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Title: Oriente
Author: Ibáñez, Vicente Blasco (1867-1928)
Date of first publication: 1907
Date first posted: 15 August 2009
Date last updated: 30 June 2014
Faded Page ebook#20090805

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Titre: Oriente
Auteur: Ibáñez, Vicente Blasco (1867-1928)
Date de la première publication: 1907
Date de la première publication sur Distributed Proofreaders Canada: 15 août 2009
Date de la dernière mise à jour: 30 June 2014
Livre électronique de FadedPage.com no 20090805

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V. Blasco Ibáñez

ORIENTE

Este libro—algunos de cuyos capítulos aparecieron antes en El Liberal, de Madrid, La Nación, de Buenos Aires, y El Imparcial, de Méxicova dedicado al ilustre

MIGUEL MOYA

claro talento, voluntad enérgica, poderoso reformador de la Prensa española.


ÍNDICE

CAMINO DE ORIENTE
I.La peregrinación cosmopolita
II.Aguas y música
III.Las mesas verdes
IV.La ciudad del refugio
V.El lago azul
VI.Los osos de Berna
VII.El lago y el Concilio
VIII.La atenas germánica
IX.El Festival Wagner
X.El «mozarteum»
XI.Viena la elegante
XII.El subterráneo de los emperadores
XIII.¡Hermoso Danubio azul...!
XIV.La ciudad de los magiares
EN ORIENTE
XV.Los Balkanes
XVI.Los turcos
XVII.Constantinopla
XVIII.El Gran Puente
XIX.Los que pasan por el Gran Puente
XX.El Gran Visir
XXI.El Palacio de la Estrella
XXII.El Sélamlik
XXIII.Los perros
XXIV.Los derviches danzantes
XXV.El heredero de «Las mil y una noches»
XXVI.Santa Sofía
XXVII.El Papa griego
XXVIII.Turcas y eunucos
XXIX.Los derviches aulladores
XXX.Libertad religiosa
XXXI.Restos de Bizancio
XXXII.La Noche de la Fuerza
XXXIII.La entrada en Europa

CAMINO DE ORIENTE

I. LA PEREGRINACIÓN COSMOPOLITA

Recuerdo que en cierta ocasión tuve en mis manos un ejemplar de la Gaceta Imperial de Pekín, y al revolver sus finas hojas de papel de arroz, entre las apretadas columnas de misteriosos caracteres sólo encontré dos anuncios comprensibles por sus grabados: el que llaman vulgarmente el «tío del bacalao», o sea el marinero que lleva a sus espaldas un enorme pez, pregonando las excelencias de la Emulsión Scott, y una botella de largo cuello con la etiqueta «Vichy-État».

Pocas empresas en el mundo habrán hecho la propaganda que la Compañía Arrendataria de las aguas de Vichy.

Circulan por las calles de la pequeña y elegante ciudad francesa los pesados carromatos cargados de cajones, camino de la estación del ferrocarril. Marchan las botellas alineadas en apretadas filas al salir de Vichy, para luego esparcirse como una esperanza de salud. ¿Adónde van...? La fama de su nombre les asegura el dominio del mundo entero. Una botella irá a morir, derramando el líquido gaseoso de sus entrañas, en una aldea oscura de las montañas españolas; y la que cabecea junto a ella no se detendrá hasta llegar a alguna población sueca, cubierta de nieve, vecina al polo; y la otra irá a Australia; y la de más allá arrojará su burbujeante contenido bajo el sol de África, en un campamento de europeos de estómago quebrantado por las escaseces de la colonización.

Y así como el agua de Vichy se esparce por el mundo, para llevar a remotos países sus virtudes curativas, los médicos de toda la tierra por un lado, y la moda por otro, empujan hacia aquí a las gentes más diversas de aspecto y de lengua.

París, con ser la más cosmopolita de las ciudades, por la atracción que ejercen sus placeres y sus elegancias, no ofrece el aspecto mundial que el pequeño Vichy con sus miles de extranjeros. En las primeras horas de la mañana, la muchedumbre que llena el parque y se agolpa en torno de las fuentes hace recordar los muelles de Gibraltar o ciertos puertos de Asia, que son como encrucijadas marítimas, en los que se tropiezan y confunden todos los pueblos y todas las lenguas.

La gente europea, igual y monótona al primer golpe de vista, muestra su infinita variedad de trajes, gestos y actitudes bajo los paseos cubiertos del parque. Desfilan los ingleses con la cara impasible bajo su pequeña gorra, moviendo al andar sus anchos calzones cortos sobre las pantorrillas enfundadas en medias escocesas; pasan los alemanes con sombrerillos tiroleses rematados por enhiestas plumas; los españoles y americanos, de corbatas vistosas y conversación a gritos; los italianos, que copian con exagerado servilismo las modas británicas; los franceses, todos con una roseta o una cinta en la solapa. Las mujeres se exhiben envueltas en velos como odaliscas, con el rostro sombreado por el panamá o el sombrero enorme de alas caídas y cargado de flores copiado de los retratos de los pintores ingleses. Las blusas de encajes transparentan en su trama sutil rosadas desnudeces; las faldas cortas y blancas dejan en su revoloteo una estela de perfumes. Confundidos en esta avalancha de tonos uniformes, pasan los egipcios y turcos, de levita clara y elevado fez; los chinos, de túnica azul y bonete negro con rojo botón sobre el trenzado pelo de rata; los malayos, de blancos calzones, con femeniles trenzas arrolladas en torno de su rostro amarillo y simiesco; los persas, vestidos a la europea, pero coronando su bigotuda cara con un gorro de astracán; dos o tres rajás indios, de albas vestiduras, graves, hermosos y perfumados, como sacerdotes de una religión poética que tuviese por deidades a las flores; judíos sórdidos, cubiertos de sedas tan brillantes como sucias, y moros ricos de Argel y Túnez, jeiques de tribu, que ostentan sobre el nítido albornoz la mancha roja de la Legión de Honor y unen a su arrogancia tradicional la satisfacción de hallarse en su propia casa, como súbditos de la República francesa. Y juntos con estas gentes extrañas se muestran los franceses exóticos, los militares venidos de lejanas Francias, los oficiales del ejército colonial, que llegan a reponerse de las fiebres de los pantanos tonkineses, del sol que devora a los hombres en las casas de tierra de Tombuctu, en los puestos avanzados del Sahara o en las factorías del Senegal y del Congo; spahis y cazadores de África, de teatrales uniformes; marinos y coloniales con traje blanco y casco ligero de lienzo y corcho.

El agua turbia y burbujeante que salta en las fuentes bajo una gran cúpula de cristal es la que realiza el milagro de reunir gentes tan diversas y de origen tan lejano en esta pequeña ciudad del centro de Francia que hace menos de tres siglos dio a conocer la pluma de Madame Sévigné.

Nada hay nuevo en el mundo. Lo mismo que la gente viene ahora a las estaciones termales, de las que es reina Vichy, iba hace tres mil años, con un fin religioso y de curación al mismo tiempo, a pequeñas ciudades de Grecia, famosas por sus aguas y sus profetisas, buscando a la vez la salud del cuerpo y la certeza del porvenir.

No hay aquí ninguna pitonisa que, montada en un trípode sobre la fuente de la Grand Grille o de los Celestinos, profetice nuestra vida futura; pero diarios y prospectos anuncian la presencia en Vichy de acreditadas profesoras de cartomancia y magia venidas de París para rasgar los sombríos misterios de lo futuro, a razón de veinte francos por consulta.

No se encuentra una Friné que se muestre desnuda en medio del Parque, como la irresistible cortesana griega despojándose de sus velos ante los peregrinos enfermos de Delfos para alegrar su miseria con la regia limosna de la exhibición de sus gracias; pero las Frinés vestidas son legión, se cuentan a centenares: unas hablan francés, otras español, otras ruso; son ortodoxas, heterodoxas, hebreas o simplemente impías; las hay rubias, morenas, amarillas y hasta negras; y repitiendo a puerta cerrada la suerte de la bella ateniense, ahorran para la campaña de invierno en París o Marsella, Argel o Madrid.

Los graves sacerdotes, majestuosos y sibilinos, de este moderno santuario de la salud universal son los médicos. Ochenta y cuatro he contado en la lista que figura por todos lados, en las esquinas, en los programas de los conciertos, en las cartas de cafés y restaurantes, y hasta en las paredes de los mingitorios, para recordar a todas horas al olvidadizo viajero que estos imponentes personajes son los verdaderos soberanos de Vichy, y no debe nadie beber una gota de agua sin previa consulta.

Siendo a modo de grandes sacerdotes, inútil es decir que ocupan las mejores casas de la ciudad, lujosos hoteles, sonrientes villas rodeadas de flores, cuyos salones de espera están siempre llenos de clientes.

Con las aguas de Vichy no se puede jugar. Los graves hombres de ciencia hablan de ellas como si fuesen terribles venenos. Cada vez que hay que aumentar la dosis en un sorbo conviene consultarles previamente, con un luis de oro en la mano. Causa admiración la sabiduría, el tino con que estos respetables auríspices de la ciencia combinan la toma de las aguas de las diversas fuentes, armonizando unas con otras.

—Un vaso de la Grand Grille a tal hora; luego uno de Celestinos a tal otra. Más adelante variaremos, y serán Chomel y Hôpital. Sobre todo, nada de prisas. La curación debe seguir su marcha.

¡Nada de prisas...! Lo mismo que los graves doctores piensan los hoteleros de Vichy, los dueños de cafés, los empresarios de teatros, hasta las Frinés del Parque; y esta unanimidad de pareceres convence al viajero, que no sabe cómo agradecer el interés que todos muestran por retenerle a su lado.

En torno de las fuentes, los bebedores de agua, apurando lentamente sus vasos, se preguntan a veces por sus dolencias. Uno tiene enfermo el hígado, otro la garganta, el de más allá sufre diabetes; una señora calla y enrojece pensando en la tristeza de los árboles que mueven sus copas sin llegar nunca a dar fruto... ¡Y todos beben lo mismo!

La Humanidad, que desprecia la salud mientras la posee, guarda su fe más ciega para los que la consuelan y entretienen en la gran cobardía de la dolencia.

II. AGUAS Y MÚSICA

El sol de las primeras horas de la tarde, filtrándose al través del follaje del Parque de Vichy, extiende un manto temblón de harapos de sombra y retazos de luz sobre la muchedumbre sentada en sillas de hierro en torno del kiosco de la música. La orquesta, acompañada de lejos por las bocinas de los automóviles que pasan veloces, por el vocerío de los vendedores de periódicos que pregonan las últimas hojas llegadas de París y por los gritos de los cocheros que invitan a pintorescas excursiones por las riberas del Allier, puebla el espacio con los lamentos de las ondinas del Rin, llorando el mágico tesoro arrebatado por el maligno Nibelungo, con el melancólico adiós de Lohengrin al alejarse de Elsa, o con la romántica Canción de la estrella que entona Wolfram, el grave trovador, contemplando el astro del atardecer.

Vichy es la ciudad de la música. Los viajeros que ocupan los hoteles inmediatos al Parque despiertan, apenas comenzada la mañana, arrullados por el primer concierto del día. El Sigur, de Reyer, lanza sus bélicos apóstrofes, o la Thaïs, de Massenet, se entrega a su mística meditación, arrepintiéndose de sus desórdenes de cortesana, mientras el viajero se viste y se lava y va a beber el primer vaso del día en la fuente de la Grand Grille. Luego, a las once, empieza otro concierto en el café de la Restauración, con aditamiento de cantantes; y a éste sigue el grande de la tarde, en pleno Parque, que dura hasta las cinco, sin que entre las piezas existan otros intermedios que brevísimos instantes de descanso, como si la orquesta se avergonzase de su inacción y Vichy no pudiese vivir sin una melodía interminable vibrando en su ambiente. Y a las siete, después de la comida, empiezan a la vez, para durar hasta media noche, tres grandes conciertos en los tres casinos importantes, a más de una representación de ópera en el Gran Teatro y los innumerables concertistas que «actúan» en los cafés y musichalls.

Parece como que todos los instrumentistas de Francia vengan a Vichy, durante la temporada termal, para entretener el ocio del público cosmopolita, que digiere las famosas aguas al arrullo de las orquestas. Toda la música del mundo es devorada por el enorme consumo melódico de esta población, que llaman orgullosamente los franceses la Reine des Villes d'Eaux. Desde el Fuego encantado, de Wagner, hasta la Jota aragonesa y la Marcha Real, la música de todos los tiempos y de todos los países halaga los oídos de la muchedumbre extranjera, tropel de aves de paso que llena Vichy durante algunas semanas; y tan pronto suenan las graves notas de una composición de Bach, como se desarrollan, picarescos y juguetones, los cantos del «género chico» español, y se contonea chulescamente el diabólico tango, haciendo murmurar a los graves señores condecorados: Ollé, ollé! y moverse los pies de las señoras, que exclaman: Comme c'est joli!

Música y agua a todo pasto. ¿Y los enfermos...? Los enfermos no se ven en ninguna parte. A Vichy se viene a descansar. Además, la mayor parte de las enfermedades que curan estas aguas son de «larga espera»: males de estómago, diabetes, etc., y los dolientes no se diferencian, en su aspecto exterior ni en su gesto, de los sanos. De vez en cuando se ve un señor que, escuchando el concierto, deposita un pie hinchado, enorme, elefántico, sobre la silla que tiene delante; pero las bandas de franela y la pantufla son lo único que revela su enfermedad, al contrastar con el otro pie calzado de charol. Pasan algunas señoras sentadas en sillones de ruedas, de los que tiran mozos de cordel; pero van pintadas y compuestas como las demás mujeres, con tal estiramiento elegante en su enfermedad y tal respeto de sí mismas, que hacen pensar si en Vichy morirá la gente vistiendo traje de soirée al arrullo del último vals de moda.

En los bailes del Gran Casino se ven jóvenes con muletas o muchachas que cojean ligeramente, esforzándose por ocultar la flojedad de sus huesos, triste herencia de las diversiones de sus progenitores; pero el frac de los unos y las toilettes escotadas de las otras parecen borrar la gravedad de sus dolencias, y todos sonríen, con un deseo vehemente de divertirse. Cuando suena la orquesta, el que puede bailar, baila, y el que se ve imposibilitado de hacer esto, se mete en la sala de juego.

Vichy se divierte; los enfermos malhumorados, que alborotan en sus casas y llevan a maltraer a los suyos, sonríen aquí, y a las seis de la tarde visten su traje de ceremonia. Venir a tomar estas aguas sin traer un smoking en la maleta equivale a un sacrilegio.

Hay que descansar, y aunque una gran parte de los que llegan a Vichy son favoritos de la fortuna, que no conocen la rudeza del trabajo, descansan y descansan, bebiendo dos vasos de agua por día y charlando durante el curso de tres o cuatro conciertos diarios.

Las buenas relaciones entre Francia y España, su acción común en Marruecos, han influido para dar mayor boga a nuestra música. Los mismos compositores de segundo orden que hace algunos años escribían danzas rusas y melodías moscovitas en honor de la Doble Alianza producen ahora la Marche des Gitanos, la Marche des Aficionados y otras obras de no menos «color», con fragmentos de la Marcha Real en sordina, repiqueteo de castañuelas, tintineo de triángulo y golpes de pandero.

La música del «género chico», tangos dislocantes, pasacalles alegres, dúos de ligera pasión y jotas alborozadas, al alternar con las obras de los maestros más famosos alcanza un éxito que no consiguen éstos muchas veces.

Yo respeto y admiro el llamado «género chico». De sus libretos, dramas comprimidos o sainetes coloristas, apenas si me acuerdo una semana después de haberlos visto. Pero la música de esas obras es una de las manifestaciones artísticas más respetables y más grandes de la España actual. Se ha hablado mucho de la necesidad de una ópera española. ¿Para qué? España ya tiene su música, que no puede ser más suya. A los pueblos no hay que forzarlos para que produzcan artísticamente en determinada dirección, sino aceptar lo que den espontáneamente y celebrarlo, siempre que tenga una individualidad marcada.

El ilustre maestro Bretón se ha pasado gran parte de su vida batallando y pensando por crear y afirmar la ópera española. Yo he viajado por varios países de Europa, sin oír en ninguna parte fragmentos de sus óperas que pudiéramos llamar solemnes o grandes, y en cambio he escuchado y he visto aplaudir en Francia y en Italia La verbena de la Paloma y la he oído canturrear a gentes de los Estados Unidos.

En Nápoles—país de los concursos de romanzas, que cada año da al mundo una canción de moda—, los músicos callejeros y las orquestas de los cafés no tienen otra música amada que la de Caballero, Chapí, Chueca y otros españoles.

En Venecia, la de las serenatas románticas, he visto las góndolas, cargadas de cantores y orladas de luces, navegar por el Gran Canal, bajo las ventanas de los hoteles, poblando el silencio de la noche con la «Marcha de los marineritos» de La Gran Vía.

Cada país debe alegrarse por lo que tiene, sin detenerse a desentrañar y aquilatar su mérito, pues peor es no poseer nada y no despertar la atención más allá de las fronteras.

La fama de hermosura y gracia de la mujer española la sostienen hoy, desde París a San Petersburgo, todas esas muchachas que, con apodos más o menos extraños, bailan o cantan «cosas de la tierra». Sólo cuando aparece en la escena un mantón con flecos y un pavero ladeado sobre un moño con claveles se acuerda el gran público de que existe España. Cuando las orquestas acarician los nervios de la muchedumbre con la música fácil, alegre y bizarra del llamado «género chico» se enteran en Europa de que existe un arte español y de que en la Península nos dedicamos a algo más que a matar toros.

A muchos les parecerá un sacrilegio lo que voy a decir, pero no por esto es menos cierto. La música de La Gran Vía la tocan más en el mundo y es más conocida que la de El anillo del Nibelungo. Ya sabemos que Chueca no es Wagner. Pero la inmensa mayoría de los que escuchan conciertos en el extranjero, aunque fingen por esnobismo una admiración de personas correctas hacia las obras consagradas, prefieren en su interior el «Caballero de Gracia» a todos los caballeros del Santo Graal.

III. LAS MESAS VERDES

El Casino de Vichy es una construcción enorme y blanca, con adornos serpenteantes «de arte nuevo». Contiene un teatro espléndido, en el que todas las noches se cantan óperas o actúan las «estrellas» de la Comedia Francesa y del Odeón, que hacen su tournée anual; sala de conciertos, grandes salones de baile, gabinete de lectura, una rotonda con espejos colosales, y el oro chorreando por todas las tallas y adornos de los muros... Es, en fin, a modo de una catedral moderna, dedicada a toda clase de diversiones.

De día se forman elegantes grupos de claros colores bajo las marquesinas de sus terrazas o a la sombra de los plátanos de sus jardines; de noche brilla como un palacio de leyenda, marcando con innumerables bombillas eléctricas, sobre la lobreguez del espacio, la línea de sus cornisas, la esbeltez de sus columnas y las armónicas curvas de su cúpula central.

En este santuario de las diversiones, al que acude todo Vichy, existe como capilla predilecta un salón blanco, enorme y de alto techo, que tiene sus fieles inconmovibles y fijos desde las primeras horas de la tarde hasta las últimas de la madrugada, y en el que se entra con cierto recogimiento, bajando el tono de la voz y aminorando el ruido de los pasos. Imponentes criados de empaque principesco indican al abrir la cancela de cristales que hay que despojarse del sombrero, y el visitante avanza respetuosamente después de esta advertencia, pisando muchas veces las colas de los vestidos femeniles y pidiendo perdón a todas las espaldas que empuja a su paso.

Aglomérase la gente en torno de una docena de mesas verdes. Junto a ellas están sentados los jugadores de importancia, graves, mudos, con caras de palo y ojos inexpresivos, moviendo las manos cargadas de billetes y fichas sobre los cuadros marcados en la bayeta verde o llevándoselas al pelo con lentos rascuñones que delatan la emoción. Contra sus dorsos se empuja y se aplasta la turba de los mirones, que «apunta» de tarde en tarde y sigue con interés anhelante las peripecias del juego: señoras maduras y pintarrajeadas cubiertas de joyas de empañado brillo, cocottes de perfil hebraico, correctos señores condecorados con un tic de maniáticos en sus hoscas facciones. Todos se empujan con una vehemencia febril. Brilla en las miradas un fuego malsano. Los ojos, que siguen el vaivén de los azules billetes, entre la paletada del banquero y las manos de los jugadores, son ojos que se ven en los juicios orales o en la primera plana de los periódicos cuando relatan un crimen sensacional. Pero el aspecto de esta gente no puede ser más correcto y honorable. Ellas, aventureras de incierta nacionalidad y edad misteriosa, descotadas y con grandes sombreros; ellos, elegantes, ostentando en la solapa del smoking condecoraciones de raros colores, son hombres de una gallardía profesional que hace recordar a las mundanas retiradas del pecado y todavía caprichosas que aparecen una mañana degolladas en su lecho, con la caja de las alhajas vacía.

En Vichy son muchos los que confiesan su llegada sin motivo alguno de enfermedad. Vienen pour s'amuser, según declaran con maliciosa sonrisa. Unos, sencillos en sus gustos, encuentran diversión sobrada en el gran rebaño femenino que atrae la fama de Vichy. Otros, más complicados en sus pasiones y temibles en sus apetitos, se encierran tarde y noche en la sala de juego del Casino. Los exóticos, los venidos de muy lejos, son los que con más asiduidad se sientan junto a la bayeta verde.

Todas las noches contemplo en un extremo de la mesa donde se juega más fuerte a un fantasma blanco e inmóvil. Es un jeique de Argel. Pálido, con una palidez de hostia, entre la blancura de sus tocas y la orla nevada de su barba, el viejo jeique parece una figura de cera. Sus ojos brillan, inmóviles, como si fuesen de vidrio, fijos en las manos del banquero. Esa frialdad musulmana, desdeñosa y altiva, que permite a los árabes contemplar impasibles las mayores grandezas de nuestra civilización, mantiene al venerable moro inmóvil y sin pestañear. Pierde, pierde siempre, y su vida parece concentrarse en sus manos, que se ocultan bajo las blancas vestiduras, escarabajean en el sitio donde la Legión de Honor se marca como una gota de sangre sobre el nítido albornoz, y vuelven a crujir, estrujando azules papelillos que arrojan ante ellas.

¡Pobre jeique...! Veo praderas abrasadas por el sol junto a un riachuelo africano casi seco. Los grupos de palmeras se destacan en negro sobre el horizonte rojo y oro de la tarde. Los perros flacos y lanudos ladran y corretean en torno de las tiendas; las mujeres, con el rostro cubierto por un trapo blanco, van y vienen, llevando sobre su cabeza un cántaro derecho, o hunden sus brazos gordos y tostados en la harina amasada, preparando el pan para el día siguiente y haciendo sonar a cada movimiento los pesados brazaletes de cobre. Los pequeñuelos, panzudos, de color de ladrillo, con la cabeza rapada y un pincel de pelos en el cogote, corren persiguiendo a los saltamontes. El jefe está ausente; el amo se fue, y una tristeza de orfandad pesa sobre la tribu. El médico del inmediato puesto militar le recomendó unas aguas milagrosas de la lejana Francia, país de maravillas, y allá vive el gran jefe, mientras el campamento parece más solo, más triste. ¡Están lejos los días en que los hombres de la tribu hacían galopar sus caballos y disparaban sus fusiles en alborozada «fantasía» para recibir al personaje de quepis rojo que, en nombre del gobernador general de Argel, colocó sobre el pecho del jefe la cinta encarnada con la estrella de cinco puntas, motivo de envidia y respeto para las demás tribus del contorno...!

Comienza a morir el sol en el rápido crepúsculo africano; álzase en el horizonte la nube de polvo de los rebaños; óyese el trote de los caballos; ladran los mastines; y los jinetes-pastores, al echar pie a tierra ante las tiendas, luego de encerrar sus lanudos tesoros, formulan todos la misma pregunta, sin despojarse del fusil ni haber hecho la oración de la tarde: «¿Nada de Francia...?» ¡Nada! Y cuando cierra la noche, los hijos, los yernos, los sobrinos y nietos del ausente, todos los hombres de la tribu, se duermen envueltos en su albornoz pensando en el jefe, interpretando su silencio como una señal de grandezas que les llenarán luego de orgullo al ser relatadas junto a las hogueras del invierno. Creen en su sencillez que el jeique condecorado alcanza en el lejano país de las maravillas los honores que corresponden al venerado jefe de un centenar de arrogantes centauros. Y a la misma hora, las manos finas y pálidas, manos de cera, dejan sobre la mesa verde, de minuto en minuto, con la regularidad de un reloj que suena la desgracia, la fortuna y el bienestar de los que sueñan en el lejano campamento africano, bajo la luz difusa de las estrellas, entre el pataleo de las bestias, el ladrido de los perros y el monótono canto de los grillos. Un puñado de papeles azules representa una parte de los corderos que se aprietan durante un sueño, como si presintiesen en el oscuro horizonte la bestia carnicera que ronda; otro, un caballo de larga crin, narices de fuego y patas finas, orgullo de la tribu. Todo lo que el jeique deja en el montón del banquero significa la esperanza perdida de aplacar a Nathán o a Samuel, el prestamista hebreo, cuando, al llegar el invierno, se presente en la tienda del jefe a hablar de negocios.

Salgo de la sala de juego, y en la rotonda central, entre brillantes toilettes, veo dormitando en un diván a una mujer obesa y morena. Es una judía relativamente joven, pero con su belleza ahogada bajo una marea ascendente de grasa. El vientre, libre de corsé, se marca como una cúpula bajo la falda de seda de anchas y vistosas rayas; el rostro, moreno y abultado, con los ojos perdidos en bullones de carne y unas cejas gruesas y unidas como una barra de tinta, asoma en el marco de un rebozo de seda y oro, tan majestuoso como sucio. Contempla impasible las miradas de curiosidad de las mujeres, y vuelve a adormecerse, ansiando que llegue el instante de regresar al hotel. Su marido está en la sala de juego, y la buena Rebeca o Myriam, sumida en su coraza adiposa, aguarda horas y horas, viendo en sus cortos ensueños, como ángeles de luz, algunos nuevos billetes y luises de oro que vengan a unirse al capital que amasan los dos con una avidez de raza.

En todas partes, los usureros, los prestamistas, los adoradores de la fortuna, son los fieles más fervientes del juego. Parece una incongruencia, pero cuanto más se ama el dinero, llegando en esta adoración hasta la manía, más dispuesto se está a arriesgarlo a un azar, con la locura de la ganancia rápida. En España, los principales consumidores de billetes de la Lotería Nacional son avaros que apenas comen. En las timbas y casinos, los «puntos» más asiduos son prestamistas y usureros, capaces de cometer una mala acción por una peseta y que pierden mil sin desesperarse, bajo la ilusión de una próxima ganancia.

Los artistas, los escritores, hombres poco prácticos, faltos de habilidad para conservar el dinero, y que parecen despreciarlo por la prisa que se dan en separarse de él, apenas se sienten tentados por el juego, y eso que no pretenden pasar por ejemplos de virtud. Son muchas veces alcohólicos; el eterno femenino complica y desordena los días y las horas de los más; hasta los hay que en sus pasiones y gustos desobedecen las órdenes de la Naturaleza... pero jugadores tenaces y convencidos yo no conozco ninguno.

Todo jugador es un avaro que desea el dinero de los demás y siente la fiebre de quitárselo sin arrostrar persecuciones de la Justicia. En fuerza de adorar al dinero, el jugador acaba por no saber para lo que sirve, y sólo lo admira como una divinidad majestuosa de la que no puede sacarse provecho alguno.

Yo he conocido un viejo famélico y haraposo, que dormía durante la mañana en los bancos del Retiro y pasaba la tarde y las noches en las casas de juego. Comía las sobras de los otros jugadores, asistía con preferencia a los círculos donde le obsequiaban con algún café, como «punto fuerte», y cuando perdía, que era las más de las veces, ocultábase por unos instantes en el lugar más nauseabundo de la casa y extraía billetes de Banco de sus zapatos rotos, del sudador del grasiento sombrero, de las ropas haraposas, esparciendo sobre el tapete verde una parte de sus pegajosos habitantes.

—El dinero se ha hecho para jugar—decía sentenciosamente—. Y lo que quede, si queda algo... para comer.

IV. LA CIUDAD DEL REFUGIO

Bandas de cisnes, unos blancos, otros negros, cortan, con majestuosa natación, las atropelladas aguas de un río ancho y azul; casas enormes, de puntiagudos techos, asoman por encima de la arboleda de los muelles; más allá, las verdes colinas se abren, mostrando por el ancho desgarrón una superficie glauca y ligeramente ondulada, como un pedazo de mar; más allá aún, cierra el horizonte una muralla de montañas, esfumadas por la distancia, y entre dos de sus cumbres se ve algo así como un amontonamiento de nubes que a ciertas horas, bajo la luz anaranjada del sol, toma las formas de un bloque inmenso de cristal, con agudas aristas. El río en que nadan los cisnes es el Ródano, que acaba de nacer; la ciudad es Ginebra; el pedazo de mar, el azul lago de Leman, y el cristalino amontonamiento que parece flotar en el espacio, más allá de las montañas, el famoso Mont-Blanch.

En Ginebra, la realidad no responde a las ilusiones y simpatías que trae el viajero como producto de sus lecturas. ¿Quién no ha amado a la tranquila ciudad suiza, la «Roma protestante», que durante dos siglos fue el refugio de todos los rebeldes de Europa en guerra con los Papas y los reyes? El respeto a la libertad humana fue y es aún un dogma religioso del pueblo ginebrino. Teniendo que luchar siglos y siglos contra los duques de Saboya y contra sus propios arzobispos soberanos para conseguir la independencia, los ginebrinos, conocedores de lo que cuesta la libertad, la respetaron siempre en la persona del extranjero. Aquí se refugiaron los réprobos perseguidos por la Inquisición española o por los reyes de Francia; aquí encontraron un asilo, en la república cristiana, gobernada por el ascético Consistorio, todos los que por desear una conciencia libre no encontraban en Europa tierra donde colocar sus pies y una piedra en la que descansar la cabeza; todos menos nuestro compatriota Miguel Servet, víctima de los rencores de Calvino. Aquí vinieron los fugitivos de Francia luego de la revocación del edicto de Nantes; y en los modernos tiempos, Ginebra dio asilo a los románticos defensores de la moribunda Polonia, a los revolucionarios italianos, a los revolucionarios españoles, a los apóstoles de la Internacional y a los nihilistas y anarquistas, acosados y arrojados de otras tierras como perros rabiosos.

Esta ciudad liberal y clemente, que abre sus puertas en el centro de Europa, como los antiguos templos poseedores del derecho de asilo, ofrece el más rudo contraste entre sus habitantes y su historia. Parece que debiera ser una ciudad de pensadores y de artistas, una república de hombres de estudio, llegados a la suprema tolerancia por la elevación de su pensamiento, y es una población burguesa, llana y monótona, en la que no creo exista una mediana imaginación: un Estado de relojeros pacienzudos y vendedores de peletería, que come bien, fabrica excelentes cronómetros, despacha tabaco barato y da gracias a Dios, cantando lo más desafinadamente que puede, al son de un mal órgano, en el interior de los desnudos templos calvinistas o en grandes mítines religiosos al aire libre.

En varios siglos de libertad y horizontes sin límites para el pensamiento, Ginebra no ha producido un gran artista ni un escritor célebre. Toda su gloria intelectual se concentra en Rousseau, ginebrino de ocasión, bohemio inquieto, complicado y enfermizo, que se honró con el título de ciudadano de Ginebra, siendo lo más contrario del pacífico y tranquilo burgués de la ciudad del Leman.

A Ginebra le basta para su esplendor intelectual con la gloria de las ilustres personalidades que se refugiaron en ella buscando reposo: desde el batallador español Servet, que, huyendo del brasero inquisitorial encendido en nombre de Cristo, cayó en la hoguera, iluminada en honor de la Biblia, hasta Voltaire, Rousseau, Madame Staël y los modernos revolucionarios, como Bakounine, Mazzini, etc.

El recuerdo de Rousseau llena la ciudad de Ginebra, y el de Voltaire sale en los alrededores al encuentro del viajero.

Los cisnes blancos que mueven su cuello sobre las aguas como serpientes de marfil, y los cisnes negros de pico de escarlata, se refugian tras una isleta que marca el límite donde el lago Leman se convierte en el impetuoso Ródano. Es la isla de Rousseau. Hoy está convertida en pulcro paseo, con una estatua del pensador, y ocupa el verdadero corazón de la ciudad. Hace siglo y medio era un apacible retiro, algo agreste, donde el artista meditaba sentado en la hierba, bajo la sombra de los grandes álamos, con los ojos fijos en el azul horizonte del lago.

En este paisaje sonriente y dulce, que parece exhalar un intenso amor a la Naturaleza, inspirando nuevos entusiasmos por la vida, se comprende la originalidad artística de Rousseau y su poderosa influencia literaria, que aún dura y durará por los siglos de los siglos. Rousseau introdujo la Naturaleza en la literatura; fue el padrino que tuvo en sus brazos el arte moderno en el instante de su nacimiento.

Antes de él, sólo aparecía el hombre como único protagonista en novelas y poemas. Rousseau infundió vida a cosas hasta entonces inanimadas, y gracias a su poder de evocación, los pájaros, las flores, las montañas, el cielo, entraron como nuevos personajes en el escenario de la literatura.

Al relatar su infancia introdujo por primera vez como elemento artístico el revoloteo y el canto de una alondra, y «este canto—como dice Sainte-Beuve—saludó el nacimiento de la literatura moderna, con sus descripciones, que hacen de la Naturaleza el primer protagonista». Sus hijos fueron primeramente Chateaubriand, y luego Victor Hugo con toda la escuela romántica, que infundió el alma de los hombres a las cosas, haciendo hablar a las viejas catedrales. Sus nietos son los modernos naturalistas, y su posteridad acabará cuando perezcan la vida y el arte.

Ginebra y su lago infundieron a Rousseau este amor a la Naturaleza. El gran artista sentimental soñaba rodeado de obesos comerciantes y tranquilos relojeros, incapaces de sentir otros anhelos que los de una buena mesa y una familia sana.

Sus Confesiones hablan con ternura de la paz de Ginebra, de la belleza del lago, de su tranquilo refugio en Vevey, en la posada de «La Llave». Su Nueva Eloísa tiene a Clarens por escenario, con la superficie azul del lago, y enfrente las verdes y sombrías cumbres de los montes saboyanos.

Cuando los azares de su existencia errante le arrancaron de Ginebra, otro huésped ilustre, pero más rico y ostentoso, vino a ocupar su sitio. Era un artista, un bohemio como él, pero en esferas más altas, con un egoísmo sonriente que le permitió extraer de la vida sus mejores dulzuras. Rodaba de palacio en palacio, así como el otro iba de hostería en hostería. Sus acreedores eran reyes y duques; sus amantes, las damas de la Corte, mientras las de Rousseau eran infelices criadas o burguesas. A su puerta llegaban con exótica curiosidad lores y boyardos, deseando conocer al árbitro de los elegantes cinismos y de la gracia francesa. Era Voltaire.

Su vejez quebrantada buscó refugio en los alrededores de Ginebra, estableciéndose en la pequeña aldea de Ferney, donde adquirió la majestad de un patriarca sonriente. El contacto con la Naturaleza hizo tierno, sentimental y bondadoso al terrible burlón de los salones de Versalles, e infundió una religiosidad deísta a su escepticismo.

Los últimos años de su vida, en medio del campo, a la vista de las inmensas montañas, fueron de bondad y filantropía. Educó a los campesinos, pleiteó y escribió por librarles de las gabelas feudales, estableció riegos y escuelas y expuso su tranquilidad por defender a los Dreyfus de su tiempo. Vivía como un príncipe en Ferney. Habitaba un gracioso palacio en el fondo de un parque, y allí escribía a sus buenos amigos Federico de Prusia y Catalina de Rusia, o recibía las visitas de todos los grandes señores que pasaban por Suiza.

El palacio de Ferney es hoy una de las peregrinaciones obligatorias de los viajeros que visitan Ginebra. Los salones se conservan como en tiempos de su ilustre dueño, con muebles de estilo rococó y cuadros que recuerdan a los soberanos y las beldades que distinguieron con su amistad al poeta.

En un extremo del parque se eleva una pequeña iglesia de aldea, construida por el impío autor del Diccionario filosófico en sus últimos años.

«Deo erexit Voltaire», dice una dedicatoria grabada en la fachada. Esto, que parece una blasfemia, fue una de tantas humoradas del anciano de Ferney.

—Esta iglesia que he construido—decía Voltaire—es la única de todo el Universo elevada en honor a Dios. Inglaterra tiene iglesias construidas para san Pablo; Roma, para san Pedro; Francia, para santa Genoveva; España, para innumerables vírgenes; pero en todos esos países no hay un solo templo dedicado a Dios.

En el salón principal del palacio, sobre una enorme chimenea, se ve un pequeño mausoleo que guardó el corazón del poeta poco después de su muerte.

«Su corazón está aquí, pero su espíritu está en todas partes», dice una inscripción.

Esto es verdad, pero no por completo. El espíritu que está en todas partes no es el de Voltaire, sino el de su siglo. Voltaire fue como esas estrellas solitarias que anuncian con su fría luz un amanecer ardoroso.

Sus burlas destructoras no bastaban para preparar una revolución. El plebeyo y dolorido Rousseau, si resucitase, encontraría su espíritu difundido en la sociedad moderna, mucho más que el aristocrático patriarca de Ferney.

V. EL LAGO AZUL

Desciende el viento de las montañas sobre la inmensa copa del lago. Las aguas, de un azul celeste, se oscurecen al rizarse, con una opacidad semejante a la del mar, y blancos vellones ruedan sobre las ondas, como rebaños dispersos por el pánico, trotando hacia las lejanas riberas. Las barcas destacan su doble vela latina sobre las colinas verdes, moteadas de rojo por las techumbres de los chalets y coronadas por la diadema negra de los bosques. Los grandes vapores de pasajeros ensucian por un instante el puro azul del cielo con su penacho de humo. La soberbia cadena del Jura alza en la orilla francesa sus colosales moles, y en la ribera de enfrente las montañas suizas alinean sus declives cubiertos de viñedos, de bosquecillos y de casitas que parecen extraídas de una caja de juguetes, lo mismo que las vacas que pastan en sus prados y los aldeanos vestidos como los coros de una ópera cómica. En el último término de la azul extensión, las montañas se aproximan, las riberas se estrechan hasta desaparecer, las cumbres descienden casi verticalmente sobre las aguas, entenebreciéndolas con su densa sombra, y todo adquiere un carácter áspero y bravío.

Es el Leman, el lago azul, el más famoso de los pequeños mares interiores de Europa, el amado por los poetas e idealizado mil veces por el pincel de los artistas. En sus riberas puso Rousseau las aventuras sentimentales de sus mejores novelas; aquí imaginó Madame Staël las desventuras amorosas de su Corina, que fue una «superhembra» de su época; por estas aguas vagó la barca de Lord Byron, y en nuestros tiempos han visto pasar sus orillas las merovingias melenas y la fina sonrisa de Alfonse Daudet, preocupado con el arreglo de las aventuras alpinas de su Tartarín, o han presenciado la lenta agonía de un anciano de áspera barba, robusto y rudo, que llevaba en su entrecejo la desesperada obstinación de todo un pueblo moribundo, y se llamaba Pablo Krüger.

Las aguas, azules, rizadas y espumeantes, parecen las de una inmensa bahía. La imaginación, olvidando las alturas del macizo país suizo, forja, al través de las montañas, invisibles y lejanos estrechos que ponen al Leman en comunicación con el Mediterráneo, del cual tiene el color de las aguas. Pequeños puertos frente a cada población del lago revelan en sus escolleras de peñascos la irritación de que es susceptible este poético lago cuando llega el invierno, y las ráfagas que descienden de los montes mueven en espumoso revoltijo este mar encajonado, batiendo las riberas con el martilleo de su ola corta e incesante. En estos puertos, el cisne majestuoso, que parece haber presenciado las más remotas leyendas, y la barca de dobles velas, igual a la de los tiempos de la independencia helvética, se rozan y mezclan con el yate de vapor de los millonarios y las canoas automóviles que revuelven las aguas con un hervor de tempestad.

La orilla francesa y la suiza, Thonon y Evian a un lado, y enfrente Lausana, Vevey y Montreux, son iguales en su aspecto exterior: risueños bosques, hoteles enormes como ciudades, todas las alturas coronadas por palacios destinados al hospedaje, y orquestas malas a las puertas de los cafés, bajo las arboledas de los muelles y sobre las cubiertas de los buques.

Las diferencias entre ambos países, con ser de poca monta, resultan de gran interés.

En la orilla francesa se ven mujeres hermosas y elegantes rodeadas de hombres que las siguen y las envuelven en las más respetuosas atenciones, como sagradas vestales. Son cocottes que poseen el chic, ese espíritu indefinible y misterioso que nadie sabe en qué consiste, santo tabú que hace caer de rodillas a los salvajes de la imbecilidad elegante.

En la orilla suiza se ven mujeres solas, de ademanes sueltos y aire decidido, que van de un lado a otro con la más tranquila audacia. Son señoras decentes que pueden moverse con entera libertad, sin miedo a verse confundidas con una clase que no existe, o caso de existir, excepcionalmente, se ve repelida por la hostilidad del ambiente protestante.

A un lado del lago campea el anuncio francés, gracioso y ligero: damas escotadas, con grandes sombreros y las piernas al aire, que pregonan las excelencias de un chocolate o unos baños. En la ribera suiza, el cartel de macizos colores representa siempre una niña ordeñando una vaca, una osa dando el biberón a un osezno, o un chalet a cuya puerta bebe glotonamente la tranquila familia el licor de sus rebaños. La leche y el oso—animal amado de los suizos y símbolo de su país—son los dos principales elementos artísticos de este pueblo, que es siempre pesado y sólido cuando se propone «hacer» imaginación.

El lago Leman tiene en un extremo más cerrado y abrupto una joya histórica, un lugar de peregrinación, al que acuden todos los extranjeros.

El castillo de Chillón vale tanto para los suizos como el recuerdo de Guillermo Tell. Hasta tiene sobre éste la ventaja de que, siendo muchos los que dudan de la existencia del héroe suizo, nadie puede dudar de la del castillo, pues ahí está, cuidadosamente conservado y restaurado, hundiendo sus cimientos en las aguas profundísimas del Leman y destacando sobre el verde de las montañas las caperuzas rojas de sus torres.

Cada país ama lo que no tiene y se lo apropia inventándolo. El plácido montañés suizo, que vive en plena libertad, en el tranquilo equilibrio de una buena digestión, sin conocer brujas ni temer ánimas en pena, en medio de un paisaje sonriente y gracioso, necesita salpimentar su existencia con algo terrorífico y espeluznante.

Así como España se esfuerza en demostrar que la Inquisición y las expulsiones de judíos y moriscos no fueron tan terribles como se ha dicho, y Francia arregla a su modo lo de San Bartolomé y las Dragonadas, y todos los países se sacuden como pueden las ferocidades del pasado, el buen suizo amontona horrores sobre horrores en el castillo de Chillón, especie de Bastilla helvética, con vistas al lago y las montañas lo mismo que cualquier hotel de los alrededores, en los que se paga con generosidad principesca el honor de vivir alojado. La prisión de Bonivard, un patriota ginebrino, mártir igual o inferior a los miles de miles de mártires que suman todas las patrias de este planeta, ha servido de punto de partida a los suizos para cargar al pobre y sonriente Chillón con toda clase de crímenes.

Entráis en el castillo confundidos en un rebaño de viajeros ingleses, y la guardiana, una suiza peliblanca, seca y de ojos claros, que da vueltas a una enorme llave introducida en uno de sus índices, os señala un hecho espeluznante a cada paso, con una voz monjil, como si estuviera cantando el domingo en la capilla de lo que llaman «religión nacional».

Ve una viga, y os dice al momento: «De aquí colgaban los duques de Saboya a sus enemigos.» Ante un montón de piedras: «Aquí dormían los condenados a muerte su último sueño.» En un cuartucho sin otros muebles que unos cofres viejos: «Ésta era la cámara de tormento donde despedazaban a los hombres.» Frente a una poterna que se abre sobre el lago: «Por aquí arrojaban los cadáveres de los condenados. Cien metros de fondo, señores míos.» En la cocina del castillo, su indignación patriótica, no sabiendo qué inventar, señala la chimenea, afirmando que en ella se asaban bueyes enteros, para que el buen auditorio se diga escandalizado: «¡Pero qué tíos tan brutos eran los duques de Saboya!»

