por su mujer. Porque madame Delille canta, y su canto hace las delicias de su esposo, por lo cual es preciso tener un instrumento en reserva para acompañarla. Mientras su marido intercala una pausa en su declamación, la cortesía exige que madame Delille sea requerida para lucir sus habilidades: al principio rehúsa, pero luego accede, y el abate se sienta al piano y se complace en acompañar las melodías que su esposa canta con esfuerzo. La señora, por otra parte, tiene excesivo cuidado con su salud y no le permite tomar mucha crema de queso por estimarla nociva.

Otro pasatiempo, que no es tampoco plato de cada día, es la compañía de uno de los actores de primera línea, en las primeras casas de París, especialmente Talma o Lafond. Son éstos tan amables que declaman, con todo el ardor de su arte escénico, las escenas o soliloquios más notables de las tragedias de su repertorio e incluso mezclan poemas líricos, que realmente ofrecen un grato esparcimiento durante varias horas. De Talma «el único», ya he tenido ocasión de hablar en otra parte de este trabajo. Lafond es particularmente agradable por su simpática campechanía y una apariencia juvenil que dispone en su favor: en otros aspectos es tan francés en su carácter como en el cometido de actor. Sus recitados en privado son mucho más moderados y nunca olvidaré su Orasman (especialmente las palabras «Faire vous pleurez?»), así como el sueño de «Athalie». ¡Con qué facilidad podrían introducirse estas costumbres de diversión en el seno de las tertulias alemanas!: qué agradable sería oír fragmentos de Schiller o de Goethe bien pronunciados, sin perder la mitad a causa del engolado tono; ¡cuántos caballeros educados y refinados entre nuestros actores proporcionarían una compañía agradable en nuestras reuniones!; pero nos estrellamos contra un obstáculo invencible. Nuestros actores serían muy felices si pudieran recitar siquiera una parte de su papel sin la ayuda del apuntador; nuestros actores no aprenden nada de memoria y nada pueden hacer sin la ayuda a cada momento de tal funcionario, mientras que los franceses no olvidan ni una sola palabra, hablan como si lo que dicen les brotara del corazón y jamás necesitan corrección. Este sistema, por lo tanto, sería inaplicable en Alemania.

El tercer método de entretenimiento es la música. No lo que propiamente se conoce por un concierto, sino que se canta y se toca música individualmente, bien el piano, bien otro instrumento cualquiera. Sería incorrecto no mencionar aquí a la bella y joven esposa del consejero de Estado Regnault de Saint-Jean d'Angely, que cantó con un estilo fino y lleno de encanto y representó una escena de Gluck con el sentimiento más delicado; pero donde la señora de la casa no posee tales cualidades, se pasan los grandes apuros para conseguir que asista a la reunión el célebre cantante Garat. Las invitaciones se envían con muchos días de anticipación, cuando se espera que asistan Delille o Garat.

Pero, ¡qué diferencia entre los dos! Delille es tal vez demasiado complaciente, y Garat posee, por el contrario, la mayor cantidad posible de obstinación y de arrogancia que se haya podido ver en un artista. Coincidí con él tres veces. La primera, prometió firmemente acudir, pero no lo hizo. La segunda (en casa de madame de St. Angely), llegó, pero desde el momento en que le vi, supe lo que había de esperarse de él. Entró en la sala donde todo el mundo vestía traje de ceremonia, con el suyo de diario, con botas y con el cabello en desorden, con el aire que hubiera podido tener en otros tiempos la favorita de la corte, y a pesar de las numerosas instancias que se le dirigieron, no cantó. La tercera vez, en casa de la sentimental autora de Valerie, se comportó de la misma forma. Yo asistía como espectador alejado de todos los requerimientos y adulaciones que se le hacían para que cantara, pero leyendo en su semblante que todas estas zalemas no eran para él más que una especie de preludio necesario, que podrían prolongarse mucho tiempo aun y siendo, como soy, inveterado enemigo de estas afectaciones, me retiré en silencio, justamente unos pocos minutos antes de que accediera a lo que se le pedía, motivo por el cual sólo de oídas puedo alabar su talento.

Que Delille, Talma, Lafond y Garat no son las únicas personas que tienen el privilegio de llevar esa diversión de clase refinada a los círculos más distinguidos de París, es cosa que podéis suponer. Pocas son las casas donde no son admitidos familiarmente uno o varios hijos de las musas, y uno asiste a los banquetes con la casi seguridad de poder disfrutar, ya sea por gusto o por moda, de algunos de los beaux esprits que tanto abundan en París. Así, por ejemplo, en casa de madame Beauharnais, el anciano Restif de la Bretonne, cuyo aspecto es el de un viejo fauno de buen ver y cuyas novelas supongo muy conocidas de todos los lectores; Cailhava, cuyo libro L'Art de la Comedie fue leído una vez y cuyas comedias se representan bastante; Dorat Cubières, antes Palmeseaux, que por causas que he olvidado, ha tomado el nombre de Dorat; Volmeranges, autor de varias piezas teatrales representadas en el Boulevard; Vigée, agradable poeta y delicado recitador, etc.

El que no tiene la fortuna o la afición de distraer a sus invitados en esta forma, puede recurrir a las cartas y como incluso en las buenas casas hay siempre quien no gusta de jugar, el tener entre ellos un extranjero es un motivo del mayor interés. Así se tiene la frecuente satisfacción de encontrarse con hombres extranjeros célebres, que no había ocasión de conocer en su propio país. Entre ellos, recuerdo con placer al conde Runford, tan venerado en mi corazón, a quien hallé en el hotel de Mr. Livingstone, el ministro americano. La presencia de tan gran filántropo y la encantadora hijastra del embajador (una hermana de la Venus púdica), serían suficientes para llenar cualquier expectación que sintiera el extranjero. Olvido mencionar una casa donde el decoro, la simpatía y los placeres intelectuales se dan sin restricción; nombro con esto la del ministro de Prusia, el marqués de Lucchesini, de inteligencia tan variada que es imposible agotar los temas de conversación. Los talentos que se requieren en el gran mundo, todos los cuales los posee en grado eminente, parecen velar con un ligero barniz las excelencias de su corazón, que sin embargo es tan transparente como el que se extiende sobre un cuadro valioso, que sirve para hacer resaltar aún más su valor.

Tan refinado es su gusto y tan polifacéticos sus conocimientos, que lo mismo mantiene una conversación con el máximo tacto con un político, con un filósofo, un poeta, o un artista, cual si cada una de estas profesiones fuera la suya propia. Manifiesta con todos esa confianza amistosa que alivia los espíritus y constituye una verdadera comodidad para todos y cada uno de sus visitantes. Su señora añade aún más atractivo y encanto a su casa, y no hay extranjero que visite París y tenga la suerte de ser recibido en ella que lo abandone sin dedicarle gran parte de sus más agradables recuerdos. Además de estas casas de primera clase (su esplendor fija el orden por lo que a rango se refiere), hay muchas otras que merecen ser citadas en paridad con las precedentes y en las que los juegos de cartas y el fastidio nunca tienen acogida. Entre ellas han de mencionarse las casas de varios consejeros de Estado, que, como ya se sabe, son elegidos entre los más ilustrados. Ya he citado la del excelente Lagrange. Fourcroy también ha de recordarse por ser hombre que reúne a la reputación de culto, de primera clase, las cualidades de un eminente orador. Siempre os encontráis a la más selecta sociedad en torno a su mesa. También Perregaux, el primer banquero del gobierno, sabe imprimir en la mente del extranjero un recuerdo grato, por su incomparable hospitalidad. Me excedería de mis límites si mencionara todas las familias francesas que me cautivaron por su urbanidad tan típicamente francesa y su sociabilidad; hay muchas de éstas, pero van siendo la excepción, pues la tendencia es que las reuniones sean más amplias.

ALGUNOS GRANDES PINTORES Y SUS EXHIBICIONES

David

La celebridad de Las Sabinas, de David, ha sido proclamada por toda Europa y las trompetas de la Fama no han sido lo bastante sonoras. Algunos pseudo críticos han encontrado en ellas muchas faltas, por ejemplo, en la actitud de los romanos y en muchas otras cosas. Yo quedé tan maravillado con la contemplación de sus bellezas que olvidé hasta la palabra censura. La Sabina que se defiende es realmente la producción de un gran maestro, y la imagen está concebida en una forma verdaderamente poética. Es necesario poseer una imaginación rápida y un extraordinario y mágico poder para representar como seres vivos a los personajes del cuadro en cuestión. Las mujeres arrojan sus hijos entre los combatientes. Aquí veis a una mujer que tiernamente se abraza a las rodillas de un sabino y el rudo guerrero no puede resistir a su súplica. Es la imagen de una vida de dolor, pero el genio del artista ha hallado medio de representar, al mismo tiempo, el contraste de una vida serena y tranquila. Difícilmente se comprende cómo, y, sin embargo, se ha llevado a cabo de una manera natural. Entre los pies de los romanos aparece uno de los niños que fue arrojado en la batalla y parece como si le molestara el primer diente, pues juega inocentemente con los dedos metidos en la boca.

Hay que pagar una pequeña cantidad para admirar Las Sabinas y puede adquirirse también un libro, en el que David justifica tal procedimiento, diciendo que por este medio desea conocer, como Apeles, la opinión del público. Os toparéis sin embargo con algún chapucero que no conozca más allá de su vista. Según dicen otros no se ha arrepentido de haber explorado de esta forma la opinión del público y haber reunido, al mismo tiempo, la suma de sesenta mil libras.

En esta exposición hay otras dos producciones iguales a Las Sabinas y que enseña gratis a los inteligentes. Una es la de los Horacios en el momento que prestan su solemne juramento y que tal vez es preferible a Las Sabinas en lo que se refiere a composición, simplicidad y energía; lo que algunos arguyen contra este último puede ser verdad y es que a la vista de esos romanos no puede uno por menos de recordar la ópera francesa. Las manos de los Horacios que prestan juramento son superiores a toda ponderación.

Me agradó menos Bruto condenando a sus dos hijos a la muerte. La expresión de la cabeza y la crispación del cuerpo entero, que se percibe hasta en el pie, son excelentes, ciertamente, pero el cuadro se halla dividido en dos partes; la madre, sus dos hijas y la abuela están como si los separase una cortina. La figura de una de las dos hijas que permanece desvanecida, es muy bella. La que se encuentra de pie, quizá se pueda decir de ella que es demasiado alta. Si es verdad que ocultar la cara expresa el mayor dolor (cosa que dudo) hubiera sido entonces mejor representar a la madre en esa actitud, escondiendo su cara, que no a la abuela. Bruto apoyándose en el altar de Roma, como única consolación de su doloroso y cruel deber, es una idea original y bien ejecutada.

Gerard

Este excelente pintor histórico es verdaderamente un poeta, como lo prueba su cuadro de Belisario, admirable por todos los conceptos. La situación extraordinariamente poética en que coloca al ciego personaje de su cuadro, es de su propia invención. El joven guía de Belisario muere a consecuencia de la mordedura de una serpiente: Belisario carga con el joven, de cuyo pie aun pende la serpiente. El fondo representa una puesta de sol. El pobre ciego, privado de su conductor, ha perdido el camino y marcha por un lugar verdaderamente intransitable. Se aproxima la noche. Busca la ruta con su cayado por un lado, inconsciente del abismo que se abre a sus pies. Esta composición causa profunda impresión, y llega a hacer contener la respiración del espectador; involuntariamente casi extendéis la mano para apartar al ciego del precipicio a que se encamina, o sentís el impulso de apartaros para no ser testigo de su caída.

Como en su calidad de profesor de la escuela de pintura histórica escasamente obtiene Gerard los medios necesarios para su subsistencia, ha condescendido, como muchos otros, en pintar retratos, pero su genio sabe cómo convertir cada uno de éstos en un cuadro, en el que no obstante respetarse el parecido, recibe un valor más alto y permanente de su pincel. He visto algunas excelentes muestras de esta faceta de su arte en su casa; por ejemplo, el retrato de la esposa del general Murat, una de las hermanas de Bonaparte, apoyada a medias en una mesa, en la que está su hijo más pequeño, mientras que el mayor juega en sus rodillas. Ambos niños van completamente desnudos. Un retrato de cuerpo entero de madame Recamier, representada como una Venus reposando bajo un fino cendal, aun no terminado, es también una de sus mejores producciones.

Drouais

La muerte ha segado la vida de este artista, que tanto prometía, en la flor de sus años. Murió en Roma a los veinticinco de su edad, cuando avanzaba, a pasos de gigante, hacia la perfección. Era el único hijo de una señora de desahogada posición económica, que reside en París, y a la que no ha dejado más que su Mario, representado en el momento en que el cimbrio entra para asesinarle. Esta admirable producción la envió como regalo a su querida madre desde Roma y a pesar de las ofertas ventajosas que se le hacen, la señora no quiere desprenderse de él, por muy alto que sea el precio ofrecido. Sin embargo, permite a los aficionados al arte el que lo vean; recibe con amabilidad exquisita a los extranjeros que expresan tal deseo, y parece gozar viendo el espíritu de su querido hijo cómo perdura y es admirado por su trabajo. Si alguien alaba el cuadro, inmediatamente acuden las lágrimas a sus ojos. La figura de Mario es, por supuesto, de una belleza exquisita, pero la idea del cimbrio escondiendo la faz bajo su manto para que no puedan reconocerse sus facciones, me parece una equivocación. Ningún cimbrio, decidido al asesinato, expresaría su reverencia ante tan gran hombre, de una manera tal.

Isabey

Isabey es, propiamente, un pintor de miniaturas, pero en su exposición se encuentran cuadros que están terminados de un modo exquisito. Recuerdo especialmente a un anciano y un joven, que son de lo más perfecto que he visto en el género. Cuando madame Tallien vio este encantador cuadrito exclamó: «Çà pue l'huile» (esto apesta a aceite).

CURIOSIDADES, EDIFICIOS Y ESTABLECIMIENTOS DIGNOS DE MENCIÓN

Bajo epígrafe haré un breve relato de varios temas, de los que se podría decir mucho, pero sobre los cuales me creo inadecuado para acometer tal tarea.

Monumento a Desaix

Es de mucho gusto y decora la fuente de una plaza pública, fuente que sin embargo no da agua. La inscripción es breve y patética, pero lo que me desagradó fue que los nombres de los que contribuyeron a la erección del monumento estén inscriptos en la parte inferior; afortunadamente está colocado de tal suerte que muy pronto se borrará por completo.

Los Cuatro Caballos Conquistados

Estos cuatro caballos celebérrimos que han hecho un viaje tan largo y que permanecieron bajo el agua no sé cuántos años, se hallan ahora colocados en las puertas de hierro que separan las Tullerías de la plaza del Carroussel. Tenía gran curiosidad por verlos, pero me causaron muy poca impresión. Se trata de cuatro corceles muy bellos, pero que en mi opinión no pueden compararse con los de la puerta de Brandenburgo, de Berlín, sino más bien parecen los que muchas veces adornan la parte superior de una cómoda. Quizá pierden parte de su efecto por no estar colocados juntos.

El Jardín de las Tullerías

Es en extremo agradable. El aire que penetra por las ventanas de Napoleón está embalsamado por el perfumado olor de las grandes enramadas de reseda. Majestuosos cisnes navegan en dos grandes estanques y un sinnúmero de estatuas, muchas de ellas de gran valor, adornan las avenidas, constituyendo grato solaz para el amante de las bellas artes. Si el tiempo es bueno, os halláis siempre con una inmensa multitud, especialmente al mediodía. Muchas ancianas se llevan sillas y periódicos. Grupos de niños se ven ocupados en sus juegos, bajo la caricia del sol. Quien desee refrescos no tiene más que ir hasta la Terraza de los Feuillants, donde un lindo restaurante le proveerá de todo cuanto pueda apetecer el paladar más exigente. El manège o picadero, que escuchó alguna vez la elocuencia de trueno de Mirabeau, está a nivel superior al del suelo y esta parte de los jardines será embellecida en breve con una nueva calle. El que sea aficionado a largos paseos y no encuentre espacio suficiente en este jardín, puede pasar, a través de soberbios grupos de caballos, hasta los Campos Elíseos.

Manufactura de los Tapices de Gobelinos

La persona que va guiándonos a través de esta fábrica, nos muestra de una manera progresiva el comienzo y los progresos de la confección, pero casi nada entendemos de ello. Todo el mundo ha visto devanadoras mecánicas y las de aquí se parecen a todas, desde el punto de vista de la maquinaria, pero cómo estos simples hilos pueden producir conjuntos tan admirables, es cosa que causa admiración. Encontré en fabricación tapices de diversos temas, entre otros, Ifigenia reconociendo a Orestes, cuadro de belleza nada común. Parece que del vestido original de Ifigenia no han quedado ni huellas, pues cada descripción dada por persona versada en la antigüedad y cada figura que de ella he visto en Berlín, Weimar y París, constituyen una diferente versión. En esta ocasión su vestido es blanco por completo; lleva una cinta ancha ceñida a la frente y una especie de banda que parece como de una orden de caballería, bordada con estrellas y medias lunas.

La exposición de las piezas ya terminadas constituye un verdadero placer para todo espectador, sea o no entendido. El rapto de Orythia por Bóreas y el presidente Molé entre los «frondistas» son dignos de especial mención. Pero ninguno de ellos iguala al asesinato del almirante Coligny. El pasaje de la Henriada relativo a este crimen está inscrito y colocado a un lado del tapiz. La cara del almirante parece la de un alma en pena e inspira al espectador reverencia y veneración. Dos ramos de flores y frutas llevados por un muchacho de dieciocho años excitan la admiración, y se recurre al tacto para convencerse de que son realmente imitaciones.

Esta fábrica requiere gran apoyo financiero del gobierno, dados sus enormes gastos, y por ello siempre tienen grandes pedidos, pues los funcionarios importantes no usan otra tapicería y se hacen con ella regalos de gran valor a las cortes extranjeras.

La Bomba

por la cual se extrae el agua del Sena, debe ser visitada solamente por aquellos que deseen formarse una idea cabal de cómo debía ser el infierno de los antiguos. Aquí se ven las ruedas de Ixion, los cestos de las Danaides y las tenebrosas figuras subterráneas. Medio tostado y aturdido por los tremendos golpes de hierro, se sale de este taller de Vulcano, cuyo mecanismo es demasiado complicado y requiere tener conocimientos fundamentales en la materia para sacar algún fruto de la visita. Lo mismo puede verse en la

Fábrica de los Hermanos Perrier

donde se funden cañones y se fabrican varias máquinas, entre ellas las imitaciones de los telares ingleses, etcétera; por lo que pude juzgar, estaban bastante bien hechas y cuestan, según el tamaño, tantos luises de oro como husos tienen. Son regidas por un hombre y un muchacho. Es muy curioso verlas, pero a menos de poseer algunas nociones de maquinaria, muy poco es lo que se puede aprender aquí. Cosas muy curiosas y distraídas se encuentran en la

Fábrica de Lentes

que emplea seiscientas manos y donde se pueden admirar cristales y lentes de una pureza sin igual, que alcanzan a veces a nueve pies por seis.

La Bastilla

El sitio en donde estuvo afincado el baluarte del despotismo sin ley, será por siempre memorable. Quedan aún algunas partes de las murallas, puertas y arcos, pero el interior se utiliza para apilar maderas de quemar. No quiero aseverar la verosimilitud de un dicho que se atribuye a un héroe republicano que en varias ocasiones se lamentó que se destruyera aquella tumba de seres vivientes. Podríamos consolarle con que aun queda el Temple, donde sufrió prisión Luis XVI y que aun tiene sitio para numerosas víctimas. El Temple está rodeado de muros de tal altura, que sus cuatro torres con otra mayor en el centro, solamente se pueden ver colocándose a distancia. Recordando los episodios que allí ocurrieron en el pasado, no puede evitarse que le sobrecoja al viandante un sentimiento de melancolía.

El Gabinete de Física del Profesor Charles

en el que este sabio da sus conferencias, debe ser conocido de todo visitante, pues es uno de los más completos en Europa. La máquina eléctrica es de un tamaño tan descomunal que sólo con ponerla en movimiento se me erizó el cabello, aunque estaba a una distancia de algunos metros. El cilindro tiene cinco pies de diámetro. Se hallan aquí toda clase de instrumentos matemáticos para el estudio de la física, la mecánica, óptica, acústica, etc., y así como un planetario que es por cierto bastante inferior al de Berlín. No debe dejarse de dar una ojeada a la cámara obscura, pues estando cerrado el gabinete del Louvre, la afluencia de público a este lugar ofrece un espectáculo agradable. Charles es muy conocido por haber sido uno de los primeros aeronautas, y el aparato en que efectuó sus excursiones está colgado aquí como un memento.

El Hotel-Dieu (u Hospital)

no es muy alabado por los que son jueces expertos en esta clase de establecimientos. Encontré vacíos gran número de lechos, pero no sé decir si por falta de enfermos o por otras causas. Se ve una lápida, erigida por orden de Bonaparte, en la que se perpetúa la memoria de Desault y Bichat, denominado el primero el restaurador de la cirugía, y el segundo por sus grandes méritos como médico. No encuentro palabras para encomiar tales elogios a la virtud y al mérito y no concibo cómo se encuentran tan pocos en Alemania. Debo confesar que los alemanes no ven la utilidad de tales monumentos, y si éste es el caso, sería superfluo levantarlos, porque dicen que el muerto en cuyo honor se dedican es insensible a ello, y los vivos, a los que se quiere inspirar emulación, se quedan tan fríos como el mármol en que se suelen construir. Una inscripción más antigua habla de un hombre de alcurnia, de la familia de los Bellièvre que, en su lecho de muerte, ordenó que todos los soberbios muebles y utensilios de su casa se aplicaran al uso de los enfermos del Hotel-Dieu. Esto lo encuentro muy bien, pero como los muebles no eran para él de ninguna utilidad en el trance en que se hallaba, no creo que fuera suficiente mérito para levantarle una lápida. Si se pusieran lápidas por hechos de esta clase, estarían las calles llenas de ellas hasta el punto de no poder transitar. En otros aspectos, el Hotel-Dieu de París no puede resistir la comparación con la Charité de Berlín, pero hay que reconocer que en la capital francesa hay otros muchos hospitales, mientras que en Berlín sólo hay uno. Si es mejor confiar la suerte de los enfermos sin recursos a una persona o a un consejo de ellas, es cosa que excede en mucho de mis límites prefijados.

La Inclusa

Aquí me encontré de nuevo, con gran placer y emoción por mi parte, con la misma anciana monja que hace trece años me conmovió con sus cuidados poco comunes y con sus maternales atenciones. Llevaba ahora ropa seglar, pero esta alteración en sus vestidos fue la única que pude hallar en ella. Su fe y confianza en el Altísimo la sacó milagrosamente de los torbellinos de la revolución. El resto de las hermanas, intimidadas, se retiraron al seno de sus familias, y ella, con un saco a la espalda iba a dar un triste adiós al convento cuando un representante del pueblo la detuvo en las escaleras y la requirió a que volviera a sus anteriores ocupaciones. Ella rehusó al principio, pero habiéndole asegurado que no sería molestada en sus creencias y que nada había de cambiar en su vida, excepto el renunciar al hábito de la orden, volvió a su trabajo alegremente. Recuerda con dolor el convento que hubo de dejar y del que no le compensa en absoluto su estado actual, pero la conciencia de haber cumplido con su deber la hace ser feliz y estar contenta.

A consecuencia de la gran mortalidad que existe entre los incluseros, los envían al campo inmediatamente para criar, y vi muy pocos de ellos, solamente los que habían entrado aquella mañana o hacía pocos días y que ya estaban en sus cunitas limpias y calientes. Las amas, que a un mismo tiempo amamantaban a sus propios hijos, esperaban a los acogidos en una fila de limpios pabellones, colocados en una galería espaciosa y larga. Las sirvientes de la casa eran todas incluseras que habían crecido en el establecimiento. La regularidad, limpieza y atención que se veían antes, rigen ahora también en el establecimiento.

El Orfelinato

que está situado cerca del jardín botánico (Jardin des plantes) contiene 1.100 niños, 600 de los cuales son empleados útilmente. Algunos se entrenan para la vida militar y hacen guardia completamente armados. En general tienen un aspecto sano y saludable. El pan que comen parece bueno y sabroso, y reina una gran limpieza en todo. El edificio es muy espacioso y los dormitorios están aireados, pero estimo que las camas están colocadas demasiado juntas. La escuela se halla dividida en varias clases. En una de ellas, donde se enseña a escribir, encontré colgadas de las paredes gran número de sentencias, pero no todas eran apropiadas para las mentes infantiles. Muchas de éstas, por el contrario, me parece que no producirían buenos efectos, como por ejemplo: reconciliarse con un enemigo, rara vez es cosa de duración. Esta máxima es desgraciadamente una gran verdad, pero ¿qué utilidad puede tener para la educación del niño? Es curioso advertir que la iglesia anexa al orfelinato permaneció intacta y ajena al pillaje y a la destrucción durante los largos años de la revolución.

La Fundación de St. Perine

es una institución nueva y excelente. Para ser recibida en ella cualquiera persona ha de estar enferma o ser anciana. En este aspecto se parece a todos los hospitales, pero difiere de ellos, y con eso hace honor al espíritu de la época, en que mediante fáciles pagos abonados en la juventud asegura una situación a las personas mayores sin apoyo, y no requiere ayuda por parte del gobierno. Cada persona que se suscribe, por ejemplo, paga entre los treinta y los cuarenta años dos francos al mes; de cuarenta a cincuenta, tres; de cincuenta a sesenta, cuatro; y entre sesenta y setenta, nueve francos; en total, 2.160 francos. Viene a ser una propiedad vitalicia. Si entra después de los treinta debe pagar los atrasos, pero los administradores hacen que estos pagos los hagan con facilidad las personas que carecen de fortuna. El suscriptor no puede entrar en la casa hasta que tenga los setenta años, a menos de hallarse enfermo.

Toda persona tiene en la casa una habitación muy bonita, propiedad suya, que puede decorar a su gusto, con una chimenea ingeniosamente adaptada a la ventana, y es cuidada esmeradamente. En la mesa (cada una de doce cubiertos) sírvense las mejores carnes y clases de pan. A las ocho de la mañana recibe un poco de refrigerio; a la una, sopa, carne cocida y vegetales, y a las siete de la tarde, verdura, fruta, queso y pan blanco todo cuanto quiera. Recibe una botella de vino a diario, excepto las mujeres, que no reciben mas que media. Cada mes la lavandera le entrega un par de sábanas limpias; cada cinco días, una camisa, un cuello, un pañuelo de bolsillo y un par de calcetines. Los enfermos tienen cuartos y departamentos aparte. Los muebles que lleva uno consigo pasan a formar parte de la casa, que también tiene médico, cirujano, botica y enfermeras constantemente en el establecimiento. Una situación muy bien elegida, en los altos de la calle Chaillot y unos jardines muy agradables, aumentan los encantos de esta casa, que en invierno se aumenta con un cuarto de reunión, donde se hallan los periódicos del día y las revistas más conocidas.

En resumen, una persona ha de ser muy pobre y ganar muy poco dinero si en el espacio de una vida no ha podido pagar 600 pesos. Ahorrando 15 al año, adquiere el derecho no a una caridad, sino a que se le cuide en sus años de vejez. Así no tiene que vivir de la caridad sino del fruto de su trabajo. ¡Qué consuelo es éste para los espíritus delicados! Una persona puede suscribirse por otras, y así los señores y señoras encuentran en ello un método excelente para asegurar la vejez de sus ancianos y fieles criados.

Las clases elevadas de París sienten gran interés por este establecimiento. Entre los que lo rigen se hallan el prefecto del departamento del Sena, el prefecto de policía, el arzobispo de París, el director del Banco de Francia, etc. Bonaparte mantiene treinta plazas, su madre, cuatro, y su mujer, veinticinco. El segundo cónsul, diez; el tercero, quince, y los diferentes ministros, diez plazas cada uno. Muchos extranjeros figuran también entre los suscriptores, como los generales rusos Sprengporten y Chitroff, el chambelán ruso Von Balk, el secretario del Gran Duque Constantino, Salrapesno, etc.