Y mientras se suceden las horripilantes explicaciones en los llamados «subterráneos», que tienen grandes ventanas por las que penetra a raudales la luz, o en las altas cámaras, con miradores por los que se ve el mágico espectáculo del lago, el castillo sonríe, hundidos sus pies en el azul y su cabeza rodeada de un nimbo. Y la hiedra que escala los góticos ventanales, moviéndose al soplo de la brisa como con un ademán negativo, las ondas que susurran al morir dulcemente contra los fuertes bastiones, el sol que colora con un tono naranja las vetustas piedras, dándolas palpitaciones de vida, todo parece decir a gritos: «No la creáis; ¡mentira! ¡todo es mentira! Su oficio es dar una sensación emocionante a los viajeros, para que a la salida le suelten medio franco.»

Lord Byron fue quien inmortalizó este castillo con sus versos El prisionero de Chillón. El pobre Bonivard le debe la inmortalidad.

Pero ¡ay! el ridículo mata las mayores sublimidades, y después que el poeta inglés grabó su nombre en una columna del «subterráneo» de Chillón, otro artista ha pasado por él, «mezcla de bayadera y de pilluelo parisién», como dijo Zola, y poseedor de esa gracia grotesca que los hijos del Mediodía franceses comunican a cuanto tocan.

Desde que a Alfonso Daudet se le ocurrió encerrar al desventurado y heroico Tartarín en el castillo de Chillón, se acabó su romántico encantamiento. ¡Adiós, pobre Bonivard! Es inútil que la guardiana salmodie con su voz de beata, calvinista:

En esta columna estuvo atado seis años Bonivard, héroe de la libertad de Ginebra.

Por encima del organismo escuálido y haraposo y de la cabeza de Cristo del patriota cantado por Byron, aparece el cuerpo rechoncho y la fiera cabeza morena y barbuda del intrépido hijo de Tarascón, nieto ilegítimo de Don Quijote e incansable cazador de leones... y de gorras.

VI. LOS OSOS DE BERNA

Cuando llegan los extranjeros a la capital de la Confederación Helvética, su primer deseo es siempre el mismo.

—Lléveme usted a ver los osos—dicen al cochero o al guía del hotel.

Y al extremo de un puente, en el fondo de un foso circular, semejante a una pequeña plaza de toros cuidadosamente endosada, encuentran a los hijos favoritos de Berna, a los famosos osos, que figuran en el escudo nacional, sirven de adorno a los monumentos y se exhiben como motivo decorativo en las fachadas y salones de los edificios públicos.

Numeroso gentío ocupa siempre la balaustrada del gran redondel, hablando de lejos a los pesados animales, excitándolos con gritos cariñosos, enviándoles una nube de mendrugos y frescas zanahorias. En torno del foso hay una pequeña feria, con puestos en los que se venden vituallas para la bestia amada y tarjetas con los retratos de estos personajes populares. De vez en cuando, uno de ellos se encarama por las ramas transversales de un viejo tronco plantado en el centro del redondel, y el gentío se entusiasma ante la gracia y la agilidad del pesado animal.

Los osos de Berna son ricos. Han heredado un sinnúmero de veces, pues ciertas solteronas patrióticas les legan al morir una parte de su fortuna. Viven en opulenta abundancia, soberbiamente alimentados, como el pueblo suizo, del cual son a modo de un símbolo; y como si no les bastase la manutención que les da el municipio bernés, administrador de sus bienes, la admiración popular los acosa y abruma bajo un espeso aguacero de regalos.

Ahora son seis nada más. Sentados sobre las patas traseras, ventrudos, enormes, con lanas cuidadosamente lavadas, miran a lo alto, contestando con sonrientes colmillos al griterío de la fila circular de admiradores. Ahítos hasta la inmóvil pesadez, cogen al vuelo la zanahoria o el pan untado con miel que les viene directamente a la boca; pero si el donativo resbala ante sus colmillos y cae a sus pies, no hacen el menor esfuerzo por recogerlo. Nuevos regalos llueven en torno de ellos, y dejan lo que cae para sus compañeros de foso, para los parásitos que les acompañan en su agradable cautiverio, centenares y tal vez miles de pájaros del inmediato parque, que saltan sobre las losas buscando migajas en los intersticios, o picotean en el vientre y las patas de los enormes camaradas, animando su lanudo volumen con inquietos aleteos.

Cada pueblo, en los albores de su vida, cuando aún balbucea el infantil lenguaje de la tradición, simboliza su carácter y su existencia en un animal. La Roma antigua, ávida y feroz, escogió a la loba; Francia tiene el gallo fanfarrón, arrogante y belicoso; los Estados del Norte ostentan águilas de pico rapaz y estómago insaciable. España es el león solemne hasta en su decadencia, cuando los piojos invaden sus flácidas melenas y la consunción de la vejez amenaza romper el pellejo con las aristas del esqueleto; Suiza es el oso.

El fundador de Berna, que, según la tradición, se dejó guiar por uno de estos animales, escogió, tal vez sin saberlo, la más exacta representación del carácter de sus conciudadanos.

Es inútil repetir una vez más las glorias pacíficas de la República Helvética. Todo el mundo las conoce. En cada ciudad, y hasta en la más pequeña aldea, los dos mejores edificios son siempre la escuela y la Casa de Correos. La gente come bien y tiene un aspecto saludable; sólo se ven soldados en tiempos de grandes maniobras, cuando el Gobierno federal convoca a las reservas; en campos y caminos apenas se encuentran gendarmes; la Policía es escasa en las calles; la suprema graduación en el Ejército es la de coronel, y el que más sabe entre todos ellos toma el mando supremo; la gran mayoría de los suizos no conoce el nombre del presidente de la República, que sólo ejerce el cargo un año, y este presidente, que cobra poco más que uno de nuestros subsecretarios, sale en las mañanas de verano del magnífico palacio del Gobierno en Berna y va a tomar un vaso de cerveza en el café «Federal», alegre tabernilla que está enfrente. En los cabarets berneses se sienta uno al lado de un señor vestido descuidadamente, con sombrero de paja viejo, el chaleco abierto, la panza en libertad, mientras lee un periódico de apretados caracteres alemanes, y resulta luego que es un ministro federal o un presidente de cantón venido a Berna para hablar mano a mano con los gobernantes centrales. Cada uno hace lo que quiere y vive como quiere, con la tranquilidad de que le avisarán apenas estorbe o perjudique a los otros, y de que su carácter pacífico, simple y disciplinado le aconsejará obedecer, sin el más leve intento de protesta.

¡Un país dichoso la Confederación Helvética! ¡La mejor de las repúblicas...! Realmente, la nacionalidad más apetecible del mundo es ser ciudadano de Suiza... pero habiendo nacido suizo.

Yo creo firmemente que esta paz del país helvético, esta tranquilidad, este orden, es una condición de raza. Así como en la vida individual los seres más felices y satisfechos son los que piensan menos y sólo se inquietan de lo que toca directa e inmediatamente a sus apetitos y necesidades, en la vida de los pueblos los que alcanzan existencia más tranquila y ordenada son los que carecen de imaginación. El suizo sólo contempla lo presente. Su pensamiento tardo, pesado y un tanto espeso, pero de paso seguro—las mismas condiciones del animal favorito—, no va más allá de lo que le rodea. La vida pública se concentra para él en el municipio o cuando más, en el cantón. Ni siquiera llega a preocuparse de lo que ocurre en Berna. Encuentra aceptable lo que le rodea, y esto basta para que no sienta deseos de novedad.

Si de la noche a la mañana los suizos se convirtiesen en franceses, una parte de la población fijaría su entusiasmo en el coronel Tal o Cual, viendo en su rostro los rasgos de un Bonaparte, se enardecería con el redoble de los tambores, creyendo que el ejército helvético estaba llamado a grandes glorias, y el odio o la variedad y el fraccionamiento borraría cantones, unificando la nación como bajo un rasero, y convirtiendo a Berna en un París depositario de toda la vida suiza.

Que los suizos se convirtiesen en españoles, y antes de un mes los católicos de Friburgo, cantón que tiene más conventos y más frailes de todos colores que cualquier ciudad nuestra, declararían deshonroso para su cuerpo y peligroso para su alma el hacer vida común con los cantones que son protestantes, y las plácidas montañas verdes se llenarían de partidas capitaneadas por curas, y la causa del Dios verdadero intentaría convencer a tiros a los herejes, para que no persistiesen en el error.

Que fuesen italianos todos los habitantes de la libre Helvecia, y sin perjuicio de atraer y desvalijar en sus hoteles a los extranjeros, los insultarían con su desprecio de pueblo escogido, llamándolos barbari.

Pero los habitantes de Suiza son suizos, «están bien donde se encuentran»; reconocen como muy aceptable su vida presente, y no piensan nada nuevo ni se sienten agitados por originales aspiraciones.

Viendo de cerca Suiza, hay que decir: «¡Benditos los pueblos que carecen de imaginación! ¡De ellos serán la tranquilidad y las virtudes vulgares!» La falta de individualidad permite mantener a los hombres en el goce de sus completas libertades, sin miedo a que abusen de ellas saliéndose del nivel común. La carencia de imaginación evita el peligro de que los más inquietos y audaces tiren impacientes de las riendas de la ley, turbando la marcha lenta, ordenada y mecánica de este pueblo, que por su carácter monótono ha hecho de la relojería un arte nacional.

Todas sus aspiraciones hacia lo desconocido, lo inesperado y novelesco se cifran en la servidumbre. En otro tiempo se vendían como soldados a los reyes de Europa, y los hijos de la libre Helvecia formaban los regimientos suizos favoritos de las cortes, que se encargaban de acuchillar a los pueblos para que se mantuviesen por el miedo sometidos a los déspotas. Verdaderos mercenarios, pasaban del servicio de unos Estados a otros, y esto hacía que en los combates se batiesen sin entusiasmo, con ciertos miramientos, convencidos de que en las filas enemigas figuraban hermanos suyos igualmente a sueldo.

Ahora se dedican a fondistas y cafeteros, y corren el mundo para servir platos o bocks, lo mismo en California que en Australia o el Cabo, pero siempre con el pensamiento fijo en las verdes montañas y los azules lagos, imágenes que les siguen en su peregrinación, sin que logren borrarlas nuevos espectáculos.

Yo creo que ningún suizo sueña cuando duerme. Su obligación al cerrar los ojos es dormir; un ensueño sería un desorden inútil de la «loca de la casa», que no tiene aquí amigos ni adeptos.

En Ginebra he comido todos los días en un modesto restaurante, donde entré casualmente al llegar a la ciudad. Una irresistible simpatía me atrajo a este establecimiento.

El reloj, una soberbia pieza con la hora de París, la hora de la Europa central y todas las horas del mundo, estaba siempre parado.

¡Un reloj parado, en Ginebra, la Salamanca del muelle real, la Sorbona de la rueda catalina...! ¡Un suizo a quien no importa saber qué hora es, ni se preocupa del buen orden de su vida!

Me he ido de Ginebra sin conocer al dueño del restaurante, pero estoy convencido de que es un poeta que se pierde Suiza.

VII. EL LAGO Y EL CONCILIO

Escribo junto a una ventana por cuyo amplio rectángulo se ve, en primer término, el follaje de los árboles y la saliente redondez de un pequeño torreón; más allá, una superficie azul, tranquila y tersa, que se pierde hasta juntarse con el cielo; y en esta línea indecisa del horizonte, una bruma que no consiguen disipar los rayos del sol de la mañana, y en la que se dibujan vagamente oscuras siluetas, que tan pronto parecen nubes rastreras como altivos montes.

La ventana es del «Hinsel Hôtel», antiguo y famoso convento de dominicos, situado en una isla, entre soberbios jardines, y convertido por los artistas alemanes en uno de los más hermosos hoteles del mundo; la torrecilla es la prisión en la que vivió Juan Huss, antes de ser conducido a la hoguera; la inmensa extensión azul el tranquilo lago de Constanza, límite entre Suiza y Alemania, y los oscuros perfiles esfumados por la niebla los lejanos Alpes del Tirol.

Hace unas horas he abandonado la tranquila, burguesa y antipática Zurich, convertida, por las maniobras militares de verano, en una ciudad belicosa, con las calles llenas de suizos uniformados arrastrando el sable; me he detenido en Schaffhouse para ver el «Rheinfall», la prodigiosa caída del Rin, dividiéndose en dos soberbias cascadas al chocar con una isleta saliente, que parece imposible pueda resistir el ímpetu de las espumas hirvientes y ruidosas, y después, saliéndome del camino que habitualmente siguen los viajeros, he venido a la tranquila ciudad de Constanza, penetrando en los dominios del gran duque de Baden.

Suiza acaba en la misma estación de Constanza. Para seguir el viaje a Munich hay que volver al territorio helvético, embarcarse en Romanzhon y atravesar el lago hasta Lindau, entrando de nuevo en Alemania. Cuatro aduanas, con otros tantos registros de equipaje en el transcurso de unas cuantas horas.

Constanza, antigua ciudad episcopal, venerable y plácicida, fue libre durante muchos siglos. Los españoles la atacaron en el siglo XVI. Los austríacos la hicieron suya, matando la república protestante que se había organizado dentro de sus muros, y perteneció a los emperadores de Viena hasta 1806, en que entró a formar parte del gran ducado de Baden. Hoy es un resto de aquella Alemania anterior a los triunfos militares, pacífica, alegre y poética, con sus costumbres patriarcales y su tranquila libertad. Se ven pocos soldados en su recinto. Las calles venerables, con edificios de puntiagudos techos y puertas blasonadas, resuenan de tarde en tarde bajo los pasos de los transeúntes. En los muelles, limpios y sombreados por los tilos, pasean las muchachas de trenzas rubias, brazos sonrosados y ojos de un azul clarísimo. A las puertas de las cervecerías, bajo la frondosa parra, apuran lentamente los ciudadanos el jarro de barro blanco chorreante de espuma.

Es una ciudad vieja, en la que la vida se desliza sin sentir, falta de intensas alegrías, pero limpia de grandes dolores. Los ciudadanos de Constanza hacen recordar la plácida existencia de «el amigo Fritz», y es indudable que cuando sueñan bajo la parra, con el estómago lleno de cerveza, canta en sus cerebros la satisfacción de vivir con una lentitud majestuosa, semejante a la del Himno a la alegría, de Beethoven. Es una de esas ciudades en las que se entra como en un lugar amigo que no se ha visto nunca, pero que evoca confusamente simpatías y familiaridades de una misteriosa existencia anterior. El viajero parte con pena, prometiéndose volver, y piensa en la felicidad de pasar en ella el resto de sus días, apartado del mundo, si las exigencias de la vida no le obligasen al movimiento, tirando de él hacia otro país.

Sin embargo, esta ciudad de vida placentera debe su celebridad a un gran crimen. Este paisaje sonriente, este lago tranquilo y casi desierto, con gaviotas que rizan bajo el contacto de sus plumas las tranquilas aguas, y bandas de gorriones que caen sobre las barcas solitarias, han presenciado uno de los conflictos que trajo más revuelta a la Humanidad y fue motivo de guerra y otros males.

El «Múnster», la gran catedral gótica de Constanza, el «Kaufhaus», caserón de los museos históricos de la ciudad, las casas venerables de sus calles, y hasta el antiguo convento de dominicos, cuyas ruinas se han utilizado para el hotel en que vivo, todo recuerda la gran gloria y la gran vergüenza de la tranquila ciudad: el famoso Concilio que lleva su nombre y el suplicio de Juan Huss con su compañero Jerónimo de Praga.

Cuatro años duró el tal Concilio. Nunca atravesó el cristianismo una crisis tan ruidosa y aguda. Tres Papas tenía a un tiempo la Iglesia, uno, vagabundo por Cataluña, Aragón y Valencia, el testarudo español Luna; otro, en Italia; otro, en Alemania; y de continuar la anómala situación, los sumos pontífices iban a multiplicarse hasta el punto de que el Espíritu Santo, con toda su divina sapiencia, no podría bastarse para atender a la tarea de tan numerosas inspiraciones.

De 1414 a 1418 duró la gran reunión de autoridades eclesiásticas y laicas convocada en Constanza para poner remedio a tales males. El emperador Segismundo, primer soberano de la tierra en aquellos tiempos y gran métomentodo de la época—algo semejante al kaiser actual—, presidía el Concilio, rodeado de toda la pompa de su majestad: guerreros bigotudos de Bohemia, rubios barones alemanes, feudatarios cubiertos de hierro de la Europa central. Frente a su trono, guardado por los cuatro grandes dignatarios, uno con la corona en un almohadón, otro con el cetro, el de más allá con la espada y el último con el globo de oro, símbolo de universal grandeza, alineábanse los cardenales, vestidos de rojo, con su perfil de pájaro sombreado por el ancho sombrero escarlata de pendiente borlaje, los prelados venidos de todas las naciones cristianas y los frailes multicolores, que leían horas y horas interminables rollos de pergamino o peroraban en latín, con una facundia pesada, para sostener las pretensiones de sus respectivos partidos. Cada personaje llevaba detrás un séquito interminable. El emperador traía con él un verdadero ejército, y todo cardenal arrastraba tras su cola roja un pequeño pueblo de familiares, pajes, cocineros y reposteros, caballos y acémilas. Los príncipes de la Iglesia, rivalizando en lujo, habían acudido a la cita seguidos de interminable mesnada, y la pequeña Constanza no sabía cómo contener y guardar todas las grandezas terrenales llegadas a su seno para examinar y fallar el gran pleito surgido en el arreglo de la herencia de Cristo.

Un vasto campamento rodeaba la ciudad. Miles de caballos agitaban por las mañanas las riberas del lago al bañarse en sus aguas; las barcas cargadas de víveres y forraje iban en interminable rosario de una orilla a otra; en las calles, repletas de gentío, sonaban todos los idiomas de Europa, y cada semana se veían llegar nuevas gentes de países lejanos: frailes de España, venidos a pie de convento en convento, para sostener las pretensiones de su pontífice; sacerdotes procedentes del fondo de la Bohemia o de las lejanas riberas del Báltico, que parecían traer con ellos un olor de herejía y eran los precursores de la Reforma, a la que sólo le faltaba un siglo para nacer.

Transcurría el tiempo, y el Concilio no adelantaba en sus decisiones. Todo acuerdo exigía una información en lejanos países o provocaba protestas, y mientras tanto, el pequeño mundo aglomerado en Constanza se aburría, sumiéndose en los mayores pecados por culpa del tedio. Los mercenarios del emperador correteaban a las muchachas en los bosquecillos inmediatos al lago; la cerveza y el vino del Rin rodaban a torrentes; los santos cardenales cerraban bajo llave a los pajecillos italianos, para librarles de incurrir en pecado con gentes que no fuesen eclesiásticas; y para general distracción y derrota del diablo tentador, se organizaban procesiones ostentosas, amenizadas con la quema de algún que otro miserable judío.

He visitado el «Kaufhaus», enorme edificio vecino al puentecillo actual, en el que se celebraron las sesiones del Concilio. Es un caserón de piedra, con las puertas negruzcas, de ojiva chata, rematadas por groseros relieves góticos. El último piso, de madera carcomida, está rematado por un techo de barraca, de ruda pendiente, igual al usado en todos los países donde abunda la nieve.

Un día, el Concilio, reunido en el salón que ocupa todo el piso superior, vio comparecer a un sacerdote de gran barba rubia y ojos azules, vestido de raída sotana y cubriendo con un cuadrado bonete sus cabellos ensortijados. Era Juan Huss.

Traía revuelta a Hungría con sus predicaciones. La muchedumbre marchaba tras sus pasos, y el sacerdote deteníase en los caminos, predicando al pie de los árboles sus nuevas doctrinas. La gran masa, ansiosa de rebelión, adoraba al profeta. El emperador Segismundo le había invitado a venir al Concilio para explicar sus creencias, dándole un salvoconducto y empeñando su palabra imperial para convencerle de que su vida no corría peligro. La espada del Imperio velaba sobre él. Su existencia era sagrada.

Al verle aparecer y escuchar su voz, corrió un estremecimiento por la santa asamblea, semejante al que agita a la jauría cuando huele la caza.

Los hábitos negros y blancos de los dominicos palpitaron de emoción; las cabezas severas y duras de los frailes alemanes, intolerantes y rudos, y de los frailes españoles, sus discípulos y herederos, agitáronse con aullidos de muerte.

El sacerdote bohemio se explicó tan claramente, que a los pocos días estaba preso, y para mayor seguridad, en el convento de los dominicos, en este torreón que puedo tocar con sólo extender el brazo fuera de mi ventana. El emperador se olvidó de él y de la palabra dada, ejemplo de villanía repugnante que no siguió Carlos V cuando un siglo después compareció Lutero ante la Dieta de Worms.

La muchedumbre reunida en Constanza gozó al fin de una gran fiesta. Los padres del Concilio, que llevaban tanto tiempo sin hacer nada y se veían desobedecidos en sus acuerdos, pensaron satisfechos en que iban a hacer algo sonado.

Una mañana, el prisionero del convento de la Isla fue sacado del torreoncillo, por cuyas estrechas ventanas contemplaba la extensión azul del lago buscando las montañas de su lejano país. Cruces en alto; blandones encendidos; largas filas de monjes encapuchados; un canto lúgubre, que contrasta con el piído de los pájaros y el susurro del lago al morir en la orilla. Como representantes del brazo secular, los barbudos lansquenetes, oliendo a cerveza, empujan al sacerdote, lo amarran, lo visten con una mitra y una túnica pintadas de diablos y serpientes, y la procesión de muerte emprende el camino hacia el arrabal de Brühl, donde hoy se alza una roca cubierta de inscripciones en honor del mártir.

Otra procesión igual surge en el camino conduciendo a Jerónimo de Praga, el fiel compañero y discípulo.

La gloria de la cristiandad, lo más selecto e ilustre de la época, ocupa la llanura de Brühl. El emperador no ha osado contemplar su obra; pero allí están, junto al montón de leña seca rematado por dos postes, los cardenales a caballo, con sus séquitos de príncipes; los nobles guerreros y las hermosas damas alemanas, rubias, blancas y pechonas, montadas en vistosas hacaneas y avanzando todo cuanto pueden, para no perder nada del interesante espectáculo.

¡Prodigios de la fe! El inmenso montón de leña ha sido traído voluntariamente, pieza a pieza, por la piedad de los fieles, por el buen populacho, que desea la quema de estos dos hombres, a los que no conoce, pero cuya maldad le parece indudable.

Empiezan a crepitar las llamas, asomando sus lenguas rojas entre los leños. Surge el humo de las ropas carnavalescas que cubren a los condenados como un último insulto.

De pronto se abren las filas de soldados sonrientes, y sonríen también las hermosas damas, los príncipes eclesiásticos y los jinetes de luciente coraza.

Una vieja arrugada y casi ciega, miserable andrajo humano, avanza, encorvada bajo un pequeño haz de sarmientos. Viene de muy lejos, y teme haber llegado tarde para depositar su ofrenda, perdiendo la ocasión de hacerse grata a Dios. Al arrojar su haz en la hoguera, suspira satisfecha, como si librase su alma de un gran peso.

Juan Huss también sonríe. Sus ojos azules, de dulce profeta, lagrimeantes por el humo, miran al cielo. Su barba rubia, que empieza a chamuscarse, muévese a impulsos de una admiración lastimera.

Oh, sancta simplicitas!—gime.

Las últimas palabras del mártir fueron para la santa y eterna imbecilidad de los simples, que creen lo que les enseñan, odian lo que les señalan, y con la sencillez de la inconsciencia matan o persiguen, creyendo realizar una gran hazaña, a los que se preocuparon de su suerte, trabajando y sufriendo por ellos.

VIII. LA ATENAS GERMÁNICA

Munich es una de las capitales de Europa de fundación más moderna, y, sin embargo, muy pocas le igualan en el aspecto majestuosamente venerable.

En el siglo XII, cuando eran viejas ya las grandes ciudades europeas, Munich se componía de un puente sobre el Isar, con algún caserío y un fuerte convento. Forum ad Monachos la llamaban entonces, y de aquí su nombre actual, München (Monje), y el fraile que figura en su escudo de armas, y los pequeños y graciosos encapuchados que se ven en todas partes como símbolos de la ciudad, en los escaparates de juguetes, en los adornos de las esquinas, en los toneles de cerveza y en las jarras de las brasseries.

Munich, por sus edificios, por sus escuelas, por el respeto oficial de que rodea a las artes, es la Atenas germánica. No significa esto que sus habitantes, morenos, católicos, habladores y ruidosos, que hacen de la Baviera una especie de Andalucía alemana, formen una democracia intelectual y refinada como la ateniense. Aquí, los verdaderos artistas han sido los príncipes—simpáticos desequilibrados que se entregaron al culto de la belleza con un fervor rayano en la manía—, y el buen pueblo, obedeciéndoles con ciega disciplina germánica, les siguió en sus deseos.

La pintura, la poesía y la música han sido las grandes manifestaciones de la vida de Munich, y sus habitantes admiran como dioses titulares a los célebres artistas protegidos por los reyes. Wagner figura en todos los escaparates: su perfil de bruja pensativa adorna hasta las muestras de las tiendas. Goethe y Schiller, coronados de laurel y semidesnudos como griegos, yerguen sus cuerpos de bronce en grandes plazas, acompañando a monarcas y príncipes de la casa bávara, cuyos hechos fueron superiores a los de Mecenas. El lujoso estudio del pintor Lenbach se visita como un templo, y un culto igual recibe la memoria de Cornelius, Kieuze y todos los demás pintores y escultores que, desde los tiempos de Luis I a los del infortunado Luis II—el Lohengrin coronado—, contribuyeron en menos de un siglo al embellecimiento de la ciudad.

Los palacios ostentosos, los museos, los arcos de triunfo, los teatros monumentales, ocupan casi una mitad de Munich. Los reyes de Baviera trabajaron sin descanso. Su manía de embellecimiento no les dejaba dormir. El demonio de la construcción turbaba sus días con nuevas sugestiones. La caja del Estado estaba abierta para todo el que se presentaba con una idea nueva. Los favoritos de la Corte fueron artistas alemanes, que no habían nacido en Baviera, y sin embargo llegaron hasta a intervenir en la vida política y aconsejar a los soberanos. Un músico silbado en París, de costumbres bizarras y humor intratable, llegaba a ser a modo de un virrey, derrochando la fortuna pública en la erección de extraños teatros y organizando misteriosas representaciones que sólo presenciaba el monarca. Éste era casi un actor bajo las órdenes de su amigo Wagner, imperioso artista contra el cual gruñía el pueblo, próximo a sublevarse, como años antes se alzó contra Lola Montes. El entusiasmo dilapidador del abuelo por la bailarina española, reina bávara de «la mano izquierda», lo sintió el nieto por el autor de El anillo del Nibelungo. No existe más diferencia entre ambas pasiones, que amor físico regaló joyas y dejó como única huella un gran escándalo histórico, mientras el amor intelectual creó teatros y monumentos, haciendo nacer las mayores obras musicales de nuestra época.

Cuando Wagner, olvidado momentáneamente de la música, se dedicó a filosofar e hizo una confesión de creencias, dijo que sus dos dioses eran Cristo y Apolo, inventando para la Humanidad del porvenir una religión, mezcla de cristianismo y helenismo, en la que se unen y confunden la humilde piedad hacia el semejante con la adoración de la soberbia belleza.

Cristo y Apolo fueron también los dioses de los soberanos bávaros, y todavía imperan juntos, partiéndose equitativamente el dominio de este pueblo.

Munich, capital de la Alemania católica, tiene unos veinte templos que son como catedrales, y cuyo interior ostentoso recuerda el de las iglesias españolas, así como el exterior es puramente italiano. Al lado de estos monumentos de Cristo álzanse majestuosos, con la autoridad de un origen más antiguo, las innumerables obras de los monarcas bávaros a la gloria de nuestra madre Grecia: los museos de la Pinacoteca antigua y la Pinacoteca nueva; la Gliptoteca; los Propileos; el Templo de la Gloria, con su estatua colosal de la Bavaria, predecesora de «La Libertad iluminando al mundo», de Nueva York; el palacio de la Residencia; los varios teatros griegos, con sus frontones en los que danzan las Musas al son de la lira de Apolo; las vastas salas en las que brilla discretamente el mármol ambarino de las estatuas clásicas y se exhiben fragmentos de templos traídos de Egina y otros lugares helénicos. La columnata dórica alinea su bosque de piedra en las fachadas de los palacios o encierra en su armónico cuadrilátero jardines grandes como bosques. El rojo de los vasos griegos, con sus pequeños cuadros de figuras negras o policromas, cubre muros interminables, cortado a trechos por las manchas blancas de bustos y cariátides.

Asombra el trabajo realizado por los reyes de Baviera en menos de un siglo. Sus buenos súbditos de la ciudad de Munich han debido de vivir años y años entre andamios, tragando yeso y oyendo a todas horas el choque del martillo sobre la piedra. La manía constructora de los reyes debió constituir su gloria y su suplicio.

El arte se muestra en amontonamiento, como creado de real orden en pocos años, ejecución admirable, pero sin la originalidad y la noble armonía que es producto de los siglos. Se ve que todo está hecho de una sola vez, que ha surgido del suelo en una sola pieza, falto de esas capas de sucesiva formación que va secretando el paso de las generaciones.

El aspecto monumental de Munich—una vez desvanecida la primera impresión de asombro por lo grandioso de la obra—causa igual efecto que esas sinfonías cuyos motivos agradan o conmueven, al mismo tiempo que la memoria se estremece con la sensación de haber oído antes los mismos sonidos.

—Esto no es nuevo—se dice el viajero al contemplar la ciudad—. Todo me parece haberlo visto en otras partes.

Indudablemente, los monumentos griegos nada tienen de originales, y en esto consiste su mérito. Son reconstrucciones ingeniosas, evocaciones sabias de las obras que han llegado hasta nosotros mutiladas e indecisas. Pero ¿y los otros monumentos?

A los pocos días de estar en Munich, van surgiendo en la memoria imágenes del pasado, recuerdos de viajes por otros países. El aire de familia se marca cada vez más en las cosas, como en esos rostros que nos parecen extraños al primer instante y acaban por ser de antiguos amigos. Unas iglesias recuerdan las de Florencia; tal vivienda real es el palacio Pitti; tal otra un palacio de Roma; la Logia de los Mariscales es una copia de la Logia de Orcagna en la capital toscana; los mástiles enormes ante la Residencia son hijos de los mástiles de la República en Venecia, y así todo.

Hasta los palomos que aletean en los frisos y descienden al pavimento, animándolo con el reflejo de sus plumas metálicas, son palomos «traducidos del italiano», que no pueden menos de saludar como venerables abuelos a los que contemplan el Adriático desde los aleros de mármol de la plaza de San Marcos o saltan en la columnata florentina junto al Arno.

Munich no tiene de original más que dos cosas: la cerveza y la música.

Las famosas brasseries, de estilo germánico, con sus frontones agudos rematados por complicadas veletas y sus fachadas de pesados balconajes y torrecillas salientes, valen más que todos los templos griegos que llenan las plazas de Munich.

De la música ya hablaremos. La capital bávara está celebrando en estos momentos el Festival Wagner. Por las tardes, la muchedumbre se agolpa a ambos lados de la enorme avenida del Príncipe Regente para presenciar el paso de los que van a escuchar El anillo del Nibelungo, lo mismo que el vecindario de Madrid se congrega en la calle de Alcalá en un día de toros.

Cuando el viajero se familiariza con Munich, su entusiasmo por las glorias artísticas de la ciudad va restringiéndose, hasta el punto de que sólo queda erguida una sola admiración: Wagner y su obra.

¡Pobre Atenas germánica! De sus monumentos nada malo puede decirse. Son notables reproducciones del arte griego; la sabiduría artística luce en ellos, pero son fríos y repelentes como cuerpos sin alma. Es Atenas sin atenienses y sin el cielo de la Ática. En verano, el espacio se muestra azul y brilla un hermoso sol. Pero el invierno germánico, duro y cruel en Baviera, muerde con sus dientes negros estos monumentos que nacieron en la tibia atmósfera del Archipiélago, favorable a la desnudez.

El mármol, en el país del sol, se dora en el curso de los siglos, tomando el majestuoso matiz anaranjado del oro viejo. Aquí, en unos cuantos años, se ennegrece con una opacidad antipática de ceniza de carbón.

Los dioses olímpicos, los héroes coronados de laurel y ligeros de ropa, parecen temblar en pleno verano recordando los largos meses de frío. El rojo griego del interior de las columnatas se destiñe con las lluvias. Los frescos se esfuman y desaparecen. Todo se vuelve gris y opaco.

Sí; esta ciudad es una Atenas... pero pasada por cerveza.

IX. EL FESTIVAL WAGNER

Un periódico satírico de Munich, publicaba hace cuarenta años una caricatura de Wagner saliendo del hermoso palacete en que le tenía alojado el rey Luis II de Baviera.

—Voy al teatro—decía el gran maestro—, y de paso entraré en palacio a dar un golpe a la caja del amigo Luis.

Nunca se ha conocido una protección tan generosa como la que el monarca bávaro dispensó a Wagner. La prodigalidad de Luis II tomó el carácter de una locura. Este «rey virgen», que creaba en su palacio de la Residencia una galería de bellezas célebres, y, sin embargo, prohibía que asistiesen damas a las fiestas íntimas de su Corte, fue un Nerón, pero Nerón tranquilo, que construyó en vez de quemar, y, semejante al déspota de Roma, puso sus amores musicales y poéticos por encima del orgullo de su majestad.

Sus caprichos y aficiones costaron muy caros a Baviera, y, sin embargo, el pueblo le recuerda y le respeta. Fue un monarca que, en fuerza de excentricidades, prestó un gran servicio al arte, logrando al mismo tiempo que la atención del mundo entero se fijase en Baviera.

Por él vienen todos los años aquí, en artística peregrinación, los intelectuales de remotos países. Su retrato está en todas partes. Baviera le compadece con maternal ternura y guarda su memoria. También la tumba de Nerón, veinte años después del suicidio del imperial cantante, aparecía muchas mañanas cubierta de rosas, ofrendas del popular recuerdo.

Famosa época la de la amistad de Luis II y Wagner.

El monarca, llena la mente de los dioses germánicos y de los héroes cuyas hazañas ponía su amigo en rotundos versos, acompoñándolos de prodigiosa orquestación, apartábase cada vez más de la existencia real, viviendo como un sonámbulo, en medio de legendarios ensueños. Odiaba el traje moderno y hasta sus uniformes a la prusiana, por parecerle vulgares y antiartísticos. Los cortesanos ocultaban su turbación al verse recibidos por él vestido como un gran señor del Renacimiento. Las verdes aguas del lago Starnberg cruzábalas en barcas doradas, con ninfas y quimeras en la proa y grandes paños escarlata arrastrando sobre la estela. Durante las noches de invierno corría los campos de nieve en veloces trineos con luces eléctricas, pasando entre resplandores como una aparición fantástica. Una orquesta invisible sonaba en la famosa «Gruta Azul» del castillo de Linderhof, mientras Luis, vestido de Lohengrin, paseábase erguido sobre un esquife de nácar. Un día acabó este ensueño ahogándose el simpático perturbado en una laguna del castillo de Berg.

El gran músico le había precedido algunos años en su salida del escenario mundanal; pero mucho antes de que Wagner muriese, ya había dado la generosidad de Luis todo lo necesario para la realización de los ensueños del maestro.

Wagner ansiaba un teatro suyo, con arreglo a su genio inventivo y revolucionario, el cual no sólo realizó innovaciones en la música, sino en la escenografía y en la construcción. El coliseo de Bayreuth fue su obra. Luego, Munich, siguiendo los mismos planos, ha elevado el teatro del Príncipe Regente, dedicándolo a la representación de las obras de Wagner. Hoy, el Prinz-Regenten-Theater, de Munich, celebra todos los años un Festival Wagner, que atrae a una muchedumbre cosmopolita y triunfa sobre Bayreuth por el esmero con que presenta las obras. Su maquinaria escenográfica es muy superior a la de los tiempos de Wagner, que aún funciona en el primitivo teatro.

Gentes de todos los países de Europa y de muchas partes de América se encuentran en Munich con motivo del Festival. Inútil describir lo que es este teatro con sus novedades y misterios, pues todo el mundo conoce las innovaciones introducidas por Wagner en la representación de sus obras. La orquesta es subterránea e invisible, lo que llamaba el maestro «el abismo místico», de donde surgen las melodías como si viniesen de otro mundo, sin ver el espectador a los músicos, que sudan y gesticulan, y al director, que se mueve como un loco. El teatro está completamente a oscuras. Las puertas de los pasillos se cierran al empezar cada acto, sin que exista poder terrenal capaz de abrirlas antes de que aquél termine. La disciplina alemana reglamenta el curso del espectáculo; el programa marca las horas y minutos que se invertirán, tanto en el conjunto de la obra como acto por acto. Las trompetas, sustituyendo a los toques de campana, hacen correr a los espectadores lo mismo que reclutas que temen faltar a la lista.

Las representaciones del Festival Wagner empiezan a las cuatro de la tarde y acaban a las nueve y media de la noche. El último entreacto es de media hora, para que el público pueda cenar en los grandes comedores del teatro. Una admirable igualdad reina sobre el público. Todos los asientos son iguales y cuestan lo mismo: veinte marcos (veinticinco pesetas). El teatro, aparte de los seis palcos del fondo, destinados a la familia real y a los potentados extranjeros, sólo se compone de butacas que se alinean en peldaños, subiendo desde la concha circular, que cubre el foso de la orquesta, hasta lo más alto de la sala. Todos ven el espectáculo de frente. Las dos paredes laterales son lisas, sin otros adornos que las portadas de salida y unas hornacinas con vasos griegos.

¿A qué hablar de El anillo del Nibelungo...? Wotan, Brunilda, Sigfrido, todos los dioses, los héroes, las beldades desventuradas, los gigantes espantosos y los nibelungos enanos que figuran en esta serie de óperas, con su fantástica Historia Natural de dragones que cantan, pájaros que aconsejan y serpientes y osos, son personajes conocidos del público y no ofrecen ya novedad. La Walkyria y el Sigfrido los cantan en Munich lo mismo que en el Real de Madrid, o tal vez un poco peor. Todos los artistas de lengua alemana tienen empeño en cantar en este Festival, porque «da cartel». Algunos proceden de Nueva York, y creo que hasta después de trabajar gratuitamente dan dinero encima.

Además, en este teatro, donde no se admiten manifestaciones del público, el artista puede atreverse a todo, sin ese miedo que inspiran los espectadores exigentes de Italia y España, los cuales llevan a la ópera algo del espíritu de la gente que asiste a una corrida de toros. Total, que al lado de buenos artistas, encanecidos en el culto wagneriano, aparecen otros indignos de cantar en su compañía. Por fortuna, la orquesta, las maravillas del decorado y la escrupulosidad y atención en el juego escénico justifican el largo viaje que ha tenido que realizar una gran parte de este público, híbrido en su aspecto exterior, y tan interesante casi como las obras de Wagner.

La uniformidad militar del teatro contrasta con la variedad infinita de los espectadores. En lugar alguno de Europa puede encontrarse un público tan heterogéneo. Una amable libertad impera en el vestido. Las damas alemanas y algunas francesas se presentan en traje de ceremonia; los oficiales marchan tiesos, en sus apretadas levitas de alto cuello, arrastrando el sable; los herr germánicos llevan frac y se cubren la cabeza con fieltros de anchas alas; pero revueltas con estas gentes elegantes, pasan inglesas y americanas vistiendo blancos trajecitos de falda corta; viajeros con su terno gris a grandes cuadros, los gemelos en bandolera y la gorrilla en la mano; gruesos y rubicundos sacerdotes católicos con levita y pechera negras, que, recordando lo que acaban de oír, mueven los dedos como si estuviesen ya ante los órganos de sus catedrales; vírgenes de lacias faldas, con el exangüe rostro asomando entre dos caídos cortinajes de pelo; jóvenes melenudos, que estiran la afeitada cara sobre las innumerables roscas de una corbata oscura; muchachas enfurruñadas, que al llegar tarde y encontrar las puertas cerradas, se tienden en las escalinatas de los pasillos, ansiando oír un eco del lejano misterio por debajo de los pesados portiers, junto a las piernas de los impasibles acomodadores; mujeres con cierta originalidad en su traje y sus maneras, que son grandes cantantes en vacaciones o famosas concertistas; viejos condecorados, de cabellera gris y cara arrugada, que inspiran un vago recuerdo de retratos vistos en ilustraciones extranjeras.

Es un público de sorpresas. Todos presienten en el vecino que pueda ser «alguien». La mayoría está formada de artistas, de escritores, de gentes que gozan celebridad en sus países, pero que pasan inadvertidos en esta reunión universal, que sólo dura algunos días.

Esta importancia del público que parece presentirse, como si flotase en el ambiente, obliga a una extremada sencillez a los grandes de la tierra.

Yo me he codeado del modo más irreverente, al pasear por las galerías, con una señora joven, tan elegante como granujienta y fea. Un poco más allá, dos viejas damas cargadas de brillantes pusieron, al verla, una rodilla en tierra, con esa sumisión germánica al lado de la cual el cortesanismo español resulta de costumbres democráticas.

—¡Alteza!, ¡Alteza...!

Y le besaron la mano como si llevase en ella el Santísimo Sacramento. Era una hija o una nieta—no me enteré bien—del emperador de Austria. Y de igual categoría que ésta, aunque más simpáticas por su modestia, encontré en los pasillos a otras altezas cuyo nombre no necesité preguntar, por serme sus caras bien conocidas.

Cuando termina el espectáculo, la gran mayoría del público sale en silencio; pero algunos manifiestan su fervor a gritos.

—¡Sublime! ¡Inmenso!

Casi siempre son españoles, italianos o franceses los que gritan entusiasmados. Pero sus voces suenan a falso, y parece que gritando intentan convencerse a sí mismos.

Han oído hablar del Festival Wagner como de algo extraordinariamente misterioso; han venido atraídos por la curiosidad, creyendo en lo sobrenatural del espectáculo, y salen de él dudando de la sensatez de su viaje, sintieno cierta sospecha de haber sido engañados, diciéndose que, aparte de la sala a oscuras y de la orquesta subterránea, nada nuevo han visto.

X. EL «MOZARTEUM»

Al ir de Munich a Viena, la primera población que se encuentra, pasada la frontera austríaca, es Salzburgo, famosa desde hace siglos como uno de los lugares más hermosos de la vieja Alemania.

Es una ciudad episcopal que hasta principios del siglo XIX estuvo regida por un príncipe-arzobispo, y sólo en 1816, después que el Congreso de Viena, repartiéndose los despojos del vencido Napoleón, rehízo el mapa de Europa, pasó a incorporarse a Austria. Construida en las dos orillas del Salzach, que corre entre verdes montañas, la población extiéndese por ambas laderas, rompiendo los densos bosques y asomando a trechos su edificación roja y negruzca y sus altas torres sobre el verde follaje. Una catedral gótica recuerda el gobierno de los príncipes mitrados; un castillo, el Hoen, domina uno de los panoramas más hermosos del mundo.

Pero Salzburgo no es famosa por su belleza y su antigüedad. A pesar de las glorias históricas de sus arzobispos, de la hermosura de sus paisajes y de haber habitado en ella el famoso médico Teofrasto Paracelso, hoy dormitaría olvidada, como muchas poblaciones de la antigua Alemania, sin que un viajero curioso descendiese en su estación y sin otra vida que el trompeteo del regimiento acuartelado en el castillo y el arrastre de sables de los oficiales bajo los tilos del paseo. Un niño nacido en Salzburgo en 1756, ha bastado para dar una celebridad universal e imperecedera a la pequeña población alemana.

El príncipe-arzobispo de dicha época, amante de la música como todos los señores alemanes, tenía a su servicio un maestro de capilla, pagado miserablemente y abrumado por un continuo trabajo. Este pobre músico ocupaba un cuarto piso en una calle estrecha de Salzburgo: una casa de vecindad, con su escalera en forma de túnel y sus galerías dando acceso a innumerables puertas. Un día, el necesitado maestro vio aumentarse sus apuros con el nacimiento de un nuevo hijo. Le pusieron los nombres de Wolfgang Amadeo y el oscuro apellido de su padre, llamado Leopoldo Mozart.

Los vecinos del viejo caserón vivían en continuo concierto. Por las tardes, cuando terminaban sus ocupaciones en la catedral o en el palacio del arzobispo, los músicos de la capilla, tan pobres y entusiastas como el maestro, reuníanse en la casa de éste. No tenían dinero para ir a la cervecería y se juntaban trayendo sus instrumentos para deleitarse mutuamente con interminables conciertos, en los que ejecutaban las obras de su gusto, sin tener que seguir los caprichos del señor. Llegaban con sus raídas casacas negras de largos faldones, sus pelucas de un blanco rojizo, las medias con puntos sueltos, los zapatos viejos, y se agrupaban ávidos en torno del bondadoso Leopoldo, que les aguardaba con un voluminoso cuaderno en la mano, última novedad musical enviada por el capellmeister de algún otro principillo alemán.

Sentábase al piano el maestro, gemían los violines, roncaba el contrabajo, extendía el violoncelo la caricia aterciopelada de su varonil suspiro, lanzaba la flauta sus trinos de alegría pastoril, y la vieja casa parecía rejuvenecerse con esta alma melódica que corría por las arterias de sus escalas y corredores. La mujer del maestro, la hacendosa y dulce Ana María Pertlin, cosía con los ojos bajos y el oído atento; la hija mayor, Mariana, de pie junto a su padre, seguía con admiración el desarrollo de la música; el pequeño Amadeo, a gatas por la habitación, interrumpía con sus balbuceos el sonido de los instrumentos. Cuando apenas sabía hablar, se quejó amargamente viendo que llegaba un amigo de sus padres con las manos vacías.

—¡Hoy no traes tu violín de manteca!—exclamó con acento de decepción.

La manteca era para el pequeño salzburgués lo más fino y más dulce del mundo.

No sabían aún modular palabras con su boca y hacía ya hablar al piano; los signos del solfeo los aprendió antes que los caracteres del alfabeto. Mariana dominaba la música lo mismo que él. En Salzburgo, todos se hacían cruces del niño prodigioso, que a los seis años tocaba el piano como un concertista. El mismo príncipe-arzobispo se dignó llamarlo al palacio, admirando la habilidad del hijo de su maestro de capilla, pero sin ocurrírsele aumentar el sueldo de éste en unas cuantas coronas.

Las necesidades de la vida impulsan de pronto a Leopoldo a una resolución digna de nuestros tiempos. Despiértase en él una avidez de empresario. Un día, el pequeño Amadeo, ante los ojos llorosos de la madre, que ve próxima una separación, contémplase en un espejo, ridículo y graciosamente vestido como un gran señor, con casaca galoneada, blanca peluca de Corte y una espadita al costado. Va a correr el mundo, con su padre y su hermana, dando conciertos, y empieza sus peregrinaciones penosas de Corte en Corte, durmiendo en malas posadas o en palacios de potentados dilettanti; teniendo que tocar unas veces ante reyes y otras ante muchedumbres que discuten con Leopoldo el precio de la entrada. En la Corte de Viena le tratan como un príncipe, y juega con la archiduquesa María Antonieta, futura reina de Francia. En Versalles le besan y lo adormecen sobre sus grandes faldas las beldades amigas de Luis XV. En Italia, la muchedumbre fanática de Nápoles, asombrada de su precocidad, cree que el músico niño ha hecho pacto con el diablo y le obliga a tocar quitándose una pequeña sortija que lleva, a la que atribuye la superstición un poder mágico. En Milán compone una ópera a los nueve años, dirige la orquesta la noche del estreno, y el público le saca en hombros, gritando: Eviva il maestrino!

Muere el padre; la hermana, simple compañera de ejecución musical, vuelve al lado de la madre; Mozart, hecho ya hombre, se ve sumido en la oscuridad que llega de pronto para los artistas precoces, cuando pierden el encanto de la infancia. Empieza entonces su vida en Viena de luchas y miserias. Es un innovador, y la Corte prefiere a los músicos italianos que llenan la capital austríaca. El mismo emperador le aconseja pedantescamente que imite al primer músico de la época, el hoy olvidado Sallieri. Para vivir, escribe sus graciosos minuettos, por unos cuantos florines, cada vez que un gran señor da un baile en su palacio. Los rivales abusan de su carácter bondadoso y dulce, acosándolo con insultos, dificultando su trabajo con toda clase de intrigas. Entre la nube de músicos y poetas de todos los países caída sobre Viena por la atracción que ejerce una Corte aficionada a las artes, encuentra pocos amigos. Su dulce debilidad sólo halla apoyo y consuelo en el español Vicente Martín, un músico procedente de Valencia, autor de óperas olvidadas y que figura en la historia de la música como inventor del vals. También son sus amigos el italiano Daponte, abate bohemio y licencioso, que escribe los versos de sus libretos en plena embriaguez, y un alemán feo, sombrío y malhumorado, incapaz de intrigas y de numerosos afectos, llamado Luis Beethoven.

Las óperas que escribe gustan a lo más selecto del público, pero no le dan dinero. Cuando se casa con Constanza Weber, sus amigos Martín y Daponte van a visitarle en su pobre casita al día siguiente de la boda, y le encuentran bailando con la mujer.

—Hace tanto frío y la leña cuesta tan cara, que nos calentamos así—dice el maestro sonriendo.

Y continúa el baile, moviendo su cuerpo débil, elegante y gracioso, que hacía de él uno de los más distinguidos danzarines de la época.

En Praga, con el estreno del Don Juan, empieza para él la celebridad. Tiene dos hijos, su mujer puede reunir algún dinero; los empresarios le piden nuevas obras; la Corte fija su atención en él y le encargan misas o contradanzas... Y cuando el bienestar entra en la casa, se introduce igualmente la muerte siguiendo sus pasos.

Un día, un señor vestido de negro y de aspecto siniestro llega a la vivienda de Mozart, y entregándole como adelanto una bolsa llena de oro, le encarga que escriba cuanto antes una misa de muertos.

Es el testamentario de un gran señor fallecido en el campo, pero a Mozart, roído por la tisis y perturbado por las supersticiones que acompañan a toda enfermedad, le parece que el hombre vestido de negro es la misma Muerte que viene a anunciarle su próximo fin, y se lanza a escribir la famosa Misa de Réquiem, convencido de que se estrenará en sus propios funerales. ¡Las noches de cruel insomnio, con la certeza de que toda nota trazada es un segundo menos de vida, de que avanza el temido final con cada nueva hoja añadida a la partitura, amontonando sobre el pentagrama lágrimas y melancolías...! Su vida iba extinguiéndose así como avanzaba su obra. Casi moribundo, quiso oírla, y con un esfuerzo supremo cogió en sus manos el papel del tenor. Un discípulo se sentó al piano; otros se encargaron de las diversas partes de la obra; Mozart, hundido en un sillón, con el papel ante los ojos, cantaba con una voz trémula y dulce, como el cisne de las leyendas antes de morir. Al llegar al Lacrimosa, su voz se cortó con un gemido:

—¡No, no puedo más!

Y echó la cabeza sobre el respaldo, para no levantarla nunca, entre las lágrimas de amigos y discípulos y los alaridos de Constanza, que al fin podía dar expansión a su dolor.

Al día siguiente fue el entierro, día tempestuoso y gris que arrojaba sobre Viena un verdadero diluvio.

Gran concurrencia en la casa mortuoria: todos los músicos de Viena, algunos grandes señores de la Corte y delegaciones de la masonería, agradecidos a Mozart por su Cantata de los francmasones, que aún se toca en muchas logias.

El fúnebre cortejo emprendió la marcha bajo la lluvia torrencial. El agua saltaba furiosa sobre los rojos paraguas de ballena; los zapatos de hebillas y las negras medias de los acompañantes hundíanse en los arroyos fangosos. Hay que conocer Viena, enorme ciudad, para darse cuenta de lo penoso de una marcha hasta el cementerio por calles interminables. En una esquina se quedaba un grupo del cortejo, diciéndose que ya había acompañado bastante al difunto camarada en un día como aquél; más allá desertaban otros; las carrozas de los señores habían desaparecido; los más valientes y más fieles llegaron hasta las afueras. Total, que al anochecer, con los caballos chorreando y a un paso vacilante, en la penumbra del crepúsculo, llegó al cementerio un coche fúnebre... sin que lo siguiese nadie.

Algunas semanas después, cuando la viuda quiso saber dónde estaba el cuerpo de Mozart, nadie supo contestarle. Ninguno del cortejo había presenciado el entierro. Los sepultureros no supieron explicarse, ni pudieron nunca ponerse de acuerdo. ¡Se entierra tanta gente durante un solo día en una ciudad enorme...! La nada tragó para siempre el cuerpo del maestro, y la duda le sirvió de lápida mortuoria. Se sabe de cierto que sus restos están en el cementerio viejo de Viena, y esto es todo.

La ciudad de Salzburgo ha convertido en museo la vieja casa del maestro de capilla Leopoldo Mozart, donde nació el prodigioso compositor. El Mozarteum contiene, en sus pobres habitaciones de techo bajo y pavimento de vieja madera, todos los recuerdos de la vida del maestro: instrumentos, retratos, vestidos y hasta cartas. En una vitrina figura un cráneo... ¡El cráneo de Mozart! El catálogo no lo asegura, pero el conserje lo afirma bajo su palabra, y los más de los visitantes admiran la cúpula ósea bajo la cual nacieron tantas bellas melodías.

Si el alma es inmortal y se entera de lo que ocurre en este mundo, tal vez a estas horas algún antiguo mozo de cordel de Viena estará riendo en el Paraíso, al ver que atribuyen a su pobre calavera la paternidad del Don Juan.

XI. VIENA LA ELEGANTE

Desde Munich a Viena, los hombres del pueblo, y aun muchos burgueses, bien sean bávaros o austríacos, muestran todos tres aficiones comunes: aman el canto, se agujerean las orejas para llevar pequeñas monedas a guisa de pendientes, y no pueden usar un sombrero sin adornarlo con una pluma o un grupo de flores silvestres.

Los pequeños chambergos de felpa verde o acaramelada, con el ala caída sobre el bigotudo rostro, están siempre rematados por enhiestas plumas de gallo, que se cimbrean junto al cogote. El pueblo de la Baja Alemania siente una gran simpatía por el Tirol y sus pintorescos montañeses, únicos que en días de desgracia para la patria supieron resistir a la invasión napoleónica, imitando a los guerrilleros españoles.

La Tirolesa, canción robada al gorjeo de los pájaros, hace oír sus trinos, desde Munich a Viena, en caminos y ferias, teatros y montañas. En el Theresien-Wiese, de Munich, extensa explanada frente a la estatua de Bavaria, se verifica a fines de verano la feria anual de los tiroleses, y de la mañana a la noche trina el ruiseñor, canta el mirlo y gorjea la alondra, no con notas vagas, sino intercalando en sus escalas versos que hablan de amores y luchas en las montañas verdes coronadas de nieve.

La música es una necesidad para los pueblos de la Baja Alemania. Cuando se les ve de cerca se comprende que las estatuas de grandes compositores compatriotas suyos llenen calles y plazas. No hay café que no tenga orquesta, ni restaurante al aire libre sin banda militar. En Munich, el público de las cervecerías canta a coro, acompañado por los violines y chocando los bocks, como los bebedores de Goethe en el Fausto. En Viena, la patria de Strauss y de Suppé, el vals lánguido y elegante o la marcial retreta suenan en todos los establecimientos públicos.

El catolicismo austríaco es el más armonioso de la cristiandad papal. Una simple misa rezada en la catedral de San Esteban o en cualquier otro templo de Viena, es en los domingos un verdadero concierto. Suena el órgano un ligero preludio, como para dar el tono; los fieles, hombres, mujeres y niños, tiran del librito que les sirve de guía para recordar los versos de los himnos, y la misa se desarrolla en medio de un coro de centenares y aun de miles de voces, sin que ni una sola desentone, siguiendo todas instintivamente el ritmo, sin necesidad de dirección, con un ajuste maravilloso. Las voces graves acompañan con artísticas disonancias el canto femenino o infantil, y este coro, de música difícil, suena durante una hora como el del mejor teatro de ópera.

En Viena, la música es algo nacional, que constituye el orgullo del pueblo. Las bandas de los regimientos austríacos son verdaderas orquestas. Cuando Austria dominaba la Alta Italia, los patriotas venecianos y milaneses ocultábanse en sus casas para no ver a los abominables invasores; pero así que las bandas sonaban en las calles, abrían instintivamente las ventanas, confesándose que los malditos tedescos manejaban como ángeles sus instrumentos.

Viena ha visto ella sola nacer más obras musicales de fama universal que todo el resto del mundo. En modestas callejuelas vecinas al Palacio Imperial y al teatro de la Ópera vivieron Mozart, que escribía minuettos originales para cada baile que se celebraba en Viena, y Beethoven, que componía una cantata por cada victoria de los ejércitos aliados, o producía todas las semanas algo nuevo para los conciertos y fiestas de los grandes plenipotenciarios arregladores de Europa en el famoso Congreso de 1815.

Viniendo de Alemania, se presenta Viena como una ciudad encantadora, resumen de toda clase de bellezas y elegancias. Las tiendas de modas del Imperio germánico, en su deseo de aislar a Francia creándole el vacío, pretenden ignorar que existe un París, al que las mujeres de todo el mundo piden el último tipo de elegancia. «Modelo de Viena», dicen en los escaparates alemanes las etiquetas de los sombreros y vestidos.

Si fuera posible colocar juntos a París y Viena para abarcarlos en una sola ojeada, es seguro que la capital austríaca saldría vencida de la comparación. Pero Viena está muy lejos y para llegar a ella hay que atravesar las ciudades alemanas, con sus mujeres vestidas como institutrices pobres, de malfachada gordura, y que para colmo de desdicha, por un patriótico orgullo de su exuberante maternidad, raramente usan corsé.

Por eso la elegancia de Viena causa mayor impresión, desde el primer momento, que la que se siente en París cuando se llega a éste procedente de España o de Italia.

Hay que confesar también que las vienesas son físicamente superiores a las parisienses, y su fama universal de belleza no es usurpada. La española hermosa es muy superior a la vienesa; pero en las calles de Viena se encuentra mayor número de mujeres guapas que en las calles de Madrid. Las nuestras las vencen por la calidad, pero ellas son superiores por la variedad y el número.

Austria es la verdadera frontera de la Europa central... y «europea». Más allá, hacia el Oriente, están acampados pueblos que, aunque de aspecto semejante al nuestro, son de origen asiático y han sido depositados en el lugar que ocupan por el oleaje de las invasiones. Por dos veces llegó la avalancha turca hasta el pie de los muros de Viena. Los doscientos y pico de pueblos que constituyen hoy el Imperio austríaco, con su carnavalesca variedad de colores, lenguas, trajes y costumbres, unos rubios como los germanos más septentrionales, otros oscuros o amarillentos, cual las tribus del interior de Asia, han producido con sus cruzamientos extraños tipos de belleza. En esta tierra ha ocurrido el último choque de Oriente y Occidente. Hasta aquí llegó el supremo empujón del Asia invasora, y como núcleo de un pueblo perdido en las remotas lobregueces de la Historia, viven en Austria los ziganos o bohemios, de los que son ramas sueltas los gitanos y romanicheles que vagan por Europa.

Conjunto de mil caracteres extraños a su raza es la mujer vienesa. Su color resulta incierto. Puede ser morena y de ojos de brasa como una gitana, o rubia y de mirada azul como si hubiese nacido en Berlín. Es devota como una española, y al mismo tiempo alegre como una italiana, y elegantemente desenvuelta como la parisién. La blanca piel de las razas del Norte no tiene en ella la fría pasividad germánica, pues parece caldeada por la voluptuosa sangre de la odalisca.

El amor no la enloquece, a juzgar por los conflictos de su vida, que se reflejan en el teatro y la novela.

El lujo, el deseo de parecer más hermosa, la dominan tan imperiosamente, que en su alma no queda espacio para otras pasiones.

En Viena todos visten bien, hombres y mujeres. En ninguna capital de Europa se ve a la gente mejor presentada. Los hombres parecen recién salidos de la tienda del sastre. Las mujeres elegantes son incontables. Todas, aun las más modestas, si son hermosas, parecen escapadas de las láminas de un periódico de modas.

Algunas son ricas; una gran parte sólo gozan de cierto bienestar; la inmensa mayoría son pobres, como en los demás países. ¡Y, sin embargo, Viena, por lo mismo que es una ciudad elegante, resulta muy cara y exige grandes gastos para el sostenimiento de lo superfluo...!

La emperatriz Elisabeth, asesinada en Ginebra, odiaba a Viena, donde había pasado la mayor parte de su vida. Para no verla, iba errante por Europa, viviendo tan pronto en las islas griegas como en las montañas suizas, hasta que la hirió el puñal anarquista en las riberas del Leman.

—Viena...—decía con indignación—. ¡La ciudad bella y engañosa! ¡El lugar más corrompido de la tierra...!

Hoy, la soberana de las tristezas errantes, la infatigable lectora de Heine, poeta de las inmensas amarguras, se pudre en el panteón imperial, con todas sus decepciones y protestas.

En calles y jardines siguen sonando los valses; las enaguas revolotean en las aceras con rítmica marcha, que deja tras los graciosos pies una estela de perfumes; los lujosos carruajes, tirados por caballos húngaros, corren por las avenidas del Prater; a la entrada del célebre paseo, en el Wurst el Prater o «Prater del Polichinela», el buen pueblo, satisfecho de su emperador, baila y se emborracha con cerveza, esperando la noche para fabricarle nuevos súbditos al soberano, y por encima de los tejados de Viena suenan a todas horas las campanas de cien iglesias y conventos, lo mismo que en una ciudad española.

XII. EL SUBTERRÁNEO DE LOS EMPERADORES

El fraile capuchino, un arrogante mocetón de barba rubia, agita sus brazos blancos y fuertes fuera de las mangas del hábito, al mismo tiempo que me habla en alemán. La expresión negativa de su voz me hace comprenderle. Es domingo, y hasta el día siguiente no se abre el Panteón Imperial. Estoy en la sacristía del Capuzinekirche, templo en cuya cripta reposan los cadáveres de los emperadores de Austria.

—El caso es que mañana no podré volver—digo yo por contestar algo al fraile.

—¿Es usted francés?—balbucea él en dicho idioma, al mismo tiempo que sonríe mirando a una de mis solapas, en la que llevo la roseta de la Legión de Honor, como si tuviese cierta satisfacción en molestarme.

—No, señor; soy español.

Su rostro parece iluminarse. El azul de sus ojos toma una ternura acariciadora.

—¡Ah, español...!

Puede correrse Europa entera sin que la condición de español despierte en hoteles y ferrocarriles otro interés que la vaga curiosidad que inspira un país novelesco y lejano. Pero allí donde se tropieza con un fraile, bien sea italiano, francés, alemán o austríaco, la nacionalidad española atrae inmediatamente la más graciosa de las sonrisas, como si España fuese el pueblo feliz elegido de Dios, algo así como las doce tribus depositarias del Arca Santa, que no tenían otro quehacer que alabar al Señor y engullirse el maná caído del cielo.

—¡Español!, ¡español!—repite en su francés balbuciente el hermoso capuchino.

Y después de descolgar una llave, me invita con bondadosa protección a seguirle por los corredores que conducen al Panteón Imperial. Siendo español, soy católico de primera clase y nada puede negárseme.

De pronto se detiene para decirme con amigable confianza, como si hubiese encontrado un nuevo parentesco entre los dos:

—La reina de usted es de Viena. La conozco mucho... y a su madre, la señora archiduquesa, también. Nos distinguen mucho a los capuchinos.

Cruzamos otro pasadizo y vuelve a detenerse para comunicarme sus impresiones.

—Yo he estado en España; un día nada más. Fui a Lourdes y pasé a San Sebastián para ver a la reina. Me regaló un pequeño Cristo muy milagroso: el Cristo de..., de...

Y se calla, con el pensamiento embrollado y la lengua torpe, no pudiendo recordar el nombre de la famosa imagen, y mirándome con ojos suplicantes para que eche una mano a su memoria.

—No sé—murmuré, algo avergonzado de mi escandalosa ignorancia—. ¡Hay tantos allá...!, ¡tantos...!

Él también adopta un tono vago, como si contemplase una bella y remota visión.

—¡España! Mucho gusto en volver a verla... ¡Pero tan lejos!

Hace girar una llave de luz eléctrica y descendemos por una escalera, recta y abovedada como un túnel, cubierta de azulejos blancos. Al final de ella entramos en unas cuevas mal enjalbegadas, con un resplandor gris de bodega que penetra por los tragaluces. Unas cuantas verjas oxidadas, dos tumbas monumentales con estatuas yacentes, y en todas las cuevas del imperial subterráneo cajones de cinc, muchos cajones, unos ciento cuarenta, con breves rótulos en la tapa superior y esparcidos al azar, lo mismo que los bultos depositados en un almacén. Un olor nauseabundo de humedad de siglos y podredumbre encerrada apesta el ambiente. Éste es el último asilo de los orgullosos emperadores de Austria, que han reinado sobre media Europa y dado reinas a la otra media.

El subterráneo de los Capuchinos era sólo para la tumba de María Teresa, hembra gloriosa que vale en la Historia por todos los emperadores de Austria. Pero después de muerta ella, sus descendientes han venido a sumirse en la nada cerca de su tumba, y faltos de espacio para tener mausoleo propio, están encerrados en ataúdes de plomo y de cinc, pudriéndose en su propia corrupción, sin el contacto de la madre tierra, que limpia y consume al envolvernos en su caricia.

La dinastía imperial de Austria, como si pretendiese vencer a la muerte, se resiste a desaparecer en las entrañas del suelo, y está como de cuerpo presente dentro de su panteón. Es algo semejante a su Imperio, que en la geografía política representa un cuerpo enorme que un día vivió, pero cumplida ya su misión, abruma a Europa con la pesadez de un cuerpo muerto en que se notan próximas descomposiciones, origen de nuevas vidas.

Este vulgar subterráneo, almacén sin grandeza de la muerte, con sus cajas metálicas feas y pesadas, tiene, sin embargo, un ambiente trágico.

Una implacable maldición parece gravitar sobre esta familia todopoderosa, la más católica y la más venerable de todas las reinantes. Por ella conserva el Vicario de Dios una enorme parte de Europa.

La revolución protestante hubiese arrebatado a Roma sus mejores Estados espirituales, a no ser por la casa de Austria. Los reyes de España, después de largas guerras, sólo pudieron conservar fiel al Papado la católica Bélgica. Los emperadores de Austria, con la espada implacable de Wallestein y los horrores de la guerra de los Treinta Años, mantuvieron sumisos al pontífice enormes Estados.

Este buen servicio a la causa de Dios ha sido pagado al pueblo austríaco con toda clase de derrotas, hasta el punto de que sus ejércitos, con ser muy valientes, parecen sin otra misión en la Historia que la de ser vencidos por franceses, alemanes e italianos. Sus monarcas han sido objeto de toda clase de infortunios, como si el Todopoderoso les distinguiese con especial antipatía.

La cripta de los Capuchinos recuerda los subterráneos de las terroríficas novelas de Ana Radcliffe, donde cada tumba encierra una tragedia, vagando entre ellas espectros ensangrentados. En menos de un siglo se han amontonado en este lugar los despojos de las más tristes historias.

Dos féretros de plomo cubiertos de coronas rasgan con la brillantez de los colores de sus cintas y el oro de sus franjas la penumbra gris del subterráneo. Uno de ellos guarda los restos de la emperatriz Elisabeth, la esposa del emperador actual, asesinada en Ginebra. Vagaba por el mundo de riguroso incógnito, como una viajera cualquiera. Nadie la conocía; ella misma deseaba olvidar su rango de emperatriz; transcurrían años sin que volviese a sus dominios; pero, sin embargo, la fatalidad, que respeta a los monarcas ostentosos rodeados de la pompa de su investidura, hizo que una mirada feroz se fijase en la modesta viajera vestida de negro.

En la otra caja está su hijo Rodolfo, el heredero de uno de los más grandes Estados de Europa, muerto misteriosamente en un drama de alcoba, como un protagonista de «Crónica de sucesos», dejando al abandonar el mundo la duda entre un suicidio voluntario, una monstruosa amputación o un asesinato bestial, perpetrado en la locura de la embriaguez.

Unos ataúdes sin adorno, oxidados por los años, encierran los dos últimos pensamientos de Napoleón. En uno está María Luisa, graciosa y casquivana archiduquesa, esposa del primero de los guerreros modernos, entregada cobardemente por su padre a un sublime advenedizo, ansioso de ennoblecerse históricamente tomando mujer de la casa austríaca, antiguo y acreditado centro de exportación de reinas. Ser esposa amada de un Napoleón, sentir en sus sienes la mayor de las coronas, y al llegar la hora de las gloriosas desgracias y las tristezas ennoblecedoras abandonar al marido sin un recuerdo, ahogando su memoria con amorcillos vulgares y muriendo en un ridículo principadillo italiano... ¡qué final puede hallarse más triste!

Junto a ella duerme el «rey de Roma», el Aiglon, el joven paliducho, soñador y vacilante que Napoleón dio al mundo, como esas ramas faltas de savia que echan los árboles gigantescos cansados de producir. La sangre de la madre atrajo sobre su cabeza el eterno infortunio de la dinastía austríaca. Sus ojos, al abrirse a la luz, vieron en torno de él, como servidores, a los hombres más poderosos de la época; brazos que conquistaban reinos se emplearon en pasear su infancia; el Imperio de Europa figuraba en su canastilla al nacer; los primeros guerreros del mundo sentían rodar lágrimas por los canos mostachos al contemplar su retrato en los nevados campamentos de Rusia; y, sin embargo, cuando le sorprendió la muerte en las habitaciones de Schœnbrunn—un palacio en el que se instaló su padre como conquistador y que habitó él como nieto pobre, portador de un apellido odioso—, este engendro triste del genio y la sangre rancia sólo dejó como recuerdo de su paso por el mundo un melancólico vals. La última vez que le vio el pueblo de Viena fue mandando un piquete en el entierro de un general oscuro. ¡El hijo de Napoleón escoltando el cadáver de un militar sin nombre, que más de una vez habría corrido ante su padre...!

Un ataúd aislado junto a una pilastra guarda otra tragedia. El nombre de Queretarus que figura en la inscripción latina de la tapa hace surgir el recuerdo de México y la fantástica tentativa de un Imperio americano, derrumbada al estampido de un fusilamiento. En esta caja está Maximiliano I y último de México, que llevó al otro lado de los mares el destino fatídico de su familia.

El pensamiento abandona el fúnebre subterráneo para esparcirse por el mundo, y abarca a los innumerables archiduques errantes sobre la tierra, como si quisieran huir de las glorias terrenales de su familia, que equivalen a una maldición, y olvidar un apellido famoso que parece traer la muerte o la locura. El fantástico Juan Ort desaparece como un héroe de novela en la punta más avanzada de la América meridional; otra archiduque vive como un labriego en una isla del Mediterráneo; otro reniega de su apellido para ser capitán mercante; otro más se casa con una cómica, ansioso de aplebeyarse y que todos olviden su origen... La desesperación o la locura guían los pasos de estos descendientes de la más católica y rígida de las monarquías.

La familia se deshace. ¡Quién sabe la suerte de su vasto Imperio, simple expresión geográfica, sin cohesión de razas ni de espíritu, que lógicamente debe fraccionarse, dando vida a organismos más homogéneos!

La densa humedad del subterráneo, su vulgar desnudez, cargada de hedores de corrupción y moho, me hace ansiar la vuelta a la luz y al aire libre.

Al llegar arriba, el capuchino mira su reloj, y espontáneamente me indica qué templo debo escoger para oír misa.

—Cuando usted vuelva a España—añade con tono insinuante—, si ve usted a la reina...

—¡Gracias! No la conozco, no la trato...—digo modestamente, ante su mirada de asombro.

Y al irme, para agradecerle sus molestias y que no pierda el alto concepto que tiene de los españoles—¡los primeros de los católicos!—, le largo una peseta austríaca.

XIII. ¡HERMOSO DANUBIO AZUL...!

De Viena a Budapest se va en cuatro horas por el tren y en trece horas por el Danubio. Escoger entre ambos modos de locomoción no ofrece duda para los más de los viajeros. Sin embargo, yo me embarqué a las siete de la mañana en un vaporcito, frente al muelle del Prater, y dije adiós a Viena, envuelta todavía en las neblinas del amanecer.

«¡Hermoso Danubio azul...!», como cantan en el famoso vals. Lo de azul es una exageración patriótica del músico Strauss, pues yo no le he visto de tal color un solo instante, ni en los muelles de Viena, de reciente construcción, ni en las revueltas de su curso, que forma más de cien islas, ni en las inmediaciones de Budapest, donde muge al tropezar con altivos y negros promontorios, que son como estribaciones avanzadas de los montes Cárpatos. Su color es un blanco gris y luminoso, semejante al reflejo del acero pulido.

Pero hermoso sí que lo es el célebre río, de una belleza majestuosa, imponente y algo salvaje, que bien merece los versos y los suspiros de violín dedicados a su gloria.

Cerca del puente del Brünn trasbordamos a un vapor grande, y empieza la navegación río abajo, moviendo el buque las ruedas en una corriente veloz que acelera su marcha.

¡Famoso viaje! Sobre la cubierta agrúpase una multitud pintoresca y abigarrada, que parece resumir el amontonamiento de pueblos del Imperio austríaco: gitanas bronceadas, envueltas en mantones y con un pañuelo sombreando los ojos de brasa, lo mismo que las que se ven en Madrid cerca del puente de Toledo; aldeanas con blancas camisetas de mangas de farol y faldellín corto y hueco, como el de las bailarinas, que al menor descuido deja ver la carne sonrosada y maciza más allá de las medias atadas bajo las rodillas; campesinos húngaros de fiero bigote y encintado sombrerillo, moviendo al andar los blancos pantalones de campana y la blusa ceñida por una faja multicolor; soldados azules, con las piernas ajustadas en un colant que les da aspecto de gimnastas, y mezclado con todo este mundo, un revoltijo de fardos, cestos, cuerdas y maletas, un oso y varios monos de una banda de bohemios y una cantidad regular de perros enormes, que se espeluznan y enseñan los dientes cada vez que llega hasta nosotros un ladrido de las lejanas orillas.

El vapor danubiano es un arca de Noé por el amontonamiento de personas, animales y lenguajes.

Cada grupo habla diferente idioma, y, sin embargo, de la proa a la popa no hay quien entienda una palabra de francés, ni menos de español. El capitán, lobo fluvial de rudas maneras, sabe que existe en el mundo un pueblo italiano, y conoce vagamente de su lengua hasta media docena de palabras: esto es todo. En el comedor del barco, donde sólo entran los contados pasajeros de primera, los dos criados puestos de frac sonríen estúpidamente, encogiendo los hombros, y hay que emplear con ellos el más universal de los esperantos: el idioma de la seña. En la cubierta, el pasaje, abigarrado y movedizo como un coro de ópera, me habla con palabras extrañas, y yo contesto con la misma sonrisa de los mozos del comedor.

El Danubio, al alejarse de Viena, ensancha su superficie y toma un aspecto más majestuoso, libre ya de las cadenas de piedra en que le aprisiona la gran ciudad. En ambas orillas se extiende una ancha faja deshabitada, desnuda de cultivos y arboleda, sin otra vegetación que espesos juncos, cañas y matorrales enmarañados. Es el terreno reservado a las crecidas del gran río, que éste invade durante el invierno. De vez en cuando agítase la silvestre vegetación y surgen de ella, como espantados por los bramidos del buque, rebaños de toros blancos o de color de canela, con los cuernos enormes, pero tímidos y mansos como vacas.

Más allá de este Danubio en seco, los bosquecillos de árboles delgados pero de apretado follaje dejan ver en sus claros campos de intenso cultivo granjas en torno a las cuales agítanse hombres y mujeres vestidos de blanco, aldeas de casitas rojas agrupadas en torno de la iglesia, como una pollada en torno de la madre.

El curso del río, uniforme y grandioso, se bifurca y parece borrarse al través de innumerables islas. Vamos por canales que tienen muchos kilómetros de longitud. Las orillas están próximas; se oyen los gritos de los labriegos en los campos, el ladrido de los canes, el canto de un gallo, el tintineo de las campanas en las aldeas. Una de ellas se llama Essling, otra se llama Wagram. Las dos no son más que dos puñados de casitas, y, sin embargo, sus nombres corren por el mundo, figuran esculpidas en uno de los arcos de triunfo más grandes de la tierra, y han servido para bautizar grandes bulevares de París.

Hace aproximadamente un siglo, un hombrecillo de levitón plomizo y pequeño tricornio, montado en una yegua blanca, encontró magníficos estos campos para hacer pelear en condiciones ventajosas a los miles de hombres que le seguían contra otros miles de hombres que intentaban defender sus familias y sus medios de vida, o sea lo que se llama la patria. Aquí ocurrieron las famosas batallas que aseguraron a Napoleón su dominio sobre Austria. Nada recuerda en las tranquilas aldeas estos sucesos «gloriosos» que las hacen inmortales. Un perro de pastor ladra sobre una altura que tal vez sirvió de pedestal durante unas horas al gran conductor de pueblos. Un rebaño blanco rumia la hierba en el mismo suelo que conmovieron hace noventa y ocho años, con pataleos de rabia o de agonía, numerosos rebaños de hombres. Brilla el acero de unas guadañas en los campos, cortando algo que no puedo ver, pero que seguramente sirve para el sustento de la vida y es producto de la corrupción de quince o veinte mil hombres que se mataron sin conocerse y sin odiarse.

En las alturas inmediatas al río van apareciendo, fuera del dédalo de islas, viejas iglesias góticas, ruinosos castillos, pueblos con antiguas fortificaciones. Es el Austria venerable y heroica, que data de las correrías de los turcos y logró contener y esterilizar ante los muros de Viena el empuje oriental, librando al centro de Europa de una invasión que hubiese cambiado el curso de la Historia.

Sobre una colina elévase una pirámide de tierra de diecinueve metros, llamada Hütelberg, que conmemora la expulsión definitiva de los otomanos. Su nombre proviene de que la tierra la llevaron los habitantes de los alrededores en sus sombreros (hüte).

Al llegar a la desembocadura del Morava en el Danubio, acaba el territorio austríaco y empieza el de la autónoma Hungría, que tiene por rey al emperador de Austria, pero se gobierna aparte, con toda la altivez de un pueblo de vieja historia.

Hasta Budapest todas las poblaciones de la ribera del Danubio tienen un nombre alemán y otro magiar.

Presburgo, la segunda ciudad húngara, que un tiempo fue la capital, la llaman los magiares Pozsony. Su catedral, donde antiguamente se coronaban los reyes de Hungría, levanta por encima de los tejados una aguja de piedra con calados que transparentan el azul del cielo.

Gran movimiento de personas y fardos en el muelle de desembarque. Frente al vapor suena una alegre música. Es una orquesta de ziganos negros y melenudos, que saludan a los pasajeros haciendo sonar sus instrumentos, al mismo tiempo que ruedan los ojos y sonríen con una expresión inquietante, como si la música les inspirase proposiciones deshonestas. Son los violinistas de los cafés de París, los famosos ziganos de todos los restaurantes elegantes del mundo, pero al natural, sin casacas rojas ni peinado brillante de pomada, servidos en su propia salsa de andrajos y suciedad. No llegan a diez y parecen una orquesta enorme por el terreno que ocupan y la «autoridad» con que tocan.

En primera fila están los pequeños, abiertos en extensa guerrilla y casi ocultos tras el violín; mucho más lejanos, los padres, y todos tocando la czarda, de ritmo desigual, endiablado y loco, con el busto echado atrás, el vientre saliente y la mirada perdida en lo alto, como si fuesen a desmayarse a impulsos de desconocida voluptuosidad. Es la actitud tradicional, el gesto de Rigo, que trastornó algo más que el seso a la inflamable princesa de Caraman-Chimay.

Al alejarnos de Presburgo o de Pozsony, la navegación adquiere una hermosura monótona: siempre ante la proa una extensión de río enorme, con el horizonte cerrado por una revuelta, que lo convierte aparentemente en mansa laguna. En la ribera se ven colinas cubiertas de cepas que producen los vinos rojos de Hungría y el famoso Tokay, o enormes peñones cuyas cimas coronan castillos arruinados.

Empiezo a arrepentirme de la larga navegación. Cae la tarde. El sol no es ya más que un charco de oro que parece hervir en el horizonte entre montones de nubes negras. Su agonía se refleja en el Danubio, poblando de impalpables peces de fuego las aguas que rebullen en torno a las paletas de las ruedas. La fatiga de una navegación entre orillas que parecen siempre iguales, como si el río se repitiese a cada revuelta, empieza a apoderarse de mí. ¡Qué mala idea venir por el río! ¡Fatal afición a lo raro!, que hace preferir los viajes difíciles, siempre que sean extraordinarios y no los hagan los demás.

Una isla cierra el horizonte. Entramos en un canal entre ella y la orilla. En la ribera opuesta, sobre una altura, empiezan a surgir blancos grupos de caserío y torres puntiagudas.

¡Budapest...! Nunca he experimentado sorpresa tan grande. La decepción de poco antes se cambia en alegría. Bendita idea la de venir por el Danubio y llegar embarcado a la capital de los magiares. Budapest es sencillamente la ciudad más hermosa de Europa al primer golpe de vista. No lo digo yo: lo afirman todas las guías y todos los viajeros.

A la derecha del río, Buda, la ciudad antigua, extendiendo sobre una cadena de alturas sus recuerdos históricos. En la ribera izquierda, Pest, la población enorme, donde están los edificios recientes y las industrias modernas. Enormes puentes colgantes unen una orilla a otra, siendo como el guión que junta el nombre doble de la ciudad: Buda-Pest.

Nos detenemos en la isla Margarita, que parte al río en una regular extensión antes de penetrar éste entre las dos ciudades.

En una colina inmediata, rodeada de jardines, existe una pequeña mezquita de forma octógona. Llama la atención este templo musulmán, blanco y escrupulosamente cuidado, en el católico Budapest, que ostenta junto al Danubio la iglesia de San Matías, semejante a un castillo.

La mezquita guarda bajo su blanca cúpula la tumba de Gül Baba, santón turco que sus compatriotas juzgaron sacrílego llevarse a Constantinopla al evacuar a Budapest. La obligación de conservar en buen estado la tumba del santo musulmán figura en un artículo del tratado de paz de Carlowitz, entre Austria y Turquía, en el siglo XVII, y los austríacos respetan el antiguo compromiso.

Esta huella de la dominación turca me hace recordar que estoy ya en las puertas del Imperio de Oriente.

XIV. LA CIUDAD DE LOS MAGIARES

De noche parece Budapest una población de ensueño. La noble ciudad refleja en el Danubio—que tiene cerca de medio kilómetro de anchura—los fuegos de su espléndida iluminación. Desde los muelles de Pest, que es la más grande por estar en el llano, se contempla enfrente a Buda enroscando sus rosarios de luces de gas por las sinuosidades de las colinas y sembrando las rocas de faros eléctricos, que brillan como lunas.

Por las negras aguas pasan las linternas de los vaporcillos invisibles, borrando momentáneamente con el remolino de su marcha los temblones reflejos de las luces de los muelles.

De los cafés, que brillan como bocas de horno en la orilla opuesta, llegan a intervalos, con los soplos de la brisa, suspiros de violines o el rugido metálico de una banda militar. En los paseos, campesinos de la Galitzia austríaca o de Transilvania, con trajes pintorescos que recuerdan las invasiones turcas o las guerras de María Teresa, van de restaurante en restaurante, llevando sobre el vientre grandes cestos de frutas. La sandía, casi desconocida en los pueblos del centro de Europa, se muestra aquí y parece sonreír amigablemente con su purpúrea y redonda boca, anunciando que el Oriente está cerca. Los violines bohemios suenan tras los verdes arbustos de las terrazas, y las canciones melancólicas de Rumania sorprenden con sus palabras de origen latino, que hacen recordar al glorioso español Trajano, fundador y civilizador de dicho pueblo.

De vez en cuando truena el suelo de los muelles y pasa un carruaje tirado por caballos húngaros, incomparables animales que marchan siempre al trote largo, como si este fuese un paso natural, y unen el vigor y la corpulencia a la esbelta ligereza del corcel árabe.

Cuando los esplendores del sol disuelven el negro misterio moteado de luces que envuelve a la doble ciudad, se muestra ésta monumental y grandiosa. En el moderno Pest, los grandes hoteles, los edificios del Estado, los templos de diversas religiones y los establecimientos de enseñanza asoman sus masas arquitectónicas por encima del caserío. En el antiguo Buda, ciudad de alturas, hay una larga colina que es como el Capitolio del pueblo magiar, pues la extensa meseta soporta los principales monumentos de su vida política. Sobre la ondulada cresta, cubierta de profundas manchas de jardinería, está el San Matías, templo del siglo XV, fortificado como un castillo. A sus naves tuvo que venir a coronarse como rey de Hungría el actual emperador de Austria, entre las corvas cimitarras de los señores magiares, vestidos con el dolmán tradicional, haciendo sonar las espuelas de sus botas de cuero rojo y ondulando sobre su gorro de húsar el blanco penacho sujeto con un joyel.

Al lado del San Matías extiende sus innumerables cuerpos arquitectónicos el Királyi palota (Palacio real), en el que no ha vivido ningún rey desde hace más de un siglo, pero que no por esto respetan menos los húngaros, como un símbolo de su relativa independencia. Ochocientas sesenta habitaciones tiene este palacio, que comenzó a construir María Teresa, todas lujosas, todas deshabitadas, y muchas de ellas con muebles modernísimos que nadie ha usado. El palacio, con su ostentosa frialdad de mansión vacía, tiene algo de tumba; pero los húngaros lo adoran, viendo en él una prueba de que en nada dependen del grandioso alcázar que se alza en el corazón de Viena.

El Palacio real, el Parlamento y la Academia son los tres orgullos de los ciudadanos de Budapest. Los rudos señores magiares que en el campo llevan aún una vida casi feudal, que no poseen otra ciencia que la hípica, educando los caballos en los pantanos inmediatos al Danubio, y cuando quieren obsequiar a un compatriota ilustre, pianista o poeta, le regalan... un «sable de honor», hablan de la Academia de Budapest con el respeto supersticioso que inspira lo desconocido. La Academia húngara es una institución particular, fundada hace años por el conde Szechenyi, quien la instaló en lujoso palacio y la legó un excelente museo.

Compuesta de trescientos miembros, se dedica, según los estatutos que dictó su fundador, al estudio de la historia y la lengua húngaras y al de todas las ciencias, menos la teología. Su biblioteca la forman medio millón de volúmenes; su Museo de Pinturas tiene mil cuadros, de los cuales unos cincuenta—los mejores—son de la escuela española, figurando a la cabeza cinco de Murillo.

Pero de todos los edificios públicos, el que más entusiasma a los magiares es el Parlamento. Los hijos y nietos de aquellos húngaros revolucionarios que en 1848 fundaron la República presidida por Kosuth, ya que no pueden lanzarse al campo sobre veloces caballos de batalla, vestidos con su uniforme tradicional de húsar y blandiendo el corvo sable contra los opresores austríacos, se han refugiado en el Parlamento, el Uj Orszaghaz, como en un lugar de combate, donde dan expansión a sus resentimientos históricos.

El edificio, de construcción reciente, es digno de la importancia que atribuyen los húngaros a la vida parlamentaria, última manifestación, por el momento, de su antigua rebeldía.

Visto este palacio por primera vez, asombra e intimida con su grandeza. Examinado más despacio, parece un disparate arquitectónico, una fanfarronada de piedra, con centenares de habitaciones y alas enteras que para nada sirven. El deseo de los húngaros fue poseer un Parlamento más grande que el de Viena y todos los del mundo; algo que por su inmensidad estuviera en relación con la importancia de sus aspiraciones políticas, y construyeron como gigantes.

El palacio ocupa una superficie de 15.000 metros cuadrados; su cúpula central tiene 106 metros de altura; su coste ha sido de 36 millones de coronas.

El exterior, mezcla de gótico y bizantino, ofrece cierta semejanza con San Marcos de Venecia, pero considerablemente amplificado. Su interior tiene algo que recuerda las doradas filigranas del decorado árabe.

—Esto se parece a la Alhambra—afirman con irresistible convicción los húngaros entusiastas, que jamás han estado en España ni han visto del palacio árabe más que alguna tarjeta postal.

Nada tienen de la Alhambra sus salones, pero algunos recuerdan vagamente las cámaras del Alcázar de Sevilla.

Bajo la gran cúpula central, al término de una escalinata de mármol construida para colosos, está la rotonda, de oro y mármoles policromos, titulada Salón del Trono. En ella, al abrirse el Parlamento, se reúnen a escuchar el discurso del invisible rey de Hungría que vive en Viena los cuatrocientos cincuenta individuos de la Cámara de Diputados y los trescientos de la Cámara de los Señores, todos vistiendo el uniforme nacional, cargados de cordones, con cinturón y collares de pedrería, la pelliza flotante sobre un hombro, el sable haciendo sonar las losas con el tintineo de su vaina de bronce prolijamente cincelada, la mayoría con ojos belicosos, prontos a tirar del acero, como sus remotos abuelos se presentaron a la abandonada emperatriz de Austria para gritar: «¡Moriamo pro regem nostrum Maria Teresa!» Pero éstos, si desean morir por alguien, es por la independencia de Hungría.