La Casa de la Moneda

Aquí pronuncia sus conferencias sobre química el célebre Le Sage, en una espaciosa sala, decorada soberbiamente con hermosas columnas de mármol. Y en la sala contigua se ve un busto que le ha sido erigido por sus discípulos agradecidos. La sala es cuadrada, pero en la mitad hay una división circular, en cuya parte exterior se puede admirar un magnífico gabinete de minerales. La parte interior está amueblada con bancos para la concurrencia. En un nicho, detrás de la silla del profesor, hay dos columnas egipcias, entre las cuales se ven toda clase de hornos, instrumentos y útiles de química. Una amplia galería rodea la sala, y a ella van a dar otras diversas. Se encuentran allí muchos modelos de máquinas, junto con los instrumentos necesarios para la minería, y en más pequeña escala, platos del célebre Palissy, que vivió hace trescientos años y que fue uno de los más grandes químicos de su tiempo, no conociéndosele por otro nombre que por el de Maestro alfarero.

El Colegio de Cirugía

Un edificio magnífico. El interior está de acuerdo con su apariencia externa. Las preparaciones anatómicas en cera son asombrosas por su veracidad, y creo que no las igualan más que las del consejero privado Loder, en Halle (Prusia). Existen varias reproducciones en cera de diversas enfermedades que, francamente, engañan a la vista; entre otros, una cabeza, cuya mitad está ya corroída por el cáncer, y que se puede comparar con el original, que está allí cerca; el enfermo vive aún y siempre ruega que le prolonguen su vida. Toda clase de sustento se le procura (Dios sabe cómo) a través de las aberturas nasales y por la boca; las mejillas y los dientes han desaparecido ya, y aun desea vivir. ¡Qué encanto mágico tendrá la vida que incluso los que en ella no encuentran más que sufrimiento, arden en deseos de prolongarla! Esqueletos, calaveras y huesos se hallan a centenares por todas partes; abortos de toda clase, niños que nacieron unidos y uno, especialmente, con la cabeza de sapo. Al contemplar esta monstruosa criatura, pienso sin querer en los lamentos que aquella mujer que le diera vida tendría durante el parto, y después de haber triunfado de sus dolores y en el momento de acercárselo a la fuente de vida de su pecho, ¡cuáles serían sus sensaciones al examinar aquella cabeza de sapo cerca de su cara!

Pueden verse curiosidades de toda clase, por ejemplo: el famoso Cartouche, la cabeza de cera del Bebé, el enano del rey de Polonia, con el traje que llevaba en vida, el esqueleto del hombre que murió el año pasado y que no tenía ni brazos ni piernas, sino solamente manos y pies que le salían del hombro y del extremo del busto, toda clase de piedras de las que se encuentran en el cuerpo de los animales, y otras, muy grandes, halladas en cuerpos humanos; la oveja, desde el primer momento de su existencia hasta su nacimiento, en más de cincuenta fases; una soberbia colección de instrumentos quirúrgicos de todas clases, así como una extensa biblioteca que no sólo tiene libros de ciencia, sino que contiene, con gran asombro mío, las obras de Voltaire. Se han hecho considerables reformas al edificio en que se halla instalada esta Escuela y con tal motivo diré algunas palabras referentes a la

Escuela de Veterinaria de Charenton

Debe su fundación al ex ministro François de Neufchateau, y al principio estuvo patrocinada con liberalidad, pero actualmente va decayendo mucho, ya que nadie parece interesarse por ella. Según me han asegurado personas bien informadas, este caso es el mismo de muchas instituciones de París, que aparecen con la rapidez y el brillo de un meteoro, pero que se extinguen con la misma velocidad. Tal fue la suerte de un hospital perteneciente a la Escuela de Medicina, que se estableció para el progreso de los discípulos, y que si mal no recuerdo, los franceses le llamaban Le Perfectionnement. Se hicieron muchas cosas, se nombró un cirujano, todo marchó bien y sobre ruedas durante cierto tiempo, pasado el cual la fundación se hundió en el olvido.

La Institución para Ciegos de Nacimiento

Ha sido muy acrecentada desde que la vi por última vez. La institución para niños se ha unido a la que existía para adultos en tiempos de la Monarquía, y que se llamaba popularmente Quinze-vingts, en la cual se les enseñaba todo clase de trabajos manuales y todo cuanto podía darles una forma decorosa de ganarse el sustento. Guiados solamente por el tacto, leen e imprimen como antes, tienen mapas y notas musicales en relieve. Son muy aficionados a la música y en sus dormitorios siempre se encuentran instrumentos musicales. Pasean por todas partes sin caerse ni hacerse daño y aparecen alegres y felices. A las niñas se las emplea en las hilaturas, pero este cometido me parece bastante inferior al de los arriba mencionados. La casa es grande y sucia, y se presta menos atención a los extranjeros que la que generalmente se suele conceder en París. Descé encontrarme en una reunión que se había anunciado a las doce en punto. Este adverbio se usa aquí en un sentido falso y erróneo. Eran las doce y media cuando entré y los ciegos estaban ya sentados y tocando sus violines. Cada cual tocaba una pieza, y aquello era tan confuso y sonaba tan infernalmente que, al fin, cuando ya había sonado la una lograron apartarme de aquella música, pues todavía no se había abierto la sesión. Pueden admirarse varias muestras de sus manufacturas, como, por ejemplo: cobertores, etc.

El Prytaneum

Esta institución se formó primeramente para huérfanos de los que murieron en el campo del honor, al servicio de su patria, o a los que la nación, agradecida, reconociera como uno de sus guías. Actualmente se admiten de pago, mediante la moderada suma de mil libras al año, por educación, alojamiento, vestido, etc. Si logran distinguirse, son recomendados especialmente al gobierno cuando abandonan el colegio. El número total de educandos es de 450. El director, M. Champagné, es hombre de grandes dotes; todos los profesores son hombres duchos en su cometido y están dispuestos a mostrar todo lo que pueda ofrecer algún interés. El enorme edificio, que antes pertenecía a los jesuitas, tiene grandes extensiones de terreno para juegos. Las diferentes clases, los dormitorios, refectorios, cocina, en fin, todos ellos, son amplios, espaciosos, aireados y limpios. Solamente duermen juntos los pequeños al cuidado de tutores y criados; los mayores tienen cada uno su propio cuarto, lo que es un plan excelente.

Viven bien. Pedí un trozo del pan que comen y lo hallé mucho mejor que el de Naudet, del restaurante del Palais Royal. Todos tienen aspecto sano y agradable. Una hermosa biblioteca de 30.000 volúmenes enriquece la institución y está compuesta, en su mayoría, de obras históricas. Se debe al ministro Benezech, pues la biblioteca anterior fue dispersada y destruida cuando la revolución.

Hice diversas visitas al Prytaneum. La primera vez estaba cerrada la puerta; acababa de dar la una y los educandos terminaban de comer, teniendo cierto tiempo libre para pasear, jugar, correr y divertirse en los terrenos de juego. El portero me rogó que pasara al recibidor y tuviera la bondad de esperar a que terminase el recreo. Contesté que sí y me dejé conducir al citado recibidor, donde creí que pronto habría de ser atacado por el aburrimiento, pero me equivoqué completamente, pues pude ver escenas que nunca olvidaré. Era la hora en que las madres pueden visitar a sus hijos. La sala está acondicionada para tal fin y todo alrededor se ven pequeñas mesitas tapizadas de verde con sillas dispuestas para que se puedan formar grupitos. Las madres estaban allí antes de la hora—la impaciencia maternal hace adelantar la hora siempre—, y con expectación no disimulada miraban hacia la puerta fijamente. Llamaban a un muchacho tras otro. Al entrar miraba a su alrededor y corría a abrazar cariñosamente a su madre. Una de las señoras cogió a su hijo en su regazo, sin tener en cuenta que ya era un muchacho de unos diez años de edad y le acunaba como si fuera un mamoncete. Otra se sentó ante una mesa con su hijo, al que había llevado cacahuetes que comía con envidiable apetito, mientras ella lloraba en silencio, intentando a cada momento disimular sus lágrimas para que el chico no las percibiera. Una tercera acogió a su hijo con muestras de cariño y le mantenía abrazado, pero al cabo de un momento comenzó el niño a llorar con amargura. Cada madre traía regalos a sus hijos, ridicules o pañuelos, cestitas o servilletas. Los muchachos recibían el regalo con alegría, pero a menudo no detenían éstos la expresión de su dolor. Una pareja de muchachos que probablemente serían huérfanos de padre y madre se sentaron muy tristes en una mesa, escuchando a un anciano, tal vez un amigo de sus finados padres, que les hablaba amablemente. Sus ojos miraban a los afortunados acariciados por sus madres y a aquellos de sus compañeros que habían recibido regalos. Muchas hermanas de los internos, las pequeñas como las mayores, estaban presentes, pero en ninguna de ellas observé muestras de pena. El amor entre hermanos y hermanas es cuestión de hábito, no de naturaleza.

La hora pasó muy rápidamente. Nadie se fijaba en mí, y tuve ancho campo para realizar mis observaciones. Al fin sonó un tambor; un abrazo más y en un abrir y cerrar de ojos quedó limpio el recibidor. Esta sala es sencilla y decorada con gran gusto, con bustos de los más célebres héroes franceses, entre los cuales se ven planos militares y dibujos confeccionados por los alumnos, que se exponen como recompensa. Hubiera querido hablar también favorablemente de la

Escuela Politécnica

pero todo lo que de ella puedo decir es que a los jóvenes soldados les enseñan aquí a ser ingenieros, inspectores, etc. Creo que muy pocos extranjeros deben visitar este establecimiento, porque durante todo el tiempo me mandaron ir de un lado para otro. Algunos funcionarios me recibían con petulancia, otros con amabilidad, pero todos ellos me enviaban siempre a que hablara con alguien, así que después de errar durante una hora de un patio a otro, desde esta avenida a la otra, pero siempre en vano, me marché.

El Ateneo de París

es una excelente institución que ha subsistido diecinueve años. Los miembros masculinos pagan noventa y seis francos, y las damas cuarenta y ocho al año. Esto no sólo les faculta para entrar en las selectas tertulias que se reúnen en los diversos cuartos del edificio, al uso de la biblioteca, donde se reciben todos los periódicos, a asistir a los conciertos que se dan dos veces al mes, sino, lo que aun es más valioso, a aprender los idiomas y las ciencias de labios de los mejores profesores. El lunes, Fourcroy y Mibel dan conferencias sobre química y botánica; el martes, Biot, Cuvier y Baldoni, de filosofía e historia natural y lengua italiana; el miércoles, Lavit, Sicard y Roberts, de perspectiva, óptica, gramática e inglés; el mismo día se dedica a prácticas de música; el jueves, Garat y Thenard, de historia y química; el viernes, Hassenfratz, Guinguené y Boldoni de tecnología, historia de la literatura e italiano y, por último, el sábado, Biot, Sue, Vigeé y Roberts, de filosofía natural, anatomía, literatura e inglés.

Cada domingo reciben los miembros del Ateneo en su casa un boletín en el que se les detallan los temas de la semana siguiente y en una de las salas se cuelga en un cuadrito el programa que ha de seguirse, en forma que todos puedan verlo y saber lo que se explicará cada día. Las damas, si así lo quieren, pueden retirarse a una habitación reservada para su exclusivo uso. Además de estos profesores y celebridades que lo son de esta institución, hay muchos otros, que sin pertenecer estrictamente a ella, dan en ocasiones conferencias donde exponen los frutos de su ingenio. Una biblioteca, que siempre se ve incrementada con obras modernas e interesantes, también se halla, como ya hemos dicho, a disposición de los socios. Es imposible encontrar por la suma de cinco luises de oro donde se pueda ofrecer ni disfrutar una mejor y más variada selección de diversiones selectas. Nadie puede introducir visitantes y fue una gran muestra de estima y favor la excepción que se hizo en mi honor. Estuve presente en la apertura de la asamblea para el año actual. Garat, como presidente, hizo el discurso preliminar; Guinguené dio lectura a un trabajo sobre historia de la literatura moderna; Bour Lormian recitó un fragmento en verso de «Los pensamientos en la noche», de Young; concluyendo todo ello con un concierto. De todo esto no puedo hablar mucho, pues habiendo llegado tarde, encontré la sala tan llena que me fue imposible entrar más adentro y perdí mucho, dada la distancia a que me encontraba.

El Ateneo de Extranjeros

es una institución del mismo género, pero dedicada solamente a las bellas artes. En una reunión, por ejemplo, Cailhava leyó declamando una tragedia; Lautier un cuento en verso titulado «El niño desagradecido»; Baour Lormian, la muerte de Narciso, imitada de Young; Murville una imitación de las sátiras de Juvenal; Lancival, el Adiós de Aquiles, de Deidamira, y Chazet una epístola poética. Los caballeros pagan setenta y dos francos y las señoras cuarenta y dos. Se dan también bailes y conciertos.

Hay en París muchos establecimientos similares, mejores o peores en su género, y debe uno estar de acuerdo en que no hay lugar en el mundo, sin exceptuar Londres, donde se ofrezca tanto alimento literario por un precio tan asequible. La Academie de Legislation y el Collège de France merecen ser citados también. Pero si se anuncia una conferencia por Delille me permito avisar al que esté interesado en escucharme, que se procure la entrada con quince días de anticipación, porque tres días antes de que se realice no la obtenéis a ningún precio.

La Biblioteca del Arsenal

contiene muchos cuartos y salas, no muy espaciosas en verdad, y ciento treinta y cinco mil volúmenes en excelente estado y seleccionados. Hay tres habitaciones llenas de manuscritos, los más importantes de los cuales han sido aprovechados en su mayor parte. Se dice que esta biblioteca será trasladada al palacio del Luxemburgo, pues el Senado quiere tener una propia. Contiene una curiosidad, bastante rara y portátil, que es el cuarto y el gabinete en que habitó Sully y que está entarimado y amueblado a la antigua. Sobre la chimenea se ve un espejo, unos de los primeros que se trajeron de Venecia, que en aquel tiempo constituiría un artículo de lujo, muy costoso, pero que en nuestros días es demasiado pequeño, incluso para el cuarto de una criada. Su antigüedad se nota por los costados, que se ven bruñidos. Probablemente Enrique IV conversó ante esta chimenea con Sully. En torno a ella están representadas varias figuras de mujeres heroicas de los tiempos antiguos y modernos, entre ellas, la Doncella de Orleans.

La Biblioteca de Mazarino

consta de ciento veinte volúmenes, colocados en una sala muy bien decorada, pero cincuenta de ellos se hallan en el suelo, como si se hubiera dispuesto de los estantes para otro fin. Alrededor de la sala hay muchos bustos antiguos y modernos, pero lo más curioso es un ex-voto, en caracteres fenicios, que algunos tirios prometerían dedicar durante una tempestad. Como está debajo la traducción griega, el abate Barthélemy, con ayuda de ello, restauró parte del alfabeto fenicio.

El Observatorio

es un edificio espacioso y convenientemente adecuado, con salas subterráneas. Se halla en él un telescopio de veintidós pies de largo con una lente que tiene veintidós pulgadas de diámetro, pero no es de platina como creí al principio. El aparato en sí tiene una apariencia enorme y pesada, pero por medio de ingeniosos mecanismos, un solo hombre puede manejarlo, de igual modo que la plataforma en que se halla. En la terraza hay pequeños gabinetes desde donde se estudian los cometas. La vista que se divisa desde allí de todo París es muy hermosa.

Una Grande y Capital Colección de Máquinas y Modelos

que ningún extranjero debe dejar de ver, está guardada en varias salas grandes, donde se pueden observar modelos de máquinas necesarias para la economía rural, como arados, molinos de viento, bombas, colmenas, máquinas de hilar, fuentes, hervidores, etc. Esta excelente institución, que aun no está completamente establecida y que se aumentará considerablemente en un futuro cercano, con gran sorpresa mía, apenas es visitada y tuve que buscar bastante para enterarme en dónde estaba.

El Panstereorama

nos muestra en dos salas, a París, Lyon y Londres, ejecutados en relieve con gran maestría. En las dos primeras ciudades incluso se ha tenido en cuenta la desigualdad del terreno y de todas maneras este arte muestra los objetos en una forma que llama poderosamente la atención. Otros panoramas los silenciaré, por muy conocidos.

El Gabinete de Grabados en Planchas de Cobre

que está agregado a la Biblioteca Nacional es una de las curiosidades más dignas de ser visitadas. Es una inmensa colección, que quizá contiene más de un millón de grabados. Han sido clasificados cuidadosamente y un excelente catálogo se abre a la curiosidad, ofreciendo a todos la ventaja de poderlo consultar. Se ve muy ocupados a un gran número de artistas, sentados en grandes mesas, bien copiando, bien contemplando los grabados. Están guardados en grandes portafolios, como libros, y divididos por países. Cada país tiene sus subdivisiones. Los retratos dignos de mención son innumerables y están a su vez divididos en varias clases, como príncipes, hombres ilustres, artistas, de forma que cada retrato se pueda encontrar con facilidad. Yo, por ejemplo, tuve curiosidad por ver el de Lutero y busqué el lugar en que está Alemania, pasé las diferentes divisiones y en la última, entre eclesiásticos, hallé lo que buscaba, en pocos minutos. Una vez, para divertirme, pregunté por los artistas alemanes y con gran sorpresa encontré que en el mismo volumen estaban los monstruos y los locos.

La Iglesia de San Sulpicio

Una estructura mayestática, cuyo exterior da más idea de sublimidad que Notre-Dâme. Vista por detrás, la cúpula produce casi un efecto mágico. A través de una abertura practicada tras el altar mayor se ven correr las nubes, y sobre él hay una Virgen bendita con el Niño Jesús en los brazos, construida en mármol, de una ingeniería tan exquisita, que aun a muy poca distancia la imaginación parece animar la más feliz de las ilusiones.

FIN DEL LIBRO II


LIBRO III

El Palacio Real

El patio interior, de trescientas veinte yardas de largo y doscientas cincuenta de ancho, fue replantado recientemente. No creo que por mucho que viva la presente generación podrá pasear a la sombra de esos árboles, pero con sombra o sin ella, esta plaza viene a ser un lugar de paseo para muchos miles de personas, y durante la mayor parte del día, sus placetas y arcadas se ven tan llenas de público, que es imposible abrirse camino sin ayuda de los hombros. Esto no es de extrañar, ya que se encuentran en él dieciocho cafés, diez restaurantes, media docena de pastelerías, varios establecimientos de bebidas, de helados, de frutas, un par de lugares para jugar al billar y gran número de confiteros; en una palabra, podéis comer y beber sin duelo y tomar gran cantidad de golosinas de todas las partes del globo. Entre otras cosas hay una tienda que solamente expende barquillos, y donde siempre hay varias personas ante la estufa, comiéndolos, porque son excelentes, y porque no hacen otra cosa que comer barquillos. En una pequeña sala de la trastienda se sirven aún calientes y si queréis podéis tomarlos con un vaso de Málaga. Éste era mi desayuno habitual, pues no hace trabajar mucho el estómago. El que no guste de ellos, no tiene más que dirigirse a la tienda inmediata y comprar un pastel frío de perdiz, o algunas otras viandas frías, que están expuestas en la forma más tentadora para la vista. Si así lo deseáis, podéis subir algunos escalones y encontraréis unas salas elegantemente amuebladas en donde se puede jugar a toda clase de juegos de azar y rascarse bien la bolsa; o caer en las redes de las sirenas y quedarse en el entresuelo, o leer los periódicos en el café o ir a las salas de lectura instaladas por un tal Jorre y donde, mediante el pago de seis libras al mes, podéis leer, confortablemente instalado en dos habitaciones con calefacción en invierno, desde la mañana a la noche, cuarenta periódicos y revistas. Cuando os hayáis cansado de todo esto, y, no lo olvidéis, sin salir siempre de la misma plaza, podéis ir al Théâtre Montansier o a Les Ombres chinoises de M. Serafin o al Théâtre des Enfants, a la exposición de muñecas o al teatro privado que hay en el sótano. Cuando estuve allí, se podía admirar a Píramo y Tisbe, en figuras de cera; el cuerpo de la virtuosa Tisbe, fecundado probablemente por Píramo, se podía abrir y examinar la situación y estado en que se hallaba el feto. Ante la puerta encontrábase un charlatán que todo el día gritaba constantemente: «Pasen, señores, y admiren la obra de arte, curiosa e interesante. El profesor va a comenzar la explicación dentro de un momento. ¡Pasen, pasen!»

Este reclamo lo cantaba más que lo pronunciaba, con una especie de tonillo que se metía en el oído y persistía aún después de haber dejado el Palacio. Entretenimiento más científico y más serio era el de Bertrand, unos pasos más allá.

El Théâtre Français, el primero en París, también está unido con el Palais Royal, ya que se puede ir a él a través de una serie de paseos cubiertos. Si se han agotado ya todos los recursos, otro medio de diversión es el de curiosear en las veinte librerías que existen establecidas bajo los arcos, o cediendo a impulsos de la vanidad, podéis haceros un retrato por un miniaturista. Hay más de veinte de estos artistas que exhiben sus muestras, buenas y malas, caras y baratas, desde seis libras a diez luises. Algunos de ellos os ofrecen terminar un retrato en el espacio de una hora y son lo bastante artistas para lograr, por lo menos, un parecido. Vi, por ejemplo, durante mi estancia en el Palais, un retrato del príncipe heredero de Weimar, mal pintado, pero con un parecido bien logrado. Si a pesar de todo ello aun buscáis más diversiones, podéis hallarlas leyendo los mil carteles que se ven pegados por las paredes o contemplar los escaparates de las tiendas elegantes. Entre ellas encontraréis dieciséis comercios de sombreros para señora, veinte almacenes de ropa usada y trajes hechos, treinta bazares repletos de toda clase de telas para señora y caballero, numerosos baratillos conteniendo quincalla, vidrios, porcelanas, armas, juguetes de niño, sellos, etc.

Si no tenéis dinero para comprar todo esto, encontraréis también dos casas de empeño y dos tabucos de lotería. Los primeros os dan dinero contante mediante la pignoración de alguna prenda y los segundos os proporcionan amplias esperanzas de tenerlo. En resumen, dentro del recinto del Palais Royal encontraréis todo cuanto es preciso para hacer la vida agradable, desde el Théâtre Français hasta el limpiabotas, que por cierto lleva la pomposa inscripción de «Aux artiste reunis» (Los artistas unidos).

Los cafés rivalizan unos con otros en la apariencia más espléndida. Uno se llama el «Café de las mil columnas» (Café aux mille colonnes) porque tiene en su interior media docena de ellas, que se multiplican, mediante el reflejo de un espejo en otro, en miles de ellas. Existe otro, con el nombre del Monte San Bernardo, y que se denomina asimismo «único». El procedimiento empleado para hacer que resalte de los demás, es muy original: sacrificar una parte muy considerable del café para erigir un modelo en pequeñas proporciones del Monte San Bernardo. Además de esto, todas las salas se ven decoradas con muñecos que están dotados de movimientos. Sus vestidos son los de las diversas naciones, especialmente los descritos en los viajes de Cook, habiendo también algunos con trajes regionales franceses de las provincias más apartadas, en general, muy bien hechos y con bastante propiedad. La persona que tome una taza de café aquí, por lo menos, tiene la seguridad de pasarlo bien y entretenido.

El Palacio del Senado, Antes Palacio del Luxemburgo

Los jardines anexos a este edificio tienen muy poco que envidiar a los de las Tullerías, en especial desde que han sido considerablemente ensanchados y adornados con abundancia de estatuas. El vestíbulo que conduce a la galería se halla adornado con célebres cuadros que representan los principales puertos franceses, por Vernerit, cuadros que antes adornaban el hotel de la Marina y que ahora no contiene nada digno de verse. La galería lleva el nombre de Rubens, pues casi toda está ocupada con los cuadros del célebre maestro, representando la vida de María de Médicis, aunque debo confesar, francamente, que estas pinturas no son las más adecuadas para mi gusto. Encuentro en ellas un conjunto de ideas que pudieran denominarse poéticas e ingeniosas, pero que bordean lo ridículo. En el nacimiento de María, Lucina, la antigua diosa de las comadronas, entrega la niña a un león, que representa la ciudad de Florencia. Para su educación, Apolo toca música en un violoncelo; en su casamiento, Hymen lleva la cola de su traje y está presente un perro, probablemente como símbolo de la fidelidad. Cuando desembarca en Marsella, las Sirenas casi se rompen las costillas intentando detener el buque y un tritón propina al navío un fuerte golpe con su lira. Las bodas se celebran en Lyon, donde aparece vestida de Juno, y Enrique IV la recibe como Júpiter. Cuando nace Luis XIII, la Fertilidad le presenta un cesto con cinco niños como intimándola a no tener menos. En su coronación se observan varios perros que parecen muy atareados. En la apoteosis de Enrique IV, Belona se arranco los cabellos, y también juegan un papel importante en este cuadro otros varios perros corpulentos, que en muy pocos cuadros dejan de verse. Los hay de todas clases: galgos, buldogs e incluso perros falderos. En el cuadro que representa a María gobernando, un globo (símbolo de Francia) está sostenido por palomas. La reconciliación entre ella y su hijo se hace en presencia de una variada colección de perros. Si se añade a todos estos absurdos, la adulación, un tanto servil, que resulta de las alegorías, se saca en consecuencia que el efecto artístico está muy diluido, aunque sean obras de Rubens.

«Un ermitaño durmiendo», por Vien, que debe su origen a la casualidad, es una réplica a los anteriores absurdos. El artista quería dibujar un pie, y un ermitaño era su modelo. El anciano, que quizá no era muy sobrio, sentía un gran cansancio y se encontraba soñoliento; trató de mantenerse despierto tocando un violín, pero al fin le venció el sueño, y su cara era tan interesante que el pintor, en vez de dibujar el pie, tomó un apunte de cuerpo entero y de él hizo su obra más importante.

La «Sagrada Familia», por Rafael, es exquisita, sea o no obra del gran maestro, pues algunos entendidos dicen que lo es de su discípulo Andrea del Sarto. El asunto no está claro, pues me acuerdo perfectamente de haber visto la misma Sagrada Familia en Viena, como de Rafael, y si mal no recuerdo, mucho mejor cuadro. Sea Rafael legítimo o no, es igual, pues ambas son obras maestras.

Desde la galería de Rubens se penetra en la de Le Sueur, a quien se le llama algunas veces el Rafael francés, aunque nunca haya estado bajo el sereno cielo italiano. Sus producciones aquí expuestas representan la vida de San Bruno, en veinticuatro cuadros. Los pintó sobre madera para los monjes cartujos, cuyo fundador fue San Bruno. Las travesuras de los muchachos o la malignidad de la envidia estropearon estos cuadros de tal manera, que los cartujos se vieron obligados a cubrirlos con maderas. Actualmente los han restaurado por completo y trasladado de madera a lienzo. El espectador ha de saber algo de la vida de San Bruno para encontrar algún placer en su contemplación. Pero como, por un lado, yo no estaba muy dispuesto a repasar la legendaria vida de este santo y, por otro, pensé que estos cuadros, pintados primeramente por mandato de una reina, habían sufrido un mal trato, y después reparados malamente, trasladados de madera a lienzo y reparados otra vez, y como tras de todo esto no me darían una idea muy exacta del genio de Le Sueur, dediqué mi atención preferentemente al excelente grupo de Cupido y Psyche, hecho en mármol, ejecutado en Roma por Delaistre, artista que aun vive. Creo que para que este grupo alcance su máxima celebridad, comparable a las obras griegas y romanas, es necesario que el artista haya muerto y que pasen dos o tres siglos.

La sala de reuniones del Senado es muy hermosa, pero no llama demasiado la atención. Es excesivamente pequeña, y me dijeron que estaban haciendo preparativos para trasladar el lugar de reunión a otro edificio. La pieza más notable del Luxemburgo es la sala donde se reunía el Directorio y que antes de la Revolución era el dormitorio de madame, esposa hoy de Luis XVIII. Se puede ver en ella un gran mapa de Alemania y los países limítrofes, donde constan señaladas las posiciones alcanzadas por los ejércitos franceses al firmarse el Tratado de Paz de Campo Formio, mediante papeles de colores y cintas de seda de diversos tonos. Los diferentes colores marcan los cuarteles de los generales, los otros los puestos, más fáciles o más difíciles de defender, etc. Los lugares en que se verificaron los encuentros están marcados con papeles sujetos a la pared mediante alfileres. Y pensé que ¡cuántas veces el dedo de un Director, después de haber cogido con la mayor indiferencia un mazo de alfileres, habría señalado la ruina de mi país natal!

La Sala del Consejo de los Quinientos

Tal debió ser el aspecto del Senado de la antigua Roma, y si no fue así, de seguro que sería bastante más inferior al porte de la sala del Consejo de los Quinientos, que realmente es espléndido sin tener demasiado lujo ni vana ostentación. En un vasto semicírculo se elevan los quinientos asientos en forma de anfiteatro; tras ellos hay una galería para las autoridades constituidas, y más arriba, en el segundo piso, la tribuna pública. El techo que se une a esta última, se halla decorado con pinturas de los antiguos legisladores y republicanos célebres. Se ve a Solón, Régulo, Catón y muchos otros, señalando debajo la época en que vivieron. En medio de todos ellos, la Naturaleza está sentada en un trono y al pie se lee: Sólo la Naturaleza dicta leyes eternas. La sala recibe la luz desde arriba y el calor desde abajo, pues no tiene ni ventanas ni estufas.

Enfrente de los asientos de los Quinientos hay una graciosa tribuna para el presidente y, un poco más lejos, otra para los secretarios. Las paredes están adornadas con tapicería, no tricolor, sino de un tono verde claro, con adornos de color llama. Todo está simplificado dignamente y creo que es imposible hallar en el mundo un lugar más apropiado para el uso a que se le destinó.

Por supuesto, todos estos recursos que tanta influencia tienen sobre los sentidos y, a través de ellos, en el cerebro, son menospreciados por nosotros los alemanes, que nos preciamos de hipersólidos. Incluso los ridiculizamos porque nos consideramos muy razonables, y por ello, a causa de nuestro buen razonamiento, nunca nos ponemos en marcha. El francés, por el contrario, no omite nada que le recuerde sus acciones y le incite a las futuras. Lo que para ello inventa, no es original, sino copiado en su mayor parte de los griegos y romanos, pero es igual, pues produce el mismo efecto en todos los tiempos. Así, en las salones del Cuerpo Legislativo se ven tablas y lápidas que recuerdan las diferentes victorias y conquistas de los ejércitos franceses. El que pasa por estas salas involuntariamente las lee, dejándole diferentes impresiones según sea su profesión o estado. En el soldado excita la ambición; el ciudadano siente realzado su espíritu nacional. El que ha servido en el ejército ve en ello una especie de recompensa halagadora; el que sirve en él anticipa la recompensa que le espera. Estas sensaciones, sin embargo, no pueden ser causadas como si lo visitarais en persona.

El Hotel de los Inválidos

Que el aspecto exterior de este edificio no es superado por ninguno en lo que a magnificencia se refiere, es un hecho tan conocido que no he de detenerme en él. Pero el visitante experimenta una singular, casi diría una agradable melancolía cuando pasando a través del gran jardín que se extiende hasta el edificio, admira la hermosa perspectiva que desde allí ofrece el Sena y a cada paso se encuentra con veteranos mutilados, que a pesar de ello, miran con alegría y salud, respirando el aire fresco, sentados con comodidad en los bancos, o paseando lentamente por los jardines. Llegué a las doce del día, cuando el tambor tocaba a comida; viejos y jóvenes, arrastrándose o cojeando, se reunieron en el gran refectorio, se sentaron en mesitas redondas y con un envidiable apetito, hicieron los honores a una comida excelente y nutritiva. No es obligatorio, sin embargo, comer en tales comedores, pues la nación agradecida no sólo les suministra alimentos, sino que les proporciona comodidades para su vejez. Vi a varios que recogían sus raciones y las llevaban a sus habitaciones. Cada uno de ellos gozaba de una botella de vino para ayudar a la comida. Pero después de haber satisfecho las necesidades de su apetito, ¿qué tienen estos valientes a su disposición para combatir el aburrimiento? Tienen una excelente biblioteca y más de un príncipe alemán se enorgullecería de poseer otra semejante en su residencia. Es una enorme sala donde hay por todas las paredes estanterías repletas con las obras literarias antiguas y modernas. Para ayudar a este alimento del espíritu hay convenientemente colocadas sillas y mesas.

Se pueden leer, en diferentes sitios, varios avisos por los que no se permite escupir en el suelo, que está conservado escrupulosamente limpio. En la parte de atrás de la biblioteca luce el cuadro de David representando a Bonaparte cruzando los Alpes, mientras que una racha de viento ahueca la capa sobre su cabeza. Es el mismo que Bonaparte regaló a los inválidos y que éstos saludaron a su llegada con descargas de artillería. La gran capa, desplegada casi como una vela, se come, por así decirlo, al hombrecito. Desde luego no presenta el menor parecido, pero la adulación tiene buen cuidado de que se multipliquen las copias. Encontré un pintor y dos jóvenes, sentadas ante él, sacando copias; el primero era un miniaturista y las señoritas solamente tomaban apuntes. Algunos inválidos estaban sentados alrededor de ellos leyendo: uno, una obra militar; otro, una tragedia de Racine, y el tercero una novela, pero sus miradas estaban pendientes de las visitantes del bello sexo; y como la temperatura era más bien baja, se acercaron para rogar a las señoritas que se arrimaran a la estufa para calentarse, mas como ellas no quisieron abandonar su trabajo, se apresuraron a traer una colchoneta de paja que colocaron bajo los pies de las damiselas, para evitarles el frío del mármol de aquel pavimento. No hay que olvidar al leer esto que se trataba de unos soldados rasos. Por supuesto, después de haber paseado una hora a través de este palacio, casi se siente uno tentado de que le corten una pierna para obtener derecho a quedarse.

Un espectáculo sublime es el que ofrece la gran cúpula, de cuya parte superior hay colgadas un sinnúmero de banderas, cada una de las cuales forma una letra de una inscripción proclamando las victorias francesas, jeroglíficos legibles para cualquier persona. Se ven banderas de todas las naciones trinfalmente desplegadas, mas a pesar de que busqué cuidadosamente no logré ver ninguna prusiana. Lo capturado en Egipto, como las medias lunas y las colas de caballo, está colgado en pintorescos grupos de color, junto a las columnas. Hay varios cientos de banderas y os paseáis como si os encontraseis en una enorme tienda de campaña, pero no es necesario mirar solamente hacia arriba, pues las paredes no son menos dignas de mención. Inmediatamente que se entra, tanto a la derecha como a la izquierda, las paredes se ven cubiertas con lápidas de mármol hasta arriba y del mismo modo que las antiguas tablas griegas en el Museo Napoleón perpetúan la memoria de los héroes de la raza de los Erechtidas, aquí se leen los nombres de los guerreros que se han distinguido en diferentes ejércitos o murieron en el campo del honor. Estas lápidas de mármol quizá servirán algún día a los franceses como pruebas de su ascendencia genealógica.

Seguí adelante, echando un vistazo a los cuadros. El más alabado y el mayor en tamaño, es el que representa el 18 de Brumario, pero no me causó gran impresión, en parte porque no soy amante de las alegorías y en parte porque tal hecho creo que ha sido glorificado demasiado pronto. Tan sólo debían acogerse en la cúpula de los Inválidos, así como en el Panteón, los hechos que estimara convenientes la posteridad. Las batallas de Luis XIV tienen aquí ciertamente un lugar adecuado, pero poco se puede ver en ellas, ya que todos los cuadros de batallas se parecen unos a otros extraordinariamente; por el contrario, este lienzo que representa el heroico sacrificio realizado por un oficial en Nancy, colocándose voluntariamente en la boca de un cañón para evitar que éste hiciera fuego sobre los ciudadanos y que sucumbió víctima de su arrojo, es una pintura muy digna de apreciarse, y realza su valor el estar colocada aquí. Finalmente, al caminar bajo la vasta cúpula, rotonda gigante que se eleva hacia los cielos, observé como único adorno, su adorno más valioso en el estricto sentido de la palabra, la tumba de Turena. Sus huesos, salvados del panteón de St. Denis, reposan aquí. El monumento mortuorio se parece al que sus hijos le erigieron en St. Denis. Algo hubo, sin embargo, que me sorprendió en la cúpula y fueron los doce apóstoles y debajo los bajorrelieves de Voltaire, Rousseau y otros. ¿Qué ha ocurrido para que se mezcle a Voltaire y a Rousseau con inválidos y apóstoles?

El Jardín Botánico
(Jardin des Plantes)

El Jardín Botánico es muy amplio y hermoso, pero como no soy un botánico, no debe esperarse de mí ni una descripción ni una fundada opinión sobre él. Los invernaderos son edificios pequeños y atractivos, que no tienen nada de particular. Los que han visto los excelentes invernaderos de Schöenbrunn, cerca de Viena, encontrará estos de París como unos chamizos miserables en comparación de aquéllos, donde cada cosa está arreglada con sumo gusto, tanto para la vista como para el olfato, y sin perder de vista a la ciencia, puede decirse que arreglados poéticamente; las plantas acuáticas flotan en espaciosas fuentes de mármol, las plantas aromáticas están arregladas artificialmente concordando sus varios colores; los árboles y productos de la zona tórrida gozan, mediante instalaciones a propósito, de la temperatura del país de su procedencia y todo es tan amplio y espacioso que da placer pasear entre ellas. El director o jefe de jardineros de este admirable establecimiento, une a los extensos conocimientos en su rama, los modales más complacientes y el mismo ha viajado por todos los países desde los cuales Flora y Pomona han enviado aquí sus productos. En una palabra, nada de esto se encuentra en el Jardin des Plantes. Es preciso marchar con dificultad entre toda clase de arbustos y matojos y un sucio ayudante del jardinero os muestra el camino. Al fin os halláis al aire libre y podéis admirar al pasar el famoso cedro, cuya parte superior fue arrancada durante la Revolución de un cañonazo.

Los animales exóticos son muy numerosos, pero no hay entre ellos ninguno que no pueda verse en otra parte. Un par de elefantes, que realizan toda clase de juegos, los osos de Berna, también botín de conquista, leones, tigres, leopardos, lobos, águilas, un avestruz, una pareja de canguros, una garduña, diferentes clases de carneros, cabras y ciervos, constituyen el conjunto zoológico. Pero, y esto es una buena costumbre, todos aquellos animales de los que no hay que temer por su ferocidad, pasean a su gusto al aire libre y solamente están separados unos de otros por alambradas bajas, desde las cuales puede mirar con comodidad un hombre de estatura media.

Pero lo que hace más interesante el jardín botánico de París, y lo que más atrae al público, a pesar de su antigüedad, es la galería de historia natural. No tiene rival en el mundo y está contenida en un lindo edificio por espaciosas salas, inmediatas al jardín. El conjunto se halla dispuesto en estantes de cristal, en la forma más agradable e instructiva. En el primer piso se ven los productos del reino mineral y vegetal, muchas petrificaciones, entre ellas una serie de peces fosilizados, uno de los cuales fue atacado sin duda por las masas pétreas aun fluidas en el momento en que estaba engullendo a otro pececillo más pequeño y todavía puede verse la mitad de éste saliendo fuera de su boca, en el estado en que quedó petrificado juntamente con quien lo devoraba. Uno de los más curiosos objetos es una quijada de cocodrilo fosilizada. Se ven también numerosos aerolitos; más lejos, se pueden contemplar las más variadas clases de maderas y frutos de todas las partes del mundo, muchas de las cuales se conocen solamente por los libros de viajes y las expediciones. Los frutos están o secos o conservados en alcohol, y algunos reproducidos en cera. En el segundo piso se ven varias especies del reino animal, donde pueden apreciarse tras de los cristales, mariposas, escarabajos y toda clase de insectos; siguen luego las serpientes, lagartos y tortugas, más allá los pájaros de toda especie, con su infinita variedad de bellos plumajes y parte de los cuales están con sus nidos y huevos. Se ve allí al pájaro mosca con su nido lleno de polluelos, no mayores que abejas y su madre que parece un tábano. Un poco más lejos está el gigantesco casuario y el avestruz. La Naturaleza ha mostrado toda su magnificencia en los soberbios colibrís y en las innumerables especies de loros. Una gran sala contiene los cuadrúpedos. En el centro se ve la cebra con sus franjas variadas, el rinoceronte, el elefante, y finalmente la esbelta jirafa, al lado de la cual el elefante semeja un enano. A dos pies de distancia encontráis al ratón siberiano, el más pequeño de los cuadrúpedos. Si se piensa que el pájaro mosca y el avestruz, el ratón de Siberia y la jirafa reciben de la naturaleza la misma vida que los diminutos átomos y corpúsculos, ¡cuánta materia podría hallarse para serias reflexiones! En los estantes laterales os halláis no solamente con los animales más conocidos que se hallan en otras partes, sino también con el hipopótamo, el manatí, el antílope, el perezoso, el oso hormiguero; en resumen, todos los animales que pueden leerse descriptos por Buffon.

El edificio, por muy grande que parece, ha venido a ser, en realidad, demasiado pequeño, por lo que actualmente se piensa en su ampliación, ya que no hay sitio para las curiosidades traídas por el capitán Baudin. Todos estos tesoros acumulados están abiertos diariamente, y gratis, para recreo de los curiosos y enseñanza de los escolares; puede entrarse también en la biblioteca adjunta, decorada con el busto de Buffon y donde hallaréis todas las obras relacionadas con la historia natural y hasta sentaros, leer, examinar y tomar apuntes. Este establecimiento no tiene competencia en su género, y constituye un motivo de admiración para el extranjero y le hace quedar agradecido a un gobierno que tan liberalmente lo pone a disposición de sus súbditos o de los extranjeros que desean aumentar su conocimiento de las ciencias.

El célebre Cuvier vive en el extremo opuesto del jardín y he de mencionar aquí su gabinete anatómico, que más propiamente debía llamarse museo, tanto por su extensión como por su contenido. El propio Cuvier lo muestra con agrado y da al mismo tiempo instrucciones y descripciones sobre el tema. Encontraréis en él las criaturas más pequeñas de las conocidas, incluso insectos, cuya disección es una verdadera obra de paciencia y destreza; entre otros un gusano de seda con sus huevos, que hace pensar que Cuvier en vez de ojos tiene dos microscopios; los pollos desde su primer origen en el huevo hasta que salen de él; gran número de esqueletos de pescados, y cuadrúpedos, y entre estos últimos una soberbia jirafa, que perteneció antes al Estatúder; dos camellos a su lado, que caben holgadamente bajo el vientre de la jirafa; la cabeza de un cocodrilo por la que uno se da cuenta, en contra de la opinión que prevalecía, de que este animal abre y cierra la mandíbula superior, pero que la inferior permanece inmóvil; un par de dibujos de elefantes, etc., monstruos, tanto en hombres como en animales; el esqueleto del enano Bebé, el favorito del rey Augusto de Polonia, algunas momias egipcias y algunas de los guanches, los antiguos habitantes de Tenerife. Los dientes de estos últimos son romos, sin filo, de lo que se infiere que su alimento era solamente hortalizas; sus cabezas están muy bien formadas y Cuvier opina que esta raza extinguida o más bien extirpada, era una raza humana muy bella y de noble aspecto. La colección de cabezas está volviendo a ser lo que era antes y, desde luego, es muy inferior a la que posee el consejero áulico Blumenbach, en Gottingen. Puede hacerse aquí una melancólica reflexión a los que defienden las ideas de humanidad y de libertad de los negros, y es que las cabezas de éstos parecen corresponder a razas mestizas entre el hombre y el mono; son tan contrahechas como las cabezas de estos últimos y la frente la tienen hacia adentro. Entra en lo posible que los negros no sean hermanos nuestros. Cuvier dijo cosas muy interesantes acerca del sistema del famoso Dr. Gall, con quien está en correspondencia: es de opinión que puede haber verdad en el conjunto, pero en lo que respecta a los pequeños detalles, no puede definirse como Gall pretende hacerlo. ¿Por qué no, digo yo? Si el conjunto ha sido comprobado, los detalles se encontrarán en los experimentos y el que haya oído las conferencias de Gall, aunque solamente sea una vez, queda convencido por las pruebas que aduce ante sus oyentes.

Tiene también una notable colección de huesos fosilizados que, aunque todos han sido hallados en las proximidades de París, pertenecen a quince especies de animales diferentes, ninguno de los cuales existe y que evidentemente vivieron en una época de nuestra creación de la que no queda memoria. La nueva creación produjo animales semejantes, pero no los mismos. Esto le da al pensador la oportunidad de sumergirse en un océano de ideas confusas. Cuvier está actualmente trabajando en una obra sobre dicho tema, que miles de personas como yo esperan con ansiedad. Una colección de cabezas, desde el primer momento de la vida, año iras año, hasta el período más avanzado de la senectud, aun se halla incompleta. Es de notar, también, una colección de diferentes plumas de aves, notables por la forma, no por sus colores; la estructura del ojo humano, del oído y de las partes pudendas, hechas en cera, no están tan bien como las de Bertrand. Espera recibir en breve un gran número de animales de África, que envía el bey de Túnez, y que se hallan en camino. Cuvier alaba a los generales franceses con mando en los distintos países por lo que contribuyen a enriquecer el Jardín des Plantes. Estaba trabajando en la disección de un opposum, que había muerto algunos días antes de mi visita y, por otro lado, esperaban que la hembra del canguro tuviera descendencia de un día para otro.

EL FALSO DELFÍN

Esta historia extraña, que por lo que se me alcanza no ha sido muy difundida, espero que origine la mayor sorpresa, si aseguro a mis lectores que no solamente existe en Francia un gran número de personas que creen implícita y firmemente que Luis XVII vive, sino que aducen para ello un gran número de poderosas razones. Si no fueran tan marcadas algunas falsedades, yo mismo confesaría que el asunto es posible. Relataré primeramente la historia tal y como ha quedado en los archivos de los tribunales y después cómo la hacen aparecer el héroe y sus partidarios.

Jean Marie Hervagault es hijo de un sastre en St. Lo, de figura simpática y atractiva, facciones que tienen gran parecido con las de Luis XVI, esbelto, despejado, vivaracho, comunicativo y afectando inocencia de un modo magistral, es decir, una persona de grandes dotes naturales, pero no educada. Se supone que fue hijo natural del difunto duque de Valentinois, que poseía grandes tierras en Normandía. Los extraños hechos que acaecieron durante la Revolución desordenaron sus pensamientos; vio que muchos habían salido de la obscuridad para escalar los más altos puestos y deseó hacer lo propio. En septiembre de 1796 abandonó la casa de su padre y cual un vagabundo recorrió el país, presentándose como el hijo de una familia ilustre, reducido a la miseria por la revolución. Su juventud, su apariencia inocente y simpática y lo plausible de su relato, le procuraban por todas partes una recepción favorable y mil ayudas por doquier. No tenía documentación alguna, pero tampoco le fue jamás pedida. Avanzando en desparpajo se atrevió a llevar a cabo su engaño en las ciudades. Llegó a Cherbourg, pero pronto fue detenido como vagabundo. Su padre, el sastre, al saberlo, corrió para sacarlo, y no fue pequeña su sorpresa al encontrarlo provisto de dinero abundante y de joyas. Lo llevó consigo a St. Lo, donde el rebelde muchacho no permaneció mucho tiempo, sino que se escapó por segunda vez y penetró en el departamento de Calvados, y habiendo crecido durante este tiempo, tanto en cuerpo como en habilidad y presencia de ánimo, fue urdiendo cada vez más historietas ingeniosas que las que en un principio explotara. Unas veces pasó por ser hijo del príncipe de Mónaco y otras por el heredero del duque de Ursel, en Holanda. Fue subiendo paso a paso y se hizo, antes de ahora, pariente de Luis XVI, el emperador José II y del rey de Prusia. Mirando por su seguridad, que decía amenazada, viajaba con traje de mujer, pretendiendo por entonces que acababa de volver de Inglaterra, avergonzándose de haber robado algún dinero a su padre, emigrado allí.

Mucha, mucha gente de clase elevada y de educación y rango, fue engañada, ya que la presencia del joven halagaba sus ideas y prejuicios políticos; las mujeres, en particular, mostraron una decidida parcialidad a su favor, porque sabía dirigirse a sus corazones. Sus aventuras terminaron por atraer la atención, y arrestado por segunda vez, estando disfrazado de mujer, fue llevado a la cárcel de Bayeux, a una distancia de solamente diez leguas de St. Lo. Su padre acudió allí para procurar de nuevo su libertad que, en consideración a la juventud del reo, fue concedida, y el muchacho colocado bajo la autoridad paterna. Trataron de enseñarle el oficio de sastre, cosa intolerable para su espíritu, y de nuevo escapó.

En 1797 se le vio en la diligencia entre Laval y Alençon, vestido sencilla y decentemente, conforme a su sexo. No lejos de la última ciudad citada, se apeó y marchó a un pueblo situado a un lado de la carretera principal, llamado Les Joncherets. Habiendo anochecido, pidió alojamiento a un campesino, quien le indicó la casa de la señorita Talon-Lacombe, como de mayor interés, por tener mejor acomodo. A esta señorita le confesó ser un miembro de la familia de los Montmorency, que poseía un castillo y haciendas cerca de Dreux, pero que se veía obligado a huir de sus perseguidores. La referida dama se tomó un gran interés por él, le suministró dinero y ropa, que le prometió pagar a su llegada a Dreux. Vivió durante algún tiempo completamente a su gusto, desempeñando el papel de hombre de calidad, y una vez, por ejemplo, al mozo de cuadra, le gratificó con un luis, por haberle ensillado un caballo.

Al fin se sintió obligado a salir de allí, y la señorita Lacombe le acompañó a Dreux para obtener el pago de lo que le había adelantado. Ambos llegaron sin novedad a la mencionada villa, pero tanto castillo como hacienda se habían volatilizado. ¿Acaso podía darse nada más natural? La Revolución es buena excusa para todo cuanto ocurre. Habiendo perdido cincuenta luises de oro y habiendo ganado experiencia, la joven regresó a su domicilio.

Nuestro héroe fue ganando, cada vez más, en atrevimiento y osadía. En mayo de 1798 llegó en diligencia hasta Meaux, solamente distante ocho leguas de París, y se apeó en una posada, donde pidió un refrigerio, pero careciendo de documentación, le fue negado alojamiento por la noche. A la esposa de un comerciante de París, Laravine, que circunstancialmente se hallaba en Meaux, le dio pena y le permitió dormir en su almacén. Esto le envalentonó para pedirle más favores y tuvo éxito. Se presentó como el hijo de un rico granjero de las cercanías de Domery que había huido de allí para evadir las quintas, y la señora le regaló cuatro luises de oro, con los cuales tomó plaza en la diligencia de Estrasburgo.

Desapareció a una legua de Châlons y el postillón esperó en vano su regreso. Se trasladó al pueblo de Mery, y trató de que pasara por buena su historia en el castillo de Guignaucourt, pero haciéndose sospechosa su narración, fue detenido de nuevo y llevado ante el juez de paz de Cernon. Preguntado allí quién era, contestó misteriosamente: «No tengo respuesta para una pregunta semejante». Se le envió a Châlons, donde interrogado de nuevo por su nombre, contestó orgullosamente: «Muy pronto lo sabréis». Al fin dijo llamarse Luis Antonio Juan Francisco de Langueville, que su padre había muerto, y que su madre, Madame Sainte Emilie, vivía en Beuzeville, cerca de Pont Audemar, en el departamento del Eure. Es preciso confesar que es imposible dar, en circunstancias tales, una respuesta más verosímil.

Encerrado en la prisión de Châlons, Hervagault adoptó aires de grandeza y un porte misterioso; ello intrigó a los curiosos, hizo algunas insinuaciones atinadas y en resumen, al poco tiempo, comenzó a susurrarse que era el Delfín, el hijo de Luis XVI. El carcelero mismo creyó la historia y le dio dinero. Las mujeres de dos mercaderes de vinos, Saignes y Felize, fueran iniciadas en el secreto, que pronto corrió como la pólvora y nadie dudó de él. Sus facciones, sus ademanes... «No tenéis más que verlo» exclamaban los ingenuos, «para reconocerlo a primera vista». Todas las personas de las clases elevadas de Châlons fueron gradualmente instruidas del hecho y partícipes del rumor, y todas ellas acudieron a ayudar en su medida al desgraciado retoño de la realeza. Su mesa se vio abarrotada diariamente con manjares de todas clases, sus habitaciones fueron alhajadas elegantemente, se le enviaron maestros, sus carceleros le trataban con respeto y deferencia, se permitió al preso pasear todo cuanto quisiera, pero siempre vestido de mujer; en fin, su mazmorra se convirtió en una finca de recreo.

Pero las personas que estaban en posesión del secreto no fueron lo suficientemente discretas. Algunas palabras dejadas caer aquí y allá levantaron la suspicacia de los magistrados y después de que esta mascarada se llevó adelante dos meses, Hervagault fue sometido a un estrecho interrogatorio. Con arte y gestos que parecían confirmar sus palabras, declaró entonces que era hijo de un sastre en St. Lo. Su padre, a quien se requirió, confirmó por escrito esta declaración, y fue castigado a un mes de encierro. Este leve castigo fue considerado como una victoria por aquellos que pensaban estar realmente en posesión del secreto, y que durante la causa temblaban de que se descubriera el origen real del acusado. Para librarle de la vigilancia supuesta de la policía, le regalaron una gran cantidad de joyas y dinero y le facilitaron la marcha. Quedó tan contento con su industria que comenzó de nuevo a explotarla en Vire, en el departamento de Calvados. Aquí no logró hacer más que unos pocos prosélitos, fue detenido en seguida y condenado a la pena máxima: dos años de prisión. Como los habitantes de Vire solamente veían en él lo que era en realidad, un joven vagabundo, hubiera pasado estos dos años bastante estrechamente si no hubiera sido porque sus fieles de Châlons continuaban ayudándole, en cuya ocasión la consoladora madame Saignes llevaba la correspondencia. Esta mujer realmente creía en él y le aconsejó empleara el tiempo de su confinamiento en perfeccionar su educación, pero él se dio a la bebida, y tras dos años de encierro, dejó la prisión peor que cuando había entrado. Madame Saignes acudió por sí misma a ocuparse de su traslado de Vire a Châlons, al seno de sus fieles y devotos amigos. Se hicieron los más espléndidos preparativos para su recibimiento. Llegó al fin, recibió felicitaciones, se arrojaron flores a sus pies y fue tratado con el más profundo respeto. Para no cansar al lector, se volcó por completo el cuerno de la abundancia sobre el hijo del sastre de St. Lo.

Cuando la policía descubrió estos procedimientos, sus partidarios, tras maduras deliberaciones, decidieron enviar al Delfín de viaje. Su camino estaba tan preparado de antemano que por todas partes halló amigos confidenciales que, informados previamente de la supuesta elevada cuna del viajero, mostraron el respeto más rendido al tratar con él. Estuvo una vez en Reims, dos en Vitry-le-François, y muchas en posesiones situadas en el campo, donde se dieron en su honor bailes, conciertos y fiestas de todas clases. En Vitry se vio conveniente y espléndidamente alojado en casa de madame Rambecour, cuyo marido no se separaba un momento de él, cuidaba de su persona con el celo más extremado y le servía como un criado. Un día de San Luis le fue ofrecida una espléndida fiesta, por ser el día del santo cuyo nombre llevaba. Las señoritas cantaron canciones compuestas en su honor. En los círculos que frecuentaba siempre se le llamaba mon prince, y su retrato circulaba como el del Delfín; se decía que llevaba impresa una marca en la pierna para que no hubieran dudas de su identidad y, finalmente, se hablaba de la carta de un obispo, en la que el prelado expresaba su más profundo respeto al joven vagabundo, y esto convencía a las personas que aun dudaban. Se formó una pequeña corte en torno al pretendido Luis XVII, y éste llegó a nombrar a los que habían de desempeñar los altos puestos en su casa. Muchos nombres de prestigio se encuentran entre ellos, todos inflamados de entusiasmo y prestos a llevar a cabo los mayores sacrificios. Hombres de nacimiento y linaje eran felices teniendo a su cargo los más menudos cometidos en torno suyo. Personas miserables se trocaron en dispensadoras de favores, si tenían la suerte de figurar en su círculo. Es natural que todas estas cosas no escaparan al ojo vigilante de la policía, y Fouché fue informado en París de todo lo que ocurría en Vitry, y una orden de arresto puso fin a la farsa.