El partido llamado independiente cuenta con más de la mitad de los individuos del Parlamento, acaudillados por el hijo de Kosuth, el héroe magiar. Los amigos incondicionales de Austria no llegan a cincuenta. Los ministerios viven gracias a la desdeñosa protección del partido de la independencia, que aún no cree llegada la hora de moverse; por miedo a la Alemania aliada del emperador austríaco. Cuando muera el anciano rey de Hungría o cuando surja un conflicto en Europa que distraiga las fuerzas de la Triple Alianza, los húngaros harán indudablemente algo más que asistir a las sesiones de su Parlamento.

Mientras tanto, procuran dar a éstas la mayor amenidad posible, para entretenimiento del pueblo magiar, y que no se pierda la tradicional acometividad de la raza.

Los húngaros no son hermosos, arrogantes y bigotudos, como los pintan generalmente, con sus uniformes de fiesta. Los hay pequeños, con una amarillez asiática, pómulos salientes y mirada salvaje, que parecen verdaderos calmucos. Las tradiciones magiares hablan de Atila como de un héroe del país, y atribuyen a los hunos la fundación de Buda. En el techo de uno de los salones del Parlamento aparece el temible guerrero «Azote de Dios» en compañía de Wotan, Sigfrido y demás héroes mitológicos.

Cuando los diputados magiares se enfurecen contra el Gobierno, tratan su magnífico palacio como una ciudad tomada por asalto. Rompen bancos y pupitres en el Salón de Sesiones y arrojan los pedazos a la cabeza del presidente del Consejo y sus ministros, si éstos son tan inocentes que aguardan a pie firme la contundente rociada.

Después se restaura el mueblaje, se reparan las estatuas descabezadas, se muestran más blandos y tolerantes los amigos de Austria, y... hasta que llegue la hora en que las escenas interiores del Parlamento se repitan fuera, a lo largo de las riberas del Danubio, donde piafan los caballos salvajes, y los pastores, con capas de pieles, hablan de la corona de San Esteban y de los héroes de su raza, desde el valeroso rey Matías Corvino hasta el abogado Kosuth, convertido en general, que dijo adiós a la patria y prefirió morir en suelo extranjero, tras larga y oscura ancianidad, antes que verla gobernada por austríacos.

EN ORIENTE

XV. LOS BALKANES

El tren deja atrás Kiskörös, patria de Petofi, el famoso poeta húngaro, y la ciudad de Carlowitz, célebre por su tratado de paz entre Austria y Turquía y por ser cuna del poeta servio Branko Radichevié.

En los corredores de los vagones suena un ruido de sables, y un capitán del ejército servio, seguido de varios gendarmes, va pidiendo el pasaporte a los viajeros. Salimos de la verdadera Europa. En adelante, imposible viajar, ni aun moverse, sin exhibir a cada momento el pasaporte, contestando a bulto las preguntas del policía, a quien no entendéis y que no os entiende.

Empieza el Oriente, al que sirven de avanzada los Balkanes con sus pequeños y revoltosos Estados. Pasamos el Save, amplio afluente del Danubio, por un puente larguísimo, y la ciudad de Belgrado, capital de Servia, aparece sobre un promontorio, dominando con su antigua ciudadela turca la confluencia de los dos ríos.

Al apearme en la estación, gran extrañeza de los viajeros, todos los cuales van directamente a Constantinopla, y de los mismos servios que llenan el andén: gendarmes, policías de uniforme o de paisano, simples curiosos habituados a ver pasar los trenes de Oriente sin que a ningún extranjero se le ocurra detenerse en su capital.

Es de noche, hace frío y llueve. En la Aduana vuelven a examinar mi pasaporte varios oficiales de gendarmería y un comisario joven, de largo gabán, con perfil de ave de presa, que hace adivinar bajo el sombrero un cráneo puntiagudo y pelado.

Es el sabio de la compañía. Después de examinar largamente el papel, atina con la nacionalidad.

¡Spaniske!—exclama con cierto asombro.

¡Un español en Belgrado...! Y la pregunta, que parece reflejarse en los ojos de los oficiales servios, la formula el policía en una jerga mezcla de italiano y servio. Les asombra mi propósito de entrar en Belgrado, y aún se extrañan más al enterarse que es sólo un capricho, curiosidad de viajero.

Me abstengo prudentemente de decir que mi detención no tiene otro objeto que ver de cerca el Konak, el trágico palacio donde, hace cuatro años, fueron asesinados en la cama el rey Alejandro y la reina Draga por los oficiales sublevados.

Los nuevos gobernantes de Servia viven en perpetuo recelo. Bien se nota en las precauciones de la Policía y en su deseo manifiesto de aislar al país del resto de Europa. El nuevo rey, Pedro, cuenta con el ejército, que le dio inesperadamente la corona cuando más desesperanzado vivía en un tercer piso de la ciudad de Ginebra, sufriendo grandes estrecheces; pero a pesar de este apoyo, no olvida que existe en Constantinopla un hijo natural de Milano, hermano, por consiguiente, del asesinado Alejandro, al cual educan para pretendiente, y que cualquier noche, un grupo de oficiales que se juzguen ofendidos pueden reunirse en el Casino Militar, inmediato al Konak, y entrar en éste sable en mano, como entraron hace cuatro años.

Al fin, el bicho raro, el spaniske, puede penetrar en la ciudad dentro de un coche de alquiler, que salta sobre el suelo mal empedrado y pendiente de las calles empinadas. Las casas son bajitas; las calles, oscuras. A grandes trechos, farolas de electricidad, como para fingir una civilización occidental; pero su luz turbia se pierde en las tinieblas de Belgrado, haciendo aún más palpable la lobreguez. La capital de Servia tiene por la noche cierto aspecto de ciudad española; algo así como un gobierno civil de quinta clase, o una de esas poblaciones episcopales sin otra vida que la que le proporcionan el palacio del prelado y el seminario. Aquí, el obispo que da importancia a la ciudad es un rey.

Ni un transeúnte en las calles. Son las diez de la noche, y Belgrado está muerta. Cada cien pasos, inmóvil bajo un cobertizo o en el quicio de una puerta, veo un gendarme. No existe en Europa ciudad mejor guardada. El gendarme servio da una alta idea del país, con su aire arrogante de funcionario bien mantenido y su uniforme azul oscuro con vueltas encarnadas, altas botas y gorra de plato. Son jóvenes, con una expresión insolente de bravura en sus duros ojos. Ciertos objetos tienen una fisonomía y un alma, lo mismo que las personas, y el revólver que llevan al cinto los gendarmes servios parece suelto y vivo dentro de su funda, con deseos de saltar y hacer fuego por sí solo, sin mirar contra quién, por un exceso de recelo y de fervor monárquico. Los que piensen conspirar contra el anciano Pedro Karageorgewitch tienen que pasarlas muy duras.

Encuentro abrigo en el «Hotel de los Balkanes», especie de posada, a pesar de su pretencioso título, en cuyo piso bajo, al través de una espesa nube de tabaco, veo bebiendo cerveza a media docena de popes griegos, sacerdotes morenos, melenudos y barbones, de expresión feroz, con la aceitosa cabellera coronada por un gorro en forma de bellota. Más allá llenan varias mesas como dos docenas de oficiales de diversos y vistosísimos uniformes, blancos, rojos, grises o azul celeste, excelentes jóvenes con un perfil de ave de rapiña semejante al de su rey, que mueven sables y hacen sonar espuelas con cierta delectación, como saboreando la omnipotencia de su fuerza, que les permite cambiar de monarca al final de una cena. En las otras mesas, simples paisanos, acompañados de sus mujeres e hijas, beben con cierto encogimiento respetuoso y sonríen cuando logran cambiar alguna palabra con los sacerdotes y los soldados.

Son tenderos judíos o griegos, que saben venerar a estos firmes pilares de la sociedad, y por esto el Señor bendice sus negocios y hace que prosperen a costa de los pobres campesinos servios.

Muchos de ellos se animan al conocer mi nacionalidad, y hablan un castellano fantástico, mezcla de palabras anticuadas y de voces orientales.

—Yo espanyol... Los mayores, de allá... Espanya terra bunita.

Abren los ojos desmesuradamente al decir esto; sonríen señalando al vacío, como si viesen a los mayores en su éxodo doloroso al ser expulsados de la térra bunita, y acaban por mirarme con la misma expresión de humildad sonriente que a los popes y a los fierabrás uniformados, cual si la vista de un español les abriese las carnes con amenazas de hogueras y degollinas. Pero su atávico terror de raza acobardada por luengos siglos de palos y despojos no impide a estos dulces espanyoles que al día siguiente le suelten al compatriota moneda falsa en sus tiendas, o le hagan pagar doble el paquete de cigarros o la tarjeta postal.

En la plaza del Mercado, poco después de la salida del sol, puede apreciarse el carácter pintoresco que aún guarda el pueblo servio. Llegan los campesinos de los alrededores de Belgrado, llevando al hombro largos palos de los que penden en balanza verduras, frutas o volatería. Los hombres, de ojos salvajes y bigotes felinos, llevan el gorro nacional, una tiara de felpa, y por debajo de su chaleco de colores caen unas faldillas blancas que ocultan los bombachos y dejan al descubierto unas polainas de piel de cordero ceñidas por las correas de puntiagudas abarcas. Las mujeres tapan sus trenzas con pañuelos puesto a la oriental, encierran el busto en una chaqueta redonda de amplias mangas, y sobre la ropa interior, de dudosa blancura, llevan arrollada, a guisa de falda, una pieza de tela gruesa de anchas fajas de colores, semejante a un pedazo de alfombra. Son aún los campesinos de la dominación turca, el pueblo formado con los sedimentos de innumerables invasiones guerreras. En vano ofrece Belgrado cierto aspecto de civilización occidental, con sus tranvías, su alumbrado, sus tiendas, sus periódicos y su único teatro. El pueblo servio no es más que una tribu belicosa que cultiva la tierra.

La tragedia del Konak debió parecerle el suceso más natural del mundo. Matar a unos reyes para poner a otros en su sitio, todavía caliente, es un hecho vulgarísimo en Servia. Alejandro no fue el primer soberano asesinado, ni será, ciertamente, el último.

Los vecinos de Belgrado aprecian como un gran honor el ir por las calles al lado de un oficial o de un pope. Los sacerdotes son innumerables, y en cuanto a militares, se ven, relativamente, más en Servia que en Alemania. Hay sotanas negras, verdes y azules; popes con faja y sin ella, con grandes pectorales o con una simple cruz, y los uniformes militares son tan incontables, que, dada la pequeñez de Servia, hay que creer que cada regimiento usa traje distinto. Pero todos los servios, vistan como vistan, lo mismo los que imitan las modas occidentales, con la exageración propia de una ciudad de provincias, que los que siguen fieles a los antiguos usos, así los sacerdotes, los militares, los estudiantes saturados de teología ortodoxa y los altos empleados del Estado, como las damas que copian las novedades de Viena y París, todos tienen algo de inquietante, de rudo, de oriental y violento, adivinándose que una ligera raspadura en su moderno exterior basta para dejar al descubierto al bárbaro, al servio belicoso de otros tiempos, que fue el más implacable de los guerreros.

Mi curiosidad me lleva ante el Konak, un palacio no más grande que cualquier hotel de la Castellana. Esta monarquía, que sólo lleva cuarenta años escasos de existencia y ha tenido que improvisar todos los servicios de la vida moderna, manteniendo, además, por halagar el sentimiento nacional, un gran ejército, no permite a sus soberanos grandes lujos.

Recuerdo que cuando fueron asesinados Alejandro y Draga, al hacerse el inventario de la «aventurera», de la Mesalina odiada por el pueblo, su ajuar resultó más insignificante que el de una mediana cocotte. Creo que, entre nuevos y usados, sus vestidos no pasaban de media docena. Su dormitorio lo tenía adornado con esas baratijas que regalan en los cotillones, lo mismo que una señorita pobre. Sobre la mesa de noche se encontró abierta una novela de Anatole France que estaba leyendo en el instante que entraron los oficiales, sable en mano, para hacer pedazos a ella y a su esposo, como una pareja de bestias dañinas. Seguramente que este volumen era el único libro francés que existía en Belgrado.

Paso un día entero aburridísimo en la capital de Servia, aguardando la noche para tomar otra vez el tren de Oriente. Amortiguada la primera impresión de novedad, Belgrado me parece una odiosa población de provincias. Militares por todas partes, con su aire de perdonavidas, de bravos sin instrucción, que tienen metido en el puño a su país; popes que van de café en café, empinando el codo con una sed insaciable; señoritas de ojos asiáticos y sombreros copiados de París, que pasean por la calle principal seguidas de estudiantes y cadetes; una banda de música que toca en el jardín de la Ciudadela, en una plazoleta rodeada de bustos de servios ilustres...

Salgo de la ciudad con el propósito de visitar en una llanura lejana la famosa Torre de los Cráneos. Los turcos, para intimidar a los belicosos hijos del país, que les molestaban con una incesante lucha de guerrillas, elevaron la torre, cubriendo sus paredes con cráneos de servios desde los cimientos a las almenas. Hoy, los cráneos han sido enterrados por la veneración patriótica, pero la torre sigue en pie, mostrando en su argamasa los innumerables alveolos que contenían las calaveras.

Al ir a la estación y ver por última vez las calles de Belgrado, paso ante el pequeño teatro Real, que exhibe en su portada los anuncios de la función del día. Por ellos me entero con sorpresa de que estamos a 24 de agosto, cuando yo creía vivir en el 6 de setiembre. El calendario de la religión ortodoxa griega me regala trece días más de vida al pasar por el país de los Balkanes.

XVI. LOS TURCOS

Un río, el Maritza, el Hebro de los antiguos, padre o abuelo por el nombre de nuestro río aragonés, y en cuyas orillas destrozaron las Furias al dulce Orfeo, corre con grandes tortuosidades por el territorio de Servia y Bulgaria, cruza la Rumelia y penetra en la Turquía europea. Allí donde alcanza la benéfica influencia de sus aguas, el suelo balkánico es fértil y bien poblado. Frondosos bosques orlan las orillas de los torrentes, en cuyos cauces brama y se despeña un agua roja que arrastra la envoltura de tierra de las montañas. En los extensos prados pacen salvajes potradas o rebaños de bueyes con las astas echadas atrás, en compañía de corderos enormes de cuernos retorcidos como caracoles, y tan extraordinaria y majestuosamente voluminosos, que se comprende que los artistas de la Antigüedad los escogieran para el adorno decorativo de palacios y altares.

En los terrenos pantanosos de la Bulgaria y la Rumelia crece el arroz; en los campos secos amarillea el maíz; por las pendientes espárcense las viñas que producen el vino de los Balkanes, único que beben los cristianos y judíos del Imperio turco. Las aldeas apenas si sobresalen con débil relieve sobre el fondo rojo de los montes, faltas de campanarios o de minaretes, con la llana monotonía de la religión griega, que no siente el menor deseo de escalar el espacio y dirigir sus plegarias a las nubes.

Sofía, la capital de Bulgaria, es otro Belgrado, aunque sus habitantes parecen de carácter más dulce. Su Gobierno, dirigido por un príncipe de origen francés que ha vivido varias temporadas en París, muestra gran empeño en asimilarse los progresos de otros pueblos. Los dos mejores edificios de Sofía son la Escuela de Medicina y la Imprenta Nacional, de donde salen importantes publicaciones. Esto, en un país como el de los Balkanes, significa algo notable.

En Filopópolis, capital de la Rumelia oriental, todavía se ven los uniformes búlgaros: sables pendientes del hombro, altas botas, bonetes de astracán copiados de los rusos, grandes protectores del país; pero las mezquitas cortan el horizonte incendiado por la puesta del sol, con la línea blanca y esbelta de sus alminares sutiles y puntiagudos como agujas. La huella de la dominación turca no se borra fácilmente.

Cambia de pronto el personal del tren: los empleados de amplia gorra a la alemana son sustituidos por otros con fez rojo. Este gorro otomano, de color uniformemente purpúreo, empieza a verse por todas partes, dando a la muchedumbre vestida de oscuro el aspecto de una aglomeración de botellas lacradas. Suben a los vagones los aduaneros, arrastrando el corvo sable y llevándose para saludar una mano a la frente y otra al corazón. Gran registro de maletas, para no tocar nada más que los libros y los papeles. Luego se presenta la Policía, graves señores de barba negra, pálidos y tristes como ascetas, con algo clerical en sus levitas negras y sus gorros rojos e inmóviles.

Examinan los pasaportes con cierto aire de cansancio, sin hablar apenas, y se van lo mismo que han venido, después de copiar los nombres en caracteres turcos, desfigurándolos al capricho de su pronunciación gutural.

Estamos en el Imperio otomano, en la estación de Adrianópolis, segunda capital de la Turquía europea, que sigue en importancia a Constantinopla. Los andenes están llenos de militares con sus sombríos y elegantes uniformes europeos, semejantes a los de Alemania, pero rematados invariablemente por el fez rojo.

Adrianópolis es la gran población militar de Turquía. Un ejército de 80.000 hombres está acuartelado en la capital y sus alrededores. Los rusos, en la última guerra con Turquía, llegaron a Adrianópolis y acamparon en su recinto. ¡Quién sabe si tardarán mucho, los mismos extranjeros u otros, en vivaquear en esta ciudad de hermosas mezquitas y enormes fortificaciones...!

Turquía es el «gran enfermo» de Europa, según una frase mil veces repetida, y los pueblos importantes que no osan asesinarlo, por cerrarse el paso unos a otros, aguardan a que el enfermo se muera para repartirse sus bienes, procurando cada uno asistirle traidoramente en su dolencia, para familiarizarse con los secretos y costumbres de la casa y escoger con más seguridad cuando llegue el momento de la rebatiña general.

Yo soy de los que aman a Turquía y no se indignan, por un prejuicio de raza o religión, de que este pueblo bueno y sufrido viva todavía en Europa. Todo su pecado es haber sido el último en invadirla y estar, por tanto, más reciente el recuerdo de las violencias y barbaries que acompañan a toda guerra. Si sólo debieran vivir en Europa los descendientes directos de sus remotos pobladores, expulsando a las razas invasoras que llegaron después procedentes de Asia o África, nuestro continente quedaría desierto.

Yo amo al turco, como lo han amado con especial predilección todos los escritores y artistas que le vieron de cerca. Diecinueve razas pueblan el vasto Imperio otomano. Mahometanos, judíos y cristianos, divididos en innumerables sectas, forman esta aglomeración de seres, distintos por orígenes y tradiciones, que lleva el nombre de Turquía; y, sin embargo, como dice Lamartine, «el turco es el primero y el más digno entre todos los pueblos de su vasto Imperio».

Existe una concepción imaginaria del turco que es la que acepta el vulgo en toda Europa. Según ella, el turco es un bárbaro, sensual, capaz de las mayores ferocidades, que pasa la vida entre cabezas cortadas o esclavas que danzan desplegando sus voluptuosidades de odalisca. Con igual exactitud piensan sobre nosotros los viejos de Holanda o los Países Bajos, los cuales no pueden oír hablar de España sin imaginarse un país de implacables inquisidores, capaces de quemar por una simple errata en una oración, y donde todos los ciudadanos somos duros e inexorables como el antiguo duque de Alba.

Los turcos han sido crueles porque han guerreado mucho, y la guerra jamás ha sido ni será escuela de bondades y de dulces costumbres. Otros pueblos civilizados, que llevan en los labios el nombre de Cristo, han tratado por medio de sus cañones y fusiles a los indígenas de África y Asia peor que los turcos a las poblaciones de los Balkanes.

Todos los escritores que han viajado por Turquía se irritan contra la injusticia con que es apreciado este pueblo. El turco es bueno y franco. Su dulzura se manifiesta por un gran respeto a los animales. Jamás se le ve maltratarlos.

La injusticia y la traición son los dos resortes que disparan su cólera. Esto hace que aunque el turco oculte bajo las formas de una exquisita cortesía su pena por las injurias o las humillaciones sufridas, aprovecha la primera ocasión para saciar su resentimiento.

La hospitalidad es la más visible de sus virtudes. No hay aldea en Turquía, especialmente en Asia, donde la falta de aglomeración de europeos aún no les ha enseñado lo que somos, que no tenga en todas sus casas la «habitación para viajeros», el mussafir odassi, donde todo viandante encuentra abrigo por una noche, sin tener que pagar nada y sin que el dueño muestre el más leve empeño en saber quién es y cuáles son sus opiniones.

El turco es el más religioso de los hombres. Su fe es inquebrantable: ni la menor sombra de duda viene a turbar sus creencias. Está convencido de que posee la verdad; pero no siente el afán de los occidentales por imponer esta verdad a los otros, despreciando o escarneciendo lo que el vecino piensa. Podrá creerse superior a los demás por ser musulmán y tener su religión como la única verdadera; pero no hace el menor esfuerzo por imponerla a nadie. El fanatismo mahometano del moro de África no lo conoce el turco. En sus ciudades funcionan diversos cultos, y sacerdotes y templos son respetados con el escrúpulo que inspira a los otomanos todo lo que representa la fe en Dios.

Su prudencia silenciosa y un tanto altiva da en Constantinopla grandes muestras de tolerancia. Jamás entran los turcos en los templos católicos, en las capillas protestantes, en las sinagogas o las iglesias griegas a turbar el culto de los fieles. En cambio, fervientes mahometanos tienen que irse a las mezquitas de los arrabales a hacer sus plegarias, pues en las céntricas y famosas se ven molestados por las bandas de europeos y europeas que entran con el Baedecker en la mano y el guía al frente de la expedición, tocándolo todo, queriendo verlo todo, riéndose de las ceremonias y de la cara en éxtasis de los fieles, apostrofándolos algunas veces porque siguen las creencias de sus padres y no quieren conocer la verdad descubierta por los padres de los otros.

Las matanzas de «cristianos» que ocurren de vez en cuando en Turquía no tiene nada de religioso. A ningún turco se le ocurre matar porque la plegaria ordenada por el Profeta sea mejor que la misa de los armenios. En tal caso, dirigiría sus ataques contra los templos. Esas matanzas de cristianos, que explotan en Europa el fanatismo religioso y el interés político, desfigurando su carácter, son simples conflictos por el pan; choques sociales semejantes a las sangrientas peleas que ocurren a veces en Marsella entre trabajadores franceses e italianos, o a los asesinatos de chinos que perpetran los trabajadores de los Estados Unidos cuando ven que, por la concurrencia terrible de los asiáticos, pierde su precio la mano de obra.

El armenio, que es en Turquía el cristiano por excelencia, se atrae las mismas cóleras populares que el judío de la Edad Media. El turco, señor del país, no puede moverse sin tropezar con el armenio, raza vencida que aprieta con el dogal a sus dominadores con un odio de siglos. Los armenios son los comerciantes, los tenderos, los prestamistas, los ricos que poco a poco se apoderan de todo, consumiendo con las artimañas de la usura la vida entera del pobre osmanlí, que trabaja y trabaja sin verse libre nunca de la esclavitud del dinero. De propietario pasa insensiblemente a ser mísero arrendatario de la tierra que cultiva; si toma una industria, el armenio le empobrece fingiendo protegerle; si, acosado por el hambre, quiere hacerse hamal y cargar fardos en los puertos turcos, su enemigo, más musculoso y listo que él, le quita el sitio, trabajando por menos dinero.

Caballeresco hasta en sus defectos, el turco gusta mucho de proteger a los demás y es magnánimo en sus dádivas; pero por esto mismo resulta ávido de dominación y la resistencia le vuelve cruel. Sus odios se condensan, su orgullo de raza se subleva ante estos antiguos siervos que se convierten astutamente en sus amos, y entonces apela a la espada, suprema razón del Profeta.

¡Pobre Turquía! Viéndola de cerca se la ama más, porque se aprecian mejor sus cualidades y se ven con mayor claridad los peligros que la amenazan.

Al llegar a ella, sorpréndese el ánimo viendo los enormes territorios que ha perdido casi recientemente.

En nuestros días ha sido expulsada del Montenegro, de la Bosnia y la Herzegovina, de Servia, Bulgaria y Rumania, y recientemente de la Rumelia. Esos despojos de su antigua dominación forman reinos.

La Europa occidental sueña con arrojar a los turcos al otro lado del Bósforo, arrebatándoles los territorios que poseen en el continente, enormes todavía, pero insignificantes comparados con sus dominios del pasado.

Algunos ven en esto una gran victoria histórica, un desquite de la vieja Europa, que devuelve el territorio asiático a los invasores que tanto miedo le hicieron sufrir.

Error: el turco ya no es asiático, como nosotros no somos latinos, a pesar de que nos agrupamos bajo este nombre. Ningún pueblo del mundo merece con justicia el origen que ostenta.

Los turcos del Asia central que aún existen en el territorio de los mongoles son hermanos de estos otros que les abandonaron para marchar hacia Occidente como una ola devoradora. Los turcos asiáticos son de raza amarilla. Los turcos del Imperio otomano, los que todos conocemos, son ya caucásicos como nosotros. Sus incesantes cruzamientos con la raza blanca y los azares de la guerra con sus alborotadas mezcolanzas han fundido y hecho desaparecer el primitivo elemento étnico.

Ir por una calle de Constantinopla es casi lo mismo que por una calle de Madrid. Cada cara recuerda un nombre. A veces se duda al cruzar la mirada con los ojos de un transeúnte, y se lleva la mano al sombrero para saludar. Se cree uno en Carnaval y dan ganas de decir:

—Amigo López... o amigo Fernández: ¡basta de broma! ¡Quítese el gorrito rojo, que le he conocido!

XVII. CONSTANTINOPLA

Cuando Constantino hizo de Bizancio la capital del Imperio y la llamó «Nueva Roma», estaba lejos de imaginarse que su propio nombre prevalecería como título de la enorme ciudad.

No hay población que pueda compararse, por su belleza topográfica, con la famosa Constantinopla, compuesta de tres ciudades: Pera y Gálata, formando una sola agrupación urbana; Estambul, que ocupa el solar de la antigua Bizancio, y Scutari, en la ribera asiática.

Para dar una idea aproximada de la situación de esta triple ciudad, hay que imaginarse una inmensa Y de forma irregular. El tronco de la Y es el final del mar de Mármara y la entrada del Bósforo; la rama de la izquierda, el famoso Cuerno de Oro, profundo brazo de mar que atraviesa la ciudad y se pierde tierra adentro; la rama de la derecha, la continuación del Bósforo, hasta dar con el mar Negro.

En el espacio comprendido entre el tronco de la Y y el final de la rama izquierda, está Estambul. En el espacio que existe entre las dos ramas, o sea, en la península limitada por el Cuerno de Oro y el Bósforo, se hallan asentadas Gálata y Pera. A lo largo del Bósforo, o sea, en todo el lado derecho de la Y, desde la base de la letra a su remate superior, están Scutari y demás poblados que pertenecen igualmente a Constantinopla. El lado izquierdo de la Y y el espacio comprendido entre las dos ramas es Europa; todo el lado derecho de la letra es Asia. Dos piastras—que son unos sesenta céntimos—bastan para que un vigoroso remero turco, gran maestro en el arte de sortear las corrientes que van y vienen por el enorme callejón acuático entre el mar de Mármara y el mar Negro, os lleve en unos cuantos minutos de un continente a otro.

Las tres ciudades más importantes en la historia de la Humanidad son Atenas, Roma y Constantinopla.

Grecia enseñó a los hombres el arte de pensar, el culto de la belleza, y aún hoy vivimos de sus lecciones. Las leyes y usos de Roma regulan todavía la vida moderna. Constantinopla fue la intermediaria indispensable entre el mundo antiguo y el actual, hasta el punto de que, si ella no hubiese existido, el mundo veríase privado de su más noble herencia, ignorando lo que filósofos, poetas y artistas pensaron y produjeron para nosotros hace tres mil años.

Es de uso corriente despreciar a Bizancio y desconocer la importancia histórica del Imperio de Oriente.

Es cierto que la existencia del llamado Bajo Imperio fue poco noble, por su historia de miserias, crímenes y disensiones religiosas, que acababan siempre en derramamientos de sangre. El populacho, capitaneado por monjes bárbaros y falsos profetas, mataba o moría defendiendo sutilezas teológicas que no le era dado entender. Por si los templos cristianos debían tener imágenes o privarse de ellas, por si el Hijo era más o menos que el Padre y el Espíritu Santo superior a los dos, el pueblo de las «discusiones bizantinas», saturado de nimias sutilezas de la decadencia griega, andaba a palos y cuchilladas en las callejuelas de Bizancio. Además, el Hipódromo, con los mil incidentes de sus carreras de carros, monopolizaba toda la vida nacional. El color de los dos bandos de cocheros, el verde y el azul, dividía al pueblo bizantino en dos grandes partidos, y «verdes» y «azules» ocupaban el poder a fuerza de revoluciones, derrocando emperadores y convirtiendo el circo en campo de batalla.

A todas estas desgracias se unieron las grandes hambres, los incendios, la peste y los continuos ataques de los búlgaros durante los mil años que sobrevivió el decaído Bajo Imperio.

Pero a pesar de su larga agonía, Constantinopla, centro del Imperio de Oriente, tuvo su grandeza y sirvió noblemente a la civilización. Ella guardó las tradiciones del arte griego, la legislación romana, los monumentos literarios, toda la Antigüedad; y cuando en el siglo XI surgió el primer intento de Renacimiento y en el XV llegó a ser un hecho el hermoso despertar de la Humanidad, de su seno salieron los hombres y las ideas que realizaron en Italia el retroceso bendito hacia la Antigüedad clásica. Además, durante la Edad Media, fue Constantinopla la gran muralla que contuvo el empuje de las invasiones asiáticas. Europa, defendida por este puesto avanzado, pudo constituirse lentamente a su abrigo. La cristiandad se dio cuenta de la importancia de Constantinopla cuando, después de caer ésta en poder de los turcos, los vio avanzar en unos cuantos años hasta el corazón de Europa, siendo precisa una acción común para atajarlos junto a los muros de Viena y en las aguas de Lepanto.

Grecia, aunque mutilada por los siglos y los hombres, guarda grandezas de su pasado en el Partenón y otros monumentos; Roma conserva el esqueleto de su gloria en ruinas, casi enteras, de termas, templos y circos; pero de la antigua Bizancio apenas quedan vestigios. El turco lo arrasó todo, más que por barbarie, por afán de dominación, por celos del pasado, por su deseo de que ninguna obra antigua pudiera rivalizar con las del período de gran esplendor que vino tras la conquista. Si respetó Santa Sofía, fue para convertirla en una mezquita, borrando de ella todo signo de cristianismo griego.

Otros conquistadores no menos temibles que los turcos cayeron sobre la ciudad. En 1204, los cruzados creyeron más cómodo y lucrativo conquistar la gran metrópoli cristiana que pelear con los musulmanes de Asia, y su asalto fue terrible. En la ciudad de Constantino y Justiniano no quedó piedra sobre piedra. Los guerreros de la Cruz robaron templos y palacios, y los marinos genoveses y venecianos que conducían en sus galeras la expedición se cobraron el pasaje de la cruzada llevándose a sus repúblicas lo mejor de Constantinopla. Los famosos caballos de Lissipo, los cuatro corceles de bronce dorado que se encabritan en la fachada de San Marcos de Venecia, son un recuerdo de este gran saqueo. Cuando, expulsados al fin los cruzados, volvió a restablecerse el Imperio griego, la ciudad conservaba sus famosos monumentos, pero empobrecidos por el despojo, y antes llegó la conquista de los turcos que el nuevo florecimiento de Bizancio.

Nada queda en Constantinopla del pasado; pero ¡cuán hermosa es con su aspecto musulmán! No existe ciudad que pueda comparársele en grandeza. Londres o París son más enormes, pero el viajero se convence de esto porque así lo dicen los libros, no porque lo vean sus ojos. Es imposible encontrar en ellas una calle o una plaza que proporcione la sensación exacta de la grandeza de la ciudad. Constantinopla, en cambio, puede abarcarse de un solo golpe de vista. Basta colocarse en mitad del Cuerno de Oro sobre un caique, ligero y movedizo como una piragua, o en el Gran Puente, para admirar toda la importancia de la metrópoli musulmana. Ninguna ciudad del mundo, al decir de viajeros famosos, tiene tal aspecto de inmensidad. Su vecindario es de millón y medio de seres, pero cualquiera puede atribuirle cuatro o cinco millones.

A lo largo del Cuerno de Oro, en ambas riberas, el caserío ondula apretado sobre las colinas. En primer término se ven dos ciudades siguiendo las tortuosidades de las orillas, y sobre éstas aparecen otras, en alturas que se alejan, y más allá continúa el caserío hasta esfumarse en el horizonte, azuleando como las montañas remotas. Y cuando la vista, cansada de esa inmensidad de edificios, se vuelve hacia la extensión de agua azul, ve al través de un bosque de mástiles una ribera que cierra el horizonte, la de Asia, y en ella nuevas agrupaciones urbanas, que cubren llanuras, escalan montañas y son también Constantinopla.

La torre de Gálata, pesada y enorme, mira desde lo alto de su península al viejo Estambul, erizado de minaretes, sutiles y blancos como la plegaria del buen creyente, y en cuya cima tiembla la flecha como una llama de oro. Las grandes mezquitas son amontonamientos de plomizas cúpulas que ascienden en torno de la cúpula central, rematada por una media luna que arde bajo los rayos del sol.

¡El atardecer de mi primer día en Constantinopla...! Venía yo de contemplar a cierta distancia la santa mezquita de Eyoub, donde jamás ha puesto su pie ningún cristiano. Eyoub es un arrabal, en el fondo del Cuerno de Oro, que se conserva como lo más turco y creyente de Constantinopla. Su mezquita viene, en rango de santidad, detrás de La Meca. Las viejas del barrio, envueltas en su manto negro, escupen a los pies de todo cristiano que encuentran al anochecer en sus calles, y le desean a gritos las mayores desgracias.

La corriente del Cuerno de Oro empujaba el caique dulcemente, y el remero sólo tenía que dar débiles paletadas para seguir el viaje. Había desaparecido el sol. Los minaretes de Constantinopla cortaban con su blanca línea un cielo suave, teñido de rosa y violeta. Una estrella centelleaba en este inmenso telón de seda, como un brillante perdido. En lo alto del cielo brillaba un fragmento de luna en creciente, como la que se muestra en el escudo otomano: la media luna de los turcos.

La enorme ciudad aparecía partida en diversos términos, como los bastidores de un teatro. Los barrios inmediatos a la ribera, negros y levemente moteados de rojo por las luces de las ventanas iluminadas; los de segundo término, ligeramente sonrosados por los reflejos del atardecer; los remotos, marcándose, azulados e indecisos, como montañas, reflejando con fulgores de incendio los últimos rayos de un sol invisible en los cristales de los miradores; y sobre esta aglomeración, envuelta en el misterio del crepúsculo, los bosques de marfil de los agudos minaretes, los enormes huevos blanquecinos de las cúpulas de las mezquitas.

Un silencio sagrado descendía del cielo, esparciéndose en compañía de la sombra sobre la ciudad y las aguas. Pasábamos entre buques de guerra anclados en el puerto militar: acorazados grises de triple chimenea, cruceros de una sola cofa, esbeltos avisos, yates imperiales que aguardan la visita del sultán, el cual no los ha visto nunca.

De pronto, la roja bandera con la media luna blanca comenzó a descender de los mástiles. Sobre las cubiertas veíanse agrupadas las tripulaciones, con el fez, que iguala a oficiales y marineros. En el cuartel del Almirantazgo, la infantería de marina extendía sus pelotones a lo largo del muelle, destacándose en la penumbra la línea roja de sus cabezas alineadas.

A un mismo tiempo se conmovió la calma majestuosa del crepúsculo con gritos que parecieron rasgar el espacio como disparos cruzados. En los balconcillos circulares de los minaretes, hombres liliputienses, con turbante blanco, agitaban los brazos, acompañando estos movimientos con las modulaciones de un chillido sobrehumano. Sobre los puentes de los buques de guerra, un hombre entonaba un canto majestuoso y triste, semejante a las «saetas» de la Semana Santa en Andalucía.

¡La Ilah il Allah ve Mohammed resoul Allah! cantaba con melancolía religiosa, en el misterio del crepúsculo, los hombrecillos semejantes a hormigas, sobre los puentes de los acorazados. Los centenares de gorros alineados a lo largo de las bordas, entre las bocas de los enormes cañones y las torres blindadas, rugían al contestar como un estampido: ¡Allah! ¡Allah! Y al ver esta fe de los desiertos asiáticos, este ardor fervoroso de los jinetes errantes de otros tiempos, repetirse a bordo de los buques acorazados, última expresión de los adelantos científicos, que repelen y destruyen con sus bocas de acero las fantasmagorías del pasado, tuve una visión exacta de lo que es la Turquía moderna: europea exteriormente, pero cuando escucha la voz del Profeta, siente despertarse en ella la misma alma de los que llegaron tras el caballo de Mohamed II a la conquista de Constantinopla.

XVIII. EL GRAN PUENTE

Para el que desea conocer en conjunto la variadísima población de Constantinopla, el mejor punto de observación es el Gran Puente, que va de Gálata a Estambul.

Tiene medio kilómetro de extensión, y su piso de maderos desiguales, en los que tropieza el transeúnte, está asentado sobre pontones insumergibles, pues la profundidad del Cuerno de Oro, que en algunos lugares tiene cerca de cien metros, no permite sostenes más sólidos.

A un lado descuella, sobre el caserío en pendiente, la maciza torre de Gálata, empavesada con los pabellones de las grandes potencias, que parecen proteger los barrios europeos. En el extremo opuesto, como si cerrase el paso por la parte de Estambul, alza la mezquita de la sultana Validé sus esbeltas torrecillas y sus cúpulas con medias lunas de oro, cual una construcción de Las mil y una noches.

Desde el centro del puente se abarca en todo su esplendor el espectáculo del Cuerno de Oro, grandioso puerto que lleva tal nombre por su forma curva rematada en punta y por las riquezas incalculables desembarcadas en él.

Navíos de todos los países forman una segunda ciudad flotante a ambos lados del puente. En las primeras horas de la madrugada se abre una parte de éste para dar paso hacia el Bósforo a los grandes navíos de guerra y los vapores comerciales que anclan en el fondo del Cuerno de Oro. Los vaporcillos de viajeros para los pueblos del Bósforo, las islas de los Príncipes o Brussa, parten con gran frecuencia de los muelles del puente. Cada cuarto de hora sale uno agitando sus ruedas, con la doble cubierta repleta de gorros rojos. Braman las sirenas, humean las chimeneas, tiemblan los pontones con el encontronazo de los veloces cascos, y sobre las aguas verdosas, agitadas naturalmente por las corrientes y que el continuo paleteo de ruedas y hélices conmueve con violento oleaje, pasan los caiques, ligeros como flechas, con una inestabilidad que les hace danzar locamente, volcando a la menor imprudencia del viajero, que debe conservarse en la popa inmóvil y medio tendido.

Los bergantines turcos, de arcaica forma, que recuerda a las galeras de la piratería, extienden sus velas amarillentas y salen cabeceando como venerables mendigos entre las elegantes parejas de yates y la revoltosa e inquieta granujería de vaporcitos «moscas» y botes automóviles, que parecen burlarse de estos ancianos del mar, pasando y repasando ante sus tardías proas. Las barcas griegas despliegan sus velas triangulares hacia los puertos del Mármara; los buques del Occidente europeo van hacia el mar Negro en busca de trigo y de petróleo. Grandes bandas de gaviotas, ebrias de sol y de azul, flotan inertes sobre las violentas ondulaciones del agua, hasta que una proa las despierta con su revoltijo de espumas cortadas, y todas ellas levantan el vuelo con ruidoso crujir de plumas. Una niebla de humo de carbón flota sobre el Cuerno de Oro en los días de calma, y por encima de esta nube parda, a la que da el sol doradas transparencias, aparecen las cúpulas y minaretes del viejo Estambul, blanco y rojo, como una ciudad de ensueño flotante en el espacio.

Para ser capitán de buque o simple remero de caique en el Cuerno de Oro y el Bósforo se necesita tanta habilidad como para ser cochero en Constantinopla, donde las callejuelas se abrieron con el propósito de que pasase por ellas cuando más un carruaje, y, sin embargo, circulan dos en distinta dirección.

La primera vez que se navega por los citados callejones marítimos, el alma parece subirse a la garganta. El caique, mísero cascarón que apenas puede sostenerse, se pega con la mayor tranquilidad a las ruedas o las hélices de los vapores, que le hacen danzar locamente. Otras veces pasan los caiques ante la proa de un gran buque en movimiento con una precisa exactitud para no ser alcanzado. Un instante más, y desaparecerían. Los vaporcillos se van sobre los barcos de vela, y cuando parece inevitable el abordaje, pasan por su lado rozándolos, pero sin choque alguno.

Los buques, tanto de vela como de vapor, tienen que marchar en zigzag, sorteando un obstáculo a cada instante, navegando con la misma atención que le es precisa al viajero al transitar por primera vez las calles de Constantinopla. El capitán ve cerrado su derrotero por otros buques que vienen hacia él o que oblicuan su marcha cortándole el camino, y a esto hay que añadir el enjambre de caiques que trasladan pasajeros de una orilla a otra; de vaporcillos «moscas» que llevan en su popa banderas de todas las naciones; de largas góndolas blancas y doradas con remeros negros, en cuya popa se muestran damas misteriosas, cubiertas con antifaces y capuchones que sólo dejan visibles los pintados ojos. Gritan los barqueros en todas las lenguas; saltan de un barco a otro las malas palabras de todos los idiomas; chillan los silbatos, rugen las sirenas; arrastra el viento asfixiantes vedijas de humo sobre el corto y violento oleaje; álzanse unos remos contra otros con impulso homicida para vengar un descuido, un choque insignificante; a cada momento parece inevitable una colisión, y, sin embargo, nadie se ahoga ni ocurren naufragios más que muy de tarde en tarde.

A lo largo del Gran Puente han ido extendiéndose, como hongos adheridos a él, un sinnúmero de casuchas flotantes, muelles y pequeños cafés, todo miserable, de maderas carcomidas por la lluvia y el aire salino, pero con esa alegría dorada que el sol oriental comunicará a las mayores suciedades.

Estos hijos del Puente cabecean con el continuo movimiento del agua removida por los buques, y parecen temblar con las palpitaciones de la extensa plataforma de medio kilómetro, por la que pasa toda Constantinopla, tronando la madera bajo las ruedas de los carruajes. Los cafetines flotantes tienen terrazas embreadas, a las que una línea de macetas de flores dan el aspecto de pensiles. Viejos turcos sentados a la oriental y con la barba descendiendo hasta el abdomen fuman el narguilé y pasan las cuentas de su rosario de ámbar, gozando al permanecer impasibles e indiferentes en medio de este movimiento loco y ensordecedor. El tropel de gorros rojos y de mujeres encapuchadas como máscaras se precipita en los muelles salientes que dan acceso a los vapores de viajeros. El suelo, inseguro, es de tablones desiguales, por entre los que puede pasar un pie, y además están cubiertos de residuos de frutas.

A ambos lados de estos muelles amarrados al Gran Puente hay casuchas que ocupan los vendedores de comidas y bebidas. Judíos que hablan un español extravagante van de un lado a otro pregonando rosarios musulmanes, sorbetes, rollos de pan espolvoreados de ajonjolí, y bizcochos, a los que llaman en Constantinopla «pan de España». En las puertas de los tenduchos se elevan pirámides de melones amarillos y enormes sandías con su verdor cortado por blancas inscripciones en árabe. En los cafetines se exhiben en primera fila las ventrudas botellas de limonada o naranja con un limón por tapadera, y más adentro humean las pequeñísimas tazas de café turco, líquido pastoso digno de los dioses. Los perros vagabundos, que son en Constantinopla algo así como una institución pública venerada y popular, pasan por entre las piernas del gentío, mansos, corteses y silenciosos, buscando su comida.

Los extranjeros se mueven desorientados en este torbellino de gente, y si desean tomar un barco siempre llegan tarde.

Hay dos problemas en Constantinopla que el viajero no resuelve nunca y mira como un misterio: la hora y la moneda.

En Constantinopla hay dos horas: la hora «a la franca», que es la de los relojes de la Europa occidental, y la hora «a la turca», que es por la que se rigen vapores, tranvías, etc.; todo lo que depende del municipio y del Gobierno.

La jornada empieza para el turco al ponerse el sol, y de aquí que todos los días los buenos otomanos tengan que arreglar su reloj, sin que ni aun ellos mismos sepan ciertamente en ningún momento cuál es la hora exacta. La medida del tiempo cambia por día y por estación. Cuando nuestro reloj «a la franca» marca el mediodía, el turco dice tranquilamente que son las cinco o las seis, así como unos meses después dirá que son las tres o las cuatro.

No hay en esto otro daño que el llegar tarde a todas partes, perdiendo trenes y vapores, o verse obligado a largas esperas; pero lo de la moneda trae mayores perjuicios.

En Turquía hay «buena moneda» y «mala moneda», y según se recibe un pago en una o en otra, la cantidad vale más o menos. Hay también moneda borrosa, que nadie toma, pero que todos procuran dar al viajero; hay papel emitido por el Gobierno otomano, llamado kaimé, que carece de valor, y otros misterios crematísticos que requieren un largo estudio. Pero lo más original es el cambio. Exceptuando algunos cafés y restaurantes europeos, nadie cambia gratuitamente una moneda.

En las calles importantes de Constantinopla, junto al Gran Puente, cerca de los tranvías y muelles de embarque, en el Gran Bazar y en todos los lugares de algún tránsito, existen numerosos puestos de cambiadores de moneda, antiguos compatriotas nuestros que siguen fieles a Abraham y Moisés.

En Constantinopla, el que no lleva a mano «moneda menuda», aunque guarde en su bolsillo oro y billetes a puñados, como si no llevase nada. El cochero o el conductor de tranvía le hace bajar para que vaya al cambiador más inmediato, y el que despacha billetes en una taquilla o cobra peaje en el Puente le enviará al judío más próximo, sin dejarle pasar.

Cambiáis una moneda de oro, y el cambiador os da el dinero en medjidiés de plata, especie de duros turcos, quedándose por el cambio con una piastra, que es aproximadamente lo que un real en España. Después se os ofrece cambiar uno de los medjidiés, y el cambiador os entrega cuartos de medjidié, que son como las pesetas turcas, y se queda otra piastra. Luego cambiáis en otro sitio una de esas pesetas y se quedan otra piastra... y así, de cambio en cambio, de cada veinte francos el cambiador se queda con uno o más. El que conoce esta costumbre cambia de golpe una pieza de oro en «pequeña moneda», y tiene que ir con los bolsillos repletos de piastras y paras, monedas más pequeñas que botones de camisa.

La moneda de oro tomada de un judío es pérfida y peligrosa. No pasa por sus manos que no la lime hábilmente para arrancarle un poco de polvo de oro, y así, de rascuñón en rascuñón, juntando limaduras, se gana doce o quince francos «extraordinarios», según las piezas que toca durante el día. Después, en los Bancos y demás establecimientos públicos donde conocen la artimaña, someten las monedas al peso, y el incauto que las ha tomado pierde dos o tres francos.

La discusión con el «compatriota» que intenta estafaros es interesante, por la fogosidad con que se expresa y los ademanes dramáticos que acompañan a su castellano especial.

—Que por mis hixos que no te engaño, señoreto... Que toma la pieza, que yo soy un buen trocador de dinero... Que la tomes como si fuese una alahaxa... Que por mis viexos te lo juro, que antaño vinieron de allá, como tú vienes agora; porque yo, señoreto, también soy espanyol.

XIX. LOS QUE PASAN POR EL GRAN PUENTE

Unos mocetones con la gordura musculosa de los turcos, vistiendo largas blusas blancas semejantes a camisones de mujer, cortan el paso al transeúnte extendiendo una mano. Son los cobradores del Puente, que exigen el peaje: diez paras.

Toda Constantinopla pasa por el Gran Puente. Los turcos del viejo Estambul necesitan ir a Gálata y Pera, donde están los Bancos, los Consulados, las Embajadas, los grandes almacenes, y los habitantes de estos dos barrios europeos se ven obligados a pasar a la ciudad turca, porque en ella se encuentran los centros administrativos del Gobierno otomano, la Sublime Puerta, con sus ministerios e innumerables dependencias.

No hay en las grandes calles de Londres ni en los bulevares de París lugar alguno tan concurrido como el Gran Puente. La plataforma de madera tiembla bajo el rodar de los carruajes y el paso de millares de transeúntes. Aturde y ensordece el vocear de este pueblo políglota, donde el que menos habla cinco idiomas y son mayoría los que poseen más de doce. Asombra y deslumbra la carnavalesca variedad de los trajes.

Al entrar en el Puente parece éste un campo interminable de rojos geranios. Miles de gorros oscilan al marchar, sirviendo de remate lo mismo a tocados puramente turcos que a trajes europeos. Los marinos otomanos completan su uniforme, igual al de todas las marinas del mundo, con el fez, que da una gracia exótica a su aspecto de navegantes europeos. Los oficiales, con sus insignias a la inglesa, enguantados de blanco, calzados de charol y el sable bajo el brazo, cubren también su cabeza con el gorro turco, que es obligatorio para todo súbdito otomano y para todo extranjero dependiente del Gobierno.

El Ejército de tierra, uniformado a la alemana, guarda también el cubrecabezas nacional, y el mismo fez escarlata sirve al último soldado que al pachá, que se muestra en caballo brioso, con dorada silla, saltando sobre sus hombros el oro de las pesadas charreteras al compás del galope.

Sobre la nota oscura y dorada de los uniformes militares destácase la muchedumbre variadísima de Constantinopla, formada de diecinueve pueblos distintos, que aún guardan sus usos y sus trajes tradicionales. Pasan los árabes del lejano Yemen o los moros africanos de la Tripolitania, con sus chilabas pardas y la cuerda de pelo de camello anudada a las sienes; los croatas, que sirven de porteros en las grandes casas de Constantinopla, vestidos de rojo y azul, con gran profusión de galones y bordados, un bonetillo redondo sobre la bigotuda cabeza y un enorme revólver de Éibar atravesado en la faja; los albaneses y macedonios, con faldillas blancas, planchadas y encañonadas, sobre el traje oriental; los judíos, con la túnica a rayas de los días de fiesta, y encima un gabán de pieles, aunque sea verano; los armenios, con un pañuelo de hierbas anudado en torno del gorro; los griegos, vestidos a la europea, pero con una palidez aceitunada y unos ojos como tizones, que revelan su origen; el clero innumerable de imames, soffas y derviches, unos con el turbante blanco, otros con el turbante verde, recuerdo de su peregrinación a La Meca, algunos con gorros de grotesca forma, y todos ellos con el rosario de ámbar en la mano, repitiendo a cada cuenta la monótona alabanza a Alá.

La muchedumbre tiene que apartarse, abriendo sus filas a cada momento, para dejar paso a los carruajes, que avanzan veloces, o a las sillas de mano, que todavía son aquí de uso corriente: aparatosas literas, dentro de las cuales van las damas turcas a sus visitas, en los estrechos callejones.

Un pelotón de jinetes, carabina en mano, escolta a un coche que todos saludan. Es el Gran Visir que va a la Sublime Puerta. Tras él pasan varios cargadores armenios, no menos temibles que un vehículo, pues marchan abrumados por pesos inauditos que no les permiten mirar ni apartarse.

En Constantinopla es donde se ve con asombro hasta dónde pueden llegar las fuerzas del hombre. Por algo dice el proverbio: «Fuerte como un turco.» La estrechez de las calles y el respeto amoroso que siente el otomano por los animales son causa de que en Constantinopla se haga todo a brazo: el comercio, las mudanzas, etc. Se ven venir por el Gran Puente pilas de cajas que parecen marchar solas, pues apenas si se distinguen entre ellas y el suelo unos pies entrapajados y un fez, tras el cual suena un bufido de asfixia. Yo he visto a un cargador armenio echarse un piano a la espalda, en una mudanza, y emprender la marcha, vacilando bajo el peso, pero sin detenerse un momento. Los hombres, abrumados por este esfuerzo sobrehumano, caminan a ciegas, y el público tiene que huir de sus fatales encontronazos.

Por el centro del Puente se abren paso de pronto, con las manos cruzadas sobre el estómago, en una actitud frailuna de mansedumbre, varios señores vestidos de negro. Llevan la elegante levita de corte, llamada stambulina, sin solapas y cerrada como una sotana, que es aquí el traje de ceremonia. Tras ellos marcha lentamente una carroza que todos saludan, y en su interior se ven varias damas envueltas en velos blancos, o un caballero de gorro rojo con bigotes a lo «kaiser». Son señoras del harén imperial que vienen a comprar a la ciudad, con un séquito de empleados palatinos, o alguno de los innumerables hijos, hermanos o sobrinos del Sultán.

Con aire de superioridad se abren paso a codazos unos negros elegantemente vestidos del mismo color de su piel, con la stambulina de ceremonia y el fez muy recto sobre las pasas de la crespa cabeza. Tienen las piernas larguísimas, el cuello es enorme, y en su rostro chato e insolente hay algo de infantil y meticuloso, que hace imaginar una vida de chismorreos, intrigas y murmuraciones. Cuando abren la boca sale de sus gruesos labios un chillido estridente, semejante al del pavo real; algo extrahumano, falso y grotesco, que hace reír e irrita al mismo tiempo. Son personajes que viven aparte, y a los que mira la gente con cierto respeto; son eunucos del palacio imperial o de los harenes de los grandes pachás, que, habituados a su existencia entre beldades misteriosas y grandes magnates, parecen tristes y descontentos cuando se dejan ver en las calles de Constantinopla.

Algunas veces van sentados en el pescante de un coche de lujo, en cuyo interior ríen y comen dulces cuatro beldades turcas vestidas con trajes parisienses de la rue de la Paix, y con el rostro cubierto por una finísima nube de gasa, que realza engañosamente sus facciones pintadas. Estas mujeres de pachá, que van a las grandes tiendas de Pera, son turcas modernas que hablan francés e inglés, tocan el piano, leen novelas «psicológicas» con cubierta amarilla traídas de París, y conocen todas las seducciones de la vida europea... todas, menos el adulterio, que es aquí imposible, no por falta de ganas, sino por la vigilancia brutal, continua e incorruptible, que nadie consigue vencer, por más que digan e inventen poetas y novelistas.

Las turcas más modestas, esposas de musulmanes pegados a la tradición que viven en Estambul, o las simples mujeres del pueblo, van a pie, vistiendo amplios trajes semejantes a dominós de gruesa seda adamascada, negra, roja, verde o azul. Por las amplias mangas de esta envoltura asoman los brazos de la blusa interior, encintada y vaporosa. Las manos enguantadas sostienen la sombrilla y el bolso. La abertura del capuchón que corresponde al rostro tiene un teloncillo de seda negra a modo de máscara, que en unas es tupida e inaccesible a toda mirada y en otras diáfana y atrayente, como una invención de la coquetería.

La calidad de estas mascarillas permite apreciar el valor de lo que se oculta detrás, aun antes de verlo. Regla general: todo velo espeso esconde una vieja dama o una fea desfigurada por las horribles enfermedades de Oriente. Al través de los velos claros se encuentra siempre alguna cara de criadota española o de monja fresca, con triple barbilla, carrillos de luna arrebolados por el colorete y unos ojos hermosos, de vaca tranquila, agrandados por tiznajos negros.

La moral y la decencia son frágiles invenciones humanas, que cambian con la mayor facilidad, según los tiempos y los pueblos. Estas damas turcas, para las cuales es una indecencia levantarse el velo ante otro hombre que su legítimo señor, y a las que vigila en todas partes la terrible Policía otomana para que no cambien una palabra con el extranjero, se arremangan la faldamenta hasta más arriba de la rodilla, aunque no llueva, y muestran con la mayor naturalidad sus pantorrillas enormes, con medias a rayas, multicolores y chillonas, que, según dicen los comerciantes de aquí, proceden de Cataluña.

Estas máscaras encapuchadas y misteriosas, bajo la luz del sol que caldea los maderos del Gran Puente, dan un atractivo novelesco a la multitud. Las mujeres circulan entre el gentío con la mayor tranquilidad, sabiendo que nadie osará mirarlas, que todo musulmán bajará la vista para no verlas, como el que evita una acción vergonzosa, y por esto, cuando se encuentran sus ojos con los ojos audaces del europeo, unas, las más hermosas, sonríen con cierta turbación, y otras crispan su cara, indignadas, encabritándose su fealdad bajo el acicate religioso.

De toda la multitud cosmopolita que diariamente circula por el Gran Puente, el más simpático y cortés es el turco. Yo no entiendo su lengua, pero los ademanes constituyen un idioma inteligible y claro para el extranjero, que, privado del habla, observa con mayor atención. Además, los que conocen el turco elogian con entusiasmo la cortesía y mesura de este pueblo grave, un tanto triste, pero bueno y generoso. No hay idioma, según ellos, que contenga iguales expresiones de afecto. La madre turca habla siempre a sus pequeños dándoles el nombre de flores o graciosos animales: el hombre tributa al extranjero o al amigo los más extremados elogios, al par que le da hospitalidad y protección.

La caridad cristiana de los pueblos occidentales, que tienen las calles llenas de mendigos y deja morir de hambre a muchos infelices, es bien poca cosa considerada desde Constantinopla. Aquí los pobres son muchísimos miles, y sin embargo, sólo se encuentran pordioseros en el Gran Puente o en los alrededores de alguna mezquita, y éstos nunca son turcos, sino griegos y judíos. El pobre es sagrado para el turco, y no se contenta con darle unos céntimos, abandonándolo después, satisfecha la conciencia, sino que le abre su casa y le da cuanto necesita. En este pueblo generoso, que tiene la noble manía de la protección, todos los pobres están «colocados», todos cuentan con una casa a la que se adhieren como si fuese suya.

De los actos exteriores del otomano, el que más admiro, como suprema expresión de nobleza, es el saludo. Los europeos no sabemos saludar. Cogemos el sombrero, lo levantamos con más o menos rudeza, sonreímos, y ya está hecho todo. El turco es un verdadero artista de la cortesía. Su gorro rojo es inconmovible. Se lo pone al levantarse y no se despoja de él ni un instante hasta la noche. Descubrirse la cabeza es la mayor descortesía y algo así como una blasfemia religiosa. Quitarse el cubrecabezas para saludar significaría lo mismo que si un europeo se despojase de un zapato para dar la bienvenida a una señora. Esta necesidad de mantener el fez recto e inmóvil sobre la cabeza, como si estuviese metido a tornillo, ha confiado a la mano y a los ojos todo el saludo.

¡La noble dignidad oriental de los turcos al encontrarse...! La mano, que parece hablar, desciende a la orilla, y de allí se remonta al corazón, pasando luego a la frente, al mismo tiempo que el cuerpo se inclina con majestad y los ojos expresan el respeto y la alegría del encuentro, con un arte y una gracia que ningún europeo puede imitar.

De vez en cuando, entre esta muchedumbre que transcurre por el Gran Puente se ven ojos negros de mirada inquietante, perfiles de aves de presa, sonrisas melosas que hacen llevar las manos a los bolsillos, gentes corteses que infunden pavor.

Constantinopla es el gran vertedero del continente. Aquí se ocultan y se pierden los más temibles aventureros. Turquía es un pan blando en el que vienen a hincar el diente los lobos más temibles del mundo.

Esos turcos de aspecto inquietante, que sólo son turcos por el fez que llevan en la cabeza, inspiran miedo con sobrado motivo... Son europeos, y el europeo es lo peor de Turquía.

XX. EL GRAN VISIR

Mi amigo Mizzi es un abogado inglés notabilísimo, que desde hace treinta y cinco años vive en Constantinopla. Habla y escribe con la mayor facilidad doce idiomas, y en un mismo día perora ante el tribunal consular de Inglaterra, hace una defensa en turco, escribe una demanda en griego o en ruso, y acaba su jornada en el Consulado español expresándose en castellano.

Desde Constantinopla ha ido a defender pleitos a Siberia. Otra vez fue a Bagdad y a Bassora, países de leyenda, para intervenir como abogado en una herencia de príncipes árabes, que se disputaban sacos de diamantes, de rubíes y esmeraldas. Sólo en Oriente pueden encontrarse estos litigios de cuento fantástico.

Mizzi es inglés porque nació en Malta; pero su madre era española, y él siente un gran afecto por España. Es consejero legista de casi todas las Embajadas y Consulados; condecoraciones y títulos llueven sobre él de las más importantes naciones de Europa, y sin embargo, lo que más aprecia es su nombramiento de vicecónsul de España. The Levant Herald, el diario más grande de Constantinopla, es propiedad suya, y él trabaja diariamente, dando al público una información del mundo entero. Ir con Mizzi por las calles de Pera y Gálata es asistir a un desfile de popularidad. Saludo a un turco en su lengua, conversación con un griego, diálogo con un francés o un italiano, sombrerazos, apretones de manos, frases cariñosas; un curso completo de idiomas.

Una mañana me lleva Mizzi a saludar al Gran Visir, antiguo amigo suyo de la juventud.

¡El Gran Visir...! Este nombre evoca visiones de inmenso poder; hace recordar las lecturas de la niñez, los mágicos cuentos de Las mil y una noches; presenta ante la imaginación un imponente personaje de luenga barba y turbante blanco enorme como un globo, con una majestuosa cohorte de esclavos, ejecutores, escribas y fanáticos santones.

El Gran Visir de Turquía, que es más que nuestros jefes de Gobierno—algo así como el vicesultán—, resulta uno de los personajes más importantes del mundo. Gobernar naciones como, por ejemplo, España, puede hacerlo cualquiera. Con tener una mayoría en las Cámaras, todo está asegurado. Ningún peligro exterior amenaza al país, y la vida interior se desarrolla plácida y entretenida al través de chismes y comadreos, a los que se da el nombre de política, entendiéndose todos al final, pues la estrechez de horizontes impone la vida en familia a unos y a otros.

Para llegar a Gran Visir hay que ser un hombre extraordinario. Sustentar unidas y en paz las diecinueve razas del Imperio, separadas por odios históricos y radicales diferencias religiosas; gobernar desde Constantinopla el lejano Yemen, poblado de fanáticos que se irritan al ver que Turquía hace una vida europea, o Bagdad, alejada de la capital por un viaje de cincuenta y cuatro días—casi tantos como se necesitan para dar la vuelta al Globo—, y al mismo tiempo hacer frente con engaños y energías al tropel de lobos de las grandes potencias europeas, que ya han arrancado miembros enteros del cuerpo otomano, y cada vez aúllan más fuerte, pidiendo nueva carnaza, todo esto es empresa que requiere la inteligencia y la firme voluntad de un hombre superior.

Vamos a visitar al Gran Visir en su casa, antes de que se traslade a su despacho de la Sublime Puerta, en las primeras horas de la mañana, pues este personaje, sobre cuya inteligencia pesa todo un Imperio, es un gran madrugador.

Llegamos al palacio, situado en las afueras de Pera, cerca de un gran campo de maniobras, donde galopan, en traje de campaña, varios escuadrones de caballería. Un cuerpo de guardia, con numerosos centinelas, se eleva frente a la vivienda del Gran Visir, precaución que no es superflua en este país, donde han sido frecuentes los atentados contra el sultán y sus ministros.

El palacio no tiene nada de oriental. Es una gran casa, con amplias escaleras de mármol. El fez de los empleados y servidores que van de un lado a otro y la falta de alumbrado eléctrico son los únicos detalles que recuerdan a Turquía.

Entramos en una pequeña antesala, saludamos a otros visitantes que aguardan, y ellos nos contestan con la grave cortesía oriental, inclinándose, llevándose su diestra de las rodillas al corazón y a la frente. Son turcos de correcto exterior, con el fez muy planchado y erguido y la negra levita militarmente abrochada; imames jóvenes, de luenga barba, elegantes y limpios, que para entretener la espera pasan entre sus dedos, con vertiginosa rapidez, las cuentas del rosario. Nos distraemos fumando cigarrillos orientales, hasta que un oficial del Gran Visir viene a advertirnos que Su Alteza nos espera, recibiéndonos antes que a los demás visitantes. Éstos aguardarán con su paciencia turca, que ignora el valor del tiempo y del número.

Mizzi me advierte que debo llamar Alteza al Gran Visir. En Turquía, fuera de la familia del sultán, no hay más que dos altezas: el Gran Visir... y el Gran Eunuco del harén imperial.

Pasamos ante un salón de enormes proporciones, que parece un almacén de muebles por la gran cantidad que contiene de sillerías, lámparas, cuadros, cojines y espejos, todo europeo. Son regalos de los Gobiernos extranjeros al primer ministro turco, y que éste amontona en el salón destinado a las fiestas diplomáticas. Los objetos de Europa, con su abigarrada y rica variedad, quedan en la pieza destinada a recibir a los europeos. Más allá está la vida íntima, la vida turca.

Me veo de pronto en un pequeño gabinete. Tres hombres están de pie, con levita negra, calado el fez, la mirada en el suelo y las manos cruzadas sobre el abdomen, en actitud rígida y respetuosa. Otro hombre, también de levita, avanza hacia nosotros, sonriendo, con una mano tendida. Creo estar en una antesala desde la cual van a anunciarnos al poderoso personaje... Pero no: estoy en el gabinete del primer ministro de Turquía, y el hombre que sonríe y nos tiende la mano es el propio Gran Visir.

Me siento desconcertado por esta sencillez. El gabinete es una pieza de paredes blancas y desnudas, sin otro adorno que una fotografía del Sultán. En un extremo, dos pequeñas librerías con cristales de colores. Unos divanes bajos, de sedas oscuras, son los únicos muebles, y junto a una ventana que encuadra un pedazo de cielo y de jardín acaba de tomar asiento el poderoso personaje.

Nada hay en él que recuerde Las mil y una noches. Ni su aspecto ni su habitación revelan el poder inmenso de que está investido. Parece un señor europeo que por exótico capricho se ha calado el fez como una gorra. Viste de negro, y por entre las solapas de su levita asoma un rico chaleco de seda oriental. Al colocar una pierna sobre otra, la boca del pantalón deja ver en el interior de éste una alta bota a la turca, único detalle que desentona en su aspecto europeo.

Tomamos asiento junto a él y empieza a hablarme en francés, con acento claro y sonoro, dando a sus palabras una majestad natural, a la que acompañan los más notables ademanes.

Realmente, Ferid-Pachá, Gran Visir de Turquía desde hace nueve años—período de gobierno que no alcanza ningún político de Europa—, es un hombre extraordinario. Me siento subyugado por la majestad de sus maneras de gran señor, por la sonoridad poética de su voz de barítono, por el fuego de su mirada, que quiere hacer amable, y, sin embargo, es imperiosa y firme; la mirada del Visir en los cuentos orientales.

Es un hombre de gran estatura, fuerte y musculoso, sin dejar de ser delgado, y con una hermosa barba negra que empieza a blanquear. Tendrá poco más de cincuenta años, y en sus ojos brilla el fuego entusiasta de la primera juventud.

Sobre su rostro europeo se destaca la nariz, como un signo de raza: una nariz de turco peleador, encorvada como pico de combate, con las aletas anchas y palpitantes.

Ferid-Pachá, con esa benevolencia protectora de los otomanos, me sonríe y muestra interés por conocer mis impresiones sobre Constantinopla y si me es grata la estancia en ella.

Mientras él habla, yo le contemplo y evoco rápidamente su historia. Ferid-Pachá es un albanés, un turco que ha nacido cerca de Italia y de Grecia. Su juventud en la Universidad de Janina fue brillantísima. El futuro gobernante asombró a los profesores griegos con sus profundos estudios sobre los poetas de la Antigüedad. Luego vino a Constantinopla, entrando en la administración pública, donde escaló con rapidez los primeros puestos. Fue gobernador de lejanos pueblos de Asia—algo así como los antiguos virreyes americanos—, hasta que su talento político llamó la atención del sultán, que le hizo su Gran Visir.

Al mismo tiempo que le escucho, mis ojos vagan por la habitación, admirando su sencillez. Sobre una librería portátil, vecina al gran personaje, hay un busto de mármol, el único que adorna el gabinete. Yo conozco esta cara arrugada de vieja maliciosa; pero me desorienta su cráneo pelado. La he visto en muchos sitios, y sin embargo, no puedo recordar su nombre. ¿Quién es...?, ¿quién es...?

La hermosa voz de Ferid-Pachá toma una expresión más grave, la temblona majestad del imam que declama su plegaria, y dice así:

—De todos los pueblos con los que vive Turquía en excelentes relaciones de amistad, España es uno de los que amamos más sinceramente. Ningún mal hemos recibido de ella; siempre la amistad y el cariño guiaron nuestras relaciones; sus desgracias las sentimos como nuestras, pues aunque vivimos alejados, existe algo inexplicable entre los dos pueblos que los une con sincera amistad.

Hasta aquí su expresión era de majestuosa cortesía; pero de pronto cerró enérgicamente la mano derecha y añadió con sincero entusiasmo:

—¡Ah, España! ¡Qué tenacidad para vivir! ¡Qué fuerza para levantarse cuando tropieza! Admiro a vuestra nación, más aún por su enérgica voluntad en tiempos de paz que por su valor en la guerra. Todo un siglo de calamidades ha pesado sobre su historia: guerras civiles, revoluciones, pérdidas de territorios, y, sin embargo, se ha levantado de tantas caídas, y sigue su camino, y resucita cuando la creen muerta, y desarrolla sus riquezas naturales. ¡Ah, España, noble pueblo de la firme voluntad de vivir...!

Y al hablar de territorios perdidos, de guerras desgraciadas y de la voluntad de vivir por encima de toda clase de infortunios, sus ojos miraron en torno de él con cierta tristeza.

En el fondo de la habitación seguían en fila y de pie los tres subordinados, como testigos mudos, con las manos cruzadas sobre la levita y las cabezas inclinadas hacia el suelo.

El Gran Visir recobra su majestuosa frialdad y empieza a hacerme preguntas, aprovechando la ocasión para enterarse de mi lejano país.

—¿Vuestra flota la vais a rehacer ahora?

—Eso dicen, Alteza.

—Bien, muy bien. Una gran nación necesita barcos. Pero creo que a los españoles les ocurre lo que a los turcos. Les gusta más pelear por tierra que por mar... ¿Quién es ahora el generalísimo de vuestro ejército?

Yo le digo que en España no hay generalísimo, y que el ejército lo dirige el ministro de la Guerra. Su Alteza frunce el ceño, como para recordar un nombre.

—Y Weyler, ¿qué hace ahora?

—Es un general como los otros.

—Martínez Campos murió, ¿no es así...? Aquél era un hombre.

Y Ferid-Pachá sonríe y vuelve a cerrar el puño con expresión de energía. Me hace otras preguntas sobre España, y yo, mientras las contesto, sigo mirando el busto. Pero ¿de quién será...?

—¿Conocéis a Monsieur Moret? Es abogado nuestro. Nos lo ha recomendado el emperador de Alemania para que intervenga en un asunto de Turquía.

Y Ferid-Pachá, con una expresión triste, me cuenta en breves palabras el asunto. Uno de tantos abusos de la rapacidad europea; grandes empresas de Occidente que vienen a establecerse en Turquía con el pretexto de civilizarla, y luego de enriquecerse engañando la sencillez otomana, todavía se fingen perjudicados y exigen enormes indemnizaciones al Gobierno.

Su Alteza sigue haciéndome preguntas sobre mi país, y yo continúo mirando el busto con excitada curiosidad.

—¿Y vuestro rey?—pregunta, sonriendo, el Gran Visir.

No sé qué contestar a esta breve interrogación, y el personaje añade con dulce sonrisa:

—¡Qué actividad! ¡Qué exuberancia de vida! ¡Oh, la juventud...! Vuestro rey nos inspira grandes simpatías. Viaja, se entrega a los deportes, le gusta ser soldado, se divierte... Hace bien, hace bien.

Luego añade con expresión sentenciosa:

—Los monarcas deben divertirse. Para eso tienen servidores fieles que se encargan de gobernar por ellos, sufriendo las amarguras del Poder.

Llega el momento de despedirnos con solemnes saludos orientales. Al pasar junto al busto lo reconozco de pronto y me explico mi torpeza. Estaba acostumbrado a ver con peluca esta cabeza de mono malicioso.

Es Voltaire.

XXI. EL PALACIO DE LA ESTRELLA

El marqués de Campo Sagrado, nuestro ministro en Constantinopla, es el más conocido de los representantes diplomáticos. Hasta los turcos modestos de Estambul conocen su nombre. Nueve años de permanencia en Turquía y un carácter franco y bondadoso de gran señor, que para inspirar respeto no necesita imitar a ciertos embajadores, altivos e inabordables como reyes, han dado al marqués una gran popularidad en Constantinopla.

Cuando se citan los nombres de los representantes de Europa, el de Constans, embajador de Francia, y el de Campo Sagrado, son los primeros que acuden a la memoria de los turcos. Al pasar yo la frontera otomana, apenas dije a los encargados de los pasaportes que iba recomendado al embajador de España, todos, funcionarios y viajeros del país, le designaron por su nombre.

—¡Su Excelencia el marqués de Campo Sagrado...! Un gran señor muy simpático. Lo conocemos; le vemos muchas veces en su carruaje por la gran calle de Pera.

Hasta las damas turcas, que parecen vivir aisladas del mundo cristiano y fingen ignorar la existencia de «infieles» en Constantinopla, conocen todas al representante de España, y cuando le ven, sonríen amablemente bajo sus velos.

Es un excelente embajador para un país como el nuestro, que tiene pocas relaciones con Turquía. Ya que le faltan ocasiones para ejercitar su acción diplomática, mantiene el prestigio de España a honrosa altura con su generosidad y su cortesía, condiciones que alcanzan profundo respeto en este pueblo oriental, amigo de imponentes exterioridades.

Cuando llegué al palacio que tiene España en Buyuk-Deré, en la ribera del Bósforo, cerca del mar Negro, vi avanzar a Campo Sagrado, sonriente y corpulento, con un aire animoso de segunda juventud, tendiéndome su fuerte diestra de cazador asturiano. Este Nemrod infatigable, luego de perseguir al oso en sus montañas natales, ha pasado muchos años en las estepas rusas cazando con el zar y los grandes duques, y ahora acosa a los venados turcos en compañía de los pachás más poderosos. Cuando el Sultán conversa con él, se entera con interés de sus hazañas venatorias.

—Está usted en su casa—dice el marqués con graciosa amabilidad—. Ésta es la casa de España.

Y nos da un almuerzo, en el que figura como plato de circunstancias un buen arroz a la valenciana.

El almuerzo es bueno; al final se brinda por la lejana patria... pero más notable es aún el comedor. Por un lado, las ventanas dejan ver el parque de la Legación, que extiende su arboleda cuesta arriba por la ribera europea. En el lado opuesto, las arcadas de una logia sirven de marco al mágico espectáculo del Bósforo y a las verdes montañas de la vecina costa de Asia. Por la extensión azul pasan caiques con remeros vestidos de blanco, y sentadas en el fondo de estas ligeras embarcaciones, damas turcas, que sólo dejan ver encima de la borda su cabeza encapuchada, teniendo frente a ellas esclavas negras, libres de velos. El sol de mediodía hace temblar las aguas con chisporroteos de oro. Un viento frío que viene del mar Negro aligera la ardorosa temperatura estival.

—Verá usted en Constantinopla muchas cosas interesantes—dice el ministro de España—. Pero créame a mí, que llevo en estas tierras algunos años: los dos espectáculos extraordinarios, lo que no puede verse en ninguna otra parte, son el Bósforo y el Sélamlik.

El Bósforo ya lo había visto yo, en toda su extensión, al dirigirme a la Legación de España. Me quedaba por ver el Sélamlik, cosa difícil para la gran mayoría de los extranjeros, pues se necesita para ello la recomendación de un embajador. Pero Campo Sagrado es incansable cuando se trata de favorecer a un compatriota, y a pesar de encontrarse un tanto enfermo, me acompañó en persona a la ceremonia palaciega.

Todos los viernes, al mediodía, el sultán va con gran pompa a hacer su plegaria a la mezquita Hamidié, vecina a su palacio. Es el único momento en que se deja ver públicamente.

Abdul-Hamid podía prescindir de esta ceremonia, especialmente desde hace tres años, en que estuvo próximo a perecer, por la explosión de una máquina infernal, a la salida de la mezquita. Pero el «Comendador de los Creyentes» quiere cumplir sus deberes de supremo jefe religioso, y en treinta y cinco años, sólo dos viernes, por causa de enfermedad, ha dejado de presentarse en el Sélamlik.

Esta asistencia voluntaria a una fiesta en la que ha sido objeto de atentados demuestra que Abdul-Hamid no vive sometido a los temores ni le trastorna una manía persecutoria, como han hecho creer los armenios que escriben desde París.

El Sultán vive más allá de los arrabales de Constantinopla, en Yildiz-Kiosk o Palacio de la Estrella, extensión amurallada como diez o doce veces Madrid, en la que hay un lago donde pesca y navega a vapor, caminos por los que corre en automóvil, bosques plagados de caza y unos cincuenta palacios, que habita y abandona a su capricho, mudando de residencia varias veces en una misma semana. Con una instalación tan completa se comprende que el majestuoso señor no sienta ningún deseo de visitar Constantinopla. Sólo una vez por año entra en la gran ciudad; pero es por mar, atravesando el Bósforo en dorado caique, para hacer una visita religiosa al Viejo Serrallo, donde se guardan como milagrosas reliquias el manto y el estandarte del Profeta.

Todos sus caprichos y deseos puede cumplirlos sin salir del inmenso jardín que le sirve de palacio. Entre esposas legítimas, odaliscas y parientas, su harén guarda unas trescientas mujeres.

No por esto hay que suponer al Sultán entregado a pecaminosas diversiones. Hombre de gran actividad para los negocios públicos, quiere saber todo lo que ocurre en sus vastos dominios, y le falta el tiempo para tantos estudios, consultas y audiencias. Su harén numerosísimo es puro aparato; necesidad de seguir las tradiciones musulmanas. Abdul-Hamid repite—según dicen—, con la certidumbre de la experiencia, que el hombre sólo debe acordarse de tarde en tarde de las mujeres, para no ser un esclavo.

Cinco mil personas forman su servidumbre alta y baja. Las cocinas imperiales dan de almorzar y de comer diariamente a cinco mil bocas, con la generosidad propia de una vivienda imperial. Imagínese el lector los carros de pan, los rebaños de ovejas y carneros, los cargamentos de hortalizas, las tinajas de miel y otras vituallas que diariamente entran en las despensas del palacio. A los cinco mil servidores hay que añadir los regimientos que acampan en el recinto de Yildiz-Kiosk, lo que forma un total de diez mil personas.

El intendente del palacio es un importante personaje; pero el Gran Eunuco es superior a él, y exhibe con orgullo su título de Alteza. En realidad, es el más poderoso de los funcionarios de una monarquía absoluta, pues conoce de cerca las debilidades del señor, y esto crea siempre cierta confianza.

Tenía grandes deseos de ver de cerca a este extraño personaje, y amigos influyentes preparaban nuestra entrevista. Después he desistido. ¿Para qué? El Gran Eunuco iba a recibirme en su casa, una casa a la europea, con muebles seguramente traídos de Viena, que serán su orgullo. Además, sólo habla turco. Para ver la colección de blondas artísticas que está formando y que exhibe a los extranjeros, no vale la pena de molestarse y llamar Alteza a este grotesco y triste personaje.

No es fácil el acceso al Palacio de la Estrella. El día del Sélamlik, los embajadores, que son en Turquía los personajes más respetados después del Sultán, se quedan fuera del palacio en un elegante y grandioso pabellón de dos pisos, entre el Yildiz-Kiosk y la mezquita Hamidié. Allí, en un palacio anexo, recibe el Sultán a los embajadores, después de la ceremonia religiosa, si es que tiene algo que preguntarles o comunicarles.

Cuando por algún asunto urgente entran los representantes diplomáticos en el interior del inmenso jardín, siempre los recibe Abdul-Hamid en un palacio o kiosco distinto.

Los banquetes en Yildiz-Kiosk son algo semejante a las fiestas de Las mil y una noches. El convidado se ve en un salón con gruesos candelabros de oro de la altura de dos hombres. Los platos son de oro trabajado a martillo; los cubiertos de oro; de oro las botellas y hasta las argollas de las servilletas.

Casi siempre estos banquetes son de treinta o cuarenta cubiertos; pero hace poco se dio en palacio una comida a la oficialidad de la flota inglesa—unas doscientas personas—, y el servicio fue de oro, tan completo como siempre, sin que se notase la menor falta por el excesivo número de convidados. Este palacio de misteriosas riquezas es inagotable. Comerían mil a la mesa del Sultán, y es posible que a nadie le faltase su pila de platos de oro y su áureo cubierto.

En Turquía, la riqueza ostentosa resulta aplastante. El viajero se marcha hastiado para siempre de las piedras preciosas, enormes hasta la ridiculez, y tan exageradamente ricas, que se acaba por perderlas todo respeto.

Algo semejante ocurre con las condecoraciones. El Sultán, al darlas, regala las insignias en brillantes. Los maîtres que dirigen el servicio en un banquete del sultán llevan el pecho cruzado de bandas y constelado de estrellas de diamantes. El Gran Señor condecora también a las damas turcas, hijas o parientas de los pachás; y muchas de las encapuchadas que pasan en carruaje por las calles de Estambul, yendo a visitas y fiestas, llevan bajo el misterioso dominó bandas multicolores y estrellas y medias lunas de brillantes.

Trotan los escuadrones de jinetes por las fangosas calles vecinas al Bósforo, camino de Yildiz-Kiosk; pasan en sus carruajes imponentes pachás, bordados, galoneados y con pesadas charreteras de oro; desfilan los batallones precedidos de una música con alegres chinescos; presentan las armas los cuatro centinelas de cada cuartel a los coches de los diplomáticos, que llevan en el pescante al cabás, criado que sirve de insignia a toda la Legación, con su uniforme de oficial turco, completado por el sable corvo y el revólver de funda dorada.

La Constantinopla oficial y vistosa, el ejército, los pachás, la diplomacia, los jefes árabes venidos de los lejanos «vilayetos» asiáticos, todos marchan en la misma dirección.

Vamos al Sélamlik.

XXII. EL SÉLAMLIK

Desde el kiosco destinado al cuerpo diplomático contemplo el más asombroso de los panoramas que ofrece Constantinopla.

En el horizonte, el mar de Mármara une su azul intenso con el azul del cielo, blanqueado por el sol, y extiende la corriente del Bósforo entre la ribera asiática, cubierta de bosques y palacios, y la ribera europea, que desaparece como abrumada bajo el caserío de Constantinopla. El oleaje de tejados rojos y negruzcos se pierde de vista, siguiendo las ondulaciones de las colinas y los ángulos entrantes y salientes de la costa.

Los agudos minaretes, con balconcillos circulares, semejan los mástiles con cofas de blancos navíos encallados e invisibles en la inmensa masa de la ciudad. En la azul extensión del mar se destacan, cual dormidos insectos, los buques de guerra, negros e inmóviles, con manchas de vivos colores temblando junto a sus colas. Son banderas de las grandes potencias que ondean en la popa de los buques «estacionarios», o el pabellón otomano, rojo, con media luna y estrellas blancas, que se exhiben en las vergas de varios yates imperiales que el Sultán no ha visto nunca, o de modernos navíos que envejecen sin levar sus anclas.

De la ventana del kiosco diplomático se domina el mar, las colinas y la ciudad. Desde las hondas orillas del Bósforo remóntanse, formando distintas mesetas, las barriadas y los jardines, hasta las alturas en que se halla situado el Palacio de la Estrella. Un ancho camino pasa por debajo de la ventana; es el que conduce desde la puerta del palacio a la mezquita Hamidié: un trayecto de unos cuatrocientos metros en suave pendiente. En este espacio, que ocupa toda la cumbre de la colina de Orta-Keni, se verifica todos los viernes la ceremonia del Sélamlik.

Van llegando las tropas. No existe ejército de exterior más imponente que el turco. Contra todas las presunciones que puede inspirar la afición de los orientales a lo vistoso y abigarrado, las tropas turcas ofrecen un aspecto sombrío y grave. Sus uniformes oscuros sólo están animados por los vivos toques de rojo de las bocamangas y del fez. Visto desde lo alto, este ejército no ofrece ninguna distinción de categorías. El mismo gorro llevan los generales, y aun el mismo sultán, que el último soldado. El fez, cobertera uniforme de todos los otomanos, unifica las filas. No hay aquí la diversidad de penachos, galones y cascos de los ejércitos occidentales que clasifica a los guerreros según el aspecto de las cabezas. Hay que mirar de cerca a los militares turcos para reconocer en los dorados de sus hombreras las diferencias de categorías.

Desfilan al son de estrepitosas bandas de bárbara marcialidad los regimientos de línea, vestidos de oscuro azul, llevando al frente a sus jefes montados en pequeños caballos turcos, que aún parecen más diminutos bajo la obesidad de sus jinetes. Los batallones árabes se distinguen, en esta aglomeración de cabezas rojas, por sus turbantes verdes, color religioso exaltado por el Profeta. Los albaneses, vestidos de blanco, a la zuava, forman en la puerta del palacio como tropa de preferencia, encargada de la guarda del Sultán. Llegan los marinos de la escuadra, con sus oficiales a caballo: unos marinos de altas botas, que llevan al cinto por toda arma el ancho sable de abordaje. Al pie de la colina de Orta-Keni ondean las rojas banderolas de los lanceros. Los regimientos de caballería tienen bandas de música, y se ve a los trombones, enroscados al cuerpo de los jinetes como enormes serpientes de metal, saltar bruscamente a impulsos de los botes de los caballos, ocultos tras un pliegue del terreno.

El aspecto imponente de estas tropas se debe a la edad de los soldados. El ejército turco es un ejército «duro». No se ven en sus filas muchachos barbilampiños y a medio formar, como en los ejércitos de Europa. El soldado turco es hombre de veinticinco a treinta años, fuerte, macizo, bigotudo, en todo el esplendor de su desarrollo. Únase a esto la fe ciega del mahometano, ese fervor religioso que inspira respeto por su ingenuidad aun a los más escépticos, y se comprenderá lo que es una masa de siete u ocho mil soldados otomanos. Después de verlos, nada puede asombrar de cuanto se diga sobre su resistencia ante el enemigo y su fiera conformidad ante la muerte. Se lo imagina uno mal dirigido en los campos de batalla y dejándose matar sin retroceder un paso. Pero volviendo la espalda no hay quien se lo figure.

Al detenerse y extender sus filas a lo largo del camino, descansan sus fusiles en tierra con un golpe seco y uniforme, y quedan inmóviles, con una inmovilidad que parece de ensueño.

Nadie diría que al pie de la ventana hay formados algunos miles de hombres. Ni un susurro, ni una palabra, ni una tos. Hasta los caballos permanecen inmóviles, sin el más ligero relincho. Parece una inmensa exhibición de figuras de cera. La brisa mueve las borlas de los gorros, el oro de las charreteras, las gualdrapas de los caballos; pero esto es todo lo que se agita y parece tener vida en la enorme aglomeración de hombres. Los cuerpos no se mueven; los ojos, vagos y como de vidrio, miran sin ver; las bocas, cerradas, no parecen respirar.

Un silencio absurdo lo envuelve todo; un silencio de pesadilla, un silencio más profundo que el de la noche, reproduciéndose bajo la luz del sol.

En el kiosco, los embajadores y las grandes damas del cuerpo diplomático hablan con entera libertad; pero, sin embargo, sus voces suenan con cierta sordina, como cohibidas instintivamente por el silencio exterior. Campo Sagrado, con su hidalga cortesía española, cumplimenta a las señoras; Constans, el famoso embajador de la República francesa, habla en correcto español, recordando sus años juveniles de Madrid; todo un mundo de oficiales extranjeros, puestos de gran uniforme, agregados diplomáticos, secretarios, dragomanes y elegantes damas, rodea a los embajadores europeos, que son en Constantinopla algo así como semidioses, con más poder que el mismo Sultán, pues muchas veces amargan sus días con enérgicas reclamaciones y turban su sueño.

Las palabras, las risas y los cuchicheos caen de las ventanas como involuntarias irreverencias sobre la muchedumbre guerrera, silenciosa e inmóvil. Ni una mirada se eleva; ni un rostro se contrae. No ven, no oyen, están como muertos bajo la doble mortaja de la disciplina militar y el fervor religioso. Esperan al Padichá, nombre que dan los turcos a su emperador. El título de Sultán sólo lo emplean los árabes.