Pero incluso al ser detenido se condujo Hervagault con una majestad y dignidad que impuso a los presentes un sentimiento parecido a la veneración. Sus más íntimos le rodearon con una reverencia y dolor verdaderos; uno de ellos, emocionadísimo, le rogó que le permitiera abrazarle, y el hijo del sastre le tendió negligentemente la mano para que la besara. La primera noche de su encarcelamiento le dieron una espléndida fiesta en la prisión y no faltaron las influencias para que fuera puesto en libertad, pero fue en vano; todo lo que se pudo obtener fue que se mitigaran, en lo posible, los rigores de su cautiverio. Se le servía siempre de la manera más suntuosa, y una vez que le presentaron un pollo, un pichón, con una ensalada y un flan de postre, acostumbrado como se hallaba al más supremo tren de vida, se indignó por encontrar aquella comida insuficiente y volcó la mesa en el suelo. Adnet, el notario, le llamaba en la prisión Monseñor, y era recompensado, cuando así le designaba, con los epítetos de Mon petit page, o mon petit valet de chambre d'amitié. Toda esta parte de su papel la representó imperturbablemente y dándose siempre la mayor importancia. Al ir a misa, un criado le llevaba el libro de rezos y un almohadón. Tomó un secretario y le hacía firmar en su nombre, con el de Luis Carlos. «Cuando una persona lleva un gran nombre—dijo una vez a sus jueces—, está expuesta a las persecuciones». El alcaide de Vitry, debido a la gran afluencia de público, se vio obligado, al fin, a ponerle en una prisión más estrecha y, al mismo tiempo, puso coto a los enormes suministros de vino y buenos manjares que llegaban constantemente para su uso. Nadie, excepto las personas precisas para su servicio, podían verle, sin haberse provisto antes del necesario permiso.

Entretanto, como su delito no se consideraba desde un punto de vista político, sino desde el de policía correccional, la causa y castigo eran proporcionados. A madame Saignes se la consideró como cómplice en el asunto, pero no habiendo pruebas contra ella, fue absuelta. Hervagault, a principios del año 1804, fue sentenciado a cuatro años de prisión, como impostor y por haber abusado de la credulidad del pueblo, señalándosele como lugar para cumplir su pena la casa de corrección de Ostende. Tanto el delincuente como el Fiscal general, en diferentes terrenos, apelaron al gobierno contra la sentencia.

El asunto hubo de verse entonces en Reims, cuando un nuevo y muy importante actor surgió de repente en la escena de esta tragicomedia. El anciano obispo L. de S......, Obispo de V......, hombre venerable por su integridad y universalmente respetado por su austeridad de costumbres y su profunda sabiduría, expresó su convicción de que Hervagault era el verdadero y genuino Delfín. Él había hablado incluso con los cirujanos que hicieron la autopsia del cadáver del pretendido Delfín en el Temple, quienes le habían informado que aquél no era el verdadero. Resolvió, por tanto, libertar al joven monarca de las cadenas en que estaba, se gastó considerables sumas al efecto, abandonó su diócesis con ese fin, llegó a Reims, mantuvo correspondencia con el preso por medio del guardián de la prisión y se convenció a sí mismo de que era la misma persona. La muerte del Delfín le pareció había sido una mentira política de la Convención. Creyó que entraba en sus deberes el dar al descuidado príncipe una esmerada educación y comenzó a llevar a cabo su propósito con las más puras y rectas intenciones. Entre varios libros le envió un día «Le genie du Christianisme», de Chateaubriand y la tragedia de Athalie, y con gran sorpresa suya recibió la siguiente respuesta: «¿Quieren burlarse de mí? Esto ya me lo sé de memoria».

Todos los temores del prelado eran que el objeto de sus cuidados fuera condenado a la deportación. Para evitarlo tocó todos los resortes e hizo uso de todos los amigos que encontró en París: llegó a presentar una lista de las personas interesadas en que les confiaran el destino del Delfín. Entre otros, se encuentran en dicha lista los nombres de Brissac, Necker, Madame de Stäel, Montesson, Roquelaure, Angoulème, Talleyrand, Puys de Segur, Boufflers, La Harpe, etc. Algunos le creyeron, otros no; algunos le llamaron un Blondel; otros, un Job. La correspondencia se cifraba, y tan lejos se llevó todo el asunto que hasta se formó el proyecto de casar al Delfín con una pariente lejana de la familia real. Hervagault, a lo primero, rechazó el proyecto, alegando (como luego se verá) que había jurado fidelidad y amor a la mejor amiga de la reina de Portugal, pero por razones políticas accedió y se llegó a pensar en reclutar hombres para su servicio.

Pero antes de que estas negociaciones maduraran, ocurrió la revisión de la causa ante el Tribunal Criminal de Reims, en presencia de una multitud de personas, todas en favor del acusado, que protestaban ante las intervenciones del Fiscal general y aplaudían entusiastamente las del defensor oficial de Hervagault. Los jueces, sin embargo, no se dejaron influir por este ambiente y confirmaron la sentencia dada. Mientras deliberaban en un salón aparte, podía verse la ansiedad más extrema reflejada en los rostros de todos y de cada uno de los espectadores. Hervagault oyó su sentencia con dignidad y una sonrisa de desprecio flotaba en sus labios, y sus partidarios, en vez de dar crédito a la decisión jurídica, continuaron obstinadamente en la opinión formada. En su prisión siguió siendo atendido con un servicio real y, entre otros efectos, tenía una taza de plata en la que se veían las iniciales L. C. (Luis Carlos) grabadas y adornadas con la antigua corona francesa. Al carcelero pretendió convencerle de que ésta era su cifra. Ninguno de sus satélites abandonó su causa; por el contrario, su celo se vio redoblado, y el venerable obispo de V...... les capitaneó. Este último no limitó su celo a regalos y buenos consejos, sino que resolvió obrar más activamente y habiéndosele informado de que su ilustre discípulo iba a ser trasladado de Reims a Soissons, determinó arrancarle, en el camino, de las manos de sus carceleros. Este jovial proyecto de una cabeza anciana fue traicionado, y el obispo y sus papeles fueron intervenidos y aparecieron pruebas suficientes para demostrar que era su intención la de hacer desempeñar al hijo del sastre de St. Lo el papel del Delfín. El gobierno, sin embargo, tuvo compasión del canoso anciano chocho y le dejó en libertad. El mismo Hervagault lo hubiera pasado mejor si hubiera demostrado la menor sombra de arrepentimiento y rectificación en su conducta, pero como, lejos de eso, dio lugar a otro cabildeo de sus partidarios, en Soissons, creyose oportuno trasladarlo rápidamente.

Para que se pueda concebir cómo personas de educación y de posición en el mundo pudieron ser engañadas por este muchacho sin cultura, había que oírle contar su historia. Con gran emoción en su acento, cuenta cómo Luis XVI, su padre, le daba lecciones de historia y geografía en el Temple, y con la más ingenua simplicidad habla del perrito Fidèle, que tanto quería María Antonieta, su madre.

Con infantil vivacidad describe minuciosamente cómo su carcelero Simón le hacía levantar en el transcurso de la noche para convencerse por sí mismo de que no se lo habían llevado. «Me obligaba—dice—a llevar a cabo los trabajos más penosos, con gran daño para mi salud». El 9 de Termidor alivió las miserias de las víctimas de la Revolución y las mías también; me dieron mejores trajes, comida más sana, y me permitieron incluso algunas diversiones propias de mi edad. Permitieron que mi hermana viniera conmigo, comiera y jugáramos juntos. ¡Qué momento aquel en que nos volvimos a ver por primera vez! (Siempre sollozaba al hablar de esta entrevista). Mientras tanto, mi salud empeoraba constantemente y el aire de la prisión hubiera terminado por matarme si el Señor no hubiese decretado mi liberación. Un día, a fines de mayo de 1795, al ir a tomar la medicina, uno de mis carceleros, a quien prefería entre los demás por su dulzura, se me acercó y murmuró a mi oído: «Querido niño, vas a morir muy pronto en la cárcel, pero hay gente que te quiere y que te hace saber que, si guardas el secreto, pronto te llevarán a un sitio donde puedas estar en libertad completa y jugar con niños de tu edad». Yo escuché estas palabras con avidez, prometí no revelar nada y esperé con ansiedad el cumplimiento de su promesa. La tarde siguiente, aproximadamente a la misma hora, llegó al patio un carro con ropa limpia, a fin de ser vaciado y llenado con la sucia. Entre la ropa iba escondido un niño de mi edad, que estaba muy enfermo. Un hombre muy fuerte, con traje de marinero, me cogió en brazos, me metió entre un fardo de ropa sucia, dejando solamente una pequeña abertura para que pudiera respirar; la última cosa que vi en mi prisión fue al niño enfermo que ponían en mi cama. Sin más obstáculo me pusieron en el fondo del carro y tomaron el camino de Chaillot. Tan pronto como estuvimos fuera del Temple, se ocuparon de darme un poco más de aire, pero al aproximarse a las barreras, me ocultaron por completo. En Passy, me llevaron, metido en el mismo fardo, a una habitación baja, en donde me dejaron libre. Aquí encontré a tres personas que no conocía, que se arrojaron a mis pies y dieron las más expresivas muestras de alegría. Me pusieron vestidos de niña, me colocaron en una silla de posta y me condujeron hacia la Vendée, al ejército real. ¿Cómo se llegó a liberarme? no lo supe hasta mucho tiempo después. Tras la caída de Robespierre, los partidos gobernantes estaban divididos entre ellos y muchos no eran opuestos a la restauración de la monarquía; se trató de abrir negociaciones con los vendeanos, y Rouelle, uno de los miembros de la Convención Nacional, fue encargado de ello. Una de las condiciones que aquéllos pusieron fue la de que se me entregara en sus manos, a lo cual el comité de Salud Pública puso la restricción de que debiera guardarse primeramente el secreto y ponerse en mi lugar otro niño. Después de largos y violentos debates, los realistas accedieron a esta componenda. La única dificultad estaba en encontrar un niño a quien poner en mi lugar. El conde Luis de la Trotte lo tomó a su cargo y envió al abate Laurent a Normandía para tal fin, con su ayudante Du Hamel. Compraron mediante 200.000 francos a un tal Hervagault, sastre en St. Lo, para que en beneficio del bien general, cediera para tal fin a un hijo, que se me parecía. Aseguraron al sastre que nada tenía que temer por la vida de su hijo, e incluso le ocultaron que el mozalbete debía de tomar una considerable dosis de opio, con objeto de que quedara sumergido en el sueño más profundo, al realizarse la substitución.

»No hubo en el Temple más que tres personas que conocieran el secreto: la mujer del carcelero, el ya mencionado guardián y el basurero de la cárcel. Este último fue el que me condujo a Passy a los señores De Trotte, du Chatelier y al abate Laurent. Dos horas después de mi liberación, el célebre Dessault, a cuyos cuidados estaba yo confiado, entró en el Temple, cuando aun no se había disipado el sueño letárgico, parecido a la muerte, en que la excesiva dosis de opio había sumergido al niño que habían dejado en mi cama. Dessault fue a tomar el pulso sin despertarle, pero al poner la mano sobre su cuerpo percibió tal diferencia entre el aspecto del paciente y el mío, que dio un grito agudo, y sin duda se trocó en espanto cuando tras una detenida inspección no le cupo duda de que era otro niño. Permaneció más de una hora en el más profundo asombro, y considerando su responsabilidad y el peligro que corría, resolvió desembarazarse de ella, enviando un informe secreto, que concordaba perfectamente con la verdad, al Comité de Salvación Pública, donde Rovère, su presidente, que estaba en el secreto, después del primer paroxismo de violencia de sus furiosos compañeros, les probó que el silencio era el mejor remedio, particularmente, ya que existía la probabilidad de que el niño extraño, muy enfermo, muriera, en cuyo caso podrían persuadir a Europa entera de que el legítimo Delfín había muerto. Dessault fue llevado ante el comité y se le hizo objeto de tan vivos reproches que amargado por la pena y las acusaciones, contrajo un mal que, a pesar de los cuidados de la medicina, le resultó fatal. Mi pequeño substituto murió también. El sucesor de Dessault, al efectuar la disección del cuerpo, se dio cuenta igualmente de que no era el mío, y, en consecuencia, usó de la siguiente frase equívoca, en el informe: «Nous sommes procedés a l'ouverture d'un cadavre, que les commissaires nous presentérent comme celui du fils de Louis Capet». (Procedimos a abrir un cuerpo que los comisarios nos presentaron como el del hijo de Luis Capeto).

»Mientras tanto yo marchaba tumbado en el carruaje y guiado por mis liberadores. El aire fresco y el movimiento del vehículo hicieron que me desvaneciera y perdiese el sentido repetidas veces, pero pronto me acostumbré a ambos, y el aspecto de la naturaleza me causó un deleite sin par. El movimiento y la comida buena y alimenticia de la que tanto tiempo había estado privado, fortalecieron en poco tiempo mi salud. Llegamos sanos y salvos a Belleville, al cuartel general de los realistas vendeanos, donde me dieron para mi uso algunas habitaciones en el castillo, así como una especie de institutriz. Se enviaron mensajeros para buscar a Charrette, que se hallaba entonces por aquellos contornos. Llegó acompañado de Soufflet, me inspeccionaron muy atentamente, estuvo frío, habló muy poco, pero me hizo objeto de toda clase de consideraciones y deferencias. Por todos es sabido por qué formas se rompieron las negociaciones de paz, debido a la doblez de los republicanos, y la desastrosa expedición de Quiberon trajo consigo una nefasta influencia paro mi suerte. El gabinete de St. James y los príncipes franceses, en especial el conde de Artois, no quisieron oír hablar para nada de una monarquía condicionada, para cuya obtención los republicanos habían entregado mi persona. Fui la víctima de este cambio de política, con la ayuda del astuto Puysaye. El propio Charrette, a quien a menudo acompañaba a caballo, me prohibió terminantemente dar a conocer mi rango. El rumor de mi muerte fue ganando terreno y los pocos que estaban bien informados no quisieron exponerme a mí y a ellos a ningún peligro.

»Al fin, Inglaterra reclamó mi entrega, en parte a pretexto de identificar mi personalidad y, en parte, porque sin ello no podría ser reconocido por las potencias de la Coalición. Me embarqué en la costa de St. Jean des Monts y asistido por el caballero de la Roberie, desembarqué en Jersey, donde el príncipe de Bouillon me dispensó una lisonjera recepción. El caballero llevaba consigo una declaración, firmada por los principales jefes realistas, en la que afirmaban que yo era el legítimo hijo y heredero de Luis XVI. Lo mismo ocurrió secretamente por parte del duque de Bouillon, que, sin embargo, no pudo seguirme a Inglaterra a causa de la gota.

»A mi llegada a Londres fui inmediatamente presentado al duque de Harcourt, embajador de los príncipes franceses en la corte británica, quien me recibió con marcada frialdad y me preguntó diversas cosas que estaban fuera de mi alcance. El conde de Artois rehusó verme, porque es evidente que tenía ya intenciones definidas para las cuales era un obstáculo mi presencia. Entretanto, el caballero de la Roberie me procuró una entrevista secreta con Su Majestad Británica, el cual no había sido informado de muchas cosas. Aunque Su Majestad, dado el consejo de sus ministros, no me podía reconocer públicamente, puso a mi disposición habitaciones en el palacio real, donde se me servía con la apropiada dignidad y bajo una especie de autoridad paternal. Algunas veces el mismo rey venía a jugar conmigo, como un niño, y en una ocasión le di un manotazo en la oreja. Mi tío estaba tan encolerizado por esta recepción, que una vez trató de envenenarme, mediante un cocinero, pero descubierto a tiempo su propósito, me fue administrado antídoto. El rey quería desterrar a mi tío, pero gracias a mi intercesión aparté de él el rayo de la venganza. Mi vida no estaba segura en Inglaterra, motivo por el cual el mismo rey, aunque opuesto a mi marcha, hubo de aconsejarme, al fin, que partiera, y me envió a Roma y a Portugal, provisto de las más poderosas recomendaciones.

»Partí acompañado de un criado viejo de toda confianza y cargado de regalos, entre ellos, una caja de caoba adornada con incrustaciones de oro, que contenía instrucciones para los príncipes que habían de subir al trono. El rey de Inglaterra las había firmado con su propia mano y al perder después todos mis efectos, la desaparición de este precioso depósito es lo que más me apena. Embarcando en Portsmouth llegué, tras un largo viaje, al puerto de Ostia. De allí me encaminé a Roma, donde entregué al Papa Pío VII una carta autógrafa del rey de Inglaterra. Su Santidad quedó maravillado, me bendijo y acarició y estaba dispuesto a ungirme con el sacro óleo; para reconocerme ordenó que se me imprimieran en la pierna derecha las armas de Francia y las palabras «Vive le Roi» en mi brazo izquierdo. Esto ocurrió en presencia de veinte cardenales. De allí pasé a Portugal, a través de España.

»En España no vi a nadie de mi parentela, excepto a la duquesa de Orleans, que se postró a mis plantas sin que yo pudiera impedírselo. No tuve interés en ser presentado en la corte de Madrid, porque sabía lo subordinada que estaba a Francia. Pero mi recepción en Portugal sobrepasó todo lo que pudiera esperar. Nunca olvidaré Lisboa, las orillas del Tajo y el palacio de Quelus. Allí fue donde por primera vez me enamoré. La reina, que mostró la más decidida afición por mí, me prometió la mano de su encantadora hermana, la princesa Benedictina, la viuda del príncipe del Brasil. Su majestad hizo todo lo que pudo para interesar a las potencias de Europa en mi suerte y a ella debo una declaración firmada por los embajadores de nueve monarcas (Inglaterra, Portugal, el emperador de Alemania Prusia, Cerdeña, Suecia, Dinamarca, Rusia y el Papa) por la cual me reconocían formalmente y me prometían apoyo. Esta declaración debe de estar aún en los archivos de la Corte de Portugal.

»Mientras, la marea e inundación de la corriente revolucionaria habían ocasionado otra serie de planes y proyectos.

»Rovère y Pichegru se pusieron en contacto conmigo y creyeron en el éxito seguro de sus proyectos. Fue para mí muy doloroso el adiós a la noble y hospitalaria corte portuguesa y a mi querida Benedictina. Desembarqué en Hamburgo, seguí hasta Berlín, tuve en Potsdam una audiencia secreta con su Majestad prusiana, quien me recibió con estima y afecto. De allí pasé a Suiza y esperé en Bellevau, en una finca de Pichegru, a que llegaran noticias de Francia. Vinieron éstas y se me informó que era el momento más favorable, y que debía partir inmediatamente. Abandoné mi disfraz femenino y llegué hasta Auxerre, en donde me enteré que mi partido había centemporizado demasiado y que el 18 de Fructidor había barrido mis esperanzas. Acostumbrado a los caprichos de la fortuna, no me desasosegué por ello; cambié mi camino y en jornadas pequeñas alcancé el departamento de Calvados, desde donde esperaba poder alcanzar Jersey en un barco pesquero. Logré embarcar, pero hube de volver a la orilla a causa de algunos cruceros británicos. Me detuvieron como sospechoso y fui trasladado a Cherburgo. Pude escapar de allí, caí en medio de unos bandidos que me despojaron de todo, y medio desnudo llegué a París, donde encontré acogida por parte de algunos fieles y antiguos servidores de mi padre y siguiendo su consejo estaba a punto de volver a Alemania, pero, detenido de nuevo en Chàlons, fui apresado y sentenciado». El lector conoce el resto.

Debo confesar que parece inconcebible que el hijo de un sastre de St. Lo, sin educación alguna, haya podido inventar una historia tan ingeniosamente concebida.

Éste es él argumento que emplean sus partidarios. Su relato, dicen, lleva el sello de la verdad y si al Delfín no se lo llevan fuera de este mundo, alguna vez reaparecerá, trayendo a los campos los tiempos dorados y promoviendo a los más altos puestos y repartiendo honores entre sus fieles adeptos.

LA EXPOSICIÓN DE CUADROS DE LUCIANO BONAPARTE

Está abierta al público en general. El propietario es tan amable que cuando la visitan extranjeros, se retira a otras habitaciones. He tenido ocasión de verla dos veces, la última en compañía de su simpático propietario, que me pareció sumamente interesante, no sólo por sus conocimientos poco comunes, sino también por su conducta doméstica. Llevando a su hijo en brazos, jugando con él y conversando conmigo, llano en su vestir y en sus maneras, dejó en mí el recuerdo más agradable.

Su colección es selecta y tuve ocasión de ver un cuadro que, entre los muchos miles que he visto en mi vida, es el que me ha producido más profunda e indeleble impresión. Es Marco Sexto, por Guerin, un joven pintor enfermizo y achacoso. Marco Sexto regresa a su casa y encuentra a su mujer muerta. Se le ve de pie, ante el cadáver, sosteniendo su fría y pálida mano entre las suyas y contemplándola con mirada fija. Su hija, llorando, está abrazada a sus pies. Éste es el grupo: el efecto de conjunto no se ve interrumpido por nada. Nunca logró un pintor o un poeta expresar un sentimiento más profundo que Guerin con este cuadro, la desesperación muda no ha sido pintada más elocuentemente. El alma de Marco Sexto parece estar ausente y solamente una última sensación, la anterior a su disolución, es la que queda en su cuerpo adormecido. No sabe más sino que tiene entre sus manos la de su esposa muerta, no se da cuenta de la criatura que llora a los pies de la difunta, no parece sentir, realmente, el dolor, porque de su cuerpo ha huido toda vida. Es imposible permanecer siquiera un minuto ante este cuerpo sin que broten las lágrimas de los ojos e incluso largo tiempo después de haberlo dejado de ver, en cada rincón parece brotar su figura con el corazón destrozado, y aun, mientras estoy escribiendo estas líneas, parece hallarse ante mí y me hace sentir la emoción más profunda. No debo dejar de mencionar una anécdota que honra mucho a los artistas franceses. En la primera exposición que se realizó en el Louvre, de no recuerdo qué cuadro, fue recibido con tales muestras de aprobación que incluso los rivales del artista en cuestión le pusieron una guirnalda. Algunos días después Guerin llevó allí su Hipólito acusado por Fedro y al contemplar el artista coronado esta obra maestra, que es la unión de los más bellos sentimientos aliados con el arte, corrió, descolgó la guirnalda de su cuadro y la puso en el de Hipólito. Sus colegas, ardiendo en entusiasmo, quisieron que el retrato de Guerin, pintado de mano maestra por Robert Lebefure, se colgara del mismo cuadro, lo que también se realizó. Luciano Bonaparte, que es capaz de sentir las bellezas de Marco Sexto que están fuera del cuadro de las artes, al ver este retrato, lo adquirió al instante, pagando por él mil francos. Puedo profetizar que en el curso de un siglo, el valor de este cuadro se duplicará y que todo hombre de sentimientos artísticos emprenderá una verdadera peregrinación para verlo. Se va a hacer de él un grabado en cobre, pero es imposible que los colores plásticos sean imitados ni siquiera por el buril.

La Sagrada Familia, de Rafael, una de sus primeras creaciones, es como una delicada flor de fantasía y un Belisario de David, un fruto maduro. La colección contiene un número considerable de valiosas pinturas de la antigua escuela italiana, que encantan al conocedor, pero Luciano no desdeña a los modernos y la posteridad se lo agradecerá porque no son inferiores a los antiguos, excepto en la edad, igualan a sus predecesores en arte, e incluso los sobrepasan en expresión poética. Entre el resto de los cuadros, hay el de una anciana, que en sus tiempos debió de conocer el lujo y la prosperidad y que al emplear su dinero en papel del Estado quedó reducida por la bancarrota nacional a la miseria y obligada a mendigar; su apariencia denota su ceguera, pero está vestida decentemente; sus facciones no son vulgares y se halla sentada, apoyando la silla en la pared de una casa; un muchacho encantador está sentado frente a ella y muestra en sus vestidos el boato de tiempos mejores: quizá sea su nieto. Con aspecto entristecido y ojos velados por las lágrimas, tiende su sombrero a los transeúntes. El sombrero se ve vacío y en la pared de la casa en que está apoyada la anciana, se lee, entre varios anuncios, carteles de bailes, conciertos y lotería, un aviso comunicando que se gratificará la devolución de un perro extraviado con veinticinco luises de oro. Este cuadro, una gran realización, constituye una amarga sátira de la revolución francesa. También me agradó la cara de un muchacho que se ha quedado dormido mientras leía un libro y el de una muchacha que desea beber en un cuenco de leche, pero a la que se lo impide otro niño. El pequeño le sujeta atrevidamente la frente con la mano y en la suya se lee con claridad el pensamiento: «Vamos, que no dejas nada para mí». Abandonemos a San Esteban, traspasado con sus flechas, al lado de este simpático grupo. Un par de jugadoras de ajedrez, por un pintor de una escuela más antigua, me agradó mucho. No tardará esta galería en ser una de las primeras de Francia, ya que el gusto de Luciano es conocido de sobra y le ofrecen obras maestras de todas clases y de todas las artes en muchos sitios, y encontré varias de ellas apoyadas en la pared, esperando su destino.

Luciano está en posesión, asimismo, de un gran número de antigüedades, entre las cuales un Cupido de un valor inmenso para los aficionados; las compró en una subasta de Málaga, cuando fueron confiscadas por formar parte del cargamento de un barco británico, hecho prisionero por un corsario francés. Estos objetos pertenecieron a un inglés, cuyo nombre no recuerdo, que ofreció cincuenta mil francos más que Luciano, para que le fueran devueltos los objetos. Luciano ordenó inmediatamente que se le pagara esta suma a guisa de indemnización.

De paso, debo mencionar que no hay casa en París donde haya una temperatura tan cálida y, en general, tan agradable, como en casa de este miembro de la familia Bonaparte. Su calefacción es del mismo sistema que la Sala del Consejo de los Quinientos. Fourcroy tiene un sistema parecido en su comedor, colocado inmediatamente debajo de la mesa, y esto que al principio es agradable para los invitados en invierno, termina por serles tan molesto y caliente como un baño.

MUSEO DE MANUSCRITOS

Paso casi en silencio la magnífica Biblioteca Nacional que hace ya trece años contenía alrededor de los trescientos mil volúmenes y que desde entonces ha aumentado considerablemente. Los poderes descriptivos son superados, porque no habiendo tiempo de estudiar todos estos tesoros, lo que requeriría meses, ha de limitarse a pasear por las amplias salas recargadas de libros, como si estuviera andando por un bosque sin senderos, y al fin no podrá decir más que: «He visto libros», como pudiera decir: «He visto árboles». He de llamar, sin embargo, la atención de los rusos acerca de un mapa del Mar Caspio, dibujado por Pedro el Grande y que dejó como recuerdo de su visita a Francia.

Inmediatamente, conduciré al lector a la gran sala de los ochenta y cuatro mil manuscritos, que el erudito y célebre Langles me mostró con gran amabilidad y complacencia, y al que no puedo por menos de expresar ahora mis sentimientos más sinceros de gratitud. Antes de la revolución, esta sección no excedía de los treinta y cinco mil, pero la espada del vencedor amasó cuantiosos expolios, particularmente en el Vaticano y en Venecia. Mencionaré solamente los que quedan en mi memoria y que creo serán interesantes, incluso para los no letrados.

CARTAS MANUSCRITAS DE ENRIQUE IV A SUS AMANTES.—Muchas de ellas han sido ya dadas a la imprenta, pero causan una impresión mayor cuando se las ve en la propia escritura de Enrique y cuando se piensa que estas líneas fueron en un tiempo leídas por los bellos ojos de una mujer.

Éste es el caso del manuscrito del Telémaco, de Fenelon, en el que se notan las correcciones del autor.

Un libro de oraciones, en pergamino púrpura, del siglo sexto, debe su valor únicamente a la antigüedad, pero las Espístolas de San Pablo, en griego, de la misma época, son dignas de mención por una curiosa anécdota. A un inglés que iba a estudiar a diario a la biblioteca, llegó a considerársele como un honrado hombre de letras y casi no se le vigilaba. El bribón aprovechó esta circunstancia para robar algunos capítulos, que cortó muy habilidosamente, y llevó el producto de su rapiña a Oxford. Pasó mucho tiempo antes de que se notara la falta, pero cuando ocurrió, el entonces encargado de los manuscritos, el abate Sallier, recibió tal impresión que cayó enfermo y murió. Se hicieron pesquisas en busca del ladrón y los capítulos robados fueron hallados en la biblioteca de Oxford y Su Majestad británica ordenó que fueran devueltos inmediatamente.

Encontré el más antiguo manuscrito de Terencio, con las marcas al principio de cada pieza y varias escenas pintadas entremedio, de un interés muy subido. Contiene un gran número de cosas que, incluso los más instruidos anticuarios, no son capaces de descifrar y que, probablemente, servirían para marcar las decoraciones que a menudo se las designaba por símbolos. Por ejemplo, una máquina cuadrada, no más ancha que una puerta corriente, cubierta con cuerdas, como un nido, dividía el teatro como si fueran dos partes.

A continuación se admira el Corán traído por Carlos V, en tafilete; una novela india con estampas bellísimas, y de un valor incalculable por ilustrar los trajes y costumbres de la India, en la que al final se ve a una viuda que es quemada junto a su marido muerto, con esta inscripción debajo: «Estas llamas exaltan mi amor».

Hay también un gran número de retratos chinos, que raramente pueden verse. Un libro francés, embellecido con pinturas por Bramin; manuscritos hindúes, en hojas de palmera, muchos de los cuales aun son desconocidos, entre otros, un poema que contiene completa la cosmogonía india; una ancha tablilla traída de China prueba que la religión cristiana había penetrado en aquel imperio en el siglo séptimo de nuestra era; su legitimidad es incuestionable por estar con caracteres siriacos de los que hacían uso en aquel tiempo los obispos; varios manuscritos con retratos muy lindos, misales elegantemente encuadernados, etc. Esto, por supuesto, seguro es que atraerá la atención en la sala de manuscritos aun de los más incultos, sin exceptuar a las señoras.

INSTITUCIÓN DE SORDOMUDOS

El sucesor del célebre De L'Epée, Sicard, cuya fama no necesita descripción, ha estado enfermo algún tiempo, motivo por el que tuvo que suspender sus habituales reuniones públicas y que ocasionó que, cuando envió las invitaciones después de su mejoría, tuviera una nutrida concurrencia. La sala no podía contener tanto número de extranjeros; su único adorno es un busto del abate L'Epée. Filas de bancos se ven colocadas en forma de anfiteatro, los sordomudos se sientan en las primeras filas y Sicard en su sillón de profesor.

A pesar de su reciente indisposición habló, casi sin interrumpirse, desde las doce y media hasta las cuatro, lo que representa casi cinco horas, que en cierta manera nos cansó un poco, ya que nadie pensaba que duraría más de dos horas. Los periódicos extranjeros que le motejan de charlatán pecan, a mi modo de ver, de equivocados. Nada de eso hay en su carácter y si hace ejecutar algunos trucos a sus alumnos, se le puede perdonar, porque ¿cómo si no había de mantener vivo el interés de una reunión de personas durante tanto tiempo?

El día que yo fui hizo más aun; incluso hasta demasiado para un auditorio en el que predominaban las señoras. Explicó ampliamente su método y su designio, que es el de quitar a estos desgraciados los obstáculos debidos a su constitución defectuosa y aplicar los medios para corregirlos. Demostró que un sordomudo puede familiarizarse no sólo con las cosas corrientes sino aun con los conceptos más abstractos.

Massieu, su discípulo más aventajado, es en verdad un ser extraordinario, y sus esfuerzos mentales, si así pueden llamarse, provocan el asombro. Una persona de la audiencia, hombre culto, comprobó sus habilidades mediante problemas que resolvió con una admirable sencillez. Le pidió, por ejemplo, que expresara la noción de Être Eternel (Ser eterno), aunque la noción de ser es de por sí difícil de expresar. La última, sin embargo, le era familiar y la halló inmediatamente. Sicard le preguntó mediante signos cuál era el ser al que correspondía exclusivamente esta determinación. Dudó un momento y en seguida, como si hubiera sentido una descarga eléctrica y con la alegría brillándole en los ojos, escribió en la pizarra: «Dios», y un momento después con una especie de triunfo: être des êtres. En otra ocasión, cuando Massieu, guiado por su maestro, analizaba el verbo vouloir (querer) con todas sus divisiones, uno del auditorio le pidió que definiera el vocablo Velleité que como se sabe es intraducible y que quiere decir inconstancia, o desear una cosa a medias. Sicard aseguró que esta palabra, poco común, nunca se le había dictado y que Massieu nunca la había escrito, pero comenzó inmediatamente a desenvolver ante él las nociones necesarias o, más bien, a dejarle desenvolverlas por sí mismo, ya que se trataba de que las descubriera por sí propio. Si en ello existe alguna impostura es preciso confesar que ambos, maestro y discípulo, son grandes actores. Massieu estaba deseoso de llegar a descubrir lo que era y escribió la palabra petite volonté. Sicard lo aprobó, pero le hizo entender que debía ser expresado en una sola palabra. Pareció entonces un poco confuso y al fin escribió en la pizarra: «Para contestar esta pregunta he de acudir al latín para mi ayuda y según la analogía tratar de crear la palabra». Escribió entonces debajo Velleté y vellité, que, como se ve, sólo le falta una letra para ser la palabra pedida.

La última demostración de habilidad fue la siguiente: Massieu dictaba por medio de signos, de un libro recientemente publicado que era totalmente desconocido para él, a otro sordomudo, que copiaba exactamente palabra por palabra lo que el otro le iba dictando. Al fin, una niña muy linda leyó en la pizarra con voz muy clara todo lo que se había copiado. La letra «e» era la única que no podía pronunciar estando al final y que los franceses lo hacen en este caso con la nariz, operación que siendo interna, no puede ser enseñada a estos pobres muchachos.

Era emocionante y digno de notar, oír a Sicard dirigirse a las madres presentes, diciéndoles que aplicaran este método incluso a los niños sanos, con lo que se logra que éstos busquen e inventen ellos mismos, único modo de que cuanto aprendan les sea de utilidad. (En los establecimientos pedagógicos alemanes dicho método fue introducido hace mucho tiempo). Sicard pidió varias veces perdón a las señoras allí reunidas, por insistir tal vez demasiado en las profundidades de la metafísica.

Esta advertencia en parte era superflua, ya que las señoras no hacían caso de ello, pero creo que comete un error al entrar en tan menudos detalles ante una asamblea tan heterogénea; para este fin debe escoger un círculo más restringido y donde se distrajera menos la atención de los espectadores que el día en que estuve, pues la sala se hallaba completamente llena, las puertas se habían cerrado y a cada momento había gente que deseaba entrar y cuando no se les abría la puerta con prontitud, llamaban imprudentemente con los nudillos.

Los discípulos, en general, tienen muy buen aspecto, especialmente las niñas, que están siempre gesticulando una con otra.

Cuando se admite un nuevo alumno, los otros le adjudican inmediatamente un nombre, que es dictado por la opinión que concibe su ingenuidad, y con esta palabra forman un signo. Por ejemplo, para Sicard, tienen uno que es debido a que, usualmente, inclina algo la cabeza hacia la derecha. La oratoria de Sicard es clara y enérgica y algunas veces se adentra en las regiones de la poesía; otras sus argumentos son demasiado sencillos como si los dirigiera a personas de cabeza dura. Muy a menudo ruega atención, lo que es innecesario por completo.

LOS TEATROS FRANCESES

Al no existir menos de diecisiete o dieciocho teatros en la capital francesa, en los que diariamente se representan obras, es evidente que tienen méritos muy diversos. Algunos son excelentes, otros buenos, unos medianos y varios malísimos.

El Théâtre Français es el primero en rango y en perfeccionamiento. Por lo que atañe al estilo francés de representar tragedias, ya he dado mi opinión en otros párrafos de este libro. Todos los héroes franceses parecen salidos del mismo molde; solamente tienen una forma de expresar sus sentimientos y pasiones; por tanto, el que ha visto una tragedia puede decir que las ha visto todas. Algunos de los principales actores del Théâtre Français son una excepción en este particular, especialmente el sin rival Talma, que lo es siempre. Él mismo confiesa que trata de mezclar el estilo alemán con el estilo francés y los que le envidian, le acusan de esto mismo; pero el enorme afecto que siempre produce en el auditorio demuestra que llega a su corazón.

Talma es un hombre bien formado, con una fisonomía suave y melancólica, que sin embargo expresa cada pasión. Habla de la naturaleza y el arte con un grande y sano criterio, así como de la gran disputa entre franceses y alemanes, dando unas veces la razón a unos y otras a otros. La unión de ambos estilos, advierte con justicia, hará que triunfen los dos. Ha visitado teatros extranjeros. «Examina todo y retén lo bueno» es su divisa.

Citaré algunas de las obras que he visto representadas en el Théâtre Français. El papel de Tancredo estaba muy bien representado por Lafond, pero los demás sólo de modo pasadero. Armenide fue representada por una actriz que había de partir su actuación, ya que representaba dos papeles en la misma obra. Les deux frères (mi propia Versöhnung oder Bruders Zwist, traducida al francés) se representó en la forma más encantadora que he visto y probablemente jamás veré. Baptiste, de capitán, y Michot como Hans Buller estuvieron inimitables y sin posible competencia. Mademoiselle Mars en el papel de Carlota, estaba tan agradable como no se puede expresar; llena de ingenuidad, modestia, refinamiento e inocencia; era imposible no quedar fascinado por esta muchacha, la más joven de las Gracias. Damas, muy bien en el papel de doctor. Por supuesto, ver una producción propia, tan bien representada, es realmente una alegría. En la representación de Les deux frères, recordé, rápidamente, el Teatro de Viena, en donde fueron elegidos los pasajes más interesantes y los mejores actores tuvieron a su cargo el representarlos. Esta obrita mía, según se me informó, tuvo que vencer alguna intriga, pero ha ido ganando en reputación y hoy día es una de las obras favoritas de los parisienses.

El Tasso fue representada con modificaciones. No sé cómo sería la obra antes de sufrirlas, pero lo que sí sé es que siempre sigue siendo una mala obra teatral, especialmente en opinión de los que están familiarizados con los trabajos de Goethe. Existen, sin embargo, algunas situaciones acertadas; por ejemplo, el momento en que Tasso se despierta de su delirio fue representado por Lafond de manera que hacía estremecerse y siempre con un gran realismo. Pero la princesa (mademoiselle Fleury), mujer de unos cuarenta años, hace que sea inconcebible la locura amorosa del Tasso. L'Homme à bonnes fortunes es una comedia antigua, que hoy día puede pasar muy difícilmente como una farsa. Me extrañó la conducta de Dazincourt, del cual me dijo un francés, que estaba a mi lado, que era uno de los mejores comediantes de la antigua escuela y, ciertamente, hace un criado excelente en las piezas cómicas, pero cuando se pone el traje de su amo para disfrutar él también de las bonnes fortunes, cuando sumerge su pañuelo de bolsillo en el agua de lavanda y encontrándolo demasiado húmedo, lo retuerce en la concha del apuntador, sin que se ofendan por ello los delicados gustos de los parisienses, expresé mi sorpresa a mi vecino, quien con cierta confusión me dijo que siendo Dazincourt un favorito del público, éste le permitía hacer cualquier extravagancia.

En Zaire, mademoiselle Volney, una actriz muy joven y bella, representó su papel de modo tolerable, pero Lafond en Orosman apareció horroroso. Cuando terminó la obra, los dos fueron llamados a escena, pero medió un buen cuarto de hora de pataleo antes de que mademoiselle Volney apareciera, y tras de esbozar una ligera cortesía, se retiró inmediatamente. Lafond, a pesar de las ovaciones, no salió a escena. Tocó la orquesta, pero los vociferaciones continuaban. Se levantó el telón y comenzó a representarse la segunda obra, pero el público no dejaba hablar a los actores. Al fin, uno de éstos se adelantó y dijo: «Señores, nuestro compañero no se siente bien» con lo que el público se dio por satisfecho. Les projets de Mariage, de Duval, es una piececita muy simpática y fue muy aplaudida. En Andromaque, vi por primera vez a mademoiselle Duchesnois en el papel de Hermione. Me preguntaron a menudo si me gustaba más que su hermosa rival, mademoiselle George. Yo evité siempre dar una respuesta, pero cuando era imposible evadirla, confesaba francamente que ni una ni otra excitaban mi admiración. En primer lugar mademoiselle Duchesnois es mucho más fea de lo que una actriz puede permitirse y en segundo, además de los defectos generales del estilo francés de la tragedia, tiene otro que le es peculiar: entiendo por tal una especie de tonillo en su declamación y que pronuncia con fuerza algunas sílabas de cada línea. Añádase a esto que su juego escénico es totalmente afectado; parece que estuviera constantemente ante un espejo, y ninguna de sus palabras sale del corazón o está inspirada por la naturaleza: todo es arte sobre arte. Por el contrario, Talma en el papel de Orestes está magnífico. Aunque no le hubiera oído más que el último soliloquio de Andrómaca, tendría bastante para afirmar que es uno de los mejores actores que han vivido y vivirán.

Pude comprobar diariamente mi antigua observación de que los franceses no tienen otro procedimiento para demostrar una noble dignidad que la de volveros la espalda, cosa que puede hacerse en otras muchas circunstancias. Vi con gran sorpresa mía que la alegre farsa de Monsieur de Crac, la representaban peor aquí en París que en Ginebra.

En el Orphelin de la Chine, mademoiselle George apareció como Idamé, una belleza mayestática, aunque el desagradable traje chino no realzaba sus gracias. Es alta y corpulenta, tiene la prestancia de una reina, se dice que no tiene más que diecisiete y parece tener veinticinco años. Trabaja bien, no suelta latiguillos como su rival y algunas veces declama con emoción. Aunque me agradó, no puedo decir que respondiera plenamente a mi expectación. Uno de los actores representaba muy mal los papeles de primera importancia que le eran encomendados. En Tancredo tuve que soportarle en Arzire; en Zaire como Lusignan, y al fin como esposo de Idamé. El público se reía descaradamente de él, en dos o tres ocasiones. Por desgracia no hay otro actor capaz de representar esta categoría de papeles, excepto Monvel, que es muy viejo y además está enfermo. L'Impertinent lo presentó muy bien St. Pahl.

En La Metromanie, Fleury demostró ser un actor cómico de recursos y conserva el tono refinado de antaño. Lo único que se le puede criticar es el ser ya un poco mayor para desempeñar el papel de amante. Una nueva pieza de un tal Longchamp, titulada Le pauvre garçon malade fue interrumpida por una violenta protesta en forma de gritería y no se pudo conseguir la representación. Las decoraciones eran muy bonitas y cuando se levantaba el telón solían ser aplaudidas. Un joven que se ha torcido la pierna y que, por tanto, no puede tenerse en pie, se halla sentado en un carrito. A algunos pasos de él y en una mesa, hay una cajita dorada. Entra un ladrón y se apodera de ella ante sus propios ojos, sin que él pueda valerse para evitarlo (Grandes silbidos). Su amante, que anda buscándole, está en la habitación inmediata, sin saber que él se encuentra en la casa. Por casualidad ve la caja dorada, que ella había regalado a su amante, en manos de un extraño y la compra. A su padre, que no conoce la cajita, le gusta la buena compra que ha hecho y se queda con ella (Más silbidos). Encuentra que el tiempo se le hace pesado en la posada y se le ocurre jugar al ajedrez. El posadero le lleva con el paciente, que también se encuentra aburrido, pero ninguno de ellos se conoce. Juegan y el viejo deja caer la caja al suelo; el joven la reconoce inmediatamente e imputa al otro el robo (Silbidos). Para probar que la caja le pertenece realmente, abre un rincón secreto y muestra el retrato de su hija (Aplausos). De qué modo termina la obra, fácilmente puede suponerse. Los silbidos eran tan acompasados, tan violentos que los actores se vieron obligados a abandonar el escenario, hartos ya de aquel concierto. Pero entonces una parte del auditorio principió a aplaudir, mientras la otra continuaba silbando, y en tal forma que hacía daño a los oídos. Baptiste, que tenía a su cargo el papel de padre, se adelantó y discretamente preguntó si querían que continuara la representación o no. «Sí, sí» se oía de todas partes del teatro. Se reanudó la representación, pero inmediatamente los silbidos se hicieron tan fuertes, que la última escena no se pudo oír. Mientras tanto unos gritaban: «C'est mauvais», otros: «Paix, silence!» y otra vez «¡El telón!», con lo que se formaba un tumulto que no podía describirse.

Me han asegurado que los hombres cuando van al teatro llevan unos silbatos de un sonido muy agudo bajo los brazos y en los zapatos, y por eso, cuando parece que aplauden, lo que hacen es mover los brazos para poner los silbatos en movimiento y a menudo se levantan sobre un pie u otro y se dejan caer sobre los talones, con lo cual también funcionan los de los zapatos.

La representación de mi drama Misantropía y Arrepentimiento hubo de demorarse algún tiempo a causa de la enfermedad de un actor. Madame Talma representó Eulalia muy bien y St. Phal Meinan mucho peor de lo que yo esperaba. Primeramente un actor tan corpulento nunca debiera representar semejante papel; en segundo lugar, jamás debe enfurecerse un actor de una manera tan fría, y por último, no debiera haberse vestido como un mecánico jornalero. Apareció con una casaca azul obscuro pasada de moda, con botones amarillos, un chaleco escarlata, pantalones de montar negros y botas más altas que las rodillas. Cuando le expresé mi sorpresa por este extraño traje, me contestó: «C'est allemand». En vano le argüí en contra e incluso le mostré mi propia casaca que había sido hecha en Alemania. Insistieron en que era el traje alemán. Concluí diciéndoles que en Alemania solamente los carniceros ambulantes llevan tales trajes y no quise gastar en vano ninguna palabra más. Meinan además se vio atacado varias veces por unos golpes de tos tan violentos que temíamos a cada momento que cayera sobre las tablas cuan largo era.

Philante, de Molière, dio origen a una acertada representación de Fleury. Incluso llevaba ricas charreteras pertenecientes a un regimiento. Si se ha de adoptar el traje à la Molière, nada tengo que objetar, pero que las damas aparezcan vestidas con las nuevas modas à la Crecque, ocasione una mezcla ridícula y que repugna al gusto.

En Dido mademoiselle Georges aparece exhibiendo ampliamente su regia belleza. La piel de tigre y la aljaba pendientes de sus hombros y cuello, hacen de ella una Diana encantadora, y cien actores con desprecio del peligro no resistirían la tentación de sorprenderla en el baño, pero su manera de desenvolverse era bastante indiferente. No quiero silenciar un rasgo del público en esta ocasión. Habiéndose oído algunos aplausos flojos, resonó inmediatamente un silbido en la platea. En realidad no lo merecía. El público, con un sentimiento vivo de la injusticia que se había cometido, y encontrando que eran pocos los que antes habían aplaudido, le tributó una ovación cerrada y ruidosa. Pero el del silbato no se dio por vencido con ello y no bien se apaciguó todo, volvió a resonar de nuevo. Entonces, otra vez, y como movidos por un solo impulso, gritaron impetuosamente «â la porte», (¡echarlo!), pero siendo imposible encontrar al causante, ya que todo el mundo se señalaba unos a otros, la platea, animada por una sola voluntad, resolvió en vez de proseguir dando aquellas muestras de desagrado al importuno, testificar su simpatía con los más entusiastas aplausos a la víctima. Volviéronse como movidos por un resorte hacia el escenario, exclamando en medio de los más cálidos aplausos: ¡Bravo!, ¡bravo! hasta el punto que parecía que se iban a derrumbar las columnas. Durante esta escena, que duró aproximadamente cinco minutos, la situación de la pobre Georges no puede ser descrita. Estaba con los ojos caídos, la cabeza baja, las manos dobladas, y el rubor de sus mejillas dejaba pálido el afeite, que llevaba puesto. Desde luego era una figura de conmovedora belleza.

«L'épreuve nouvelle», de Marivaux, es una pieza sin importancia, pero fue tan bien representada por toda la compañía, que me agradó. Mademoiselle Mars, en particular, estuvo encantadora. Es favorita del público y extremadamente modesta. «No he tenido principios», suele decir. «Me deslicé en el Théâtre Français desempeñando papeles insignificantes y ahora me encuentro con la ventaja de no tener que sostener una gran reputación.» Es una joven muy modesta, de excelente carácter, rechaza todas las ofertas e invariablemente permanece fiel a sus compromisos primeros.

Después de una larga enfermedad reapareció Monvel en «Cinna». Es un actor muy bueno, pero el papel de emperador era en aquellas circunstancias un poco pesado para él. Es una pena que la edad no haga respetable su mérito. El primer cónsul se hallaba presente en aquella representación y dicen que es opuesto a «Cinna». La gente siente curiosidad por saber si en una situación semejante, no diría también: «Seamos amigos, Cinna». Mademoiselle Georges, como siempre, muy bella y nada más. Talma es quien suele representar ese papel, siendo deificado por ello. El día que yo la vi, Lafond hacía este papel y otro. De paso, he de mencionar que desde la Revolución los actores franceses han efectuado un cambio singular en su pronunciación; por ejemplo, en vez de decir, mon cœur, mon sort, etc., dicen mun cœur, mun sort, etc. Este cambio se ha efectuado en todos los escenarios franceses, y lo más curioso es que los propios actores no habían caído en la cuenta hasta que yo se lo hice notar.

«Hermann y Werner», es una producción muy pobre, que, sin embargo, me resultó agradable por el trabajo de mademoiselle Mars; lo mismo puede decirse de «La belle fermière», en la que es secundada por el excelente Michot. «La Babillard» proporciona ocasión de lucirse a St. Pahl. He observado que los franceses emplean demasiado tiempo en sus recitados.

En «Iphigenia en Tauride», Talma, en el papel de Orestes, consiguió otro triunfo. «La Dedaigneuse», una comedia nueva, en la que, como el título lo indica, una coqueta desdeña a todo el mundo, hasta que al fin se ve abandonada por su suerte, puede ser argumento para un acto, pero no para tres. Mademoiselle Mezeray aparece como muy buena actriz en sus actuaciones; la joven mademoiselle Mars también atrae la atención general. Esta pieza tiene algunas situaciones buenas, pero en conjunto es muy pesada. Fue silbada, y a pesar de la presencia del primer cónsul, el ruido fue creciendo de tal forma que el final de la representación no se pudo oír; él, sin embargo, ocupó su puesto hasta terminar, sin prestar atención a lo que estaba ocurriendo. Si esta obra es, como se me ha asegurado, el primer ensayo de un joven poeta, la han tratado muy severamente. «Le seducteur amoureux», es un tema bien elegido, en el que Fleury tiene a su cargo el papel principal.

Que el Théâtre Français tenga en su repertorio piezas como «Le medecin malgré lui» es cosa inconcebible para mí, al menos en una nación cuyos oídos gustan de las cosas delicadas, particularmente en escenas como: «Va-t-elle à la chaise percée? Oui-Copieusement?—Assez—Et la matiére est-elle,... etc. Las continuas palizas y golpes creo que es cosa que debiera dejarse para las exhibiciones de Arlequín.

El teatro se sostiene por la representación de las obras antiguas, pues las nuevas, en general, son silbadas y retiradas. «Agamemnon» es la única tragedia nueva que no lo ha sido, a pesar de las críticas irónicas, pero bien merecidas. El edificio es amplio y espacioso y la sala tiene siete hileras de palcos y galerías colocadas una encima de otra, incluso hasta llegar al techo. Se oye bien desde todas partes, pero la vista la estorban a veces las columnas que sostienen los palcos.

2. El segundo teatro por orden de importancia es la Grand Opera, que merece ser llamado, en muchos aspectos, el primer teatro del mundo. La orquesta, los coros, las decoraciones, la maquinaria y el baile no los hay parejos de los que se pueden ver en este teatro, pero el canto bien puede compararse a un aullido. Se excusan por el tamaño de la sala, pero no convence tal razón, ya que las notas que emite madame Brancha se oyen muy bien, aunque esté lejos de dar los tremendos chillidos de mademoiselle Maillard, que es capaz de hacer levantar un muerto del escenario. A veces pone tal ardor en los pasajes apasionados que todos los tonos que emplea son inarticulados. Si acudiera a este recurso solamente en determinadas ocasiones, produciría más efecto, pero esta costumbre ha venido a ser hábito en ella y lo emplea a cada momento.

«Adriano» se da con música de Pichul, y me parece una obra maestra de declamación. De lo bien que está compuesta la orquesta, da idea el hecho de que haya seis contrabajos. No existe apuntador en la Ópera y el director de orquesta es el que tiene a su cargo dicha función. Los cantantes han de ser, al mismo tiempo, buenos actores y tener talento, cuya posesión no puede negarse a la estridente mademoiselle Maillard. Madame Brancha trabaja con una gracia mucho más natural, y los comparsas no aparecen como una procesión de estudiantes en fila, sino siempre en grupos pintorescos. Los combates no consisten en mezquinos martilleos, sino que revisten caracteres grandiosos. El arco de triunfo de Adriano es espléndido y los trajes igualmente magníficos y ricos. Para los cambios de escena no se baja el telón. La única impropiedad que noté fue el hundimiento de un puente de piedra cuando ya habían pasado por él veinte o treinta personas.

Es necesario ir pronto para obtener entradas en la Ópera, pues muchas personas van muy temprano, toman palcos y leen hasta que comienza la función, ya que es muy cómodo, dada la espléndida iluminación de la sala.

El poeta Duval ha modificado mis «Hussitas» haciendo de ella una gran ópera, y si Pichul, que es el encargado de ponerle música, lo adorna con los tesoros de su fantasía, tan espléndidamente como en «Adriano», espero que produzca un efecto inmejorable.

«Anacreonte», por Cherubini, es una obra tediosa, ya que el argumento quizá bastara para una ópera pequeña, pero no para una de gran extensión. Si no fuera por las suntuosas decoraciones no valdría la pena de ir a ver «El juicio de Paris», un gran «ballet» por Gardel, pero malamente ideado y tan aburrido como «Anacreonte». El primer acto no corresponde al resto de la función, pues consiste solamente en una escena de pastores en la que París retoza un poco a la ligera con una colección de muchachas, y al fin, mata a un león que ha atacado al rebaño.

«Saúl», un «pasticcio» según se llama a la composición hecha por varias piezas selectas de diversos maestros, produce un efecto agradable, especialmente un coro de Händel, que hizo que se me saltaran las lágrimas. Deben oírse estos coros, pues no tienen rival.

El desfile de tropas es hermoso, y el baile en la entrada triunfal de David, mientras los retozones muchachos siembran su paso de rosas, es realmente encantador.

El ballet «Les noces de Camache» es muy curioso: don Quijote trabaja bien aquí, y su Rocinante y el rucio de Sancho Panza son seres vivientes que proporcionan gran regocijo a los parienses. «La caravana del Cairo», de Gretry la encontré aburrida, pero «Le Devin du Village», de Rousseau, me interesó profundamente. El público, hondamente emocionado, coreó la canción en que madame Brancha honra la memoria de Rousseau. «Semíramis», por un joven compositor, alumno del Conservatoire de Musique y que hace honor a tal institución, se representó espléndidamente. Una danza guerrera excita el entusiasmo, el trueno que destruye la tumba de Ninus, parecía un trueno real, y ¿qué diré de las decoraciones? ¡Qué jardines colgantes!, ¡qué torre de Babel! Creo que es una gran equivocación que Semíramis no aparezca en escena al final, para morir triunfante. El ballet «Le Retour de Zephyre» es pobre de inventiva, pero muy apropiado para lucir las habilidades de Duport, un joven bailarín que ya deja atrás a Vestris. Entre otras cualidades posee la de una extraordinaria fuerza y habilidad, que le permite dar treinta o cuarenta vueltas sobre una pierna, y sabiendo que cada vez que hace esto es aplaudido a rabiar, como si sólo se viniera a verle hacer esto, lo repite a cada momento, y los parisienses no parecen cansarse.

«Hecube», no sé de qué maestro, tiene una decoración magnífica al final: cae una pared al fondo y se ve a Troya en llamas, no con el ordinario efecto escénico, sino como una ciudad que realmente ardiera, presenciando cómo una tras otra caen derribadas las columnatas; sobre las ruinas humeantes Eneas transporta a su anciano padre, y el gigantesco caballo aparece entre las imponentes nubes de humo. La ilusión es completa. Los ballets de «Telémaco» y «Psyche» aun se representan, pero no con los mismos medios que hace trece años.

Para no dejar de visitar ninguno de los teatros de París, asistí a la Grand Opera mucho menos de lo que hubiera sido mi deseo. El actual director, Bonnet, es objeto de las críticas más sarcásticas, lo cual, ya se sabe, es el sino de todos los directores, por grandes que sean sus méritos y los medios que pongan en acción. A causa de estas críticas, trabaja sometido a crecientes restricciones, y está subordinado al prefecto de Palacio. No os extrañe el que también se complazcan las aficiones de Bonaparte en este lugar. Un ejemplo demostrará esta aserción: mi compañero de viaje, el famoso Weber, director de música de Berlín, que tan firmemente camina por las huellas de Gluck, obtuvo, a causa de una de sus sinfonías que interpretó en un concierto público, un éxito tan grande que la dirección del teatro le encargó la composición de una obra para la Ópera, y como solamente faltaba el apropiado tema, yo propuse uno, que se me ocurrió: la historia de Eginhart y Emma. Tan pronto como los directores de la Ópera vieron el título, «La hija de Carlomagno», solamente por ese nombre de Carlomagno se apresuraron a dar su conformidad.