La conversación y la risa de los europeos tampoco conmueven a los ayudantes de campo del emperador, cubiertos de oro, y a los empleados palatinos, de negra stambulina, que permanecen erguidos e inmóviles en las puertas y ventanas de los salones del kiosco. Imposible moverse sin tropezar con ellos. Levantáis un cortinaje, y vuestra mano tropieza con el pecho de un coronel, inmóvil como un adorno del salón, y que no cambia de lugar ni os mira. Vais a una ventana, e inmediatamente percibís la sensación de que alguien está detrás: un señor de levita y gorro, con un rosario de ámbar en las manos, que jamás fija sus ojos en los vuestros, como si ignorase vuestra presencia.

El Sultán recibe a sus huéspedes con la mayor cortesía, enviándoles orientales saludos de amistad. Estáis como en vuestra casa; los esclavos negros ofrecen cigarrillos; bajo tapices de seda con flores doradas llegan las humeantes tacitas de café y los vasos de oro llenos de confitura de rosas; pero no podéis dar un paso sin que unos ojos os sigan; no podéis sentaros sin que alguien se siente cerca de vosotros; no podéis hablar sin que un señor de uniforme o de levita venga a situarse a pocos pasos, volviéndoos la espalda, para mayor disimulo. Al asomaros a una ventana, debéis arrojar antes el cigarro. Nadie puede llevar nada en las manos. Las señoras deben abandonar sus sombrillas, aunque las tueste el sol. Una maquinilla fotográfica es un crimen que se paga con la expulsión. El alto espionaje, que consume con enormes sueldos una gran parte de la renta pública, vela por la existencia del Padichá con una meticulosidad ridícula.

Un crujido de arena bajo la marcha acompasada de muchos pies turba el profundo silencio exterior.

Me asomo a la ventana. Dos filas de pachás descienden la cuesta, camino de la mezquita, con el sable en una mano enguantada de blanco y moviendo la otra al andar, con una regularidad de simples soldados. Son los generales que tienen empleo palatino o están en los ministerios. Salen del palacio y van a la mezquita, agrupándose en la puerta de ésta para recibir al señor. Sobre sus levitas de oscuro azul, adornadas con grandes charreteras de oro, brillan condecoraciones de un esplendor fantástico: estrellas de brillantes, soles de rubíes y esmeraldas, todas las insignias que puede regalar un monarca oriental de fabulosa generosidad.

Estos pachás son la flor del Imperio. Los hay viejos, tostados y secos, con grandes barbas blancas y gafas de oro, antiguos generales que pelearon con los rusos en las orillas del Danubio y resistieron en Plewna con la tenacidad inconmovible del musulmán. Otros, jóvenes, morenos y obesos, son altos oficiales por la voluntad del Gran Señor: generales por nacimiento, que nunca han mandado tropas; almirantes hereditarios, que jamás pisaron el puente de un acorazado.

El silencio se agranda. En las muchedumbres occidentales, la emoción se manifiesta con empujones de impaciencia y sordos rugidos. Los turcos, al llegar el momento esperado, lo anuncian con una inmovilidad mayor, con un silencio absoluto, absolutísimo; con la ausencia de todo signo de vida.

En el balconcillo del minarete de la mezquita Hamidié aparece un hermoso imam, de barba negra y turbante blanco. Visto de lejos, parece un muñequillo asomado a un balcón de encajes. Extiende, como alas de murciélago, las grandes mangas negras de su sotana, y un canto plañidero y dulce, semejante a una «saeta» andaluza, rasga el denso silencio, descendiendo hasta nosotros como si viniera del cielo.

Empiezan a bajar carrozas por la enarenada cuesta, camino de la mezquita. Son las sultanas y odaliscas del harén imperial; unas cuantas nada más, pues de ir todas en el cortejo, duraría éste horas enteras.

Los eunucos negros, con las manos cruzadas sobre el vientre, marchan formando un círculo en torno de cada coche. En unos van las hermanas e hijas del Padichá; en otros, sus tías; en los que rompen la marcha, las odaliscas preferidas. Entre los generales y almirantes que, sable en mano, forman un grupo ante el kiosco, hay hijos y hermanos del emperador. Lo mismo pueden llegar un día al trono, que morir desterrados en una provincia de Asia, o amanecer con las venas cortadas y unas tijeras junto a la cama, para que todos crean en un suicidio.

Al través de los vidrios de las carrozas se ven blancos velos, ojos pintados de negro, joyas enormes, mantos bordados de oro con una suntuosidad oriental... y vestidos parisienses, chillones y de mal gusto, de esos que los costureros de París guardan, según ellos dicen, para las damas turcas y las millonarias de América.

Un rugido feroz corre al frente de las filas. Los soldados presentan las armas. Un landó sencillo, tirado por seis caballos de una belleza inexplicable, como sólo puede poseerlos el soberano de la Arabia, avanza lentamente. Delante de él y a los lados marchan en revuelta confusión guardias albaneses con el fusil al hombro y la bayoneta calada; pachás que se codean y pisotean con los simples soldados; palafreneros de dalmática bordada, gruesa como coraza de oro; simples dignatarios de palacio vestidos de negro; jefes árabes de nítido albornoz, venidos del Yemen para saludar al descendiente del Profeta. Los grupos de generales y almirantes situados al paso se unen a este grupo que corre en torno del carruaje, oprimiéndose contra sus ruedas y agrandándose por momentos.

Solo en el landeau, con la capota caída, se muestra el emperador, el hombre omnipotente, el Padichá, el Sultán, el Comendador de los Creyentes, rey y pontífice a un mismo tiempo de muchos millones de hombres.

Al pasar ante el kiosco diplomático, levanta los ojos hacia las ventanas y saluda levemente, con gravedad musulmana. Es un hermoso tipo masculino, una figura de guerrero y de creyente. Sin duda va pintado como las mujeres de su harén. A juzgar por los años que ocupa el trono y su anterior juventud, debe estar en los setenta, y sin embargo, la luenga barba es de un negro intenso y el rostro tiene un aspecto de juventud.

Este hombre, que es señor de una parte considerable de Asia y de una de las primeras capitales de Europa, que posee tesoros como los de Las mil y una noches, que es rey de Bassora, la de las perlas, y de Bagdad, la de las fantásticas riquezas, se muestra simplemente vestido de negro, sin un adorno, sin una alhaja, con algo de clerical y severo en su indumentaria.

Lo que se admira al momento en él es la tranquilidad, la resignación valerosa del musulmán. Este hombre no tiene miedo ni puede tenerlo, a pesar de cuanto han dicho los periodistas franceses. Es un fatalista. Si está escrito que le maten le matarán de todas maneras, por ser así la voluntad de Alá. Y a pesar de que en el Sélamlik intentaron asesinarle valiéndose de un vehículo cargado de dinamita, va a él todos los viernes, y pasa bajo las ventanas del kiosco diplomático, desde las cuales se le puede alcanzar fácilmente, y se exhibe más allá, ante una muchedumbre que aguarda bajo el sol contenida por las filas de la tropa.

Las bandas de música hacen sonar el himno imperial, una especie de mazurca alegre; los gritos del imam llegan de lo alto durante las breves pausas del himno; los soldados lanzan por tres veces una aclamación feroz, un grito de guerra que es un viva.

El Sultán penetra en la mezquita. Fuera, en el gran patio, aguardan las damas del harén, dentro de sus carrozas, con los caballos desenganchados, por una precaución tradicional. Todas las tropas vuelven el frente a la mezquita, para no estar, ni aun a gran distancia, de espaldas al emperador.

Cuando media hora después, terminada la plegaria del Sélamlik, vuelve el Sultán al palacio, el regreso parece menos ceremonioso y más entusiasta. El Comendador de los Creyentes, dejando partir las carrozas de las mujeres, los caballos de respeto que llevan de la brida los dorados palafreneros, toda la pompa de su corte, avanza en un ligero cochecillo de dos ruedas, tirado por un tronco de hermosas bestias que él mismo guía, acariciándolas con el látigo. Su hijo favorito, vestido de almirante, se sienta al lado de él.

El tumulto de generales, dignatarios y simples soldados de la guardia se hace mayor en torno del ligero cochecillo. Corren jadeantes los pachás y los oficiales, pisoteándose y aclamando al emperador. Suenan otra vez las músicas; pero apenas se oyen, sofocadas por el griterío de muchos miles de hombres.

Los soldados, silenciosos antes como estatuas, rugen al presentar las armas y ver de cerca a su emperador: «¡Larga vida al Padichá

No son los fríos vivas de ordenanza de otros países. Las aclamaciones del turco vienen de adentro, de lo más hondo.

En este país es inútil soñar con reformas y revoluciones.

Turquía podrá desaparecer; pero cambiar... ¡nunca! Sólo puede ser como es, y así vivirá o morirá.

El buen musulmán jamás discute a su soberano. El Padichá es algo más que un rey de la tierra: es representante de los poderes del cielo. Cuanto él hace, bueno o malo, lo hace Dios, y el turco es el más religioso y resignado de los hombres.

Aun en sus mayores desgracias, al verse en la miseria o ante el cadáver de un ser amado, nunca tiene una lágrima ni una palabra de protesta. Le basta para consolarse suspirar melancólicamente: «¡Alá lo ha querido!»

XXIII. LOS PERROS

Antes de conocer Constantinopla, cuando yo evocaba en la imaginación la gran ciudad oriental, reconstruyéndola con arreglo a ciertas lecturas, lo primero que veía eran los perros, los famosos perros de la metrópoli turca.

Muchas cosas que amaba por los libros no las he encontrado al llegar aquí. Unas han desaparecido bajo las huellas del tiempo; otras eran mentiras poéticas, que jamás tuvieron realidad. Pero los perros, los célebres perros, aquí están, como en otros siglos, llenando las calles, obstruyendo las aceras, dificultando el paso de los vehículos, sin casa, sin amo, sin otro medio de subsistencia que el respeto tradicional y la ternura que siente el turco por todos los animales.

¿Quién no ha oído hablar de los perros de Constantinopla? Hasta hace pocos años eran la única policía urbana de la gran ciudad, el cuerpo de limpieza pública encargado de que las calles no quedasen totalmente obstruidas por carroñas de animales y montones de estiércol. Ahora, la influencia europea ha logrado que la triple ciudad de Constantinopla, o sea Estambul, Pera y Scutari, tengan tres municipios, compuestos exclusivamente de ciudadanos turcos, que velan a su modo por la limpieza de las calles. Hay barrenderos indolenes y carretillas de riego para las principales vías; mas no por esto los perros han perdido sus antiguos privilegios. Al anochecer, de todas las casas arrojan a la vía pública el estiércol y los desperdicios; acuden los perros, la noche entera pasa entre ladridos, mordiscos y estrépito de lucha en torno del festín, y a la mañana siguiente los barrenderos «quitan la mesa», llevándose lo que no han podido devorar estos pupilos de Constantinopla. Venecia tiene sus palomas, que han vivido y procreado durante siglos a expensas de la República, como una institución nacional.

Constantinopla tiene sus perros, respetados por el turco con cierta superstición, como si su suerte fuese unida a los destinos del pueblo otomano en el suelo de Europa.

Vinieron, según la tradición, desde el fondo del Asia, siguiendo al ejército turco. Cuando éste tomó a Constantinopla, los perros se aposentaron en las calles y en las ruinas, considerando a la enorme ciudad como conquista propia. Eran perros vagabundos y guerreros, acostumbrados a toda clase de privaciones; perros de soldado, sin dueño fijo, acariciados y mantenidos por todo un ejército; animales de campamento hechos a la vida común, a buscarse el sustento por sí mismos. Dentro de Constantinopla continuaron su vida de vivac. Su parte de gloria en la gran hazaña turca, su muda colaboración en la marcha de siglos, desde el centro de Asia a las bóvedas de Santa Sofía, la cobran estos animales con el respeto de todo un pueblo, con una consideración popular que parece elevarlos casi al nivel del hombre.

Yo me los imaginaba feos, hirsutos, flacos, amenazantes, con colmillos babosos de rabia y ojos amarillentos de fiebre: una especie de leopardos urbanos que hacían peligroso el tránsito por las calles de Constantinopla. Me sorprendí al verlos por primera vez, gordos, lustrosos, de una belleza ruda y silvestre, con hocicos y gestos de lobo, pero de buen lobo, cortés y juguetón, con un pelo de color de miel, lavado por las lluvias. Son de regular alzada; muestran unos colmillos de espeluznante blancura; casi os derriban cuando se alzan sobre las patas traseras para acariciaros, y sin embargo, a nadie inspiran miedo. Peléanse entre ellos con encarnizamiento de fieras: todos llevan en su cuerpo señales de mordiscos; un combate de dos perros es algo horrible que pone en conmoción a toda una calle, y a pesar de esto, basta que un niño les amenace con un palo, para que se retiren; basta que un turco les largue una patada, para que huyan sin revolverse, pasando del rugido feroz al lamento lacrimoso. Saben que su subsistencia depende del hombre y lo respetan como a un dios que dispone de sus vidas. Rara vez atacan a las personas; nunca se ha conocido la enfermedad de la rabia en estos vagabundos, y cuando muerden, muy de tarde en tarde, a los transeúntes, casi siempre son mujeres las víctimas de sus ataques.

¿Cuántos perros vagabundos existen en las calles de Constantinopla? Nadie lo sabe. Los más parcos en sus cálculos dicen que 80.000. Otros los hacen ascender a centenares de miles. Un comerciante francés ofreció al Gobierno otomano una enorme cantidad para exterminar los perros y aprovechar sus pieles. Un buen negocio industrial, según parece. El vecindario turco se indignó. ¡Matar sus perros! ¡Exterminar a los fieles camaradas de los conquistadores de Constantinopla...!

Los extranjeros van por las calles con grandes pedazos de pan para obsequiar a estos pupilos de Turquía. Así como en la plaza de San Marcos las damas viajeras tienden sus manos llenas de trigo a los palomos venecianos, desapareciendo envueltas en una nube de plumas palpitantes y picos acariciadores, aquí se las ve hundidas hasta las rodillas entre pelos rojizos, hocicos babeantes y rabos inquietos, partiendo un mendrugo con los enguantados dedos y arrojando pellizcos de pan a las fauces glotonamente abiertas.

Causa admiración el orden de esta república perruna, falta de gobernantes y de leyes escritas, pero sometida, por el instinto de vivir, a una disciplina social. Muchas veces, al abandonar yo el comedor del hotel, recolecto en todas las mesas pedazos de pan olvidados, tarea en la que se me adelantan con frecuencia otros viajeros. Salgo a la calle y me rodea un grupo de perros estacionados frente a la casa: la familia o tribu a la que corresponde por derecho tradicional este trozo de vía. Ni ladridos ni empujones de impaciencia. El jefe de grupo, el patriarca, el guerrero, alcanza en el aire el primer pedazo y va a situarse lejos de los suyos, vigilando la calle para evitar que ningún intruso se ingiera en el banquete. Mientras tanto, la familia va cogiendo al vuelo los otros pedazos, siguiendo un turno riguroso, sin que a nadie se le ocurra adelantarse a otro y arrebatarle su parte. De vez en cuando se aproximan otros perros, azuzados por el hambre, queriendo introducirse en el grupo, y una ruidosa batalla pone en conmoción a la calle entera.

El guerrero, erguido sobre las patas traseras, hace frente a los invasores, y pelea él solo, mientras la tribu come. Aullidos, mordiscos, lucha a brazo partido, pues los perros de Constantinopla combaten poniéndose de pie y agarrándose como hombres al mismo tiempo que dirigen a la cara del enemigo las acometidas de sus colmillos. Cuando el peleador sale ensangrentado del encuentro, se tiende en el arroyo, y toda la familia le rodea, con aulladora gratitud, lamiendo horas y horas sus heridas.

Marcháis por una callejuela seguido de varios perros que os husmean las manos y se empinan hasta vuestros bolsillos con la esperanza del pan. De pronto, os veis solo. Los perros quedan atrás, y no os seguirán por más que intentéis atraerlos con silbidos y exclamaciones cariñosas. Están en los límites de «su jurisdicción»; han llegado al término del trozo de calle que les pertenece, y no pasarán de allí. Otros perros os salen al encuentro, os acarician, os siguen, hasta llegar al término de su territorio, y allí os dejan rodeados por una nueva tropa canesca. Así, de escolta en escolta, podéis correr por la noche toda Constantinopla. Cuando estalla una tempestad de ladridos, es que un grupo ha osado introducirse en terreno enemigo. Cuando una riña feroz conmueve el barrio, es que un perro vagabundo, sin familia y sin domicilio, es atacado por los burgueses de la raza, gente de bien, amiga del orden, que no puede tolerar tales faltas de disciplina social. El bohemio canino que vaga por Constantinopla acaba inevitablemente sus días asesinado y devorado por las familias honradas de su especie.

Según es la calle, así es el aspecto de los perros acampados en ella. En las vías modernas más elegantes de Pera y Gálata, donde están las grandes tiendas de bisutería, ropas, muebles y libros, los perros ofrecen un aspecto lamentable: flacos, piojosos y lanudos, mirando melancólicamente a las enormes lunas de los escaparates, tras las cuales se exhiben cosas hermosísimas, pero que no sirven para comer. En las callejuelas turcas, llenas de inmundicias y de pequeños puestos de comestibles alineados en el arroyo, el perro es alegre, juguetón y sano de aspecto.

Dice un antiguo refrán turco: «Si mirando se aprendiese un oficio, todos los perros serían carniceros.»

No hay carnicería de Constantinopla que no tenga ante la puerta unos veinte o treinta perros, todos en fila, sentados sobre el cuarto trasero, silenciosos, con una gravedad de gentes bien educadas, fijos sus ojos en el dueño con expresión de súplica, y abriendo la roja garganta a impulsos de insinuantes bostezos. Aguardan lo que caiga, y lo que cae las más de las veces es una mano de latigazos, pues el carnicero turco acaba por enojarse con esta tertulia muda que obstruye la puerta de la tienda y hace tropezar a los parroquianos.

En medio de las bandas de perros que corretean por las calles a la caída de la tarde y duermen enroscados en las aceras a la hora del sol, se ven animales grotescos y repugnantes, tristes caricaturas de su especie. Unos llevan los ojos saltados; otros el lomo partido por sanguinolentas dentelladas o el hocico medio devorado y con un morro pendiente. Son recuerdos de sus batallas con los compañeros de raza. Otros caminan a saltos, con una pata rota vuelta hacia arriba, o arrastran por el suelo su inmóvil parte trasera, como si fuesen extraños lagartos. Las ruedas de un vehículo les han dejado así, a pesar del respetuoso cuidado con que los turcos tratan a los animales. El cochero de Constantinopla, antes prefiere volcar que aplastar a los perros. Los carruajes se defienden a cada instante o dan bruscos rodeos para salvar sus vidas. Pero estos animales, habituados a un respeto tradicional, abusan de él, durmiendo tranquilamente en mitad de las calles de más tránsito.

Cuando una perra lanza su prole en plena vía pública, el buen turco saca un cajón, un tonel, un gran cesto lleno de paja, y lo coloca en mitad de la acera para que sirva de cuna a los recién nacidos. La gente tiene que dar un rodeo y bajarse de la acera, desafiando el peligro de los coches; la circulación se dificulta e interrumpe, pero nadie protesta ni mueve el obstáculo. Sálvense los animales, aunque perezcan las personas.

Las primeras noches de estancia en Constantinopla son horribles. Los viajeros buscan en los hoteles las habitaciones interiores, lejos de la calle. Ladridos toda la noche; batallas en torno de los montones de estiércol; concierto de aullidos cada vez que pasa un trapero con un farol o cuando un transeúnte les parece sospechoso. Las noches de luna, Constantinopla se estremece con ruidosas y feroces contorsiones. Hasta las piedras parecen ladrar al astro de la noche. Al fin, el viajero adquiere oídos turcos y se duerme arrullado por esta tempestad de ladridos como podría dormir bajo el susurro de las olas o la brisa perfumada de un jardín lleno de ruiseñores.

¡Las oscuras tragedias que se desarrollan en esta sociedad animal, regida por el misterioso idioma de la mirada y el ladrido! ¡Las leyes crueles e inexorables de esta república de los perros...!

Una tarde fui al santo barrio de Eyoub en un vaporcito, siguiendo el Cuerno de Oro en toda su extensión. Un perro flaco, triste, de mirada dulce, pasaba y repasaba durante el viaje entre las piernas de los viajeros. Al abordar el pontón de Eyoub, intentó deslizarse oculto entre el gentío, pero un estrépito horripilante estalló de pronto, asustando a las buenas turcas encapuchadas que salían del vapor. Más de una docena de perros se arrojaron sobre el recién llegado como bestias feroces, mordiendo de veras, «tirándose a matar», buscando su cabeza con los agudos colmillos. El pobre can, como si esto no le sorprendiese, como si fuera algo esperado, corrió a refugiarse en el barco que volvía a Constantinopla.

Pasé la tarde en Eyoub. Al anochecer esperé en el pontón la llegada del barco que iba a hacer su último viaje a la ciudad. Llegó el vapor, y entre la avalancha de viajeros intentó pasar el mismo perro. Pero otra vez salieron a su encuentro los enemigos, con terrible acometida de aullidos y mordiscos, y tuvo que refugiarse de nuevo en la cubierta.

¡El triste regreso hacia Constantinopla! En vano di pan al mísero animal. Comía con avidez de hambriento, pero sus ojos iban hacia Eyoub, que se perdía en el fondo del Cuerno de Oro con sus cristales inflamados por la agonía del sol; hacia Eyoub, al que le atraía el instinto, y en el que no podía desembarcar. Cuando llegamos, ya de noche, al Gran Puente, el pobre perro se alejó, a la luz de las estrellas, para refugiarse entre dos tablones y esperar el primer vapor de la mañana, emprendiendo de nuevo su viaje. Y al día siguiente comenzaría su triste peregrinación, sin otro resultado que mordiscos y una fuga vergonzosa; y al otro y al otro lo mismo; y aún estoy seguro de encontrarle si emprendo el viaje; y así vivirá hasta que muera o lo maten; empujado hacia la santa barriada de Eyoub por un buen recuerdo del pasado, y detenido siempre por la ferocidad implacable de unos enemigos que ladran y muerden, tal vez a impulsos de una antipatía de raza, de una venganza de familia o de un oscuro drama de animalidad inferior... ¡Quién sabe!

XXIV. LOS DERVICHES DANZANTES

El muro oriental de la mezquita de Bakarié, en las afueras de Eyoub, está rasgado por grandes ventanales con celosías encristaladas, y a través de ellas, mientras llega la hora de los oficios, veo cabrillear, bajo la lluvia de oro del sol del mediodía, las aguas azules, densas y como muertas del Cuerno de Oro, allí donde éste se confunde con las llamadas Aguas Dulces de Europa.

De vez en cuando, como una visión cinematográfica, pasa por la extensión azul que tiembla más allá de los ventanales una lancha de vela con un cargamento de mujeres, o un caique blanco y dorado con damas envueltas en oscuro dominó, llevando como escolta de honor, junto a los remeros sudorosos, una esclava negra.

Adivino que desembarcan en el muelle de la mezquita, invisible para mí. Después pasan otra vez estas mujeres misteriosas ante los ventanales, pero a pie, siguiendo lo largo del muro, como actrices que cruzan el fondo de una escena dejándose ver sólo por los huecos de la decoración.

A cada entrada de éstas crece el zumbido de conversaciones y risas que se escapa de todo un lado del piso superior de la mezquita, galería cerrada con espeso enrejado, tras el cual asisten a la fiesta las mujeres turcas.

Yo estoy en lo que pudiera llamarse el coro de la mezquita: una tribuna de madera sobre la puerta de entrada, frente a los ventanales que dan a la ría azul y al lado de la galería enrejada, tras cuyas celosías se adivinan vagamente los mismos bultos blancos y negros e iguales movimientos de curiosidad misteriosa que en una iglesia de monjas.

Es miércoles, y la respetable cofradía de los derviches danzantes va a celebrar la fiesta en Bakarié, que es su templo más importante en Constantinopla. Los viernes dan otra «representación» en pleno barrio de Pera, en una mezquita perdida entre edificios europeos, rodeada de cafés y tiendas modernas, interrumpida muchas veces la solemnidad del rito por el pitar de los tranvías y los gritos de los vendedores de periódicos. Es una fiesta para los extranjeros de paso; algo semejante a las diversiones pintorescas que organiza la Agencia Cook para que los viajeros se enteren de las costumbres tradicionales de un país, a tanto por ejecutante.

En Bakarié, la fiesta religiosa no tiene otro público que los devotos, y asiste a ella el Cheik, sacerdote jefe de los derviches danzantes. Bakarié sólo atrae a las gentes del país. Es una mezquita perdida entre risueños cementerios y jardines abandonados en las afueras de Eyoub, barrio extremo de Constantinopla, donde no vive ningún europeo, donde subsiste la santa mezquita cerrada e inabordable a todo infiel durante siglos, donde es molesto a ciertas horas transitar por las tortuosas callejuelas, pues las viejas fanáticas, encapuchadas de negro, escupen con entusiasmo religioso a los pies del cristiano y le siguen con un borboteo senil de palabras incomprensibles, en las que sólo se adivina la palabra «perro» seguida de misteriosas maldiciones.

En el coro de la mezquita de Bakarié no hay otro europeo que yo. Me siento como avergonzado por las cien miradas de curiosidad desdeñosa que adivino tras las espesas celosías y por el gesto impasible de los músicos sentados junto a mí, que parecen no haberse enterado de mi presencia. Ocupo una silla mugrienta, algo coja y con el asiento de paja próximo a desfondarse, único mueble europeo que el sacristán, tras larga rebusca, ha podido encontrar en la mezquita. Los músicos se sientan en el suelo, con las piernas cruzadas, sobre esteras de fresca y amarilla limpieza, y todos ellos visten el traje de los derviches danzantes: largas túnicas de pesado paño rojo, verde, blanco o azul, y sobre ellas un manto negro. Sus caras barbudas, bronceadas, feroces, de cejas hirsutas y ojos con manchas de color de tabaco, parecen empequeñecerse, abrumadas bajo la enormidad del respetable gorro que sirve de distintivo a la cofradía: un cono truncado de fieltro gris, sin alas y sin otro saliente que un ligero reborde circular. Algo así como una maceta de flores de barro cocido puesta boca abajo. Unos tienen en sus manos la flauta turca y soplan en ella ligeramente, haciendo sordas escalas para convencerse de la bondad del instrumento; otros colocan junto a ellos los darboukas, pequeños timbales que sirven de acompañamiento. Los cantores abarcan entre sus rodillas unos catrecillos de madera que sustentan el libro abierto, de amarillento papel, con caracteres negros y rojos.

Miro al fondo de la mezquita. Las columnas de madera que sostienen las galerías superiores están unidas por una barandilla blanca y roja. Entre esta barandilla y los muros se hallan las tumbas de los derviches de la cofradía que murieron en olor de santidad, catafalcos de paño verde, apolillado por el polvo de los siglos, y con enormes turbantes que usaron en vida los varones bienaventurados. Entre las tumbas, sobre frescas esteras de junco, se sientan en cuclillas o se arrodillan descansando el cuerpo en los talones todos los fieles que acuden a la fiesta: gruesos tenderos de Eyoub, burgueses venidos en barca desde Constantinopla, jardineros de las cercanías, marinos de los acorazados turcos eternamente inmóviles en el Cuerno de Oro, todos con los zapatos en la mano y el fez erguido sobre la frente.

Las barandillas de las cuatro columnas cierran el centro de la mezquita, formando a modo de un gran salón de baile con el pavimento de madera, limpio, encerado y brillante. Allí están aguardando su hora los sagrados ejecutantes de la fiesta, los derviches, acurrucados en el suelo, formando tres filas, frente al Cheik, que ocupa él solo la parte de Oriente, sentado en una piel de cordero. Envueltos en sus mantos negros, que forman en torno de ellos amplio embudo, e inclinando a impulsos de la meditación el alto gorro que cubre su cabeza, parecen extraños insectos que se repliegan para saltar de pronto sobre una presa invisible.

Un cantor se ha puesto de pie y avanza con el libro abierto hasta la barandilla del coro. Su manto, al entreabrirse, deja descubierta una gruesa túnica anaranjada, de pliegues rígidos: una prenda venerable, con la respetabilidad de varias generaciones sacerdotales, y que parece tejida al mismo tiempo de lana y de plegarias. Es un joven barbilampiño y rubio. Su pescuezo blanco se hincha y colorea de sangre con los esfuerzos de la voz de falsete. Una ruda protuberancia del cuello, la nuez de la garganta, se agita convulsa, sube y baja, marcando las modulaciones de la voz.

La plegaria tiene el ritmo de un canto oriental, monótona, soñolienta, de misteriosa lentitud, retardándose cada palabra con reflexivas pausas, prolongándose con repeticiones e interminables gorjeos, como ciertas canciones de Andalucía.

Los derviches, abajo, con la frente en una mano y el codo en la rodilla, parecen soñar, replegándose cada vez más dentro de sus embudos negros, empequeñeciéndose con el reconcentramiento de la meditación.

¿Qué dice la plegaria...? Nada. Interminables alabanzas a Alá invisible, señor del universo, misterioso justiciero sin forma material ni otra imagen que los dorados caracteres árabes de elegantes rabos que lucen en la mezquita sobre el fondo verde de redondos escudos; nombres de sultanes que, agrupados en lista cronológica, son como la historia del pueblo turco. Y, sin embargo, esta oración, cuyas palabras carecen de mérito literario y sólo tienen el encanto de la música adormecedora, causa en el auditorio un efecto de recogimiento sincero que rara vez se encuentra en los ritos occidentales. La voz del cantor parece hipnotizar a los oyentes. Los fieles, con la mirada perdida y el cuerpo rígido, empiezan a moverse sobre su cintura, siguiendo con un vaivén cada vez más enérgico las palabras del derviche. Los rostros se colorean como si reflejasen las llamas de una combustión interior. Las narices se dilatan y en los ojos brilla como chispa perdida un punto de luz azulada y misteriosa. De vez en cuando, un rudo suspiro se escapa de estos pechos contraídos por la emoción religiosa. El europeo, solo y aislado en esta mezquita lejana, entre la vehemencia silenciosa de unas ceremonias que parecen resucitar siglos lejanos, bárbaros y belicosos, se siente invadido por la inquietud.

Calla el cantor, cierra el libro, se retira remontando sobre sus hombros anaranjados el negro aleteo de su capa, y una música tenue y dulce, un suspiro pastoril se extiende en el silencio profundo de la mezquita, donde los hombres parecen cuerpos sin alma.

Es una flauta. La media hora de meditación que precede a la danza sagrada la llena el gorjeo de este instrumento bucólico. El músico, inmóvil entre sus compañeros en cuclillas, que parecen maniquíes, hincha sus carrillos, enrojece, suda con el continuo esfuerzo, pero al mismo tiempo sus ojos mates, perdidos en éxtasis, delatan el fiero orgullo de tener pendiente de su soplo el fervor de los fieles y de los santos hermanos de cofradía.

El tierno vagido del instrumento parece enardecer a los orientales, creyentes de una religión en la cual la ausencia de estatuas y pinturas litúrgicas obliga al devoto a un continuo esfuerzo imaginativo para representarse los poderes ultraterrenos. Los fieles de la mezquita de Bakarié sueñan en pleno mediodía, bajo la luz de las ventanas llenas de azul y de sol, mecidos suavemente por los lentos trinos de la flauta.

¿Qué ven en sus ensueños? Huéspedes nada más del continente civilizado, europeos de paso, obligados a soportar una vida moderna extraña a sus costumbres y su tradición, su pensamiento va al más viejo de los mundos, a la venerable y misteriosa Asia, cuyas montañas casi pueden contemplarse desde los ventanales de la mezquita. El pastoril instrumento les hace ver los amarillentos rebaños escalando lentamente las colinas tostadas de la Siria y ramoneando sus hierbas olorosas; el fresco pozo del desierto, al que llega el rudo jinete, mezcla de pastor y de pirata de la llanura, saludando a la doncella envuelta en velos que extrae el cubo con sus brazos redondos, en los que tintinean anillos de bronce; los arenales del Yemen, oscuros a la caída de la tarde, por cuyo horizonte pasan las filas de camellos, como cabeceantes y gibosos monstruos, sobre el cielo inflamado de rojo; los grupos de palmeras que ondean sus penachos de verdes plumas en los oasis que marcan el camino solitario hacia la Santa Meca; las tumbas venerables de Medina, cubiertas de polvo secular y ostentando entre andrajos de oro las pesadas cimitarras de los guerreros de Dios; las plácidas callejuelas de Damasco, de húmeda sombra y cerrados jardines; las rojizas y pedregosas colinas de Jerusalén, sobre las cuales parece haber pasado el soplo de hoguera del Gran Implacable; Bagdad, con sus mezquitas de cúpulas partidas y sus bazares como pueblos, adonde acuden las caravanas portadoras de fantásticas riquezas; Bassora, cuyos marineros desnudos pescan la perla: toda la gloria y todo el esplendor, latentes aún, de la raza semita, despreciada o perseguida por los hombres modernos, y que, sin embargo, un día, siguiendo las palabras de paz de Jesuhá, el hijo del carpintero, se hizo dueño de medio mundo, y siglos después, repitiendo los gritos de Mohamed, el hijo del camellero, se enseñoreó del otro medio.

Un nuevo espectador de la fiesta se sienta junto a mí. Es un oficial de la escuadra turca, un joven teniente de navío, con su uniforme inglés, modificado únicamente por el gorro rojo que cubre su cabeza. Los galones de oro de la bocamanga, rematados por un óvalo, brillan sobre el paño azul oscuro de la levita. Entre el alto cuello de inmaculada blancura, que refleja los objetos inmediatos como un espejo, y la nítida pechera de su camisa, resalta la corbata anudada, de seda negra, con una gruesa perla. Lleva en la mano sus zapatos de charol, y sus pies huellan la alfombrilla de junco con unos calcetines de seda. Al pasar, parece sonreírme con los ojos como a una persona que no se conoce, pero que se ha visto con frecuencia. Todas las noches le encuentro en el barrio europeo de Pera, en el teatro de «Petits Champs», donde actúa una compañía de opereta francesa. Unas veces lleva su uniforme, otras viste de smoking; y mientras se atusa los empinados bigotes «a lo kaiser», mira amorosamente, a través de sus lentes de oro, a las cocottes de diversas nacionalidades que pululan en Constantinopla, y habla con ellas en diversos idiomas. Se adivina que ha vivido en París y en Londres, que es un marino de largos viajes... en tierra, un secretario de comisiones internacionales, un agregado militar de Embajadas. ¿Qué extraña curiosidad le guiaba a la mezquita de Bakarié...?

Se sentó en el suelo, cruzando sus piernas, oprimiéndolas con las manos para aproximarlas más al tronco. Escuchó inmóvil la plegaria del cantor, y poco a poco su cuerpo empezó a moverse con un balanceo creciente, lo mismo que los otros fieles. Luego el susurro de la flauta le sumió, como a los demás, en profunda meditación.

Cuando volví a mirarle, sus lentes habían caído sobre el pecho. Un arrebol de sangre coloreaba su rostro, antes pálido. Su pelo lustroso y plano a los dos lados de la raya central parecía alborotado por un espeluznamiento de cólera. Su ancha nariz turca, nariz de caballo leal y arrogante, ensanchábase palpitante, como si oliese pólvora. Sus ojos miopes, al encontrarse con los míos, reflejaron una estrañeza hostil y salvaje. El azul uniforme, con sus insignias europeas, parecía despegado de su cuerpo.

Aquel marino era la personificación de la Turquía europea, que se apropia los inventos modernos, copia la organización alemana, habla todos los idiomas de los pueblos civilizados, y adopta las modas de París... pero guardando bajo este exterior su alma asiática.

Me imaginé al amigo de las cocottes de «Petits-Champs», al marino casi inglés, al elegante agregado de Embajada, al que yo creía un escéptico y alegre vividor, escuchando a un imam que proclamase la guerra santa; y vi al asiático despojándose de golpe de su complicado disfraz de europeo y agitando en la punta del sable una cabeza cortada, lo mismo que los grandes capitanes de Mohamed blandían sus cimitarras tintas en sangre para demostrar la unidad de Dios.

* * *

En el coro de la mezquita de Bakarié, el flautista sagrado sigue improvisando trinos o lanza agudas y gimientes notas, mientras abajo, acurrucados sobre el lustroso pavimento, meditan los derviches danzantes.

De pronto suena un golpe sobre la madera. Es el Cheik que ha salido de su inmovilidad, dejando caer las dos manos sobre el suelo, como si fuese a desplomarse. Un sonoro redoble contesta a este movimiento. Todos los derviches dejan caer igualmente sus manos a un mismo tiempo, quedando a gatas, con el enorme gorro junto al suelo.

Al gemido de la flauta se unen los darboukas, que baten una marcha lenta, cortada por endiablados repiqueteos, y al compás de esta marcha, los derviches se yerguen y emprenden un lento paseo a lo largo de las barandillas. Al erguirse han dejado caer los mantos oscuros, y quedan al descubierto sus trajes de ceremonia, cada uno de uniforme color, pero abarcando en su variado conjunto todas las tintas del iris.

¡Extraña vestimenta que haría reír en otro lugar, y a la que da cierto respeto el gesto solemne de las barbudas cabezas, iluminadas por el fuego hostil de unos ojos de fanático...! De cintura arriba son hombres, con chaquetilla a la turca, alto chaleco y faja rayada. De cintura abajo son mujeres, arrastrando una falda amplísima de rígidos pliegues, que roza el entarimado con crujidos de pesadez.

Avanzan descalzos, contoneándose ligeramente al compás de la marcha, con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos extendidas junto a los hombros. El Cheik camina al frente de la hilera, marcando las ceremonias del lento paseo. Al llegar junto al Mirab, gira sobre sus talones y saluda profundamente al derviche que le sigue, con tan profunda inclinación, que las dos caperuzas de fieltro se tocan. Los demás repiten el mismo saludo. Al pasar ante la barandilla, tras la cual están las tumbas de los santos varones de la orden, se reproduce igual ceremonia.

Tres veces da vuelta a la sala la procesión de los derviches, y este desfile dura mucho tiempo, con la rígida lentitud que es para los orientales el signo más imponente de la majestad. Los pies descalzos se mueven incesantemente al compás de la música, pero sin adelantar apenas. Por fin, el Cheik, al pasar por tercera vez ante el Mirab, queda inmóvil en el centro del muro oriental, con los brazos en el pecho, destacando su figura sobre los vidrios iluminados de una gran ventana.

Los derviches, formados en larga fila, parecen bailarinas que se preparan a lanzarse, haciendo piruetas, hasta el borde de un escenario. Poco antes, al despojarse de los mantos sombríos y aparecer en todo el esplendor de sus vestiduras deslumbradoras, recordaban a las danzarinas de ciertas óperas que surgen de entre bastidores como negras brujas, y de pronto, abandonando sus disfraces, muéstranse luminosas, envueltas en gasas y colores rosados.

Los instrumentos del coro adoptan un ritmo semejante al del vals, y al repiqueteo de los tamborcillos y el dulce ganguear de las flautas se unen las voces de los cantores, que entonan una salmodia bailable, monótona y chillona, sin otra variación que el cambio de tono al final de cada estrofa.

Avanza un derviche hacia el gran sacerdote, lo saluda con reverente inclinación, como pidiendo su venia, el Cheik le contesta con ligero gesto, y el sagrado danzarín empieza a girar sobre sus talones con una velocidad cada vez mayor, añadiendo a este vertiginoso movimiento de rotación otro ligerísimo de traslación, que le hace avanzar lentamente, siguiendo el contorno de la sala. La falda pesadísima arremolina sus pliegues en torno de las piernas, y poco a poco, con la velocidad, toma aire y se hincha... se hincha, adquiriendo proporciones gigantescas. Primero es un enorme paraguas a medio abrir, luego un globo, después un paracaídas, y el paño pesadísimo se extiende casi horizontal, girando con loco vértigo sobre las piernas desnudas, que dan vueltas y vueltas como una peonza loca.

Al comenzar su movimiento de rotación, el derviche lleva los brazos cruzados sobre el pecho, en actitud sacerdotal. Poco a poco los despega, los extiende sonriente, con gracioso desperezo de bailarina, hasta que al fin los mantiene rígidos, en cruz, ayudándole esta tensión a la rapidez de su volteo. Apenas se sume en esta embriaguez rotatoria, ya no sonríe. Sus ojos quedan vidriosos y vagos, su rostro palidece y se contrae con un gesto de estupidez extática, de voluptuosidad dolorosa.

Tras el derviche vestido de blanco empieza a girar otro verde; luego, otro azul; después, otro rojo; y así van saliendo en ruidosa ondulación circular faldas rosadas, azules, vinosas, amarillas y naranja, con esa intensidad profunda de color que es la gloria de los tintoreros orientales.

La mezquita se llena de peonzas vistosas que giran y giran, dando al espectador el mareo del vértigo. En las raras pausas de la música se oye el aleteo del pesado paño cortando el aire y el roce de los pies. El espectáculo es original, obsesionante, con el extraño poder que ejerce la mezcla de lo bello y lo ridículo. Son flores gigantescas que bailan, rematadas por hombres feos y barbudos. Rosas fantásticas que giran llevando hundidos en el centro de su corola unos gnomos de rostro feroz coronados por un gorro de fieltro.

Los cantores aceleran el ritmo, gritando cada vez más fuerte; los darboukas repiquetean con redobles de trueno; las flautas saltan y balan como cabras locas, y los danzantes giran y giran con tal rapidez, que sus brazos y piernas son pálidas sombras, borrosas por la velocidad, y las faldas cortan el aire como sierras horizontales... ¿Cuánto tiempo dura la sagrada danza...? No lo sé. Siento, a pesar de mi inmovilidad, los efectos del vértigo; mi vista se deslumbra y marea con este continuo girar de colores. Creo estar rodando por una pendiente que no termina nunca. La música infernal y el volteo de los derviches embriaga a los fieles. Encogidos en el suelo, mueven sus cuerpos al compás de la música, y la mezquita parece una enorme caja de juguetes, donde centenares de monigotes mecánicos, con gorro rojo y cara de palo, se balancean impasibles a los sones de un cilindro de música.

El Cheik hace un gesto; cesa el coro; los derviches contienen su rotación; van descendiendo sus faldas con la falta de movimiento; se deshinchan; dejan de ser un paraguas para convertirse en un embudo; luego se achican más aún, surgen los pesados pliegues, que acaban por rozar el suelo, y los sagrados bailarines vuelven a formarse en fila a un lado del templo. Sus rostros brillan con el gotear del sudor; los ojos vidriosos tienen aún la locura del vértigo. Agítanse sus pechos como fuelles con el jadear de la fatiga. Algunos, mareados por la repentina inmovilidad, se tambalean como ebrios. Pero a pesar de esto, todos miran al Cheik, esperando un gesto suyo para pedir de nuevo la venia y reanudar la loca danza.

Los cantores entonan durante el descanso una especie de himno litúrgico, lento y solemne, pero sus voces vuelven pronto a adoptar el ritmo del sagrado baile, y otra vez las peonzas animadas tornan a girar en el centro de la mezquita.

Por tres veces bailan los derviches, y durante una hora larga giran y giran con un movimiento vertiginoso que agotaría las fuerzas, la razón y aun la existencia de cualquier occidental. Al fin cesan de voltear, y vacilando sobre sus congestionados pies salen para despojarse de los trajes de ceremonia en una casa ruinosa inmediata a la mezquita, atravesando el huerto de nopales y palmeras que rodea a éste.

El Cheik hace su oración ante el Mirab, se prosterna varias veces sobre la piel de cordero, extiende los brazos invocando el nombre de Alá y se retira también.

La ceremonia ha terminado... ¡Ridícula...! Los que la vieron desde pequeños, cuando su razón comenzó a abrirse a las cosas del mundo, aceptándolas tal como las encontraron, asisten a ella con sincero fervor y la consideran como el más noble y poético de los cultos... ¿Quién sabe lo que un oriental entusiasta de los derviches danzantes pensará al ver por primera vez las ceremonias litúrgicas de los occidentales? Todos los pueblos del misterioso Oriente, tierra natalicia de dioses, han danzado ante las potencias celestes, haciendo del baile una ceremonia religiosa. La danza es seguramente un acto más elevado y menos material en honor de la Divinidad que beber vino, aunque sea en copas de oro.

De todas las cofradías musulmanas de Oriente, la de los derviches danzantes es la más aristocrática. Sus afiliados gozan de general respeto. El Sumo Sacerdote, al que pudiéramos llamar el Papa de los derviches, reside en Konia, la gran ciudad turca de Asia, hogar de las tradiciones otomanas, adonde no ha llegado aún la influencia europea que atrofia y envilece a la vieja Turquía.