3. La Opera Buffa, ricamente dotada, pero en vano, por Bonaparte, es un teatro anodino; trabaja allí un tal Nazari, tenor que tiene una voz excelente, y un bufón que lo hace muy bien, pero no siendo yo conocedor de estas materias, nada diré de madame Prinasachi. En este teatro representan, en general, óperas antiguas, por ejemplo, «Gli artigiani», de Anfossi. Durante mi estancia en París se pusieron en circulación títulos de renta del teatro para obtener dinero, pero el público no les prestó buena acogida. En vano el gobierno subvenciona a este teatro con 60.000 libras, y en vano Bonaparte da de su bolsillo 12.000 libras. Al pueblo no le gusta la Ópera Buffa y no cree que pueda prolongarse mucho su vida sin dificultad.

4. La Ópera cómica francesa, llamada Théâtre Faydeau es un sitio de recreo muy agradable; la sala, con su doble fila de columnas, es muy bonita; la orquesta, numerosa; las decoraciones superiores a toda ponderación, y los cantantes combinan una voz agradable con una ejecución muy buena, especialmente Elleviou, a quien puede llamársele el príncipe de dicho escenario. Vi allí «La reina de Golconda» y la encantadora opereta de «St. Foix a Le Coup d'Epèe», letra de Duval y música de Durchi, y «Ma Tante Aurore», de Longchamp, música de Bogeldieu. «La Soirée orageuse», «Trente et quarante» y «El Califa de Bagdad». Elleviou en Saint Foix, trabaja tan bien que se sentían impulsos de saltar de alegría y subir al escenario para abrazarle. Todas estas nuevas obras me agradaron muchísimo y puedo recomendarlas para su traducción a otros idiomas.

5. El Théâtre Louvois, al frente del cual se halla el popular escritor dramático Picard, está dedicado exclusivamente al cultivo de Talía y Melpómene.

La sala es grande y decorada deliciosamente, pero no comparto el actual gusto de los parisienses en la ornamentación, introduciendo animales mitológicos, grifos, etc., por cualquier parte. Se encuentran en todos los teatros, y si estuvieran distribuidos con tacto, producirían el deseado efecto, pero pintados por doquier, desde el techo hasta la parte inferior de los palcos, no lo consiguen. El Théâtre Louvois tiene varios actores de singular talento. El mismo Picard y su hermano poseen considerables dotes cómicas; De Vigny se distingue también de un modo especial. Le vi por vez primera en «Le vieillard et les jeunes gens», y quedé encantado. Hay, además, pocas comedias que están escritas tan oportunamente como ésta. La fatuidad de los jóvenes que pretenden saber de todo mejor que sus padres, está muy bien traída y satirizada en dicha obra. En mi opinión, no es recomendable una traducción de la misma, pero sí una imitación o arreglo con algunas alteraciones, que sería muy bien recibida en los teatros europeos, y seguramente alcanzaría un éxito bastante grande. «La suite du Menteur» se me había encomiado mucho, pero no correspondió a lo que esperaba. Incluso me sorprendió la falta de delicadeza al hacer que una joven acuda a una cárcel para ofrecerse a un joven, allí encerrado. La interpretación no era nada extraordinaria, pero los intérpretes fueron muy aplaudidos, incluso antes de que pronunciaran una sola palabra.

«Mediocre et Rampane» estaba muy bien ejecutada, y París no se cansa de ver al Vieux comedien, pero yo me había prometido algo mejor.

Una idea propia muy feliz fue llevada a cabo por el mismo autor Picard en la comedia de monsieur Musard. «Muser» es una palabra francesa, hasta entonces desconocida para mí, que significaba estar siempre muy ocupado, pero no en aquello que debiera estarse. Monsieur Musard es un holgazán muy atareado constantemente, tipo que Lessing, en Alemania, trazó ya hace unos cuarenta años. De esta clase de gente existen en París muchos originales de los cuales se pueden sacar buenas copias, y la primera representación fue recibida con aplausos. Cuando cayó el telón, mucha gente del público subió entre bastidores para saludar y felicitar al autor, e incluso casi le asfixiaron con sus abrazos. Sólo Dios sabe si estos sentimientos eran sinceros, pues entre ellos había muchos autores, aun cuando los autores no son tan envidiosos en París como los que he encontrado en Alemania; incluso en la tercera representación, la orquesta hubo de retirarse para dejar sitio a la multitud que ansiaba felicitarle.

6. El Théâtre du Vaudeville no puede interesar más que a los franceses, porque, primeramente, repiten canciones callejeras, que son lo más parecidas unas a otras; oyendo una se puede decir que se han oído todas, y, en segundo lugar, la agudeza epigramática de estas cancioncillas se refiere a momentos de actualidad que no suelen durar más de dos o tres días.

Vi a Feltin, que me aburrió soberanamente, así como al ciego Cassander, que no me causó risa alguna; he de hacer excepción con «Fauchon», la «Chica del laúd» y «Berquin», por Bouilly. Madame Belmont interpretó Fauchon en forma fascinadora. Es una pena que en Berquin aparezca una madre, de la que se podía esperar recato y decencia, pero que parece haber venido directamente de los entresols del Palais Royal. La sala es limpia y primorosa. Existe una costumbre muy singular en el auditorio de este teatro. Aunque sólo se cuelgue una punta de un chal en alguno de los palcos, inmediatamente la sala entera comienza a gritar: «Que quiten ese chal» (Otez le shawl), y si la señora no obedece al instante, el ruido redobla, y se oye: «¡Que lo tiren!» (Jettez de shawl). A menudo las damas tienen que acceder a estas demandas tan brutalmente formuladas. En los casos en que no se accede, el tumulto es tan grande que tiene que intervenir a veces la policía y rogar a la dama que consienta en lo que pide el vociferante populacho.

Algunas veces gritan: «¡a la porte!» (¡fuera!) y nadie debe dar la espalda al público, pues inmediatamente comienza a gritar: «Ne tornez pas le dos, c'est vilain!». Una parodia de «Agamemnon» alcanzó un gran éxito durante mi estancia.

Los teatros hasta ahora mencionados son los más concurridos por el público. Debo advertir, muy agradecido, que los directores rivalizaban unos con otros ofreciéndome en cartas muy lisonjeras entradas gratis para todas las representaciones, lo cual era agradabilísimo para mí, no por la cuantía del importe que de este modo ahorraba durante mi corta estancia, sino como una prueba de estimación, que resultaba tanto más grata cuanto que en mi propio país me veo obligado a pagar en algunos sitios, incluso para presenciar mis propias obras.

7. El Théâtre Montansier, en el Palais Royal, representa solamente farsas, y Brunet, su primer actor, es un magnífico bufón, al que es imposible ver sin reírse. Su principal papel es el de Jocrisse, un tipo muy parecido al Pierrot de los italianos, un desmañado chapucero que estropea todo en lo que anda, aun deseando hacerlo bien.

Hay muchas otras obras de este género, por ejemplo: «Une heure de Jocrisse». Va a regalar a alguien un pajarito, pero lleva solamente la jaula vacía, pues debido a su descuido el pájaro se ha escapado en la calle; mas demuestra su alegría al saber que el pájaro ha volado y se ha metido en la carta que tiene el encargo de llevar. Ha de limpiar una tetera, pero su poca maña hace que se le escurra y se rompa en varios trozos contra una mesa; pero exterioriza su alegría al no haber sido él quien ha cometido el desmán, sino la mesa contra la cual se rompió el utensilio. Cepillando una casaca, se cae con ella al suelo y la moja con el agua que estaba destinada a limpiar la tetera; se encuentra con que una de las mangas está empapada y rápidamente la corta para llevarla a un prendero, al que ruega le deje una manga, aunque no sea de la misma tela de la casaca. Del mismo tipo son «Cricré dans son Menage» y «Vadé dans son grenier», etc., que en realidad no son más que una colección de burdas vulgaridades. Que Brunet es un excelente bufón, es cosa cierta, pero sus chistes se refieren de tal modo a los asuntos locales, y es tan aficionado a intercalar «calembours» que la mayor parte de su parlamento es ininteligible para el extranjero. De éstos, tan sólo un número muy reducido frecuenta dicho teatro, en su mayor parte jóvenes, atraídos por las cofrades de la hermandad del placer que llenan todos los rincones del teatro. En esta clase de escenarios se permite todo, y son muy aplaudidas las obscenidades más atrevidas. Por ejemplo, en el «Huissier degarni», oí entre aplausos que «une femme ne redoute jamais une prise de corps» y decir a una tierna y modesta jovencita «qu'on peut exiger d'un époux, qu'il lui reste au moins une jambe».

8. Théâtre des jeunes Artistes. Aquí se ve a Arlequín saliendo de un huevo, pantomima mágica con muchos cambios de decoración, bailes, canciones, efectos, etcétera. Un duelo entre dos personas, sostenido al compás de la música, es una de las cosas más dignas de atención que he visto representadas. Un combate entre seis soldados a caballo, en que los caballos se cocean violentamente, y Arlequín y Pierrot se pelean iracundos a patadas; dragones que escupen fuego y otros trucos de esta clase. La habilidad de Arlequín en las metamorfosis es realmente admirable. Dos veces adquiere la forma de su rival, y hasta cambia su antifaz negro por la cara del otro, e incluso su vestido completo, lo cual, especialmente la segunda vez, parece bordear los límites de la magia.

9. Théâtre de la Gaieté: la sala es muy pulcra y sus decoraciones de bastante gusto. En vez de los consabidos grifos, son geniecillos los que aquí figuran en los adornos de los palcos, con guirnaldas de flores, y en todas las actitudes imaginables, incluso levantando las cortinas.

No recuerdo haber visto una ornamentación tan sonriente. Conocí aquí a madame Angot (que es una personificación de la nación francesa, como John Bull lo es de la inglesa), representada en una gran variedad de aspectos y aventuras; el papel está encarnado por un hombre, lo cual a veces le da un tono algo ligero; por ejemplo, cuando madame Angot se encuentra en el serrallo del sultán. El lenguaje de las vendedoras de pescado de París, llamadas Poissardes puede oírse en esta pieza con la máxima perfección. Entre los intérpretes hay que señalar algunos cómicos muy buenos.

Vi también en este teatro «La Doncella de Orleans»; la obra comienza en una fiesta de la recolección, donde Jacques d'Arc, el padre de Juana, se divierte con su familia, después del trabajo. Se baila, y se entregan guirnaldas a la doncella, con esta inscripción: «A Jeanne d'Arc, la plus belle et la plus sage». De repente se oye el ruido producido por unos cazadores que persiguen a un jabalí y todos huyen; un joven cazador topa con la fiera, pero cae al suelo; Juana sale en su ayuda, mata a la fiera y salva al joven. Éste resulta ser Dunois y la alegría es general. El huésped es introducido en la casa y desea reposar, pero ve el retrato de Juana en la pared y no puede pegar un ojo; cae de rodillas ante él y dirige a la imagen mil finezas, pero es interrumpido por un relámpago y un trueno, y se oye una voz que dice: «Caballero Dunois, ¡no cometas la irreverencia de sentir profanos deseos por la que liberará a Francia! Vuelve junto al rey, indícale la voluntad de Dios y llévale esta espada sagrada, que fue destinada al brazo victorioso de Juana». El espectador contempla entonces el dormitorio de Juana, en el que duerme la heroína reflejando en su rostro dulces sueños. Se abre uno de los laterales y aparece un ángel, que camina sobre una bola de fuego y deposita una espada a los pies de Dunois; éste la coge y jura cumplir el mandato del Cielo; el ángel sube al cielo, mientras otros dos rodean a la dormida Juana y la cubren con estandartes. Así termina el primer acto. El segundo comienza en el palacio del rey, donde Carlos, Agnès y la corte entera se divierten sin pensar en el peligro que se aproxima. Un caballero entra y anuncia que los ingleses están sitiando a Orleans y que si esta plaza cae, Francia se verá perdida. Sigue a esto una gran confusión; llega entonces Dunois y proclama que sólo existe un camino de salvación, pero los cortesanos se ríen de él. Ordena que sea presentado al rey el retrato de Juana, lo que hacen dos pajes; el rey continúa dudando, pero de repente una aureola de fuego rodea el retrato, y bajo él, se leen las siguientes palabras: «Elle vaincra». Toda duda desaparece ante esto. Aparece Juana vestida con su armadura, y su vista anima a los caballeros que parten a la batalla.

La escena se traslada ahora al campamento francés, donde la llegada del rey anima el valor de los descorazonados soldados. El rey arma caballero a Juana y le entrega la espada milagrosa, pero no teniendo tahalí, surge un arco iris en el que cabalga un ángel, que se lo entrega y ciñe, proclamando que vencerá, pero prohibiéndole todo amor terreno. Da un golpe contra un árbol y aparece un espíritu que le entrega el oriflama. Los dos regresan al cielo en el arco iris, y los guerreros se precipitan hacia el campo de batalla.

El espectador ve ahora a la ciudad de Orleans sitiada por los ingleses. Talbot ordena a sus tropas lanzarse al asalto, y los franceses se preparan para resistir en las murallas; se izan las escalas, atacan en tropel, se abre una brecha, cogen el estandarte y la ciudad está a punto de capitular. Aparece entonces la virginal Juana, se renueva el combate, los ingleses son derrotados, sus empalizadas derribadas, los habitantes de Orleans salen fuera de las puertas, caen a los pies de su libertadora y le ofrecen las llaves de la ciudad. Dunois se muestra encantado, y se enamora de Juana; no es indiferente a Juana, pero la prohibición angélica la detiene. Se erige un palio y Juana está bajo él con Dunois, se organizan bailes festivos, llega la noche y Juana es conducida a la ciudad en un carro triunfal, a cuyo paso se arrojan flores.

El tercer acto ocurre en un jardín; Dunois está a los pies de Juana, quien ha colgado la espada milagrosa en un árbol y no puede resistir sus súplicas. Con su daga escribe estas palabras en una roca: «Aimer ne peut-être un crime». (Amar no puede ser un crimen), y Juana escribe debajo: «Je vous ai vu, je le crios». (Os he visto y lo creo). Aparece Cupido aleteando en torno de ambos y surge un altar con esta inscripción en caracteres ígneos: «à l'Amour et à l'Hymen». Cupido conduce hacia él a la juvenil pareja, pero en aquel instante suena el trueno, los geniecillos vuelan, el altar desaparece y se oye una voz que dice: «Juana ha traicionado su juramento y ha de temblar ante la venganza de los cielos».

Un toque de trompetas anuncia a un heraldo de los ingleses; Talbot y Chandes desafían a Dunois y Juana a singular combate. La última acepta el reto y ambos envían sus guanteletes. La virgen va a armarse, pero cuando quiere empuñar la milagrosa espada, el laurel se ha convertido en una estatua de la Venganza blandiendo la espada en su mano. Juana, aterrorizada, marcha a vencer o a morir con su enamorado.

Aparece el campo de batalla, debidamente cercado y rodeado por las tiendas inglesas. Los árbitros, heraldos y soldados se sientan en sus puestos. Aparecen Chandos y Talbot y llegan en seguida Juana y Dunois. Todos juran combatir lealmente. La heroína y su amador logran la victoria, pero los franceses aprovechan la ocasión para hacer resaltar la perfidia inglesa; un tiro tiende a Dunois en la liza y Juana es rodeada, hecha prisionera y llevada fuera. Ahora languidece en la prisión. Chandos le promete libertarla al precio de su amor, pero ella lo rechaza con desprecio.

Hace traer Chandos un estandarte negro y que lea su sentencia, que la condena a morir por brujería. Permanece íntegra y firme y es conducida hacia el montón de leños. Esta última escena representa la plaza del mercado de Ruán; ya está preparado el poste y el pueblo apiñado a su alrededor; Juana sube valientemente a lo alto de la pila, a la que se prende fuego, pero apenas han comenzado a subir las llamas, surge de ellas una paloma. Las llamas se extinguen, desaparece el poste y lo que queda es una aureola que representa a Juana coronada por la inmortalidad. Sube ella entonces hacia las nubes. En el lugar donde se hallaba el poste aparece un altar, y en el fondo un arco triunfal transparente con la imagen de la virgen, según el modelo de la estatua que va a levantarse en Orleans. El telón cae entre el clamor de las trompetas y el batir de los timbales. El autor de esta obra es Cuvelier.

10. Théâtre de la Porte St. Martin. Está decorado primorosamente y anteriormente estaba allí la gran Ópera. En vez de reducir el local, se ha agrandado, Dios sabe por qué, pues no suele estar lleno con frecuencia. Se representan aquí piezas de teatro clásico, entre las que vi «Les Charbonniers de la Forêt Noire»; las decoraciones eran buenas y la compañía no era mediana, incluso algunos de ellos excelentes cantantes.

11. El Théâtre des petites Varietés, en el Palais Royal, es una sala estrecha y muy pobremente decorada. Los actores son niños, entre los cuales muchos de ellos muestran poseer un gran talento. A los espectadores se les obsequia con muñecos, pero en éstos se permiten verdaderas indecencias. Vi por ejemplo un muñeco al que se quitaba las ropas interiores y aparecía con una fiel y exacta imitación de lo que precisamente la ropa interior está encargada de tapar.

12. L'Ambigu comique, es un teatro sin gusto alguno, con pilares góticos, bajorrelieves griegos y cortinajes franceses modernos; tres hileras de palcos y atrás de cada una de ellas, una galería. Este estilo de construcción domina en varios teatros de París y me parece calculado para ganar terreno.

Vi allí una obra de bastante éxito a la que no se le puede negar una gran imaginación: «Les mines de Pologne» (Las minas de Polonia). La presentación es excelente e incluso se imitó una nevada en el último acto, con tal verosimilitud que la nieve recubrió el escenario por completo, hasta los uniformes de los centinelas. Los actores no merecen que se les llame malos, pero sí en cambio los ballets. Se representan en este teatro una especie de obras llamadas melodramas, en donde los actores son interrumpidos por música en varias escenas.

13. Théâtre Olympique. Es éste uno de los teatros más grandes y bonitos, casi tan espacioso como el de Berlín. La segunda hilera de palcos está sostenida por un círculo de cariátides y sobre ellas otro de columnas, lo que le da un aspecto muy elegante. El Grand Foyer, donde a menudo se dan bailes, está construido en el mismo estilo, pero la compañía del último trabaja muy mal y el espacio es muy pequeño.

14. El Théâtre du Marais es muy bonito, de estilo griego y pintado de gris; la sala no es pequeña y tiene tres pisos de palcos y galerías. Únicamente se representan aquí obras del teatro de muñecos.

15. El Théâtre de l'Ecole dramatique parece un teatro privado, pero está decorado muy bien. Los actores son dignos de mérito por las obras que representan, y los espectadores, por ambos conceptos; el conjunto está muy debajo de toda crítica. Algunas damas y caballeros, en el palco donde yo estaba, mandaron traer cerveza, que para desgracia mía, era muy buena y con mucha presión, que hacía saltar los corchos de las botellas y la espuma cayó en mi casaca.

16. El Théâtre de la Cité es bueno y muy espacioso; aquí hube de oír otra vez un acto de mi «Misantropía y Arrepentimiento». Los trajes eran como los del Théâtre François. «C'est la costume d'Allemagne», lo cual ya me cargaba un poco.

17. Théâtre de Moliére. La sala merece llevar el nombre de Moliére. Las paredes están cubiertas con cornucopias en los palcos, y el resto de la ornamentación revela mucho gusto. La presentación es buena, los trajes espléndidos y apropiados; en resumen, todo es bueno, excepto los actores y las obras que representan.

Además de estos diecisiete escenarios hay dos más que no pude ver, por ejemplo, el Théâtre Mareux. Termino el capítulo con una observación curiosa y es que diversos periódicos de París anunciaron para muy en breve el estreno, no sé en qué teatro, de una obra nueva titulada «La justicia de Alejandro I» y que no se permitió representar, ignoro por qué causa.

NOTAS DE MI CUADERNILLO DE BOLSILLO, MISCELÁNEA Y FRAGMENTOS DE OBSERVACIONES

El comer tan tarde no está muy generalizado en París. En los distritos alejados y tranquilos de la ciudad, se siguen las costumbres anteriores a la revolución. Un escritor satírico ha hecho un cálculo que le permite asegurar que un amante del buen comer puede realizarlo en París durante todo el día. Para ello, a las nueve de la mañana debe hacerse conducir al suburbio de St. Germain, donde suelen residir los empleados y oficiales de las diferentes oficinas del Estado. Les acompañará en su dejeuner à la fourchette, que toman antes de marchar a sus respectivos despachos. A las once, puede regalarse con desayunos variados en el arrabal de St. Honoré, desde el cual se dirigirá a la Chaussée d'Antin, donde varios jóvenes elegantes dan sobre la una su paseo a caballo, después de haber tomado previamente ostras y consumido algunas botellas de champaña. Abandona entonces el mundo elegante de la Chaussée d'Antin mientras reposa y se dirige al Marais. Aquí las familias «a la antigua» ya están comiendo y se une a ellas hasta que se aproxima la hora en que los jueces y consejeros llegan hambrientos a sus casas, desde la Cité. Se apresura a ir hacia allá y permanece hasta que los tranquilos habitantes de St. Germain y el Marais se sientan a comer. Engulle apresuradamente algunos bocados, ya que el tiempo se le hace corto y tiene que volver a la Chaussée d'Antin, donde las mejores familias se disponen a cenar. Tiene entonces un poco de respiro, que puede emplear en tomar helados o en ir a algún teatro, pero tan pronto como ha caído el telón reanuda su actividad, pues está invitado a un té de los que antes mencionamos, donde se sirven toda clase de manjares buenos y substanciosos. Así llegamos imperceptiblemente a las dos de la mañana y nuestro héroe puede acudir a la cena al estilo antiguo. Si todavía siente después algún vacío en el estómago y necesita reparar esta flaqueza física, marchará a una casa de juego, donde se sirve un buen reveillon y entonces ya puede irse a dormir tranquilo sus cuatro horas, pues son las cinco de la mañana y a las ocho ha de volver a empezar su periplo si así lo desea.

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Anteriormente, cuando una señora acudía a una reunión, era de muy mal tono si demostraba apetito. Tenía que desdeñar todo y aceptar únicamente algo así como una carpa china y un poco de agua fresca, lo suficiente para poder resistir dos o tres días... Si la naturaleza, sin tener en cuenta la moda, la había dotado de un estómago que pedía algo más sustancioso, había que atender a sus llamadas, privadamente, en casa, antes de salir. Tales estómagos de adorno, no constituyen precisamente ahora la moda. Las damiselas espirituales y finas, engullen buey, cordero, patés y trufas, en tal forma que es una alegría verlas comer. Sus antecesoras tocaban, a lo sumo, con sus labios una copa de vino, pero ahora se regalan con licores, beben ponche y tragan champaña. Antes apenas podían sostenerse en sus estrechos zapatos, pero hoy nadan en ellos. En resumen, los hombres rudos y zafios han puesto al bello sexo a su propio nivel, pero déjenme explicarme: creo que nuestras madres y abuelas no estaban en un error al mantener el estómago como cosa decorativa, porque las divinidades y las señoras, para inspirar respeto, no tienen que dar muestra de sentir ninguna necesidad de los sentidos. La amada la representa siempre la imaginación como un espíritu etéreo y es realmente una decepción verla hincar el diente con un apetito desmesurado.

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Desde la revolución, la imaginación de los pintores franceses parece estar reñida con la gama de los colores más sombríos. Esta afirmación la demuestran las obras de Guerin en su Marco Sexto, de David en Brutus, de Gerard en Belisarius, y muchos otros más.

Una vez vi en casa de Arnault, el poeta, un cuadro que atestigua más que los otros la verdad de mis afirmaciones.

Se ve una costa rocosa que se eleva desde los escollos por encima de las cabezas. En una de estas rocas hay un hombre que ha escapado del naufragio y que tiene muertos ante sí a su mujer e hijo. No se le presenta el atisbo de la más ligera esperanza. Aunque está desnudo y desamparado, no parece darse cuenta más que de su actual y desesperada situación. Con mirada fija, está arrodillado junto a su mujer y su retoño y una de sus manos la apoya en la primera, cual si se resistiera a creer que la vida la había abandonado. Su desesperada mirada parece decir a todo ¡no! Jamás se me ocurriría tener tal pintura en mi cuarto, porque causa horror y pena. Esto prueba que en Francia los buenos pintores son también buenos poetas.

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Entre las cualidades requeridas para ser buena ama de cría, está la de tener el pelo castaño; así lo hacía constar por lo menos una de ellas como especial recomendación, en uno de los anuncios en los periódicos.

Un maestro de baile, que desea hacer su fortuna, puede anunciar también lecciones de tamboril.

Un cierto Dr. Brown escogió, durante el tiempo de mi estancia, un procedimiento muy extraño e inédito para darse a conocer y fue el de imprimir en una gran hoja de papel la historia de su vida, en dónde estudió, los sitios por los que viajó, quiénes fueron sus maestros, etc., hoja que se encuentra fijada en cada esquina de las calles. Pero a pesar de todos estos trucos de publicidad, la gente no parece que se hace muy vieja en París, pues en un día encontré en los anuncios de un periódico 28 defunciones, de las cuales solamente una persona era de 95 años, dos de 81, y cinco más de 79, 76, 70, 65 y 63, o sea ocho personas de edad avanzada.

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La mayor parte de los ci-devants (los ex) no son sólo pobres, sino que sufren realmente necesidad en el grado más apremiante, lo que les obliga muchas veces a recurrir a la caridad, pero haciéndolo en una forma que predispone a su favor; envían por delante su nombre, generalmente un nombre ilustre y muy conocido, ante el cual las puertas se abren de par en par para dejarles paso. Dado éste y llenos de seguridad en sí mismos, que es la seguridad de su anterior posición, se sientan al lado de la estufa, diciendo las frases más halagadoras a los extraños que se hallen presentes y hablan de mil temas durante más de una hora, sin mencionar, ni con una sílaba siquiera, su precaria condición. Dicen, por ejemplo, que el objeto de su visita es entablar conocimiento con los extranjeros presentes, etc. Al fin dejan ver su propósito, a veces con metáforas, a veces en términos corrientes, diciendo al desgaire que han escrito un libro, para el que recogen suscripciones e inmediatamente, con aire indiferente, dejan la oferta en la mesa inmediata, mientras conversan de temas ajenos al asunto que les trae. Muy a menudo he contribuido a ello, ante forma tan noble y gentil, y he recogido nombres que dejarían estupefactos al lector. Otros no se aventuran a efectuarlo por sí mismos, pero escriben cartas, guardando al menos la apariencia del recato.

Comprendo perfectamente, sin embargo, que personas educadas y acostumbradas a una vida como la que llevaron, no pueden pedir de otra manera.

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Si os halláis en una gran cena de hombres solos podréis observar que no existen dos, entre veinte, que no hayan tomado parte en alguna campaña, aunque la tertulia se componga únicamente de poetas, artistas o actores. Obedece ello a que se consideraba persona afortunada durante la época del Terror la que podía marcharse de París y alistarse en el ejército, que era el único sitio seguro que podía hallar. Ocurre también que os encontráis inopinadamente con hombres que han tomado parte activa y desempeñado papeles importantes durante la Revolución, que ahora no presentan la menor apariencia de ello, porque obraron como hombres de honor y de elevados sentimientos. Por ejemplo, el célebre actor del Théâtre Français, Michot, el único que por su forma de trabajar puedo comparar con Iffland, ha hecho dos campañas; fue herido y obtuvo el cargo de Comisario del Gobierno cerca del general Montesquiou, con orden de residir en Saboya. Allí residió, habiendo dejado un buen recuerdo entre los habitantes porque fue humano y no toleró que se obstaculizara el ejercicio de la religión, ni por irrisión ni por la fuerza. A su regreso se trató de nombrarle diputado y le ofrecieron otros cargos públicos, pero los declinó con prudencia todas las veces e hizo bien, porque si hubiera aceptado alguno de estos empleos, probablemente hubiera sido guillotinado como amigo de los girondinos. Solamente conservó su puesto de la guardia nacional y a menudo le correspondió montar guardia cerca de Luis XVI. Mitigó todo lo que estaba en su poder las severidades del cautiverio de aquel bondadoso monarca. Dondequiera que se encontraba, sin testigos o solo, se quitaba el sombrero y le daba el tratamiento de Sire y de Majestad y por deseo del rey le llevó Tácito y el Gil Blas. La confianza del rey en él era grande y le preguntó varias veces qué creía que harían con él. Michel trataba siempre de consolarle y le presentaba como lo más posible que le enviaran con sus parientes a España, porque Michot tenía la convicción que no se debe nunca apelar a los extremos. Hoy, incluso, con la misma convicción y con los ojos llenos de lágrimas dice: «Estoy seguro de que en el testamento de Luis XVI, cuando habla de almas sensibles (âmes sensibles) me recordaba también». No debo por menos de confesar mi envidia a este hombre de bien, por sus dulces recuerdos.