Cuando muere el Sultán y hay que consagrar un nuevo Comendador de los Creyentes, el jefe supremo de los derviches viene desde Konia a la santa mezquita de Eyoub, donde se verifica la ceremonia de investir al emperador. Éste no tiene corona. El signo visible de su majestad y su poder es el sable del Profeta, que se guarda en la famosa mezquita de Eyoub. El gran derviche ciñe la venerable cimitarra de Mohamed a la cintura del nuevo soberano, y Turquía entera aclama a su Padichá.

La santa mezquita de Eyoub es el único lugar que guarda el misterio y el aislamiento religioso del pueblo turco. Ningún cristiano ha pisado ni siquiera las losas de sus patios interiores. Los viajeros, al pasar ante ella, procuran no mirar por las puertas y rejas de los muros que rodean sus patios y jardines.

Al salir yo de Bakarié, buscando la ribera del Cuerno de Oro para que una embarcación me condujese a Constantinopla, me perdí en unas callejuelas inmediatas a Eyoub formadas por blancos panteones, kioscos funerarios al través de cuyas rejas se ven túmulos de sultanes y santos coronados de turbantes y cubiertos de terciopelo y oro.

Al final de un callejón vi una gran arcada con la verja abierta. Me aproximé. Enfrente, un patio solitario y fresco; más allá, una arcada; en último término, una gran extensión inundada de sol y cerrada por murallas, en cuyo centro, como un monstruo vegetal, alzábase la enormísima pilastra de un plátano de quinientos años, con el ramaje invisible. Cantaban las fuentes en la sombra de los claustros de azulejos, desgranando sus surtidores sobre tazas de verde mármol; centenares de palomos oscuros aleteaban en los capiteles de las columnas, cortando con sus arrullos el silencio animado por el gotear del agua. En el último patio jugueteaban varios grupos de pilluelos casi desnudos, y permanecían acurrucadas viejas horribles, esperando una limosna.

Eran los patios de la santa mezquita, del templo inabordable para el cristiano, donde no pudo entrar ni el mismo emperador de Alemania en su visita a Constantinopla. A un lado, una fachada misteriosa, de azulejos verdes y negros, con un fanal turco pendiente ante el arco de herradura.

Apenas asomé mi cabeza, un zapethie, gendarme turco, vino hacia mí. Los pilluelos inclinaron sus gorros al suelo como si buscaran piedras, chillando y manoteando con belicosa alegría: ¡Giaour! ¡Giaour! (¡Un cristiano!).

Me alejé prudentemente, pero la rápida visión del patio solitario con sus palomos y sus chorros de agua, y de la fachada verde y negra, de feroz misterio, no se borrará fácilmente de mi memoria.

¿Qué habrá en el interior de la santa mezquita de Eyoub...?

XXV. EL HEREDERO DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»

La punta de Estambul que avanza ante Gálata, formando de un lado la entrada del Bósforo y del otro la embocadura del Cuerno de Oro, la ocupa el palacio del Serrallo, enorme como una ciudad, y que hace muchos años dejó de servir de residencia a los soberanos de Constantinopla.

Los occidentales confunden con frecuencia el Serrallo con el harén. Serrallo es simplemente un palacio; sólo el harén—lugar sagrado—es el departamento destinado a las mujeres.

Este extremo de Estambul forma una altura desde la cual se abarca el más asombroso de los panoramas. A un lado, la azul extensión del mar de Mármara, infinita a la vista, con las deliciosas islas de Prinkipo, que parecen inmóviles bajeles de casco sonrosado y velas verdes; enfrente, la ribera asiática, de montañas rojas, con el Bósforo, que oculta en sus revueltas los veleros de blancas lonas y los buques modernos de negro penacho; al lado opuesto, Constantinopla, extendiendo en pendiente su caserío por ambas riberas del Cuerno de Oro, que tiene sus aguas casi invisibles bajo los cascos de toda una ciudad flotante.

En esta colina, que avanza como un cabo, estuvo situada la acrópolis de la antigua Bizancio. Aquí, el maravilloso palacio de la emperatriz Placidia, las mansiones de los personajes más importantes del Imperio, las termas de Arcadio, la iglesia de la Madre de Dios Hodégetria—conductora de los ciegos—y el alcázar de los emperadores bizantinos, monumento de monstruosa grandeza, mezcla de harén y de convento, donde las vastas salas destinadas a la orgía y a la muerte estaban decoradas con escenas bíblicas sobre fondos de oro.

Cuando Mohamed II conquistó Constantinopla, sus construcciones de gusto oriental se elevaron sobre los escombros de los palacios del vencido, y en esta colina vivieron los padichás hasta los primeros años del siglo XIX. Los motines de Constantinopla y las amenazas de la milicia de los genízaros hicieron levantar el campo a Mahmud II. El Serrallo era una vivienda demasiado grande para que el Comendador de los Creyentes pudiese subsistir con entera seguridad. El Sultán abandonó el antiguo Serrallo en 1808, trasladándose a la otra ribera del Cuerno de Oro, y desde entonces los emperadores viven en plena campiña, apartados de su ciudad y rodeados de un pueblo fiel de guardias y cortesanos que ellos mismos se forman.

Sólo algunas sultanas viejas, con su Corte olvidada y pobre de parientas del emperador, viven como monjas en los abandonados palacios del antiguo Serrallo.

Éste se halla dividido en tres partes: los jardines, el Patio de los Genízaros y los palacios o kioscos esparcidos caprichosamente en la meseta de la colina. Los jardines son viejos, con todo el encanto de la vegetación secular abandonada a la libre expansión de sus fuerzas: terrazas en escalones, con enormes cipreses o seculares plátanos; rosales que crecen y se enmarañan como bravías malezas, y en medio de este oleaje de verde sombrío, kioscos de simples líneas y amarillenta blancura. Un cinturón de murallas rojas, con puntiagudas almenas y gruesos torreones, cierra el recinto del Serrallo, como una ciudad aparte dentro del antiguo Estambul.

Lo más notable que encierra es el tesoro de los sultanes, la colección de riquezas históricas de estos soberanos del fabuloso Oriente, que conquistaron Bagdad y guerrearon con la opulenta Persia. Para visitarlo se necesita una invitación del Sultán, y aun así, la visita no está al alcance de todos. Yo mismo, después de recibir la invitación, tuve que aguardar durante muchos días la oportunidad de que otros viajeros sintiesen el mismo deseo.

Para visitar el Tesoro se moviliza en el antiguo palacio un verdadero ejército de criados, funcionarios de Corte, ayudantes del Sultán, pachás depositarios de las llaves, soldados de la guardia, en total unos trescientos hombres, y como en Turquía es natural y corriente la costumbre del batchis o propina, y nadie cree envilecerse tomándola, la tal visita cuesta unos setecientos francos, y los viajeros, para realizarla, se reúnen, poniéndose a escote.

Dos personajes de Rumania venidos a Constantinopla para una conferencia con el Gobierno turco sobre las minas de petróleo recibieron la invitación de visitar el Tesoro al mismo tiempo que yo, y junto con ellos y sus esposas entré en este depósito de fabulosas riquezas, a las tres de la tarde, precedido de una doble fila de eunucos negros y personajes pálidos, de espesa barba y ojos tristes, todos con levita stambulina y gorro rojo, marchando con la frente baja y las manos cruzadas sobre el vientre.

Así atravesamos el extenso Patio de los Genízaros, pasando bajo la Puerta Augusta, un arco de mármol blanco y negro con columnas de jaspe verde. A cada lado de la puerta hay un nicho que aún conserva señales de escarpias. De estas escarpias se colgaban, para terrible ejemplo, las cabezas de pachás cortadas por orden del Gran Señor.

Nuestros conductores nos entran en un kiosco blanco, cuyos grandes ventanales dan sobre una terraza que domina la entrada del Bósforo. Una alfombra sedosa, de finos colores ámbar y rosa, se hunde bajo nuestros pies. Grandes espejos nos reflejan con toda nuestra escolta de empleados palatinos y negros eunucos. Los muebles—¡oh anacronismo!—son de estilo Luis XV, aunque enormes y en extremo dorados, como para satisfacer el gusto oriental, amigo de exuberancias. Desde la terraza se admira el agua azul y mansa que bate silenciosamente el pie de la colina del Serrallo. La roca, casi cortada a pico, da al Bósforo en este lugar una gran profundidad: cien metros. ¡Los misterios que guarda esta superficie límpida, débilmente rizada por la brisa que viene del mar de Mármara, y en la que tiemblan como pedazos de espejo los suaves rayos del sol de la tarde...! Aquí caían en el eterno misterio, con una piedra al cuello, los hermanos de los sultanes, estrangulados, para evitar a Turquía una guerra civil; aquí desaparecían para siempre los pachás ambiciosos y en desgracia; aquí acababan las perfumadas sultanas y las odaliscas de voluptuosos ojos sospechosas de infidelidad, cosidas dentro de un saco de cuero antes de rodar a las tenebrosas profundidades.

Entran nuevos criados en el kiosco, portadores de grandes bandejas cubiertas de tapices de seda con bordados de oro. Es el obsequio del Sultán a los extranjeros que visitan su antigua residencia.

El maestro de ceremonias tira de las ricas envolturas. Dos eunucos sostienen una bandeja de bronce cincelado, enorme como un escudo, y en ella se yergue majestuosa una compotera de cristal y oro llena de confitura de rosas y flanqueada de cucharillas del mismo metal. Es el eterno presente de toda visita turca. Un criado circula una bandeja con vasos de agua, y tras él llega otro con un gran incensario dorado lleno de brasas, en el que humea una cafetera. Las minúsculas tacitas de porcelana persa se llenan de café espeso como pasta, y el perfume intenso del negro y delicioso brebaje se une al olor de rosa que impregna el ambiente. El maestro de ceremonias manda ofrecer los cigarrillos de dorada boquilla, y todo el grupo de invitados, hombres y mujeres, sentándonos en divanes de rayada seda, contemplamos durante un cuarto de hora las espirales de humo en los cuadros de puro azul—azul de cielo y azul de mar—, a los que sirven de marco las ventanas del kiosco.

Otra vez en marcha, precedidos de la procesión de servidores de negra levita y gorro rojo, que parece haber aumentado considerablemente. Son ya más de cien.

Atravesamos un patio extenso, o más bien una llanura cerrada por un sinnúmero de claustros, kioscos sueltos y palacios ruinosos, en los cuales se abren los muros bajo el peso de los siglos, de los mantos de hiedra y de las parras trepadoras.

Junto a una puerta de arco bajo un porche de tejas viejísimas cubiertas de moho y desunidas por las raíces de plantas parásitas están formados los soldados de una compañía de infantería, en cuatro filas, dos a cada lado del espacio por el que debemos pasar. Un oficial de marina con cordones de ayudante avanza hacia nosotros, una mano en la empuñadura del sable y la otra en el fez, saludando con una rigidez alemana. Puesto que somos europeos e invitados del Sultán, indudablemente debemos ser grandes personajes en nuestro país. Los soldados, al pasar nosotros, lanzan el rugido de ordenanza, elevando sus fusiles y presentándolos. Después vuelven a aullar con unidad atronadora y los dejan caer al mismo tiempo, conmoviendo con las culatas las viejas losas, en cuyos intersticios crece la hierba.

Estamos en la entrada de Hasné, el famoso Tesoro, puerta venerable de cedro, roída por los años, con clavos oxidados y cerraduras que parecen olvidadas durante siglos y de imposible funcionamiento. Junto a ella aparecen nuevos personajes como si surgiesen de la tierra. Son viejos pachás, de miembros trémulos y barbillas blancas, arrugados personajes con el paño del dorso de la levita tirante sobre la curvatura de la espina dorsal. Cada uno saca su llave pesada y brillante; se abre con estridente cric-cric un enorme candado, giran con doloroso gemido los pernos de las cerraduras y se quejan los cerrojos al ser arrancados de la inmovilidad de su sueño. Los respetables gnomos del Serrallo van de un lado a otro trabajando en su penosa obra, y al fin giran chirriantes las hojas de cedro en el silencio conventual del Serrallo, y de la penumbra surge una bocanada de aire húmedo y espeso, una respiración de lugar cerrado, de antigua bodega.

Todos los criados que nos preceden entran apresuradamente, mientras nosotros, contenidos cortésmente por el ayudante y el maestro de ceremonias, permanecemos en la puerta. Se oyen sus precipitadas carreras en el interior, el roce de sus sordas babuchas, la rápida confusión del grupo que penetra de golpe y se desgrana inmediatamente, encontrando cada cual el sitio que tiene designado con anticipación. Cuando entramos, cada mesa, cada vitrina, ofrece como nuevo adorno una pareja de hombres inmóviles, tan inmóviles como las estatuas y los maniquíes que contiene el Tesoro, las manos sobre el vientre y sin respirar apenas, pero que os siguen con ojos fijos en todas vuestras evoluciones. Imposible moverse sin tropezar con ellos. Se adosan a los descansos de las escaleras, se introducen en el hueco entre armario y armario, se empequeñecen y disimulan para no ocultar con su cuerpo la vista de ningún objeto, pero ni por un instante podéis encontraros más allá del fuego cruzado de sus miradas.

Todos los visitantes deben ser excelentes personas, ya que el Comendador de los Creyentes los honra con su invitación; pero los pachás guardadores del Tesoro conocen el impulso tentador de Eblis y demás potencias infernales, y desconfían de la codicia del hombre y de la demencia de la mujer ante el oro que embriaga y la piedra preciosa que enloquece.

¡El Tesoro del Sultán, dueño desde hace siglos de la prodigiosa Bagdad! ¡La colección de riquezas de este heredero de Las mil y una noches...!

Al abarcar con la vista el amontonamiento de objetos preciosos experimenté una profunda decepción. Los objetos están guardados como en un museo europeo, pero las vitrinas palidecen bajo el polvo y los vidrios se enturbian, dando a todo un aspecto de pobreza y falsedad. Ocurre aquí como en los tesoros de las catedrales católicas, donde los siglos y la inercia dan al oro un tono miserable de cobre, y se convierten los diamantes en vidrio y las perlas en gotas de cera.

El Tesoro del Sultán—que no ha visto nunca el Sultán actual ni visitaron jamás muchos de sus antecesores—parece una enorme tienda de anticuario abandonada. Hasta los vidrios de las ventanas están rotos en parte, y las goteras del techo hacen caer en grandes desconchados el enlucido del cielo raso. Polvo, telarañas y vejez por todas partes. Este abandono y la enormidad absurda de las riquezas que contiene hace dudar en el primer momento del valor del Tesoro.

«¡Todo mentira!—murmuran en nuestro interior la malicia y la desconfianza—. ¡Baratijas orientales para deslumbrar al pueblo de otros siglos! Esto no es posible: es demasiado sobrehumano para que pueda ser verdad.»

Y, sin embargo, es verdad, por más que la razón se subleve ante lo enorme de semejantes riquezas. Por algo los poetas de todos los tiempos, cuando ha querido cantar magnificencias fabulosas, han vuelto sus ojos a Oriente.

Un trono es el primer objeto que se encuentra al entrar en el Tesoro; un trono para descansar en él con las piernas cruzadas, bajo y casi tan grande como un lecho. Lo robaron los turcos a los persas en el siglo XVI, durante la guerra del sultán Selim contra el sha Ismail. Es de oro macizo, y sus cortas patas, al descansar en el suelo, dan una sensación de ruda pesadez. El precioso metal sólo es visible en pequeñísimos espacios. Un mosaico de fina labor, formado con riquísimos materiales, cubre todas sus caras, hasta las que son poco visibles, como la parte inferior del asiento. Son millares y millares de perlas, de esmeraldas, de rubíes, todos de igual tamaño, que se repiten formando flores y hojas. La razón, parece rebelarse ante tanta magnificencia y duda de su autenticidad, sólo se convence tras largo examen de la riqueza de este mueble.

En otra sala se encuentra el verdadero trono de los sultanes, semejante a un púlpito de musulmán. Es a modo de una garita de ébano, dentro de la cual se sentaba el Padichá con las piernas cruzadas. De cada ángulo del asiento se levanta una columna sosteniendo el techo en forma de cúpula, y en el centro de ésta se eleva un joyel de inverosímil magnificencia, un ramillete de diamantes tan enormes, que parecen simples pedazos de empañado cristal. Todo este pequeño edificio de ébano y sándalo está incrustado de nácar, concha, plata y oro. Por todas sus caras interiores y exteriores corre un dibujo de plantas fantásticas en nácar, y el centro de cada flor está formado de grandes cabujones, de rubíes, esmeraldas, zafiros y perlas. En su interior pende del techo una cadena de oro, que venía a caer sobre la cabeza del sultán. La cadena sostiene un corazón también de oro, y de éste cuelga una esmeralda de forma irregular, pero de un tamaño inaudito, gruesa de cinco centímetros y grande como una mano abierta.

¡Las esmeraldas del Sultán! Después de visitar el pabellón del Tesoro se hace igual caso de esta piedra preciosa que de los guijarros de un camino.

Apenas se entra, el maestro de ceremonias os lleva ante una vitrina, donde sobre el fondo de terciopelo polvoriento se ven tres pedruscos planos de un verde oscuro, algo así como tres adoquines de vidrio opaco. ¡Son esmeraldas...! Las tres más grandes que existen en el mundo. Una de ellas pesa cerca de tres kilos.

Y a lo largo de las otras vitrinas empieza el aturdidor espectáculo de las riquezas amontonadas por el heredero de Las mil y una noches: armas que son verdaderas joyas; yataganes y grandes sables con la vaina cubierta de perlas y rubíes y la empuñadura formada de brillantes y esmeraldas; armaduras antiguas de gruesas placas de oro, con dibujos de brillantes y topacios; telas de seda, de brocado y terciopelo, en cuyo bordado se mezclan con los brillantes hilos centenares y miles de piedras preciosas; vasos de cristal de roca, de jade, de ónix; copas y frascos de cincelado oro persa; joyas indias de sutil labor; cofrecillos de menudas incrustaciones en maderas perfumadas o ricos metales, que reproducen escenas al borde del Éufrates, en las riberas del Ganges o sobre las mesetas del Ispahán llenas de rosas, donde cantaron los poetas Shadi y Ferdussi.

Una gualdrapa de caballo—la del corcel favorito de los antiguos sultanes—llena todo el fondo de una vitrina. Tiene dos metros y medio de ancha y casi tanto de larga. Es de terciopelo carmesí y está bordada con miles de perlas, todas exactamente del mismo tamaño, que es el de un garbanzo grueso. El color de la tela apenas se deja entrever como un rojo arabesco entre el apretado mosaico de granos preciosos.

La armadura que Murat IV llevó a la toma de Bagdad en el siglo XVII deslumbra majestuosa frente a dos ventanas. Es una cota de mallas de oro, con placas damasquinadas, y a su lado está la cimitarra, con la guarda y el puño cubiertos de brillantes en forma de tablero de ajedrez, todos de la misma dimensión y de trece milímetros de grueso.

En una galería superior está lo más interesante del Tesoro: las vestiduras de gala, los trajes de aparato de los antiguos sultanes, desde Mohamed II, que conquistó Constantinopla, hasta Mahmud, que murió en 1839. Estas vestiduras están puestas sobre maniquíes sin cabeza, coronadas por un turbante de aparato, enorme como un globo. Cada turbante está rematado por un penacho sujeto con un joyel magnífico, y en la faja de todo maniquí luce un puñal, que es obra maestra de cincelado y un alarde de fantástica riqueza. Los hay que parecen trabajados por Benvenuto Cellini. La empuñadura de una daga está formada de una sola esmeralda. Otra se compone simplemente de cinco brillantes: dos en cada cara del puño y el restante sirviendo de pomo.

La profusión de pedrerías sobre las armas y en los penachos de los turbantes deslumbra y confunde. Uno de los joyeles que retienen estos ramilletes de plumas está formado de dos esmeraldas y un rubí que tienen pulgada y media de gruesos. Las túnicas son de brocado magnífico, tan cubierto de bordados y de oro, que pueden sostenerse derechas sin el apoyo interior del maniquí. Las fajas de rica seda sustentan los puñales, y cada uno de ellos representa una enorme fortuna; maravillosos símbolos de la majestad de estos soberanos, para los cuales era la daga lo que el cetro para los monarcas de Occidente.

La larga fila de sultanes inmóviles y sin cabeza, cubiertos de las mayores magnificencias de la tierra, encierra la historia del pueblo turco. Dentro de estas rígidas y deslumbrantes túnicas vivieron hombres respetados como dioses, que se hacían obedecer desde las orillas del golfo Pérsico hasta los muros de Viena y obligaban a temblar a toda la cristiandad, en perpetuo escalofrío de miedo, turbando el santo reposo del Vicario de Cristo.

La imaginación, entre estas vestiduras pesadas y deslumbrantes como corazas y los hinchados turbantes faltos de cabeza, evoca rostros barbudos y morenos, de picuda y ancha nariz, de ojos sensuales e imperiosos. Bastaba un gesto de estas caras entristecidas por el exceso de poder y las harturas del harén, para que centenares de galeras aparejasen en el Cuerno de Oro y miles y miles de arqueros negros y jinetes turcos emprendiesen la marcha por las riberas del Danubio, queriendo llegar conquistadores hasta sus fuertes.

«¡Que baja el turco!», gritaba pavorosamente la cristiandad desde Viena a Lisboa, desde Cádiz a Londres; y la vida pacífica quedaba en suspenso, y las naves mercantes de Venecia, Génova y España convertíanse en barcos guerreros, haciéndose a la vela para salir al encuentro del enemigo en los mares de Grecia, y los monarcas de Europa alistaban ejércitos, y el continente entero quedaba inmóvil, en angustiosa espera, sin saber ciertamente si había llegado su última hora o si tendría aún derecho a seguir existiendo.

Los hechos que en la Historia parecen más lejanos y faltos de relación están unidos por el misterioso engranaje generador del movimiento de avance que desde hace siglos empuja a la Humanidad. Sin los sultanes de Constantinopla, fanáticos coranistas ansiosos de someter Europa entera a la ley del Profeta, la reforma religiosa iniciada por Lutero habría perecido, lo mismo que otros intentos anteriores, y tal vez el Norte europeo seguiría a estas horas con la conciencia sometida al gran sacerdote de Roma.

Los reyes católicos de Europa—especialmente nuestro Carlos V—, a instigaciones del Papa, hubiesen acabado por entrar a sangre y fuego en Alemania, sometiendo con mano férrea a los pequeños señores germánicos partidarios de la nueva doctrina, como siglos antes habían sido vencidos los provenzales heréticos y los húngaros entusiastas de Huss. Pero el miedo al turco no dejaba espacio para pensar en esto. El peligro exterior no permitía al catolicismo ocuparse de los asuntos internos de su casa. Como si los déspotas de Oriente estuviesen de acuerdo con los partidarios de la Protesta religiosa, cada vez que los soberanos europeos, a impulsos de una paz momentánea, volvían los ojos hacia el hogar de la herejía, en Constantinopla se armaba una nueva expedición y el grito pavoroso corría por todo el continente: «¡Que baja el turco!»

La cristiandad necesitaba combatientes; Alemania era un plantel inagotable de soldados, y el Papa y los monarcas católicos, para salir del peligro inmediato, procuraban no ver la rebelión espiritual del país que les ayudaba en la santa empresa militar de impedir los avances de los infieles. Cuando el turco, escarmentado en Lepanto y en las llanuras del centro de Europa, ya «no bajó» más, era tarde para el catolicismo romano. La herejía, fácil de matar en la cuna, había crecido desmesuradamente. La necesidad de hacer frente al turco costó a Roma la pérdida de media Europa.

* * *

Salgo del Tesoro con un deslumbramiento en los ojos, con el mareo de una borrachera de riquezas. Dentro del pabellón vetusto se pierde la noción del valor de las cosas. La retina, habituada al brillo del oro y al centelleo de las piedras, como si esto fuese un espectáculo ordinario, experimenta una gran extrañeza al reflejar la desnuda miseria que existe fuera del pabellón.

Tardo un buen rato en volver a la realidad al salir de Hasné. En los primeros momentos me extraña que los fusiles de los soldados formados junto a la puerta no sean de oro; que sus tristes y viejos uniformes no estén rígidos bajo una capa de preciosos bordados, como las túnicas que quedan allá dentro; que la hierba de las losas no esté formada de esmeraldas, y que no sean brillantes las gotas de agua que cantan y ruedan en un tazón al final del patio.

Al fin logro serenarme, y me habitúo al nuevo ambiente, como el que pasa de un salón iluminado con vivas luces a una callejuela lóbrega. ¡Adiós, esplendores absurdos, riquezas turbadoras e inauditas de Las mil y una noches, que quedáis invisibles, sumidas en el polvo y la penumbra, tras la venerable puerta de cedro que vuelven a cerrar los gnomos de barbilla blanca, con chirridos de herrumbre...! Sólo el recuerdo me llevo de vosotros, pero juro que en adelante no habrá escaparate parisién de la rue de la Paix que me haga detener el paso con asombro, y que sonreiré, como hombre que está en el secreto, cuando en noches de gala vea en la «Grande Opéra» o en el «Real» de Madrid el desfile de la centelleante pedrería sobre los hombros desnudos.

En el centro del Patio del Tesoro vemos el Kafess, un kiosco enrejado, una prisión que casi es una jaula, dedicada antiguamente a los hermanos de todo sultán, príncipes infelices, esclavos de la razón de Estado, que así habían de vivir para no turbar el sueño del soberano con amenazas de rivalidades. Esta prisión en pleno Serrallo casi resultaba para ellos una felicidad. Peor era que, un día, su augusto hermano, no satisfecho del encarcelamiento, les hiciera cortar las arterias, colocando después unas tijeras junto al lecho ensangrentado, para hacer creer en un suicidio.

Al otro lado del Patio del Tesoro está la Sala del Trono, el famoso Diván. Aquí recibían los sultanes a los embajadores de la cristiandad, bajo un techo, que aún subsiste, de dorados arabescos. En el fondo de la sala está el trono, en forma de diván, lecho enorme con un toldo de viejo terciopelo sostenido por columnas incrustadas de piedras preciosas. Existe una ventana enrejada junto al Diván, y tras ella escuchaba el Padichá a los embajadores, que ocupaban una pieza inmediata. Merced a tal precaución, los sultanes, que vivían en continuo miedo al asesinato, y las más de las veces no acababan sus días en la cama, creíanse a cubierto de una agresión de parte de los enviados extranjeros, a los que apenas conocían.

Cerca de la ventana hay una fuente. El Sultán, apenas comenzaba la entrevista, la hacía correr, y el murmullo del agua ensordecía y apagaba la conversación, para que no la oyesen los familiares de los dos séquitos.

¡Los caprichos de estos déspotas ahítos de poder y semejantes en sus bromas terribles a los emperadores romanos de la decadencia...!

Cierto día, un duque francés, embajador de Luis XIV, fue admitido como gran honor en el mismo Salón del Trono, manteniéndose de pie ante el Diván, en el que estaba tendido el Padichá.

—Mira lo que tienes al lado—dijo el déspota sonriendo, con una malicia infantil en la mirada.

El embajador miró a la derecha, miró a la izquierda, y sin la más leve emoción, continuó el discurso, exagerando más aún su actitud rígida y tranquila.

Dos fieros leones estaban junto a él, frotando la melena alborotada contra sus piernas, rugiendo de extrañeza, mirando al intruso y mirando a su amo, como si sólo esperasen un ademán de éste para caer sobre él. El Sultán experimentó una gran decepción al no poder divertirse con el miedo del extranjero. El embajador terminó su conferencia y salió, dejando aturdidos a todos con su serenidad.

Un héroe el tal embajador, un diplomático que sabía sobreponerse a las terribles emociones. Pero después, al llegar al palacio de la Embajada, cuenta el duque modestamente en sus Memorias que se apresuró a despojarse de la vistosa casaca cubierta de condecoraciones y bandas, se quitó los calzones de terciopelo... y llamó a la lavandera para entregarle su ropa interior.

XXVI. SANTA SOFÍA

Estoy en el gran patio de la mezquita «Aya Sophia»—la famosa Santa Sofía de los bizantinos—, sentado bajo las ramas de un plátano venerable, ante una mesilla en la que humean dos tazas de café, y aspirando el perfume de sándalo de un rosario musulmán que acabo de comprar a un mercader sirio.

A mi lado está Nazim-Bey, joven capitán de caballería, que ha viajado por toda Europa y ostenta sobre el pecho los cordones de oro de los oficiales del cuarto militar del emperador.

¡Lo que me costó entrar en Santa Sofía...! Todos los viajeros que han visitado Constantinopla hasta hace unos meses han podido verla con entera libertad. «Aya Sophia» estaba abierta a todo el mundo, como las demás mezquitas. Pero una comisión de jefes del Yemen, árabes fanáticos habituados a la vida de los desiertos arenales, que no entienden de relaciones internacionales y desprecian a los infieles, vino a Constantinopla a visitar al Padichá, y al entrar en la más famosa de las mezquitas, todos ellos se indignaron viendo el poco respeto con que la frecuentaban los cristianos, viajeros en su mayoría, que iban de un lado a otro hablando fuerte y con el Baedecker en la mano.

Pocos extranjeros entrarán ya en ella. El Sultán, para dar gusto a los revoltosos jefes del Yemen, ha prohibido el acceso a los infieles, y yo tuve que invertir más de quince días en ruegos, visitas y gestiones casi diplomáticas para visitar la famosa mezquita. ¡Irse de Constantinopla sin conocer Santa Sofía...! ¡Al fin!, una tarde, a la hora en que escasean los fieles en el templo, y acompañado de un ayudante del Sultán, pude entrar en la antigua basílica.

Sentados en un cafetucho del patio, junto a las fuentes de abluciones, que chorrean incesantemente, aguardamos a que un servidor del templo nos avisase el momento más propicio para la visita, después de la salida de ciertos devotos rezagados y antes de los muecines se asomaran a los balconcillos de los cuatro alminares llamando a los fieles a la oración de la tarde.

Por fin entramos... ¡Inolvidable impresión! No todos los días puede pisarse un pavimento fabricado por hombres que vivieron hace mil cuatrocientos años; no se respira con frecuencia bajo unas bóvedas que cuentan catorce siglos de antigüedad.

Inútil es describir Santa Sofía. Su atrevida cúpula agujereada por estrechas e innumerables ventanas, sus nobles y grandiosas proporciones, sus tribunas sostenidas por columnatas de jaspe verde y desde las cuales se ven como enormes insectos pender sobre el suelo las lámparas, los huevos de avestruz y demás adornos de la religiosidad musulmana, son conocidos en todo el mundo. El grabado antiguo, la fotografía y la tarjeta postal han popularizado el interior de este monumento, que es el más antiguo de la cristiandad europea y puede ser llamado el Partenón del arte bizantino.

La luz que penetra por las ventanas de la cúpula toma una densidad amarillenta de ámbar. La capa de pintura con que han cubierto los turcos las imágenes de los muros contribuye a colocar el ambiente de este tono suave. La repugnancia religiosa de los musulmanes a toda representación de la forma humana ha borrado los deslumbrantes mosaicos bizantinos, en los cuales, santos y emperadores de rostro puntiagudo y miembros alargados destacábanse con rigidez hierática sobre un fondo de oro.

Es el único vandalismo que se han permitido los otomanos. Las hermosas columnas, los arcos de graciosa majestad, los huecos de las capillas, las balaustradas de jaspe, todo se mantiene lo mismo que en tiempo de los emperadores de Bizancio.

La costra de pintura amarilla se ha caído en algunas partes del muro, y el mosaico antiguo brilla con una luz mate y discreta, como una venerable armadura de oro al través de los desgarrones de una capa vieja. Unos cartelones verdes de diez metros de diámetro, con inscripciones gigantescas en honor de Alá, y cuatro ángeles pintados en el arranque de la bóveda, son todos los adornos que el arte turco ha osado añadir al templo erigido por Justiniano. Los ángeles son convencionales. Cada uno de ellos está representado por cuatro alas en forma de rueda. La pintura musulmana no puede ir más allá.

Un interminable susurro, un batir incesante de plumas llena el ambiente ambarino y crepuscular de la mezquita, uniéndose al crepitar de las lámparas y a la cantilena monótona de los aprendices eclesiásticos, que, encogidos sobre las rodillas, balancean el cuerpo cantando de memoria suras enteras del Corán, mientras un efebo, con el libro entre las piernas, sigue con la mirada el texto, para corregir el más leve olvido. Centenares de palomos oscuros, con plumas de metálicos reflejos, aletean en las bóvedas, descansan en capiteles y cornisas, o descienden hasta las cabezas de los fieles, inmóviles como estatuas en su oración, posándose por unos instantes en sus brazos. Con frecuencia abandonan desde lo alto sus superficies digestivas, y los servidores de la mezquita tienen que limpiar continuamente la fresca estera del pavimento, sobre la cual marchan los fieles descalzos y con los pies limpios, para que después el buen creyente, al prosternarse, pueda besarla sin contagio alguno.

Ocurre en este grandioso monumento, al contemplarlo por vez primera, lo que en San Pedro, de Roma. La vista lo abarca todo sin extrañeza alguna. Un templo poco más grande que los otros... y nada más. Sólo cuando se avanza y la perspectiva va prolongándose a cada paso, es cuando se da cuenta el visitante de la enormidad de proporciones que van surgiendo de esta armonía general. Lo que de lejos parecían esbeltas columnas son troncos enormísimos de piedra, junto a los cuales el hombre se iguala a la hormiga; las distancias entre una arcada y otra se prolongan mágicamente, como si el templo fuese creciendo y estirándose a cada paso que se avanza.

La antigua basílica es enorme, abrumadora, soberbia, y, sin embargo, da una impresión dulce, de suave ligereza.

Su historia es tan accidentada como la de una nación. Santa Sofía no fue elevada en honor de una santa de este nombre, como muchos creen. Sancta Sophia es una invocación a la Santa Sabiduría, y en honor de la sabiduría divina elevó Constantino la primera basílica, en el mismo lugar que ocupa la actual. Cien años después la quemó el populacho creyente y revoltoso, excitado por el destierro de san Juan Crisóstomo. Teodosio II la volvió a construir, y en 532 la incendió de nuevo el pueblo de Bizancio, amotinado esta vez, no por un santo, sino por una cuestión de circo, el motín de los Victoriatos, en los primeros tiempos de Justiniano.

Fue este emperador legista, manso marido de la interesante Teodora, mezcla de voluptuoso tirano oriental y austero teólogo, quien creó el monumento que aún hoy subsiste y que vivirá siglos y siglos.

Quiso, en sus ambiciones de gloria, que el templo a la Santa Sabiduría fuese «la obra más magnífica que se hubiese visto después de la creación», y en todas partes del vasto Imperio de Oriente hizo recoger los materiales más preciosos, mármoles, columnas y esculturas. Los monumentos de la Antigüedad griega fueron saqueados. Éfeso le envió las columnas de jaspe verde de su famoso templo de Diana; Roma, las que había robado del templo del Sol en Heliópolis; e igualmente fueron puestos a contribución los santuarios de Atenas, Delos, Cizica, e Isis y Osiris en Egipto. Dos arquitectos griegos, los mejores de la época, Antemio de Tales e Isidoro de Mileto, se encargaron de la dirección de los trabajos; pero la credulidad popular, ansiosa de lo maravilloso, propaló que un ángel había entregado a Justiniano los planos del monumento con el dinero necesario para construirlo.

Diez mil obreros, dirigidos por cien maestros alarifes, trabajaron a la vez. Una capa de betún de veinte varas de espesor, que llegó a adquirir la dureza del hierro, sirvió de base al edificio. Los alfareros de Rodas hicieron los ladrillos para la bóveda de una tierra tan ligera, que doce de ellos no llegaban a pesar lo que un ladrillo ordinario. Todos llevaban una inscripción: «Es Dios quien me ha fundado y Dios me socorrerá.»

La construcción fue una mezcla de esfuerzos arquitectónicos y ceremonias religiosas. Los sacerdotes bendecían los materiales, acompañaban con plegarias la erección de cada columna, y al elevarse los muros, los albañiles introducían en la argamasa huesos de santos y otras reliquias.

Sumas inmensas se consumieron en este alarde arquitectónico, y Justiniano se vio en los mayores apuros y recurrió a los medios más criminales para conseguir dinero y terminar la casa de la Santa Sabiduría. Por fin, en 537, la obra quedó acabada. Después de una marcha triunfal por el Hipódromo, con todo el esplendor de su Corte bizantina, y de pródigas distribuciones al populacho, hambriento de pan y ahíto de disputas teológicas, Justiniano inauguró el monumento.

—¡Gloria a Dios, que me ha juzgado digno de terminar esta obra!—gritó al entrar—. ¡He vencido a Salomón!

Catorce días duraron las plegarias, los festines públicos y las distribuciones de dinero.

La Santa Sapiencia vivió siglos en una relativa tranquilidad, sin otros accidentes que los que sufren los monumentos gigantescos, eternos enfermos necesitados de cuidados y reparaciones. Toda la vida del Imperio de Bizancio se reconcentró en ella. Bajo sus bóvedas se consagraron aquellos emperadores que se asesinaban unos a otros, se sacaban los ojos o degollaban en masa a sus súbitos, por si el Hijo era igual al Padre, y otras sutilezas teológicas que tomaron el carácter de verdaderos programas políticos.

El día que los turcos sitiadores acabaron por penetrar en Constantinopla, una muchedumbre de sacerdotes, mujeres y combatientes fugitivos se amontonó en la santa basílica, que tenía ya cerca de mil años de antigüedad. El caudillo victorioso entró a caballo hasta el altar mayor y gritó agitando su cimitarra: «No hay más Dios que Alá, y Mohamed es su Profeta.»

¡Se acabó la Santa Sapiencia! Las cruces rodaron por el suelo, los sables se enrojecieron hundiéndose en la muchedumbre cristiana, y el saqueo y la matanza dentro de la basílica duraron tres días.

En el momento de la entrada de los turcos, un sacerdote celebraba la misa, y huyó del altar con el sagrado cáliz, desapareciendo por una puertecilla practicada en una de las galerías. Inmediatamente la puerta se cerró milagrosamente con una pared de piedra que nadie pudo distinguir del resto del muro. El día que Santa Sofía sea devuelta al culto cristiano y los turcos huyan expulsados de Constantinopla, volverá a abrirse la puerta y el mismo sacerdote acabará su misa interrumpida.

Esto lo sé por mi guía Stellio, un honrado griego, verídico y creyente, que me acompaña a todas partes, discurriendo el medio más rápido y seguro para extraer el dinero de mis bolsillos.

Los historiadores de Santa Sofía dicen que esto es una leyenda; pero Stellio se ríe de su ignorancia.

Todas las viejas del barrio del Fanar, residencia de las antiguas familias griegas, piden a Dios que no las llame a su seno sin haber visto antes a ese pobre sacerdote que aguarda entre paredes durante cuatro siglos y medio el momento de terminar su misa.

XXVII. EL PAPA GRIEGO

El barrio del Fanar es Bizancio que se sobrevive. Los griegos, antiguos señores de la gran ciudad, se refugiaron en este barrio después de la conquista turca, y allí continúan, en viejos palacios adosados a murallas medio derruidas del tiempo de los Paleólogos.

Los guerreros bizantinos se hicieron comerciantes después de la derrota, o mejor dicho, continuaron siéndolo, pues en tiempo de su Imperio siempre fueron mercaderes, dejando la defensa de su país confiada a bravos mercenarios comprados en Asia o en Bulgaria.

La fama de los comerciantes fanariotas ha sido universal. Durante siglos, el oro de todo el mundo se amontonó en este barrio del Fanar. Los turcos belicosos, ocupados en hacer la guerra a la cristiandad, dejaron a los griegos, vencidos y astutos, el manejo de sus riquezas, y el fanariota fue el intermediario entre Asia y Europa, el mercader de los objetos preciosos de Oriente, y al mismo tiempo el proveedor y prestamista de sus señores otomanos. Este barrio del Fanar ha sido durante siglos una Venecia, una Génova, de poderoso movimiento comercial. Una gran flota mercante movíase en los mares de Oriente y en todo el Mediterráneo, siguiendo las aspiraciones de sus mercaderes. El Cuerno de Oro, que lame con sus aguas las piedras verdosas de los edificios del Fanar—palacios oscuros, con balcones bajos que casi se tocan con la cabeza—, veíase cortado incesantemente por las galeras que llegaban de las escalas de Siria y el mar Negro y partían hacia los puertos de Nápoles y Marsella.

Hoy el Fanar está solitario y tranquilo. Junto a sus muelles no se ven más que viejas barcazas en reparación, y enfrente, al otro lado del brazo de mar, los navíos de guerra turcos, los buques antiguos que sirven de pontones y el palacio del Almirantazgo, rodeado de las innumerables construcciones del Arsenal. Mas los fanariotas aún viven tan ricos y poderosos como en otros tiempos.

Los nuevos puentes, que dificultan la navegación en el Cuerno de Oro, el gran calado de los buques modernos y las exigencias del comercio, les han obligado a trasladar sus oficinas a Gálata, cerca del Bósforo, en medio de los chorros de vapor, rugidos de sirena, chirriar de grúas y ensordecedora y negra actividad de un puerto de nuestros días.

Pero las venerables casas del Fanar son, como en otros siglos, a modo de un título de nobleza para los que las habitan, y en ellas siguen viviendo las familias de estos griegos, más griegos que los que habitan Atenas, y que hacen remontar sus orígenes en línea recta a los tiempos gloriosos del Imperio bizantino.

El pequeño reino actual de Grecia se nutre de la rica savia del Fanar. Todos estos helenos de Constantinopla son grandes patriotas, con el entusiasmo nacional excitado por largos siglos de servidumbre y desgracia. Son riquísimos, pero no tienen patria. Fingen sumisión al turco, a quien explotan, pero su pensamiento va a todas horas a la pequeña nacionalidad formada en torno de la Acrópolis ateniense, viendo en ella como un huevo del que resurgirá un pasado glorioso.

¡Atenas! ¡Constantinopla...! Estos dos nombres de gran sonoridad excitan a todas horas su entusiasmo. Todos conocen en el Fanar los misterios del porvenir. Grecia volverá a ser lo que fue; se apoderará de la Macedonia, se extenderá por las riberas de Asia, pasará un día los Dardanelos, y la antigua Bizancio será otra vez helena, brillando sobre la cúpula de Santa Sofía la cruz del Santo Sínodo, en vez de la media luna de oro. Y enardecidos por una fantasmagoría tan generosa, no hay sacrificio que no hagan estos comerciantes avaros, capaces de los mayores crímenes en el curso de los negocios, y que, sin embargo, desparraman el dinero a manos llenas en empresas patrióticas.

Los griegos del archipiélago vuelven sus ojos al Fanar cada vez que intentan moverse. La sublevación de los isleños de Candía, las guerrillas macedónicas, la misma guerra turco-helena de hace pocos años, que tan grotesco y vergonzoso final tuvo para los nietos de Temístocles, y la agitación presente, que convierte las fronteras griegas en perpetuo campo de combate, todo es obra del dinero fanariota, que corre pródigamente, como sangre vivificadora del patriotismo.

El griego de Constantinopla es un buen súbdito del sultán, incapaz de provocar ningún disturbio. Procura separarse del armenio revoltoso, que intenta revoluciones dentro del Imperio, pero trabaja y sacrifica su fortuna por crear a éste en el exterior toda clase de conflictos.

No sólo piensa en su pequeña patria para lanzarla a la guerra contra el país en que vive. Sabe que los pueblos son grandes por algo más que las armas y que la fama imperecedera de la antigua Grecia no se asienta en los ruidosos triunfos sobre los persas, sino en las enseñanzas y las inspiraciones de los filósofos, poetas y artistas, gloriosos abuelos de la presente humanidad.

La grandeza intelectual de su raza preocupa a los fanariotas hasta el punto de que en Grecia es insignificante la instrucción pública costeada por el Gobierno, en comparación con la que sostiene la iniciativa particular. No muere un griego rico de Constantinopla que no deje fuertes legados para las escuelas de su país. Muchos han dejado dos o tres millones de francos. Innumerables escuelas del Archipiélago, grandes Universidades, valiosas bibliotecas, se sostienen con herencias de patriotas del Fanar, que pasaron su vida explotando a los turcos y cristianos y dando las más fieles muestras de adhesión al Sultán, que aborrecen.

Además, el Fanar es para todos los griegos del mundo el barrio santo, la tierra sagrada donde tiene puesto un pie Dios; algo semejante a lo que es para el católico el barrio de Roma inmediato al Tíber, donde alza la basílica de San Pedro su enorme cúpula y se alinean perforando la piedra las innumerables ventanas del Vaticano.