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Uno de los caracteres más salientes del carácter francés, que incluso sus enemigos no pueden negarle, es la entusiástica liberalidad con que alientan y premian el genio en el arte.

La Música, la Pintura y el Teatro son enaltecidos, queridos y respetados aquí y el gobierno se honra dictando leyes en su favor; no existen, por tanto, atrevidos editores piratas o arpías literarias que puedan hacer presa en los frutos del genio.

Donde se siembre se está seguro de recoger y si la semilla que arrojó fue buena, puede esperar que el suelo le devuelva una rica cosecha.

El autor de una pieza teatral o de la música de ella es remunerado en Francia de la forma siguiente: la recaudación de cada noche se divide en tres partes, de la cual el autor recibe la séptima parte de un tercio. Esto podrá parecer poco, pero es preciso tener en cuenta que recibe dicha séptima parte no una sola vez, sino mientras vive, y sus herederos, diez años después de su muerte, y no solamente en París sino en toda Francia y en cada teatro y ello no tan sólo mientras la obra esté manuscrita sino mucho después de haber sido impresa, porque ningún director de teatro se atreve a representar una obra sin contar con la autorización del autor. El imprimir piratescamente una obra está sujeto a las mayores penas. Muchos argüirán que el autor podrá ser engañado muchas veces porque nadie puede saber ni estar informado de las obras que se representan en toda Francia y de la frecuencia e importe de las recaudaciones en los diferentes teatros de la nación, pues sería extremadamente costoso mantener una información sobre el particular.

Todo ello ha sido previsto, pues existe en París una oficina para ese efecto. El autor de cualquier producción teatral no tiene más que mencionar su título y la oficina tiene cuidado de todo lo demás. La oficina tiene sus corresponsales y cajeros y con una conciencia minuciosa, informa al autor y le paga todos sus beneficios por el módico interés del dos por ciento.

Como el número de teatros en Francia excede considerablemente del centenar (aunque muchos de ellos sean pequeños e insignificantes) es fácil comprender que el autor de una obra que se haga popular, cuando hayan transcurrido dos años de su estreno, puede tener muy bien la suma de 40.000 libras. Los ingresos, pasado este período, decrecen considerablemente, en el caso de que la obra sea de actualidad, pero si su valor intrínseco es, realmente, grande, entonces entra a formar parte del repertorio. Un autor que tenga la suerte de que dos o tres obras suyas entren a formar parte del repertorio del Théâtre Français no sólo tiene la seguridad de poseer ingresos durante toda su vida, sino de dejar a sus hijos un medio de subsistencia, diez años después de su muerte. Es realmente una pensión honrosa, pero sólo en Francia se dan estas oportunidades.

Madame Molé, que tradujo «Misantropía y Arrepentimiento», y no muy bien, por cierto, tiene ya una fortuna de 60.000 libras e incluso aumentará, ya que la obra suele representarse tres veces al día en diferentes teatros de la capital, en tanto que el AUTOR no ha logrado por ella más que una suma de ¡200 pesos alemanes!

Daleyrae, el célebre compositor popular, viene a percibir, mensualmente, sin incluir la capital, una suma de 100 luises de oro o sea al año unos 6.000 pesos, sin que tenga para ello ni que coger la pluma.

No solamente están tratados en Francia los autores en este aspecto con un gran respeto, sino que también les actores pueden esperar que su vejez no les llegue sin poseer recursos. A este fin, el Théâtre Français bajo la dirección de dos de sus propios miembros, divide los beneficios en veinticinco partes. El primero y más antiguo de sus colegas tiene una parte íntegra, otros la mitad, y así en la debida proporción. Muchos reciben solamente su paga por los intereses y hay uno que percibe de veinticinco a treinta mil libras al año, pero debe deducir una pequeña cantidad mensual, lo que hace que todos los intereses reunidos asciendan a 72.000 libras, capital que está colocado a un interés seguro. Por eso cualquiera de ellos que haya seguido dicho procedimiento durante veinte años, aunque no haya alcanzado la edad de los cuarenta, puede retirarse. Entonces recibe: 1°, el dinero que haya ahorrado durante sus servicios públicos, que puede ascender a 30.000 libras; 2°, un beneficio en la Gran Ópera, que si ha sido un actor popular, puede representarle 80.000 libras más; 3°, una pensión anual de 2.000 libras por los intereses, y 4°, y último, una pensión que por el mismo importe le concede el Estado. Además de esto, tiene el derecho, si aun se encuentra joven y fuerte, de conservar su plaza entre los accionistas, lo que rara vez ocurre. Este es, por ejemplo, el caso del actor La Rive, quien siempre creí era un anciano, por haberse retirado tan pronto, pero la realidad está muy lejos de ser lo que yo creía, pues no tiene arriba de los cuarenta, y ahora, para disfrutar de la vida, «comme il faut» compró una hacienda en Montlignon, cerca del valle de Montmorency, donde descubrió un manantial de agua mineral, que es recomendable a los epicúreos, por ser muy digestiva. Tiene el proyecto de construir un pequeño pueblecito cerca de la mencionada fuente y mientras yo estaba en París, ofrecía a toda persona que quisiera establecerse allí construirle una casita con jardín por la suma de quince mil libras pagaderas de una vez. Si obtuvo éxito en su plan o no, no puedo informar al lector, pues no he sabido nada desde entonces.

No suelen estrenar mucho los comediantes franceses, pero debe explicarse esto, porque cada estreno representa por lo menos treinta ensayos llevados a cabo con la mayor regularidad, y en los cuales ha de estar presente el autor para dar sus directrices. Incluso cuando se llega al último ensayo y está anunciada en los periódicos, tiene derecho a poner su «veto» y decir que son necesarios más ensayos para obtener una representación a su gusto. El director no puede cambiar ni una sílaba del texto del autor sin el consentimiento de éste; una prueba más de la delicada atención con que se trata al último.

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Chaptal, ministro del Interior, era conocido antes de la Revolución como químico y farmacéutico de considerable reputación en Montpellier. Aplicaba su ciencia en beneficio de artistas y mecánicos y logró reunir una pequeña fortuna. Una vez, bajo la tiranía de Robespierre, hubo falta de pólvora y se requirió a Chaptal para que suministrara cierta cantidad de este artículo, para cuyo fin se le suministrarían los componentes necesarios, pero no se le ocultó que ésta era la única manera de salvarse, ya que había sido denunciado como aristócrata adinerado. Se le dieron veinticuatro horas para resolver sobre el asunto. Chaptal se comprometió a ello, cumplió su promesa y se ofreció a suministrar una mayor cantidad si le daban un interés en los beneficios. Se convino en ello, fabricó el doble de la cantidad de pólvora pedida y se hizo inmensamente rico por tal medio.

En forma parecida adquirió Seguin, aunque sólo en apariencia, un gran mérito al inventar un método para tratar el cuero conforme al método inglés, que representaba una economía de tiempo sobre el actualmente conocido. De momento esto fue también de una gran ventaja, ya que el ejército no tenía zapatos que ponerse, pero resultó de menor duración.

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El origen de la palabra «fiacre» o coche de alquiler es conocido de muy pocos. El inventor de este medio de transporte, tan útil, vivía en 1680 en la rué St. Martin, Hotel des Fiacres y se llamaba Nicolás Sauvage.

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Me contaron recientemente una anécdota sobre una romántica muchacha que se había enamorado, lo que, según parece, ha ocurrido hace poco tiempo y creo que llegará al corazón de los lectores, como llegó al mío.

Solía tocar el clavecín y su novio le acompañaba muchas veces con el arpa. Murió el joven y su arpa quedó en la habitación de ella. Pasados los primeros accesos de desesperación, cayó la muchacha en la más honda de las melancolías y pasó mucho tiempo antes de que se sentara a tocar de nuevo en su clavecín. Al fin, un día se decidió a hacerlo, dio algunos toques y ¡hark! el arpa resonó también, como un eco. La pobre chica sintiose al pronto sobrecogida de miedo, pero encontró en ello una especie de blanda y grata melancolía y desde entonces creyó firmemente que el espíritu de su amado era el que acariciaba las cuerdas del instrumento. El clavicordio constituyó desde este momento su única distracción, al pensar que su amado se hallaba continuamente por este medio junto a ella. Uno de esos hombres que carecen de sentimientos delicados, y que conocen todo a fondo y el porqué de cada cosa, entró una vez en su cuarto; la muchacha le rogó que se estuviera quieto porque en aquel momento el arpa amada hablaba casi inteligiblemente. Informado de la amable ilusión que se había apoderado de la mente de la joven y haciendo gala de grandes conocimientos, le demostró, mediante experimentos de física, que aquello era un fenómeno natural. Desde aquel instante invadió a la joven una melancolía intensa, languideció y murió poco tiempo después.

Hombres sabios y conocedores de los secretos de la naturaleza, que os gozáis en marchitar tantas dulces ilusiones, no siendo capaces de suministrar el más leve consuelo, ¿por qué no guardáis esa sabiduría para vuestro uso? ¿Es preciso, para demostrar aún más vuestra incontestable superioridad, que sacrifiquéis la tranquilidad de los que son felices con sus sueños?

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Mercier, el autor de Tableau de París, y otras obras más, es por su agradable manera de ser y sus paradojas, un delicioso compañero; cree sinceramente que Isaac Newton era un embaucador. Niega, en absoluto, la ley de la atracción, y para él la fuerza de la gravedad no es más que una simple presión del aire. Es un hombre bastante anciano, pero que nunca se acuesta antes de las dos de la mañana. En su casa he tenido ocasión de ver ocho obras, terminadas ya, de su puño y letra, algunas de las cuales han sido aceptadas por el Théâtre Français, aun cuando no han sido representadas todavía.

Le Texier, durante mi estancia, dio lectura a trozos escogidos o traducidos de obras inglesas y francesas. Comenzó con «La Escuela de los Escándalos», de Sheridan, a la que asistí. Escogió para ello un sitio muy a propósito en el Sallon des Etrangers. La concurrencia era muy selecta, pero no numerosa. Lee muy bien, pero no creo que logre hacer una fortuna mediante este procedimiento, en parte porque los franceses no gustan de estas producciones traducidas tan literalmente del inglés y, en parte, porque pocas personas tienen la suficiente paciencia para permanecer cuatro horas, desde las ocho de la tarde a las doce de la noche, oyendo a una persona que lee; y una corona francesa es mucho dinero para tirarlo así. Se dice que Le Texier ganó bastante dinero en Inglaterra haciendo lo mismo con obras francesas, lo que desde luego creo, pero aquí en Francia, le aconsejaría que se hiciera actor, para lo cual reúne excelentes condiciones, tanto por su dicción como por su dominio del gesto, condiciones que hacen de él un actor de primera categoría.

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Por todas partes se cuentan anécdotas de los tiempos del Terror. Desde luego no debe prestarse oídos más que a aquellas que el narrador relata como vistas por él, y aun así hay que desconfiar algo. Un autor de crédito y respetabilidad me dijo que era para él un verdadero problema conciliar las diversas versiones y las contradicciones sobre un mismo hecho.

Pronunciar una frase oportuna cuando se conducía a una persona a la guillotina, estuvo de moda en Francia, de igual modo que lo es todo; no era posible a un hombre honrado hacerse célebre sólo por esta cualidad, pues hasta los «chauffeurs» eran ingeniosos en el cadalso.

La frase de Danton es horrible. Uno de sus compañeros se dirigió para abrazarle antes de la ejecución: «Dejemos las cosas como están—exclamó Danton—: dentro de poco se juntarán nuestras cabezas en la cesta». Ya se sabe que las cabezas se ponían todas juntas en una cesta.

En un banquete, en el que estaba presente Talma, tuvieron la ocurrencia después de levantarse los manteles, de jugar a la guillotina. Para este propósito usaron una mampara que levantaban y dejaban caer cuando la persona que tomaba parte en el juego colocaba debajo la cabeza. Quiso el destino que la mayor parte de la concurrencia estuviera compuesta de girondinos, que dos días después caían efectivamente bajo la cuchilla.

Madame Roland sostúvose firme el día de su ejecución, pero, en cambio, el día antes se conmovió en forma poco común. Madame Talma, que estaba encerrada con ella, cuenta que aquella desgraciada mujer pasó toda la noche tocando el clavicordio, pero en forma tan extraña, tan poco corriente y de manera tan impresionante, que los sonidos no se borran de su memoria. El reducido lugar donde fue ejecutada la familia real (Place de Louis XV) aun está rodeado por una especie de sencilla barandilla de madera y no se puede pasar por allí sin que el recuerdo haga correr por el cuerpo un escalofrío.

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Rara vez se designan en París las cosas por su nombre. Cierta convenience que en realidad es de lo más inocente, se designa por la expresión à la Anglaise. Un peluquero establecido en el Palais Royal, ofrece en un anuncio impreso, no sólo una loción para matar los nidos de todos los insectos que se alojan en el cabello, sino también cierto vinagre, al que le da crudamente su nombre, mediante el cual enseña a una muchacha quizá inocente todavía, el arte de defraudar a su marido a pesar de todos los excesos que haya cometido; así ocurre que en un cierto período y en un solo día se ven anunciados seis divorcios y los jueces se muestran demasiado complacientes al alegar como razón de la sentencia la incompatibilidad de temperamento y de carácter. Si os dieseis un paseo por las calles, especialmente por el Palais Royal, encontraríais muchachos repartiendo folletos, almanaques, etc., que os susurran al oído: «Monsieur, voulez vous jouir de la plus belle femme de Paris?». No sé realmente cómo estas criaturas pueden llevar a cabo su ofrecimiento.

Los celos, según se me aseguró, rara vez se manifiestan en París y siempre son objeto de ironía. Una señora que sabía que su marido iba a pasar la noche con otra mujer, dispuso que le dieran una serenata ante la casa de ésta, y después de interpretar cada pieza, un hombre, exclusivamente contratado para ello, decía a grandes voces: «Esta música nocturna es en honor de madame X, en nombre de monsieur Y, que en este momento está con ella».

Que incluso entre las altas clases hay incontinencia de expresión, lo atestiguará la siguiente anécdota: Estaba yo una tarde sentado en casa de un consejero de Estado, al lado de una señora joven, casada y muy bella que se quejaba de no tener descendencia. Como estaba bastante gruesa, y sólo por seguir la conversación, la aconsejé que hiciera un viaje a pie a Suiza, con lo que se desprendería de las superfluidades de su gordura y con ello de un obstáculo para la realización de sus deseos: «¡Ay, señor—me contestó con gran ingenio—, he probado todo lo que hay que probar; algunos dicen que lo más práctico es alejarse del marido por una temporada; pues bien, yo he estado con tal fin ocho meses en el campo. Eh bien, monsieur, je n'ai rien fait!» Y ésta era una dama de la sociedad, cuyo comportamiento en todos los detalles parecía extremadamente decoroso y correcto y que por su manera de expresarse demostraba que con lo que decía no creía faltar en nada a la decencia.

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La gente cree que los viajeros han de ser registrados rigurosamente, preguntados y sometidos a vigilancia, no sólo en las fronteras, sino también en las grandes ciudades por las que tienen que pasar, sin exceptuar París, por toda una tropa de aduaneros, centinelas y espías de la policía. Que haya vigilancia no pretendo negarlo, pero que el resto no es cierto, puedo garantizarlo. De Ginebra a París sólo una vez me pidieron el pasaporte, cuando caminaba ante la pequeña fortaleza de Escluse, situada en una pequeña colina. A mi llegada a París estaba dispuesto a sufrir una detención de algunas horas en las aduanas, estaciones de policía, etc. Pasé las barreras sin ser molestado por nadie, me hospedé sin que el dueño me preguntara si tenía documentación o no, y hasta el día siguiente no obtuve del embajador un certificado que había de entregarse en la oficina de policía más cercana para que se me concediera el permiso de residencia (Permis de sejour). Este documento tiene la conocida ventaja de que si desea ver alguna cosa, su poseedor tiene libre paso, aunque esté prohibido para el resto del publico. Además de esto, le asegura contra cualquier incidente, al mostrar el certificado. Desde luego puede pasarse sin él y salir bien de todo, sin necesidad de visitar a su embajador, pero no obstante esto, yo aconsejo a todos que no omitan dicha precaución.

El permiso de residencia puede obtenerse con sólo la presentación personal en la oficina de policía, condición de la que no se excusa nadie, sea cualquiera su clase, sexo o edad; incluso las mujeres y niños tienen que cumplir este requisito, ya que el permiso los describe minuciosamente de pies a cabeza, y además se llena con la mayor prontitud. El funcionario en cuyo departamento se lleva a cabo tal formalidad es hombre muy educado nacido en Berlín, y que lo realiza en un abrir y cerrar de ojos. No me echó más que un vistazo, pero describió minuciosamente mis particularidades. Fijó mi estatura en un metro setenta y seis centímetros, en lo que probablemente no acertó, como tampoco a mi compañero de viaje, que es evidentemente más alto que yo, y le puso dos centímetros menos; así continuó describiendo con la misma exactitud el cabello, ojos, aspecto del rostro, etc. Cuando se precisa una definición más exacta, sale del paso con la palabra mediana; así, mi frente es mediana, mi nariz mediana, mi boca mediana. Todo esto es sin gasto alguno y con la mayor cortesía y rapidez, en una habitación que no tiene igual en el mundo entre las de su clase, todo alrededor embellecida con los bustos de los más célebres oradores y poetas. Al despedirse, el funcionario os notifica que ocho días antes de vuestra partida tenéis que volver a recoger el pasaporte y pedir un permiso de viaje al Tribunal Supremo.

Aconsejo a todo viajero que prescinda de esta formalidad, que le representará una pérdida de tiempo, de dinero y molestias, de lo que tengo precedentes, pues este pase puede obtenerse con mucha más comodidad y rapidez. El embajador, por ejemplo, os lo suministra veinticuatro horas antes de la partida, por medio del ministro de Negocios Extranjeros, Talleyrand, que estampa en él su firma. Terminado así el asunto, el pasaporte antiguo puede permanecer por los siglos de los siglos en la oficina de policía.

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Entre los asuntos públicos más curiosos, me chocó uno en el que un señor rogaba, en nombre de la humanidad (su nom de l'humanité) que se le devolviera un perro extraviado. Otro ofrece un empleo para un homme de lettres, con un sueldo de 1.600 libras al año, rogando al mismo tiempo, de quien lo obtenga, une recompense honnête. Tal venalidad en los puestos públicos es cosa que repugna a mis sentimientos. Una tal madame Leon ofrece teñir el cabello negro o castaño, en forma indeleble para toda la vida, en una sesión de cuatro horas.

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Dejemos que mi imaginación pase revista al desfile de los «beaux» parisienses, a caballo, por supuesto; pues esta clase de gente solamente fraterniza con los Houhymns. Cabalgan en el Bois de Boulogne, llamándose uno a otro: «Quelle superbe bête!». Que no sea tal el animalejo es lo de menos. Un mal jinete, montado en un jaco esquelético, puede pasar por un inglés, si lleva bien hacia afuera las puntas de sus zapatos. Es también muy elegante llevar espuelas y aunque no se vaya montado, empuñar un látigo.

Un joven elegante no saluda a nadie: a las mujeres hermosas les echa una ojeada, a sus criadas un guiño familiar, a los maridos un «bon soir», ante sus acreedores se toca ligeramente el ala del sombrero y a su padre un apretón de manos. Para que su éxito sea seguro ha de ser pálido y huesudo, debe saber silbar, dar latigazos, tirar bien, juzgar de todo aunque no entienda de nada. La costumbre indecorosa de llevar una mano en la cartera de los pantalones de montar ha desaparecido y ahora es en los bolsillos.

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Todo lo que luzca un «beau» debe parecer ajado, arrugado, jamás nuevo; sus medias deben hacer bolsas; el chaleco abotonado en forma descuidada; no llevará nunca lino o seda sino camisas de percal; los botones de los pantalones a la altura de la rodilla deben abotonarse de modo que esta aparezca torcida; no lucirá más que una sortija y un reloj; tomar rapé está ya anticuado, en tanto que fumar comienza a estar en boga; esta costumbre parece proceder del ejército.

SUPLEMENTO AL CAPÍTULO DE DIVERSIONES EN SOCIEDAD

¿Qué le ocurre a esta dama que así se agita ante su mesa de tocador? ¿Por qué tiembla ante la idea de que no lleguen a tiempo el peluquero y la modista? Únicamente para sumergirse en un maremagnum, prodigar cortesías y hacer mil gestos, para escuchar lo que tengan que decirle miles de personas que solamente conoce de nombre, para admirar a algunos bailarines (que con el fin de merecer elogios no hacen más que ligeros movimientos a derecha e izquierda), para sentarse un momento ante la mesa de juego, perder dinero, para bostezar, atravesar una masa de gente, probar una taza de té y retirarse al fin, inquieta e insatisfecha de no haberse dado cuenta de todo o para acostarse al lucir el alba, para levantarse cuando anochece y comenzar de nuevo.

En ciertas casas, que no debe creerse sean de inferior consideración, hay una gran mesa de juego en el centro del salón, como la pieza más indispensable de la habitación. Una vez que se ha puesto la mesa, la señora de la casa reúne a los invitados, echa una mirada a su alrededor y dice de vez en cuando: «Messieurs, aux chandeliers!» porque bajo la luz depositan tanto dinero como para sostener la casa con lujo.

El número de invitados, y no su clase, es lo que da ahora éclat (realce) a una reunión y por eso se invita a gente de todas clases, a un pequeño número de señoras, y a uno más grande de hombres, especialmente extranjeros, antes ingleses, y ahora rusos, con preferencia.

Todos los cuartos están abiertos e iluminados. Uno murmura algo en el oído de su vecino, atrae la atención general hacia un calembour ingenioso que recorre la concurrencia con la velocidad de un relámpago e inmediatamente después, todo queda en silencio. Dos jóvenes conversan con la señora de la casa, otros van de aquí para allá, contemplan los sofás à l'antique, las habitaciones decoradas al estilo griego, la cama romana y el boudoir chino. Estos jóvenes se parecen enteramente a las florecillas del campo que nadie cultiva, pero que el Supremo Hacedor mantiene y nutre. Los tales se sientan en la mesa de los ricos, y sus habilidades consisten en hacer gestos, e imitar a los gritos de diversos animales, y, a veces, el ruido de una sierra, cambiar de voz, hacer bufonadas detrás de una cortina, disfrazarse de mil maneras y dejar en ridículo a una persona honrada ante una concurrencia numerosa.

Es de buen tono despreciar a las demás señoras y hacer corro en torno a la más bella, mirándola descaradamente y casi sofocándola. Hacia las dos de la mañana comienza el baile par excellence, y todos claman a voces: «la gavotte!».

Se lleva el piano a un lado, se forma un círculo, la gente se sube en las sillas, baten palmas, y el joven bailarín que baila con la señora de la casa recibe, como un tributo debido, las felicitaciones de todos. Pasa antes que las personas mayores y las menores, jamás ofrece una silla a una señora, habla sin orden ni concierto de teatros, literatura o de las bellas artes, pone en ridículo a cualquier persona respetable con tal de hacer un chiste, interrumpe las conversaciones más interesantes con trivialidades, ataca lo respetable aunque sea en contra de su propio padre, se vanagloria de haber silbado el último estreno y hace otras mil gracias à la mode.

Del vals da esta definición, después de haberse reído de él: «Es un baile familiar que requiere la unión de ambos bailarines y que parece como aceite que flotara sobre un mármol brillante». Si en una cena ve que se sirve uno de esos pasteles de manzana que los franceses llaman «Charlotte», dice en seguida: «Quisiera ver el Werther de esta Carlota». Desde luego hay mucha gente que no puede aguantar a estos mozalbetes vanidosos y éste es mi caso personal, pero encontré un buen remedio, cual fue el reprimir mi enojo y reflexionar sobre la figura que dentro de diez o quince años harán semejantes tipos e inmediatamente la lástima ocupaba el lugar de la indignación. El tono de libertad que reina en estas reuniones donde se mezcla toda clase de personas, atrae a gran cantidad de jóvenes deseosos de hallarse en un ambiente libre de todo freno y que aquí encuentran su escuela de educación. Madame Recamier, una vez que fue a Frascati, pagó caro el placer de ser bella y atractiva y movía a lástima verla cómo intentaba pasar a través de la multitud, hablando a derecha e izquierda y tratando en vano de abrirse paso para lograr marcharse. La gente se subía a las sillas para contemplarla, todas las cabezas se volvían para mirarla, el que estaba detrás empujaba al que se hallaba delante y todas estas manifestaciones de admiración hubieran terminado por ahogarla si no hubiese logrado, con agilidad y destreza, una oportunidad para huir.

No crea nadie que se encuentra una verdadera diversión en reuniones de este género. El parisiense se mezcla con la multitud, porque ignora las tranquilas alegrías de un hogar reposado. La palabra plaisir, para él, significa tan sólo una forma de expresión. Tiene el gusto de veros, tiene el gusto de oíros, de hablar con vos, pero no lo toméis al pie de la letra, pues la mayor parte de las veces la persona que os dice todo esto no siente por vos más que una absoluta indiferencia. Tenéis gusto en cenar con una persona de la que en realidad sólo diríais, expresando vuestro pensamiento, que es terriblemente aburrida. Invitáis a alguien y esta persona recibe la invitación con mucho gusto, pero nunca acude a ella. Una dama pregunta a un caballero si le permite apoyarse en su brazo: «Con muchísimo gusto, señora», y mientras, musita maldiciones entre dientes, porque tiene una mortal aversión a ello.

La afición a lo que se denomina fiestas campestres está ya muy en desuso, porque los sitios donde solían darse estas fiestas rurales se han multiplicado hasta el infinito y es ridículo ver a una persona que ha plantado en un palmo de terreno dos arbolitos o unas enredaderas, y a una fuente estropeada, que les da los sonoros y pomposos nombres de Isla de Venus, Jardín de Pafos, de Apolo, Elíseo, Frascati, Les grands maronniers, la Choza India, etc.

Los fuegos artificiales, especialmente los de Rugiere, son una diversión de lo más popular y la obra mejor jamás atraerá una multitud tal de personas. Sobre teatro de aficionados se oye muy poco. Los jóvenes prefieren jugar en Ranelagh, tanto como el tiempo lo permite, al jeu de barres (cricket) y siempre hay gran número de damas en el público, por lo que se puede suponer fácilmente que la vanidad también reina aquí como dueña y señora.

Los bailes públicos, que siempre se anuncian con gran ruido, son, en realidad, poco dignos de mención. Se celebran en el Casino Veneciano, en la Sala de Terpsícore, etc. En unos sitios hay una gran orquesta, en otros se requiere ir bien vestido (mise decente), condición sine qua non para poder entrar, y si un extranjero, atraído y engañado por todo este reclamo, acude a ellos, no encontrará más que unos famélicos jovenzuelos con botas altas, con sombreros redondos en la cabeza y con que la gran orquesta consta sólo de cinco diablos, uno de los cuales es un negro que toca un tambor oblongo con una mano y con la otra el pífano; entre baile y baile interpretan solos de trompa. Ni la naturaleza ni el arte prodigan sus encantos al bello sexo que concurre a ellos y la decencia no se encuentra tampoco por ninguna parte. En algunas salas de baile hay un refinamiento un poco extraño. En un rincón tiene montado su caballete un pintor de perfiles, que en un momento y por un precio moderado, os lo entrega. Un enamorado que tenga pocas ocasiones de ver al objeto de sus penas, puede rogarle que esté un momento quieta en este lugar y obtener, por lo menos, un recuerdo de ella.

El sistema educativo en Francia era antes famoso por su saludable rigor, pero este método se llama ahora pedantería. Era habitual el trabajo, como norma fundamental de cualquier clase de estudios, y las matemáticas, los idiomas antiguos, las ciencias y las bellas artes constituían el campo de actividad del estudioso. Un joven que salía del colegio no hacía, a decir verdad, una figura muy desenvuelta en sociedad y era tarea de las señoras el iniciarlo en los secretos del refinamiento. Ahora al hijo amado se le procura, ante todo, alejarlo del excesivo trabajo que supone el estudio; las lenguas antiguas se consideran superfluas y las bellas artes, que antes eran una cosa secundaria, forman ahora el objeto principal. Lo que anteriormente se llamaba clásico está suprimido por completo y en su lugar ha surgido un gran número de conferencias donde las señoras y los extranjeros ocupan los lugares preferentes y los verdaderos discípulos recuerdan, por su colocación, a la gentuza en la ceremonia del casamiento civil de Fígaro. Las charlas y las miradas asesinas de las señoritas constituyen la preparación previa para los muchachos que asisten a estas conferencias; por fin hace su aparición el profesor, pero no un pedante antipático como antes sino un hombre conocido en los círculos sociales, miembro de todos los liceos, persona gentil, a tono; en una palabra, un hombre encantador y de mundo. Es recibido con un murmullo de satisfacción y con falsa modestia aspira el incienso por la nariz y con actitud compuesta se dirige a través de la sala hasta su sitio. Para enseñar a los discípulos a leer, el profesor lee, ¿pero qué es lo que lee? Unas sátiras de Boileau, la canción de Grasset «Vert-vert» o también algunas frases de un autor antiguo. Esto es entretenimiento, pero nunca puede llamarse instrucción; él, sin embargo, considera todo ello como muy serio, y para terminar lee algunos versos de su propia cosecha, entre los aplausos de la concurrencia; así pasa un curso, y al terminar, se distribuyen los premios. Esto ocurría antes con una solemnidad llena de pompa, pero ahora se celebra en medio de la más alegre de las reuniones. Todas las belles esperan, porque después suele haber baile, y en tal aspecto es donde los discípulos suelen hacer un brillante papel y se puede profetizar cuál de ellos será un consumado bailarín.

Esta especie de ceremonia aun se observa más escrupulosamente en los colegios de señoritas. Aquí se representan comedietas en las que las muchachas imitan muy bien la timidez de la inocencia, para agradar más y mostrar sus gracias, y después demuestran sus conocimientos en el baile, rivalizando con las mujeres más expertas en el arte del coqueteo.

Anteriormente sería una ofensa imperdonable que no toleraría ninguna señorita, si se la decía que bailaba como una bailarina profesional, pero esto constituye hoy día el máximo encomio que se puede decir a una buena pareja.

El fuerte de la juventud es el de ser «amateurs» o aficionados del arte. Una señorita con quince años escasos que se detenga con vos ante una pintura de David, y que contemple el cuadro atentamente con sus impertinentes, os hará observaciones sobre las desnudas Sabinas, diciéndoos que tal músculo está lleno de energía, pero en cambio, tal otro está flácido; os hablará de la tibia, del abdomen, y Dios sabe de cuántas cosas más. La coquetería femenina de taparse media cara con el abanico no está completamente suprimida, pero si se encuentra cansada, recurre a fijar los gemelos de teatro entre las varillas del abanico, lo cual es ya un remedio completo.

Tanto madre como hija visten igual, se tutean, y si riñen, a nadie le extraña nada. Ambas bailan la gavota, cantan, juegan a las cartas, se van a casa separadas, tienen sus confidencias, se reprenden una a la otra y las dos dominan a la familia entera. La única cosa que las diferencia es que la madre lleva diamantes y la hija, flores.

Un joven que llegó del campo para visitar a una señorita que le estaba prometida, la encontró tête a tête con un joven, sosteniendo ambos una academie (pequeña estatua de barro de París): para aprender dibujo estaba estudiando anatomía. «¿Dónde estábamos?—dijo el maestro—, ¡ah!, sí, en los músculos de la cadera. Pasemos ahora a los del abdomen.» Escuchó a su novia cómo pasaba de músculo en músculo. Tras un rato, le preguntó dónde estaba su madre. «¡Ah!, la muy calavera está descansando de lo mucho que bailoteó la noche pasada.» Después de todo esto, rogó a su futuro esposo que la acompañara a montar a caballo, y apenas llegados, saltó sobre el lomo de un caballo, picó espuelas, y galopando como un relámpago dejó al pobre muchacho con la boca abierta ante su desaparición.

De aquí marcharon a la escuela de natación, donde la gentil muchacha entró en una salita y reapareció en seguida con un amplio traje de baño que, por estar mojado, hubo de quitárselo, quedando a la vista de todos en una especie de chaleco de nankín y unos pantalones muy ceñidos al cuerpo, con lo que se arrojó al agua. Su novio, que no esperaba contemplar sus encantos interiores antes del día de la boda, la dejó nadar cuanto quiso, la llevó de nuevo a casa, ayudó él mismo a enganchar los caballos del coche, y con la mayor rapidez regresó al campo. Debo confesar que todas estas observaciones no han sido hechas personalmente por mí, sino que otro observador perspicaz ha contribuido a ellas con sus propias experiencias.

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La devoción actual de los parisienses me pareció, como todo, cosa de moda. Estuve presente en una solemne misa cantada en la iglesia de Nôtre Dame, atestada de fieles, pero observándoles con atención, no pude descubrir en ellos la menor devoción, pues todos ellos no habían traído más que sus gemelos de teatro. El coro era excelente, pero demasiado pequeño para un edificio tan grande. La entrada en el coro cuesta una peseta cincuenta.

Hay unos carteles colgando entre los arcos, anunciando los precios que se han de pagar por el alquiler de las sillas. Si lo que se canta es un Te Deum, los encontré muy caros, pero probablemente obedece a que un Te Deum debe cotizarse a un precio más elevado. Escuché una de las campanas del campanario, que tiene un tañido profundo y estremecedor, a la que llaman Bourdon.

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Luis XVI y Marat, y todas las venerables y desconocidas víctimas de la Revolución, han caído tan completamente en el olvido, que todas mis pesquisas para hallar el cementerio de la parroquia de la Madeleine, donde fueron enterrados, resultaron infructuosas; mi lacayo aseguró no saber nada de ello. Al fin, se me informó que este cementerio había sido vendido a un herrero y albéitar, que lo había convertido en jardín. Pude hallar el sitio, pero el propietario no estaba en su casa, y la gente que allí se hallaba no negó la veracidad de mi información, pero me aseguraron que en el jardín no había ni la menor huella de enterramientos, porque la cal viva con que habían rellenado las sepulturas una vez que se arrojaron en ellas los cadáveres, había consumido todo. En resumen, que tuve que retirarme sin haber logrado ver, por lo menos, el lugar en donde reposan juntos los restos de tantas personas desgraciadas y de tantos rufianes, mezclados ya para la eternidad. Me aseguró después una señora, que el lugar podía saberse, y que incluso se habían plantado sobre él tres lises; pero que el propietario, debido a la gran cantidad de visitantes, había cerrado el jardín para todos, lo que está en su perfecto derecho.

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El Bois de Boulogne, por donde vagabundean los lechuguinos y donde los beaux van tendidos en sus cabriolets, no puede llamarse propiamente un bosque, sino una colección de arbustos y matorrales, que nada tienen de la naturaleza atrayente; lo cruzan gran número de senderos. Una vez en él, puede llegarse hasta el palacio de la Bagatelle, que en otros tiempos perteneció al conde de Artois, y donde todo se halla confinado en un espacio muy pequeño. En la puerta se ve la inscripción Parva sed apta. Está hoy a cargo de un restaurateur que cobra quince perrillas por el derecho de entrar, y cincuenta más por un vaso de Madeira falsificado. La vista es encantadora desde él, y el parque románticamente salvaje. Algunas habitaciones tienen aún el antiguo mobiliario, pero otras han sido saqueadas por algunos bandidos y rufianes. Es imposible que un sitio tan pequeño pueda contener tanta belleza y comodidad. A la vuelta, se pasa ante el castillo ex real llamado La Muette. Aquí durmió María Antonieta la víspera de su boda, y seguramente sus sueños no serían tan sombríos como lo fuera su fatal porvenir.

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Se queja todo el mundo de que la gente joven es ignorante, pero que decide y opina de todo. ¿No es éste el caso general? Nadie es capaz de comprender, mejor dicho, nadie ignora que no existe arte más difícil que el de escuchar y permanecer silencioso. «Mirad, señor,—decía un viejo francés en mi presencia—, aquí en este antiguo sillón acostumbraba mi padre a estar sentado; me parece estar aún viéndole; hablaba poco, pero escuchaba con mucha atención. Lo cual daba un interés grande a todo lo que se decía y se hablaba, y solamente la vivacidad de sus ojos era por sí misma elocuente; una de sus miradas equivalía a la más convincente de las respuestas. Éste es su retrato, y a veces pienso que está escuchándonos. ¡No!, por favor, no volváis las páginas de ese libro que está encima de la chimenea; está abierto en el mismo sitio donde mi padre dejó de leerlo, aunque ya lo había leído repetidas veces. Es el «Cómo escuchar», de Plutarco. Frecuentemente hablaba conmigo de este tema, porque rompía su mutismo para recordarme que aprendiera a escuchar. Esta ciencia ha de aprenderse gradualmente, y es tan difícil de aprender como la de hablar bien. El canciller L'Hopital tenía en gran estima este libro. Nuestros jóvenes de hoy día me recuerdan el atrio de las siete voces que antaño tuviera Olimpia; repiten continuamente lo que se les ha dicho, y nadie les hace caso. Casi se siente la tentación de gritarles con Aristóteles: «Gracias a Dios que tengo piernas para no verme obligado a escucharos».

»Y estos errores proceden de que no se les ha enseñado debidamente a escuchar. El arte de escuchar es el principio del arte de agradar.

»Al hablar, solamente mostramos un deseo de aparecer amables, pero escuchando lo somos en realidad. Durante el primer año de la Revolución, mi padre residió en el campo y todos los habitantes del pueblo le situaban en el número de las personas de recto juicio. Ningún partido le persiguió, todos sentían respeto ante su taciturnidad, y muchos, en aquellos revueltos tiempos, se aprovecharon de su ejemplo. Un hombre que no habla, puede pasar por un gran orador; si escucha atentamente, con ojos solícitos, y de vez en cuando hace un signo de cabeza, la gente creerá que ha recibido la respuesta adecuada. Un día, mi padre, que había estado mudo, conforme su costumbre, se vio sorprendido por la afirmación de uno de su tertulia que le dijo cuán grande era su satisfacción al encontrarle de su misma opinión. Si no se da parecer o respuesta a nada, la gente formará una que concuerde con la suya propia y con su deseo.»

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El honorable título de artista está difundido en París de una manera profusa y bizarra. Artista en mármol, se llama a cualquier picapedrero; artista en pintura, a un pintor de brocha; y monsieur Joly es uno de los más célebres «Artistas en cabellos». Aparece con sus trebejos, los deja indolentemente, apenas os saluda, y hasta parece dudar de si ha de quitarse el sombrero. Se dirige al espejo, se ajusta su casaca, se estira los pantalones de montar que siempre lleva, se endereza las botas, besa la mano a la señora, ordena que se le traiga una de sus cajas de postizos y despliega la gran variedad de sus artículos, que llama sentiments, souvenirs, etc. Entonces, tras una breve pausa y de manera negligente, ajusta los rizos a la cabeza de la dama, da los últimos toques a su tocado y se desvanece como una aparición. Los artistas del limpiabotas, llamados Aux Trois frères, passage du Panorama, tienen la siguiente inscripción en la fachada:

«O vous qui redoutez les taches et la crotte
Amateurs de journaux, de propreté, de vers,
Entrez ici, lisez, souffrez qu'on vous decrotte,
Et livrez à nos soins la botte et le revers.»

Los artistas zapateros son más puntillosos aun por lo que respecta a su habilidad, en hacerlos de forma que se gasten lo más rápidamente posible. Un non-elegant, quejándose a su zapatero de que un par de zapatos nuevos no le había durado más que una quincena, recibió la siguiente respuesta: «¡Una quincena! Entonces no estarán hechos por mí, porque nunca pasan de los ocho o nueve días.»

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Los usureros de París prestan en cada empeño la quinta parte de su valor, deduciendo al mismo tiempo el cinco por ciento de interés mensual, y luego os piden dinero para obsequiar a sus esposas, dinero para alfileres, como si dijéramos, que consiste en relojes, anillos, etc.

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Una mujer de mundo, lo que fundamentalmente quiere es gustar, luego ser amable, y al final, respetable; pero esto será lo último en importancia, si es que no puede hacer más, o aparecer distinguida, pues en la moral existe también, como en el vestido, una especie de coquetería y, a veces, la virtud tiene la suerte de parecer de buen tono, y estar de moda.

«No tengo tiempo para estimarle—decía una señora a un joven de buen aspecto, pero que le fastidiaba—; si me hubieseis agradado, la estimación habría llegado mucho más pronto.»

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Las nuevas disposiciones referentes a los trajes de luto, dictan que una esposa puede llevar luto durante un año y seis semanas por su esposo, pero éste solamente ha de ir seis meses de negro por su cara mitad. El espíritu y finalidad de esta ley, es cosa que escapa a mi comprensión.

El criar a sus hijos, era antes la costumbre. Hoy, se han inventado poderosas razones con el cumplimiento de este grato deber. Muchos niños no pueden digerir la leche materna, y por ello se da preferencia a las amas de cría; las mujeres nerviosas crían mal a sus hijos, el aire de campo es mejor para los pequeños, las mujeres, debido al cariño, agotan demasiado sus pechos...

La naturaleza ordena que una madre amamante a su hijo, pero por lo visto hemos llegado a un avanzado grado de civilización que prohíbe hacer tal cosa, así como también otros deberes imperiosamente designados por la naturaleza. ¿Quién puede combatir tales argumentos?

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Grande es el número de establecimientos dignos de imitación que he visto en París y que he dejado de describir. Entre otros, hay un sejour conservatoire de santé (reposo conservador de la salud), donde las personas de ambos sexos pueden tomar plazas por varios meses, por años o por la vida entera, tanto para cuidar su salud, como por economía, como por motivos de sociabilidad o para verse libres de los cuidados domésticos. Extranjeros de toda clase, los que tienen que hacerse operaciones, los que caen enfermos en las posadas, o mujeres que han dado a luz recientemente, en fin, todos los que se encuentran alejados de sus familias y necesitan cuidados y atención, aquí hallan un refugio.

Encuentran aquí baños apropiados, agua mineral, comodidades y buena compañía. Los precios de estos varios artículos no tienen límite de tasa.

Desde París, pueden hallarse, fácilmente y a diario, oportunidades para viajar por todo el mundo, y por regla general, de un modo barato, conveniente y rápido.

Un coche con cuatro asientos, suspendido por tirantes elásticos, va a Lyon en cuatro días; a Marsella, Gante, Grenoble o Chambery en cinco días y medio; a Turín en nueve y a Milán en once días. En estos planes de viaje está previsto el descansar cada noche en buenas fondas.

Es muy agradable para un extranjero recién llegado que no encuentra alojamiento a su gusto, en vez de tener que molestarse en buscarlo por sí mismo, que se lo den ya hecho en el Bureau des Affiches, y que le eviten esta molestia mediante una pequeña remuneración, o que si quiere liquidar su mobiliario, mediante subasta, no tenga más que dirigirse al Cabinet Arbitral.

Se ofrecen con frecuencia alojamientos en casas respetables y en los mejores barrios de París. Se trata, en su mayor parte, de ex nobles que han venido a menos y que han de procurarse esta ayuda, pero nunca descienden a rebajarse por el lucro. La mesa es tan buena como en los mejores restaurants y podéis hallaros en medio de una selecta compañía, practicar el idioma y aprender el buen tono de los parisienses, pues en estas casas se os tratará como un invitado, y como tal seréis considerado por la dueña de casa y sus familiares.

Durante mi permanencia en París, un caballero, que antes perteneció al ejército, anunció la apertura de un establecimiento que, con el nombre de Propylèe o Vestíbulo del viajero, ofrecía a todo aquel que tuviera intención de marchar de viaje, las instrucciones pertinentes a dicho propósito, tales como dirección de carreteras, indicación de las principales curiosidades, los paisajes más hermosos, o monumentos, retratos de hombres y mujeres célebres; incluso se le facilitan cartas de recomendación que podrán serle de gran conveniencia para facilitar sus asuntos. Además de esto se dan lecciones de idiomas, de historia, literatura, antropología, historia natural, oditología (ciencia del viajar). Aquí podéis hallar resúmenes de todos los mejores y más famosos viajeros y de la correspondencia del Propylèe. Se puede también asistir a dos reuniones literarias al mes, así como a dos conciertos. Estos últimos permiten familiarizarse con todas las naciones del mundo, y las primeras, formarse una adecuada opinión del estado de la literatura y de las artes en todos los países de Europa.

Pagando doce francos al mes puede uno inscribirse, bien como discípulo o como oyente, y pagando una mitad más pueden llevarse señoras, como competidoras para los premios anuales consistentes en medallas de oro, y así sucesivamente. El Ministerio del Interior dirigió a su director una carta muy lisonjera.

Las mujeres embarazadas que deseen dar a luz privadamente, pero disponiendo de asistencia médica, encuentran también numerosas ocasiones, ya que son bastantes los médicos y cirujanos que ofrecen sus casas, con todas sus ventajas y el tratamiento más escrupuloso y agradable, pues sus propias mujeres actúan de comadronas.

En París un individuo cualquiera puede aprender de todo: el ejercicio de la jurisprudencia, la confección de baladas, experimentos químicos y la confección de flores artificiales. La última os la ofrecen enseñar en unas cuantas horas. Además de esto, la valiosa enseñanza de hablar y escribir un lenguaje que se entenderá en todos los países (pasigrafía y pasilatía) puede aprenderse con un tal Damamieux por doce francos, y en un par de horas. Este idioma universal no tiene en su escritura más que doce reglas, y el lenguaje edificado sobre él, solamente tres reglas.

La Societé des Observateurs de l'Homme expresa suficientemente los fines que persigue gracias al título que ostenta. Su presidente es Fourcroy, y Jauffret, tan conocido por sus escritos sobre la educación, su secretario. En la sesión a que asistí (y en la que me sorprendieron concediéndome un diploma de miembro de ella), Jauffret leyó un interesante tratado de la vida y costumbres de los salvajes, entreteniendo agradablemente a la reunión, mediante la exhibición de vestidos, armas y utensilios de estas razas sin civilizar.

El actor retirado La Rive anunció un curso de arte dramático y promete cumplidamente, en doce sesiones, enseñar las nociones fundamentales para ser actor, o sea respecto a voz, pronunciación, miradas, oído, sentimientos, expresiones, imaginación, inspiración, seducción, verdad, dignidad, dicción, celos, imitación servil y afectación, declamación, valor, bueno y mal temperamento, placeres y sinsabores del arte dramático, causas de su decadencia, crítica, etc.

Creo que hago un verdadero servicio a mis lectores detallándoles la idea de un librero que tuvo la singular ocurrencia, singular al par que práctica, de no vender sino volúmenes desparejados, de modo que el que haya perdido algún volumen de cualquier obra los pudiera completar, pues de otra forma la obra incompleta no era de utilidad; en su tienda se encuentran los mejores autores franceses en una gran variedad de ediciones, y lo que no tiene lo procura para complacer al cliente. Ya se comprenderá que tales obras especiales no las vende a los precios usuales, pero ¡cuán agradable es para el amante de los libros poder completar una obra de interés y obviar así la laguna en su biblioteca!

El nombre de este librero es Cordier, calle de Traversière St. Honoré, número 771, cerca de la calle de Hazard, en el primer piso entrando por el patio.

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A pesar de todo lo que se ha dicho de la carestía de la vida en París, yo no lo encontré así, sino que estoy absolutamente convencido de que, cualquiera que sea la forma de vida que se lleve, es mucho más barata que en Berlín, y por lo que respecta a San Petersburgo, no cabe ni comparación. Yo, por ejemplo, vivía en una de las mejores calles de la ciudad, en el Hotel d'Angleterre, cerca del Palais Royal, y en las cercanías de cinco o seis teatros. Mi alojamiento consistía en un vestíbulo con estufas, un cuarto ropero, un dormitorio, un estudio, un cuarto para vestirse, un pequeño cuarto para mi criado, un entresol y una leñera. Las chimeneas eran de mármol, los pisos tapizados con excelentes alfombras, la tapicería y las cortinas de seda; había relojes, candelabros de cristal y los papeles de las paredes muy elegantes; por todo esto pagaba doce luises de oro al mes. En sitios tan buenos, pero algo más distantes del centro de la ciudad, pueden hallarse alojamientos por la octava parte de este precio. No he de dejar de advertir que el que no les visiten ahora los ingleses ha ocasionado una rebaja de precios; este alojamiento mío, antes, rentaba veinte luises de oro. Por lo que respecta a la comida y bebida, creo que he sido ya suficientemente explícito. Por dos chelines, o dos y ocho peniques, una persona come suficientemente, sin faltarle su pinta de vino. Los coches y los teatros son caros. Un vestido de la mejor clase puede comprarse por cinco o seis libras, y las mejores botas por dieciséis a veinte chelines.

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He visto expuesto en París el antiguo y notabilísimo bordado llamado la tapicería de la Reina Matilde, que se dice que fue hecha por la esposa de Guillermo el Conquistador. Montfaucon lo tiene grabado en planchas de cobre. Contiene la historia de la conquista de Inglaterra, hace ocho siglos, y mide doscientos catorce pies de largo, aunque su ancho es tan sólo de dieciocho pulgadas. Hallábase en la catedral de Bayeux, donde se exponía únicamente en determinadas ocasiones. Se lee en la parte superior de las figuras algunas inscripciones latinas, que han sufrido mucho por la acción del tiempo y están casi borradas. Es imposible que la reina haya podido llevar a cabo ella sola esta obra y, sin duda, hubo de requerir para ello el concurso de todas las damas de su corte. Es cosa curiosa de ver, ya que permite al espíritu volar y remontarse al siglo XI y ver cómo el elemento femenino de la corte solamente se ocupaba de bordar y era su único pasatiempo. Es triste pensar cuántas manos bellas, que hoy son huesos descarnados, habrán dado puntadas en él.

Cuando se anunció públicamente que por buenas razones y orden del gobierno esta reliquia estaba expuesta en el Museo Napoleón, la concurrencia fue superior a toda descripción. Las salas no se veían nunca vacías, y las escaleras estaban llenas de gentes que subían y bajaban. Pero a menos de poseer una imaginación bastante viva, poco o casi nada puede el espectador descubrir en él. Los dibujos son como los que pudiera hacer un niño de cuatro años, aun cuando es verdad que en la parte superior se lee una explicación de lo que representa: por ejemplo, Hic Harold mare navigavit; o sobre una cosa que se parece mucho a un cenador, se lee ecclesia (iglesia), etc. Para los amantes al estudio de los trajes antiguos, es cosa desde luego que no tiene precio. Se ve a Haroldo, con el halcón a sus pies y sus perros rodeándole. Tanto él como su séquito aparecen afeitados, si bien llevan patillas. Por esto se distinguen fácilmente de los Francos. Pequeñas capas, parecidas a las clámides de los griegos, van suspendidas del hombro derecho. En una fiesta, se les ve beber en un cuerno. De los barcos, que son de un solo mástil, cuelga una hilera de escudos a cada lado, exactamente igual que en los frescos de Herculano. En los escudos de los franceses se ve un emblema o una especie de blasón que, a pesar de ello, no era hereditario en aquel tiempo. Un enano, con el nombre de Turold en su cabeza, hace las veces de paje. La mesa en la que Guillermo está comiendo con sus barones tiene la forma de un semicírculo, y el que le presenta la copa hace una especie de genuflexión.

En el combate, aparecen los jinetes blandiendo sus lanzas, los infantes con sus arcos tensos y sus escudos cargados como con flechas.

El bordado del tapiz está lleno de pájaros y toda clase de figuras grotescas, pero más allá se ve sembrado de cadáveres.

Ésta era una costumbre de los antiguos; por ejemplo, en el sarcófago que representa la batalla entre atenienses y amazonas, hay un obispo blandiendo un guante, probablemente para hacer resaltar que su intención no era la de derramar sangre. Esta batalla, que puso a Guillermo el Conquistador y sus descendientes en el trono de Inglaterra, ocurrió en 1066, y con ella termina la tapicería, pero está cortada, de modo que probablemente continuaría más. Los anticuarios pretenden que llegaba hasta la coronación de Guillermo. Cada tema, como en los bajorrelieves de los antiguos, está separado del siguiente por árboles, casas y otras decoraciones de este género.

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Nunca olvidaré los desayunos dominicales de los autores dramáticos, a los que generalmente era invitado. Se celebran, por turno, en casa de los respectivos autores, y eran desayunos à la fourchette, pero más bien frugales. Después de ellos, uno de los asistentes leía sus más recientes trabajos, no con vistas de halagar la vanidad del autor, sino para que cada cual expresara su opinión con la mayor franqueza y los presentes lo discutieran, aprobaran o rechazaran, todo lo que redundaba en beneficio del autor.

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L..., un anciano de 70 años, había sido rector de la iglesia del pueblo de Gany, en el departamento del Sena y Oise, durante más de veinticinco años; como muchos otros, fue proscrito y desterrado. Habiendo vivido por espacio de muchos años en un estado miserable, un gobierno más suave le permitió visitar, por lo menos, su hogar nativo. Poco antes de mi llegada, fue a ver al alcalde de Villemamble, pueblecito situado en las cercanías de Gany. Estando ya cerca de su antigua residencia sintió un gran deseo de visitar a su antigua grey. El alcalde accedió a ello. A la vista del pueblo, el pobre señor sintió tal emoción que no pudo continuar andando sin apoyarse en su compañero. Apenas había pasado las primeras casas, y le distinguieron algunos de los habitantes, se oyeron por todo el pueblo gritos de alegría, y todo el mundo exclamaba: «¡Ya ha regresado nuestro antiguo párroco!» Hombres, mujeres y niños corrieron para verle, le rodearon, y el anciano se vio casi asfixiado por las caricias que le hacían y cargado de bendiciones. Cada persona deseaba tenerle a su lado: uno le hacía entrar en su casa, el otro en la suya, y éste le presentaba los hijos que había tenido en su ausencia; no quisieron dejarle partir sin que empeñara su palabra de volver para decirles la misa el domingo siguiente; así lo hizo y cumplió su palabra. Aunque no encontró sus trajes sacerdotales, ni los anteriores ornamentos de iglesia, el altar estaba decorado con flores y el pueblo entero se hallaba reunido entre los muros de la iglesia. Llevó a cabo sus funciones con una sensibilidad emocionante, tras lo cual se vio sorprendido con un Te Deum cantado. Preguntó por qué, y le contestaron que como acción de gracias para celebrar su regreso. Hondamente emocionado, y no pudiendo soportar casi el peso de tantas emociones, abandonó la iglesia, pero una diputación de sus fieles le esperaba con el más rendido ruego de que volviera a hacerse cargo de la parroquia y que terminara el resto de su venerable carrera en medio de sus hijos. No había sido éste su propósito, porque lo que buscaba era un lugar de reposo solitario, pero ¿qué resistencia podía oponer a tales ruegos? Escenas de esta clase, según me han asegurado, han ocurrido en muchos lugares.

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Concluyo este memorándum de mi libro de notas con una justa censura. Durante los últimos días de mi estancia en París, apareció un libro de Pigault Le Brun, en dos tomos, titulado Le citateur, que tiene una gran analogía con la obra de Voltaire La Bible enfin expliquée, y de la cual ha sido probablemente copiado; contiene este libro las depredaciones más horribles contra la religión y las Sagradas Escrituras. El escritor no ha tenido escrúpulo en estampar su firma en ella; el editor Barba, sin dudarlo siquiera, la imprimió; el censor la dejó pasar sin oponer la menor dificultad, y la policía, sin objeción alguna, permitió que dicha obra se vendiera públicamente en el Palais Royal. Así se ve, pues, que las más infames calumnias contra Cristo, Nuestro Salvador, pueden circular libremente y sin inconvenientes por todo París; pero en cambio no aconsejaría a nadie que escribiera, aunque sólo fuera una línea, contra............, a menos que quisiera tener la oportunidad de realizar un viaje a los presidios de Cayena.

FINIS


[The end of De Berlín a París en 1804 by August von Kotzebue]