En el Fanar está el palacio del Patriarcado, la residencia del Papa griego, llamado vulgarmente Patriarca de Constantinopla.

Este representante de Dios es un personaje poderosísimo, un sacro pastor que extiende su cayado de oro sobre muchos millones de místicas ovejas.

Si el Papa de Roma no tuviese al otro lado del Atlántico la antigua América española, su colega de Constantinopla sería tan poderoso como él. Grecia, Bulgaria, Servia, Rumania, Montenegro, los cristianos ortodoxos de la enorme Turquía, que son millones, y la inmensa Rusia, que aunque autónoma religiosamente, respeta, sin embargo, al sumo sacerdote de Constantinopla, forman el feudo espiritual de ese pontífice que vive en el barrio del Fanar y una vez al año bendice toneladas y toneladas de aceite, convirtiéndolo en óleo santo que envía a los metropolitanos y popes de sus Estados.

El patriarca actual es Joaquín II. Un amigo suyo, que a la vez lo es mío, me invita a visitar al pontífice, ensalzando la llaneza de su trato y costumbres. ¿Por qué no...? El amigo añade que ya ha hablado de mí a Su Santidad, y una tarde, a las dos, llegamos junto al palacio del Patriarcado.

Es un enorme caserón sin adorno alguno, situado en la cumbre de una colina vecina al Cuerno de Oro. Una tapia alta cierra los patios exteriores, y ante la triple puerta de entrada hay un cuerpo de guardia.

Su Santidad es, después del Gran Imam, el primer funcionario religioso del Imperio. El Sultán lo recibe con frecuencia y vive en las mejores relaciones con él, temiendo la influencia que puede ejercer sobre varios millones de almas que forman parte del pueblo otomano. Los soldados turcos, fervorosos musulmanes, velan, bayoneta en el fusil, sobre la existencia y el reposo de este sacerdote extraño a sus creencias, lo mismo que en Jerusalén montan la guardia cerca del sepulcro de Cristo. Además, Su Santidad recibe del Sultán una paga enorme, uno de esos sueldos inauditos que sólo puede concebir la prodigalidad de un soberano oriental.

Joaquín II es bueno, y tan generoso al repartir como el sultán al dar. Vive sin aparato, como en los tiempos que era un pobre teólogo en una Universidad de Grecia, y su enorme asignación la devora el populacho del Fanar, que descansa en sus tugurios, como una nube de langosta, en torno del Patriarcado.

Entramos en éste por una puerta lateral. El arco del centro está cerrado, y sólo se abre, con largos intervalos de años, en las grandes conmemoraciones religiosas.

En el interior encontramos unos criados bigotudos y morenos, semejantes a los antiguos piratas del Archipiélago, y popes jovencitos que deben ser familiares de Su Santidad. Subimos una escalera de madera con esterilla de junco. Las paredes están adornadas con pinturas de imágenes bizantinas y retratos de patriarcas. Entramos en un salón de espera, igualmente modesto, con la misma esterilla e idénticos retratos de patriarcas: cabezas venerables y barbudas, con la mitra cuadrada y lóbrega envuelta en una gasa fúnebre que pende sobre los hombros, y la cruz de oro destacándose sobre el pecho negro.

Se abre una puerta, y avanza unos pasos en la inmediata habitación un pope de estatura enorme, un venerable gigante, que mueve los brazos invitándonos a entrar.

Hermoso hombre. Yo, que no soy bajo de estatura, tengo que echar atrás la cabeza para verle bien. Tiene blancas, con una nitidez de nieve, las barbas luengas y ensortijadas; blancas igualmente las guedejas que se escapan de su alto gorro, semejante a un sombrero de copa sin alas. Pero el rostro es joven, y aunque algo demacrado, da una impresión de fuerza y salud, por el lustre de la tez, de un moreno rojizo, y la solidez ósea de la faz. La nariz, un tanto grande y demasiado aguileña, es, sin embargo, hermosa por su pureza de líneas, sin la más leve desviación. Los ojos, grandes e imperiosos, ojos de mando, que se esfuerzan por ser dulces, parecen gotas de densa tinta, brillando un pequeñísimo punto de luz en su negra intensidad.

Este gigante, blanco, fuerte y majestuoso como un Padre Eterno, se agita al andar con enérgicos movimientos y encorva la espalda para ponerse al nivel de los que llegan. Mi amigo se inclina al coger su diestra y besa un gran anillo. Entonces reparo en la faja de seda que ciñe la sotana del arrogante sacerdote y en la cruz que brilla sobre su pecho con un suave fulgor de oro antiguo. Es Joaquín II.

Mi amigo le habla en griego brevemente, y yo adivino por las miradas que hace mi presentación.

—¡Ah, Blascos!—dice el patriarca con una voz sonora de barítono, al mismo tiempo que me coge una mano y tira de mí para que avance—. ¡Blascos Ibañides...!

Cualquiera diría que Su Santidad se había pasado la existencia no oyendo otro nombre que el mío. Es la amabilidad superior de los soberanos, de los grandes personajes, que fingen conocer a todos los que llegan y parecen recordar sus nombres, que les han dicho momentos antes. Y repitiendo mi apellido desfigurado a la griega, con una expresión satisfecha, como si no conociera otra cosa, me empuja con su volumen de coloso, me hace sentar en un diván redondo en el centro de la pieza, y él vuelve al sillón dorado y viejo que ocupaba momentos antes.

La sala, larga y estrecha, es una galería cerrada con cristales. Al través de ellos se ve abajo parte del caserío del Fanar, y más allá de los tejados, una mitad del Cuerno de Oro, los navíos de guerra, el Arsenal, y los montes desnudos de la ribera de enfrente, con abandonados cementerios turcos, en los cuales las blancas fichas de las tumbas dan la sensación de lejanos corderos rumiando inmóviles en las laderas.

El patriarca está sentado de espaldas a los cristales, con el cuerpo en la sombra y rodeado de un nimbo de luz que forma el sol de la tarde en torno de su alba cabellera. Junto a él sonríe un joven pequeño, vestido como un gentleman, el monóculo brillante sobre el rostro afeitado y el pelo rubio y lustroso partido por una raya central en dos bandos que caen sobre la frente cual lacios cortinajes. Es el secretario de la Legación de Grecia, que está en conferencia con el patriarca y juntos pasan el tiempo hablando de los asuntos del amado país. Joaquín II habla en su idioma, de sonora armonía, ininteligible para mí, y al terminar, mi amigo, que parece emocionado en presencia del patriarca y apenas osa levantar los ojos, me dice en francés:

—Su Santidad está muy contento de verle, y dice que le es usted simpático... Además le desea una estancia muy feliz en Constantinopla.

—Su Santidad es muy amable. Dele usted las gracias.

Quedamos los cuatro en profundo silencio, mirándonos, como es de buen tono en toda visita oriental, donde la conversación animada no surge más que tras larguísima pausa luego de haber tomado el café. El patriarca ha dado sus órdenes con una voz de marino que ordena una maniobra, y aparecen los criados trayendo el inevitable obsequio de toda visita.

El café no es gran cosa, los cigarrillos son comunes, y el servicio de porcelana de lo más vulgar. Joaquín II vuelve a repetir que vive pobremente, como un hombre de escasas necesidades. Nos ofrece las tazas y los cigarrillos con ademanes de graciosa cortesía, pero él no bebe ni fuma. Únicamente la confitura es magnífica; un dulce de exquisitez monacal, formado de diversos y misteriosos aromas; un regalo tal vez de lejano convento o de algunas griegas devotas enclaustradas voluntariamente en algún ruinoso palacio del Fanar.

El patriarca, sin dejar de mirarme, habla al joven que tiene al lado. Éste sacude su actitud indolente, se desenrolla en el interior de su sillón, y avanza la cabeza, en la que parece pegado el monóculo, sonriéndome con diplomática calma. Su Santidad sólo habla el griego y el turco, pero desea conversar conmigo. Es la primera vez que ve a un español. Él me traducirá en francés lo que diga Su Santidad, y a continuación le comunicará en griego lo que yo responda.

—Puede preguntar Su Santidad lo que guste.

Y Joaquín II se lanza a hablar apresuradamente, con un ímpetu de orador tribunicio, rodando como truenos los párrafos sonoros, en los que abundan las armoniosas onomatopeyas.

Cuando el Papa se calla, el diplomático hace la traducción, acompañándola de una fina sonrisa.

—Su Santidad dice que siente muchísimo las desgracias de España; que durante la guerra con América dedicó muchas veces sus oraciones a vuestro pueblo, que le es muy simpático, y que comprende que en vuestro país aún estará vivo el dolor por tan grandes pérdidas.

La lástima bondadosa de Joaquín II me irrita un poco.

—Dígale a Su Santidad que no hay para qué lamentarse de lo pasado; que en mi país ya nadie se acuerda de eso, y que habiendo perdido hace un siglo casi toda América, no había razón para conservar unas cuantas islas que eran en cierto modo un bagaje pesado.

El patriarca, de ojos imperiosos, es un intuitivo, de rápida penetración. Mirándome fijamente parece adivinar mis palabras, mueve la cabeza como si me entiendese, y cuando el secretario hace su traducción, él se adelanta completando las ideas.

Continúa el diálogo entre Su Santidad y yo, con la mediación del elegante intérprete. Joaquín II se entera con gran interés de las costumbres españolas, de las que tiene una vaga y fantástica idea, y me pregunta especialmente por nuestra literatura nacional.

Él, gran erudito en letras clásicas, comentador de Homero, como todo griego ilustrado que se respeta un poco, no conoce nada de España. Hace muchos años, cuando no era en Atenas más que un simple pope dedicado a enseñanzas teológicas, vio un drama español traducido al griego, un drama de un señor que se llamaba... se llamaba...

Y el patriarca y el diplomático se consultan con la mirada, al mismo tiempo que pugnan por pronunciar un nombre, sin llegar a completarlo en sus dudas.

—Echegaray—digo yo, adivinando sus balbuceos.

Su Santidad sonríe, moviendo la cabeza. Eso es: Echegaray. El patriarca guarda un hermoso recuerdo de la obra. Indudablemente fue la única vez que asistió al teatro el austero sacerdote.

—¿Vive aún Monsieur Echegaray?—pregunta Su Santidad con gran interés por mediación del secretario.

—Vive, y a pesar de sus años es animoso como un muchacho y no descansa.

Su Santidad vuelve a sonreír, como si bendijese con el gesto al lejano poeta que alegró con la magia del arte algunas horas de su existencia. Y yo sonrío también pensando en el ilustre don José, muy ajeno a imaginarse que el Papa griego es uno de sus más sinceros admiradores, con esa admiración del que sólo ha ido una vez al teatro y se acuerda del magno suceso durante toda su vida.

El patriarca, después de esto, habla de la literatura griega contemporánea. Hay en Atenas poca producción: escasos dramas y muy contadas novelas. Los literatos, antes de dedicarse al trabajo, viven enzarzados en interminable disputa sobre si deben escribir en griego antiguo o en el griego vulgar que hoy se habla en el Archipiélago. Esta disputa apasiona a la nación entera, dividida en dos partidos.

—Su Santidad pregunta qué opina usted sobre esto—dice el secretario.

—Pues dígale a Su Santidad que si novelas y dramas tienen por protagonistas a personajes de ahora, lo natural es que hablen el griego moderno, aunque no sea puro. Un mozo de cordel de El Píreo no va a expresarse como el Aquiles homérico.

El patriarca acoge mis palabras con un gesto cortés, pero deja adivinar en sus ojos que piensa todo lo contrario.

La conversación languidece y yo me preparo a marcharme. Llevo más de media hora con Su Santidad, e indudablemente muchos fieles de importancia aguardan en la antesala.

El pontífice de Constantinopla es un Papa «constitucional». Ni es infalible por sí solo, ni puede tomar una resolución en materias de fe. Dos veces por semana se reúne bajo su presidencia el Santo Sínodo, compuesto de eclesiásticos y laicos influyentes, y esta asamblea es la que legisla, dejando al patriarca el poder ejecutivo.

Voy a abandonar mi asiento, cuando Joaquín II emprende una larga arenga dirigida al secretario, en la que percibo varias veces la palabra demokratikos. El patriarca parece poner un gran interés en lo que dice, y cuando al fin calla, el diplomático me habla gravemente.

—Su Santidad pregunta si en España los sacerdotes son muy respetados, si la religión tiene el mismo prestigio que en otros tiempos, si los reyes son queridos, y sobre todo, si existen partidos democráticos como en otras naciones desgraciadas, y si el pueblo, movido por malas enseñanzas, intenta levantarse contra sus mayores.

Quedo indeciso algunos momentos. ¿Qué contestar al buen patriarca...? Después de tan buena acogida, siento cierto escrúpulo de decirle la verdad. ¿Para qué discutir con él? ¿Para qué desvanecer la santa ignorancia de este sacerdote, que ya no volverá a acordarse de España y jamás podrá influir en nuestra suerte...?

—Dígale a Su Santidad que allá no hay partidos democráticos ni nada de esas pestes modernas que, como él dice, hacen la infelicidad de los pueblos. Los reyes velan por nuestra dicha; los sacerdotes son veneradísimos, todos los españoles somos católicos...

Joaquín II sonríe, adivinando otra vez mis palabras, y mueve sus melenas blancas y su gorro negro, como diciendo: «Muy bien.»

—Su Santidad—añade el diplomático al poco rato—dice que se alegra muchísimo de las palabras de usted, que éstas son para él un inmenso consuelo, y que España será siempre grande si no se aparta del buen camino.

Me levanto, despidiéndome del Papa con una solemne inclinación. Su Santidad está alegre, parece encantado por mis afirmaciones, y me acompaña hasta la puerta, repitiendo mi nombre con paternal sonrisa.

—¡Blascos! ¡Ah, Blascos! ¡Blascos Ibañides...!

No me entrega su mano a besar, como a los otros. Respeta mis escrúpulos de buen católico español, pero me acompaña, dándome cariñosos golpes en un hombro con sus manos fuertes, y la más paternal de las sonrisas contrae las ondas de nieve de su barba.

Cuando llega a la puerta, le parece poco esta despedida, y eleva la diestra con su gran sortija de oro... y me bendice.

Salgo del Patriarcado admirando la espontánea solidaridad de todos los que viven a la sombra de la cruz. ¡Extraña y poderosa francmasonería de los hombres de sotana! Durante siglos y siglos, el Vicario de Dios en Roma y el Vicario de Dios en Constantinopla se han insultado con baba rabiosa, llamándose hijos del diablo, asquerosas víboras y demás insultos inventados por el rencor eclesiástico, maldiciéndose con acompañamiento de cirios llama abajo y cánticos de muerte. Ahora fingen no conocerse, ignoran mutuamente su existencia, viven vueltos de espaldas, asumiendo cada uno la verdadera herencia de Cristo, y, sin embargo, por encima de tantos siglos de abominación y de odio, se entera cada uno de la existencia del otro, y celebra que ésta sea próspera y fuerte. Lo mismo hacen los comerciantes cuando preguntan con interés por los negocios de los colegas, y se alegran de que marchen bien, aunque nada les produzcan, viendo en ellos una prueba de que el mercado no se debilita, de que sigue la demanda, y de que mientras los clientes no se llamen a engaño habrá ganancias para todos.

* * *

Algunos días después, al volver al centro de Europa, el tren que me conducía chocó con otro de mercancías en las inmediaciones de Budapest. Cinco muertos y un número enorme de heridos. Yo salí ileso.

Luego, en París, recibí una carta del amigo que me había presentado al patriarca.

Su Santidad, al leer la noticia en los diarios griegos de Constantinopla, había celebrado mucho la inspiración que tuvo al bendecirme, y repetía sobre mi cabeza el gesto pontifical, recomendándome de nuevo en sus oraciones.

Leyendo esto me expliqué mi buena suerte.

En adelante, siempre que vaya a un país donde exista Papa, pienso no salir de él sin la correspondiente bendición.

XXVIII. TURCAS Y EUNUCOS

Cuando un occidental relata su viaje a Turquía, la curiosidad, excitada por todo lo que es extraño y misterioso, le interrumpe siempre con las mismas preguntas:

—¿Y las turcas...? ¿Y la vida del harén...? ¿Y los eunucos?

¡Las turcas...! Se las ve en todas partes; pasean por los cementerios, frondosos como jardines; entran tapadas a hacer sus compras en las lujosas tiendas a la europea; van en la buena estación a solazarse en las Aguas Dulces de Asia, lugar de moda a orillas del Bósforo; salen en carruaje o transitan a pie por el Gran Puente; se visitan unas a otras; gozan de más libertad que las europeas; salen a la calle tanto como éstas y, sin embargo, no hay en Constantinopla nada tan misterioso e inabordable como las mujeres.

Viviendo aquí, se convence el europeo de la frescura con que han mentido los novelistas y los poetas al describir amores entre turcas y cristianos. En otros tiempos, tal vez pudo ser esto. Durante el reinado de Abdul-Aziz, loco generoso, Nerón oriental, que condecoraba a sus gallos de pelea con las mismas bandas usadas por los generales y se divertía arrojando al populacho espuertas de monedas de oro, tal vez podrían desarrollarse estos amores internacionales. Abdul-Aziz, apasionado romántico de la emperatriz Eugenia, debió ser tolerante con las pasiones de sus súbditas.

El actual emperador, Abdul-Hamid, austero creyente, que se encierra en la tradición y el aislamiento de raza para defenderse de la codicia europea, muestra empeño en evitar que la mujer musulmana tenga contacto alguno con el cristiano, y vela sobre ella con una minuciosidad de déspota curioso y activo, que lo mismo ansía conocer el pensamiento del emperador de Alemania que las intrigas del harén del último de sus pachás.

Las damas turcas marchan encubiertas por las calles de Pera, contemplando al través del velo a los europeos que las siguen con ojos ávidos. Aburridas por la soledad del harén y la indiferencia de un señor en el cual el exceso de cantidad embota y debilita todo afecto, ¡cuántas veces su pequeño cerebro de niña apenas educada experimenta la embriaguez del deseo viendo en este barrio cristiano la gran abundancia de hombres venidos solos del otro extremo de Europa, y a los que un celibato forzoso da audacias y ademanes de lobo carnívoro...!

Viven libres, sin ver al esposo más que de tarde en tarde; pueden entrar y salir de su casa, sin otra vigilancia que la del eunuco, fácil de sobornar; disponen de su tiempo mejor que una europea, y, sin embargo, la intriga amorosa es dificilísima para ellas, por no decir imposible.

Que levanten un poco el velo sobre su rostro para dejarlo visible al hombre que pasa, y al momento, un otomano que parece distraído en medio de la acera tomando el aire seguirá sus pasos cautelosamente, para saber en qué termina la inusitada audacia. Que se permita un gesto, una mirada significativa o volver la cabeza, y el polizonte avisará en el mismo día al marido o al padre.

La Policía y la fuerza tradicional de las costumbres velan sobre la mujer turca, la rodean a todas horas, dejándola en completa libertad para todo... para todo menos para lo que ella desearía.

Una tercera parte del presupuesto del Imperio se consume en servicio policíaco. Un importante personaje de la Corte es el jefe de los espías, y a su vez hay espías de los espías... y así hasta lo infinito. Todas las clases de Turquía figuran en el inmenso cuerpo de la delación. Los policías se reclutan lo mismo entre los mozos de cordel de los muelles que entre los grandes personajes. Algunos cobran un sueldo mucho mayor que el de un ministro de Europa. Lo que cuesta al Sultán este servicio representa más que lo invertido por algunos Estados en Ejército, Marina, Administración y Obras Públicas. Muchos de los señoritos turcos que pasean en caique, llenan los cafés y teatros de Pera y son clientes de los sastres europeos, luciendo empinados bigotes a lo «kaiser» bajo el erguido fez, no tienen otro medio de existencia que lo que cobran por repetir al ministro de Policía cuanto ven y cuanto oyen.

Además, para las mujeres, todo turco es un agente que vigila por las buenas costumbres. El europeo no puede mirar mucho tiempo y con marcada atención a las mujeres que pasan. Imposible seguir sus pasos, como ocurre en las ciudades europeas. Si es en el barrio puramente turco de Estambul, corre peligro de recibir como aviso una pedrada o un palo. Si es en las demarcaciones europeas de Pera y Gálata, cualquier respetable efendi que pasa junto a él le preguntará cortésmente si es forastero, ya que le ve faltar tan abiertamente a las costumbres del país.

La mujer, sitiada por la vigilancia del policía y el fanatismo nacional de todo compatriota, obligada a no hablar con otro hombre que el que tiene en su casa, se venga de este aislamiento con un orgullo rencoroso, que la hace antipática las más de las veces. En las aceras empuja al hombre con soberano desprecio para que le ceda el paso. Cuando van en carruaje se ríen del transeúnte europeo con una insolencia de colegialas en libertad.

La mujer pobre o de la clase media sigue fiel al dominó de pesado damasco y a la cortinilla de gruesa seda que le sirve de antifaz. Así se la ve pasar, como máscara misteriosa, llevando en una mano la sombrilla cerrada o tirando de un turquito cabezudo, y sosteniendo con otra la crujiente faldamenta, que deja ver las pantorrillas enormes, hinchadas, elefantíacas, por ir encerrados dentro de las medias los extremos de los calzones interiores.

Pero las grandes damas, las elegantes esposas de los pachás y los turcos ricos, las moradoras de los harenes lujosos, hace tiempo que, valiéndose de la moda, han acabado con los trajes tradicionales, que recluían a la mujer en oscuro incógnito. Bajo el gabán oriental, semejante a una «salida de teatro», llevan trajes de París recargados de adornos y en extremo vistosos. Se cubren el pelo y la parte del rostro, siguiendo las exigencias de la costumbre religiosa, pero lo hacen con el yachmaks, velo tenue y transparente como una nubecilla, suspiro de seda casi impalpable, que sirve para dulcificar su rostro pintado de rosa y adornado con lunares artificiales, para dar mayor realce a sus ojos, agrandados por una aureola negra de khol. Ocupando grandes carrozas con ruedas doradas, y bajo la escolta de eunucos negros, a los que la perturbación del sexo hace luchar con las señoras en chismes, odios e histéricas rabietas, van a las tiendas o visitan a las amigas de otro harén situado a tres o cuatro horas de distancia, al final del Bósforo.

Algunas veces, un harén se traslada a la orilla de Asia para ver a las compañeras de un gran señor amigo del suyo. La visita dura tres o cuatro días, y esposas y odaliscas, libres de velos y escrúpulos en el misterio de las habitaciones privadas, hacen en común sus comiditas de muñecas, abundantes en dulce, duermen juntas, tocan y cantan, y sobre todo hablan..., hablan mucho, con una verbosidad de prisioneras o de monjas, repitiendo los chismes del silencioso Estambul, donde las casas parecen cárceles, con sus puertas siempre cerradas y sus ventanas de celosías, tras las cuales espía a todas horas la curiosidad maligna, la sospecha calumniosa, como en una muerta ciudad de provincias.

Estas damas, mujeres opulentas a los dieciséis años, saben pintarse las mejillas de carmín, los ojos de negro y las uñas de rojo, y en esto invierten la mayor parte del día. Además, las mejor educadas saben fabricar agua de rosas, dulces de varias clases, y a veces hasta bordan gruesas flores de oro sobre telas de seda.

Hablar con una charla interminable de pájaro loco, embriagándose en sus propias palabras, hablar bien de ellas y mal de sus amigas, es su mayor placer. Se comprende que el buen turco, temiendo pasar el resto de su vida frente a frente con una sola de estas hermosas muñecas, vacía de cráneo y expedita de lengua, multiplique su número para encontrar alivio. Pero esta variedad, cuando todo el harén ha perdido el encanto de lo nuevo, sólo sirve para aumentar el tormento.

Los turcos modernos que han viajado por Europa, amoldándose a nuestras costumbres, sólo tienen una mujer, y sonríen cuando les hablan del harén. Están enterados de lo que es la poligamia y compadecen a los turcos a estilo antiguo, a los tradicionalistas, que por seguir la costumbre tienen varias esposas.

Sólo un pachá del viejo régimen, poseedor de una paciencia inagotable o aficionado a murmuraciones y futilidades como una mujer, puede soportar durante toda su vida el contacto con el rebaño femenino del harén.

Es un error generalizado en Europa creer que la mujer turca, porque se compra las más de las veces, es una esclava, un objeto, un ser sin derechos y sin libertad, fuera de las leyes. La religión del Profeta nunca habló con desprecio de la mujer, ni vio en ella un ser impuro, un aborto del demonio, como los Padres de la Iglesia cristiana. El hombre tiene sin disputa un alma superior, porque es el guerrero y pesan sobre él los más rudos deberes de la vida, pero la mujer es igual a él en toda clase de derechos. La ley musulmana sólo es implacable y feroz en caso de infidelidad conyugal. Conoce la escasa solidez de estos seres adorables y sin seso, y presiente que, si abriese la mano y no se impusiera por el terror, ningún musulmán podría llevar su turbante sobre la frente con entera comodidad.

En los antiguos harenes de Turquía figuraban sobre la puerta dos versos, que poco más o menos dicen así:

Nada iguala
a la astucia de la dama.

El encierro—que no es tal encierro, pues la turca sale a todas horas, y ellas y los eunucos se entienden, con la fraternal solidaridad del interés común—y la prohibición de hablar con los hombres son las dos únicas tiranías que pesan sobre las mujeres de alta clase. Pero junto a esto, ¡qué insoportables derechos, exagerados por la susceptibilidad femenil, gravitan sobre el infeliz otomano que, entusiasta de las glorias de la vieja Turquía, se empeña en mantener un harén, como alarde de patriotismo...!

Si hace un regalo a una de sus esposas, por costoso que éste sea, las otras tienen derecho a otro igual, y pueden llevarlo a los tribunales para exigírselo. Si una riñe con sus compañeras y declara que le es imposible seguir viviendo en el harén, la ley turca obliga al marido a que le construya una casa aparte igual, absolutamente igual, hasta que satisfaga los gustos de la esposa. Y se han visto pleitos que han durado años y años, sin darse nunca por contenta la reclamante al visitar la nueva vivienda, exigiendo unas veces que tuviese igual número de ventanas que la antigua, pretextando otras que las lámparas eran menores en número, que los muebles no estaban tapizados con la misma seda, que las alfombras no eran antiguas, y así hasta lo infinito de una histeria caprichosa, agravada por la rivalidad femenina.

Y a más de esto, el amontonamiento de hijos que se forma en pocos años en un harén rico, donde las esposas y odaliscas son un par de docenas, y el señor, poderoso personaje falto de ocupaciones, se queda en casa los fríos días de invierno, y únicamente sale los viernes para ver al sultán en el Sélamlik.

Yo he conocido a un viejo pachá, entusiasta de las tradiciones, que tiene trescientos cuarenta y dos hijos. Es un hombre virtuoso, dado a los estudios teológicos, poco amigo de pecados carnales, y que desprecia a los europeos, como seres inferiores que a todas horas tienen el pensamiento puesto en la mujer. A pesar de la extensa prole, no creo en su concupiscencia. En la vida del harén no hay golpe perdido, y aunque los olvidos de la virtud sean poco frecuentes, todos tienen consecuencias, por la variedad y el número de la colaboración, llegando el respetable padre a no conocer a sus hijos ni saber sus nombres, a pesar de que viven bajo el mismo techo.

La poligamia es un lujo de personajes, y pocas fortunas la soportan. Los hijos son más costosos aún que las mujeres, pues hay que darles colocación. Cada Sultán se basta él solo para fabricar la mayor parte de los gobernadores, generales y altos funcionarios de su Imperio, y las demás plazas las proveen con su fuerza reproductora los personajes que viven junto a él.

El harén imperial y el de los grandes pachás son incubadoras de altos empleados que no dejan lugares libres a los turcos de más bajo origen. Por algo se transmite el Imperio de Turquía de hermano a hermano y no de padre a hijo, como en las monarquías europeas. Si la sucesión imperial fuese por este último sistema, Turquía viviría en eterna guerra civil siendo centenares los pretendientes al trono, que se combatirían con una saña de hermanos cada uno de distinta madre.

Los turcos modernos y jóvenes ríen y ríen del viejo harén. ¡La poligamia! ¡Tonta inutilidad del pasado...! Ellos viven con solo una turca, o con ninguna, admirando los grandes adelantos de la civilización europea, la más perfecta de todas para la satisfacción de las necesidades humanas; y cuando sienten el deseo de la variedad, pasan los puentes y suben a Pera, y allí encuentran en las calles un harén suelto y por horas, de rumanas, italianas, austríacas y judías.

* * *

La afición de ciertos personajes a los progresos modernos ha creado una clase de turcas más infelices y dignas de compasión que la antigua dama otomana, devota y contenta de su vida, satisfecha de sus visitas y sus lujosos trajes, sin otro ideal que una joya nueva o una banda con placa de brillantes regalo del Sultán, sin otros horizontes que las montañas de la ribera asiática ni otros deberes que incubar nuevos turcos.

Los grandes pachás que envían sus hijos a correr Europa han atraído institutrices inglesas y francesas para sus hijas. Muchas de las tapadas que pasan en carruaje, delatando bajo sus orientales velos la frescura esbelta de los pocos años, la delgadez de una mujer en formación, desprecian las confituras, odian como perfume vulgar el aceite de rosas, y consideran el bordado como obra de esclavas, sonriendo ante las obras de juventud que les enseñan con orgullo sus obesas madres. Tienen en una pieza del harén donde nacieron un piano de cola, en el que tocan los valses melancólicos de Chopín o el último cuplé de moda en París, y cerca del sonoro «Erard» una biblioteca llena de novelas inglesas y francesas. Algunas hasta han roto con la preocupación religiosa de la raza, que prohíbe la reproducción de las formas vivas, y pintan acuarelas con palomos, flores o barquitos.

Conozco a una francesa vieja que vive hace muchos años en Constantinopla de dar lecciones de su idioma y entra diariamente en ricos harenes. ¡Las confidencias de estas pobres jóvenes, que han de vivir como las mujeres del tiempo de Mohamed II y por la imprudencia de sus padres llevan bajo las vestiduras orientales la misma alma que una muchacha de París o Londres...!

—Sabemos francés, sabemos inglés—dicen a la vieja confidente—. Tocamos el piano, cantamos, pintamos. ¿Para qué todo esto...? La mujer aprende para lucir sus conocimientos, para hacer vida de sociedad..., para hablar con los hombres.

Y la pobre turca de moderno estilo sólo podrá hablar con uno, el que le designe su padre como esposo. Un día la adornarán de piedras preciosas y se casará con un joven turco, al que sólo habrá visto de lejos, al través de una celosía, y con el que cruzará la palabra por vez primera en el momento de ser su esposa. La llevarán a una casa nueva, en la que vivirá como única señora, si su marido no ama las costumbres antiguas, o en la que se confundirá con otras, iguales a ella en derechos, distintas a ella en alma, como si fuesen de otro planeta. Su madre se extrañará de sus lágrimas y melancolías. Así vivió ella, así vivieron sus abuelas y todas las honradas damas temerosas de Dios. Pero la madre era feliz, abroquelada en su santa ignorancia: no la habían hecho morder el fruto embriagador de la cultura occidental... Y la infeliz reclusa de las tradiciones de su pueblo, asustada ante el porvenir, y mientras llega el momento del matrimonio, se consuela con la lectura, y devora las novelas francesas que llenan los escaparates de las librerías de la gran calle de Pera.

Sus autores favoritos son los mismos de las damas europeas: novelistas elegantes y discretos que creen en Dios y sólo describen personajes con buenas rentas, faltos de ocupación y dedicados al amor. La pobre turca admira a la duquesa rubia y «espiritual» que en cada capítulo luce un traje nuevo de Paquin o de Doucet; se crispa con los dulces diálogos entre ella y el conde o el artista de moda; se conmueve ante las «crisis de alma» que obligan a la noble señora a cambiar de amante todos los años; la sigue palpitante de emoción cuando a la caída de la tarde va cautelosa al estudio o a la garçonnière de su nuevo ídolo, cubierta con espeso velo—lo que llaman los grandes modistas «velo de adulterio»—; desfallece con la descripción de los sabios besos en el saloncito caldeado discretamente por la chimenea, sobre cuyo mármol hay rosas, muchas rosas, como es de ritual en toda cita novelesca de personas que se respetan... y la pobre turquita acaba por abandonar el libro sobre sus rodillas y queda con sus ojos de gacela pensativos y lacrimosos.

Ésa es, indudablemente, la vida de las europeas: no puede ser otra, pues todos los libros dicen lo mismo. Ella sabe inglés y francés; ella toca en el piano cosas sentimentales; ella hablaría tan bien como la duquesa y le sentaría igual o tal vez mejor el misterioso velo de la caída de la tarde. ¡Y tiene que acabar su vida en un harén, murmurando con las esclavas zafias y el eunuco negro de risa infantil! ¡Y todos sus viajes serán al Bósforo asiático, o cuando más, a Brussa, en el mar de Mármara! ¡Y el conde de sus ensueños, el artista de complicadas pasiones, será un señor con el fez eternamente calado, que vivirá en una mitad de la misma casa ocupada por ella, que entrará y saldrá por distinta puerta, que tendrá diferente servidumbre, como si fuese un huésped, y sólo una o dos veces por semana vendrá a tomar con ella varias tazas minúsculas de café, y fumará cigarrillo tras cigarrillo, pensando en el último gesto del Gran Señor y en las intrigas del Yildiz-Kiosk...!

La virgen musulmana siente que un impulso de rebeldía rompe la costra de su mansedumbre oriental, y tiende sus brazos con un crispamiento de inmensa angustia, como si llamase en su auxilio al misterioso poder que convierte en paraíso la tierra maldita del Profeta, donde viven los giaoures (los cristianos).

—¡Oh, Europa...! ¡París! ¡París!

Algunas, más audaces o afortunadas, llegan a consumar la rebeldía. Las hay que han conseguido librarse por procedimientos novelescos de esta tierra, donde para entrar o salir se necesita pasaporte. Viven en el paraíso soñado, en París, y repiten a la inversa la afición poligámica de sus ascendientes. En Constantinopla nadie quiere hablar de esto, como no sea para negarlo. El Gran Señor sufre enormes disgustos con estas fugas.

Hace poco tiempo, en un mitin feminista de Suiza, al que asistieron mujeres de todas las naciones, subió a la tribuna una joven de ojos orientales, que hablaba con facilidad varios idiomas, y se expresó con reconcentrado odio contra la tiranía masculina.

Era una parienta del Sultán, fugada del harén imperial.

* * *

En Turquía todavía existe la venta de esclavas.

Yo quise cándidamente ver un mercado. No existe mercado. Desde que Inglaterra y otras potencias intervinieron en la vida interna de Turquía, se acabó la trata de esclavas. Los antiguos caravanserrallos, enormes posadas de vastos claustros donde hace cincuenta años se exhibían libres de velos los lotes de carne juvenil llegados de la Circasia, sólo están ocupados hoy por mercaderes de Trebisonda y Bagdad, que fuman su narguilé exhibiendo pacientemente los rollos de tapices y los cofrecitos repletos de piedras preciosas.

Las esclavas se guardan y se venden en las casas de los particulares. Todo turco a la antigua tiene una irresistible tendencia a la mercadería de carne femenil. Es una afición atávica heredada de sus ascendientes, invasores de reinos y bandidos del mar. Cuando un personaje de Estambul tiene un crédito por cobrar en las provincias de Asia, las más de las veces le pagan con una pareja de niñas flacas, mal comidas, pero de espléndidos ojos, que a su vez han adquirido de los padres, míseros montañeses de la Georgia.

Las pequeñas sirven de criadas de lujo en la casa de Estambul, hasta que la pubertad empieza a hinchar sus formas y el señor propone la mercancía a sus conocidos, verificándose la venta amigablemente, sin intervención alguna de los representantes de la ley.

Cuando se visita la morada de un turco a la antigua, salen a vuestro paso, en el departamento de los hombres, pequeñas niñas sin velo, con anchos calzones y la trenza colgando sobre la espalda, que os toman el sombrero y el bastón, dándoos la bienvenida como si fuesen hijas del dueño. Son las esclavas que esperan su hora para ser vendidas o que acaban por pasar al harén del señor, convertidas en esposas.

Los agentes de carne conocen las casas donde existen géneros, y todos los días hacen sus negocios. No sólo venden para los ciudadanos ricos de Constantinopla y de todos los «vilayetos» de Turquía, sino que mantienen negocios continuos con clientes de Egipto, Túnez y Marruecos. La circasiana y la georgiana siguen siendo, como en otros tiempos, el adorno elegante de todo harén respetable, y el género, impulsado por una continua demanda, parece multiplicarse con arreglo a las exigencias.

Ningún miedo acerca del porvenir, ningún terror futuro se transparenta en la límpida mirada de estas hermosas bestezuelas, delgados capullos que esperan para esparcirse la tibia y cerrada atmósfera del harén. Son esclavas porque han costado dinero a los dueños, pero su suerte es igual a la de todas las mujeres turcas que nacieron libres. Siempre las compra algún otomano viejo, para unirlas al batallón de sus antiguas esposas o para darlas a un hijo tan joven como ellas. Por poca influencia que ejerzan sobre el dueño, éste las convierte en mujeres legítimas, deseoso de establecer cierta igualdad entre sus hembras, medio seguro para conseguir en la casa una paz relativa. Muchas sultanas comenzaron siendo esclavas.

Los precios de estos animalillos de lujo, que viven alegres, con una inconsciencia infantil, hasta los días de la vejez, fumando rubios cigarrillos en un diván, tragando confituras y haciendo danzar las babuchas amarillas sobre los pulgares de sus pies sonrosados, varían según los méritos del género.

Una muchacha defectuosa y de miembros secos puede adquirirse por quinientas pesetas. Las de buena dentadura, largo pelo, ojos grandes, y que prometen ensancharse de formas, hasta llegar a una gordura blanca, firme y sedosa, valen dos mil o dos mil quinientas.

Un caballo turco, de escasa alzada, largas crines, cabezón y con inquietos remos, cuesta mucho más.

* * *

Los eunucos son más caros.

En realidad, no sirven para nada. Son seres de lujo, signos de poder y de riqueza para el amo. Equivalen a los lacayos que se exhiben majestuosos en los pescantes de los coches de Europa. Estorban al cochero las más de las veces, se pasean sin que los dueños necesiten casi nunca de sus servicios, molestan con su presencia estirada y solemne, pero ninguna persona rica puede pasarse sin ellos.

En otros tiempos, el turco celoso confiaba en la vigilancia de su eunuco, feroz guardador de las mujeres. Hoy es escéptico, sabe que estos hombres-hembras, por un irresistible impulso de su naturaleza neutra, aunque riñan con la mujer por celos femeniles, acaban entendiéndose con ella y prestándose a toda clase de tercerías. Sin embargo, el eunuco negro sigue en favor, como una manifestación de poder y de riqueza. Es algo así como el blasón de armas de la casa, y los señores rivalizan en tenerlos agasajados y bien vestidos. Un harén no puede salir a la calle si no marcha escoltado por un par de eunucos de señorial aspecto. Cuando las mujeres van en carroza, los negros trotan junto a las portezuelas, jinetes en los mejores caballos del amo. Si de noche sale el rebaño femenil a hacer visita a otro harén, ellos marchan a la cabeza por las solitarias calles de Estambul, garrote en mano y con grandes farolones que trazan en el camino una danza de pálidos resplandores y gesticulantes sombras.

El eunuco es el administrador que corre con los gastos de la casa, el intermediario obligado entre las esposas y el marido. Él da dinero para las compras, regatea con las mujeres, se muestra quisquilloso, avaro y gruñón, como no lo es nunca el turco. El eunuco chilla a las señoras, las empuja, es un gallo sin cresta que picotea continuamente a las habitantes del gallinero; y éstas, que temen sus delaciones y su mal humor, lo acarician como un niño grande, y acaban por reírse de él.

Sólo el Sultán y los grandes personajes de la corte tienen un numeroso cortejo de eunucos. Los turcos de cierta posición se contentan con dos o con uno sólo.

Un eunuco cuesta casi una fortuna, pues escasean mucho.

Antes se fabricaban con mayor facilidad, y la abundancia rebajaba los precios.

En esta monstruosa deformación del hombre ha habido sus modas. El arte de formar el eunuco ha progresado, pero extremando su crueldad. El refinamiento del turco en sus sospechas y sus celos ha sido fatal para estos infelices negros, de rostro fiero, y con una vocecilla estridente y crispadora, semejante al chasquido de una caña que se rompe.

Antes les bastaba para cumplir su oficio con verse libres de las preciosas superfluidades cuya ausencia motiva, según dicen, la angélica voz de los cantores del Papa.

Pero algo quedaba en ellos, después de la monda, que constituía un motivo de perpetua alarma para los señores turcos. La mujer, ociosa y triste en el encierro, discurre mil diabluras: la eterna presencia del eunuco, único hombre compañero de clausura, la inspiraba, según parece, los más refinados ardides. Y echando mano a lo que aún podían encontrar, las malditas pasaban horas y horas recreándose en un entretenimiento sin fin, tranquila la conciencia porque no aumentaban ilegítimamente la prole del señor, pero faltando a la fidelidad descaradamente en el sagrado del hogar.

Los turcos, escamados por estos abusos, extreman actualmente la humana poda. Sobre los pobres negros guardianes del honor se abate una furia semejante a la de los leñadores de bosques vírgenes, que nada perdonan, echando abajo ramas y troncos. Su oscura piel es campo roturado y liso, en la que no queda el más leve rastro de frutos humanos.

La espeluznante operación la realizan los crueles fabricantes en negros de pocos años, allá en los arenales de África. Los cuerpos los hunden en el suelo hasta la cintura, y así permanece el operado semanas y meses, entre sus verdugos, que le cuidan y le alimentan, hasta que la arena cicatriza la cuchillada atroz o se les va por ella la sangre y el alma.

El noventa y cinco por ciento de los eunucos muere tras la cruenta amputación.

Por esto los que quedan son personajes poseídos de su importancia, influyentes en la vida turca, caprichosos e irresistibles, lo mismo que una tiple que se considera indispensable y precisa.

XXIX. LOS DERVICHES AULLADORES

En la orilla asiática de Constantinopla, entre el barrio puramente turco de Scutari, en el que no vive ningún europeo, y el cementerio que lleva el mismo nombre, vasta extensión bordeada de kioscos funerarios y sombreada por plátanos seculares, está la mezquita del Roufat, donde todos los jueves, a las dos de la tarde, celebran su ceremonia religiosa los derviches aulladores.

Esta mezquita no es grande y luminosa como la de Eyoub, donde los derviches danzantes voltean, como flores, sus pesadas faldas. La secta de los aulladores es sombría y feroz, y parece guardar en sus extraños ritos el alma fanática e implacable del antiguo turco, terror de Europa. Una sala baja y casi oscura, con el techo sostenido por columnas de madera y desnuda de todo adorno arquitectónico, es el lugar de la ceremonia. En las paredes, algunos cartelones con versículos del Corán y unos negruzcos panderos. Sobre el tapiz que cubre el Mirab, una panoplia de armas antiguas, turcas e indias: espadas onduladas, cimitarras venerables, hachas de curva entrante y mazas erizadas de clavos.

Sobre la piel de cordero tendida en este sitio de honor se sienta, con las piernas cruzadas, el imam, el gran sacerdote de los derviches aulladores, que ostenta en su turbante blanco la arrollada faja verde de los que se tienen por descendientes del Profeta.

Este imam es un árabe que goza de gran popularidad, aparte de su poder de hacer milagros, por ser el hombre más hermoso de Constantinopla. No he visto tipo más perfecto de la belleza semita. De regular estatura, parece, sin embargo, muy alto, por la gallardía de su cuerpo enjuto y ágil, en el cual el esqueleto sólo está revestido de los tejidos indispensables para la vida. Las facciones son de un moreno brillante, entre rojizo y verdoso: el mismo tono de los bronces florentinos. La nariz, aguileña y fina, avanza sobre una barba clara y rizosa, de un negro azulado, y los ojos, enormes y misteriosos, tienen una veladura de color de tabaco en sus córneas, que hace resaltar el fuego de las luminosas pupilas. Es un jinete de los desiertos arábigos, un pirata del mar de arena, un caballero andante de las soledades asiáticas, majestuoso y melancólico, que se ha dedicado a sacerdote y vive en la civilizada Constantinopla, rozándose con los europeos.

Las viejas que ocupan las galerías de la mezquita contemplan con admiración a este Apolo árabe; pero él permanece inmóvil en la piel de cordero, envuelto en su sotana negra, por cuya abertura luce un rico chaleco de seda de rayas menudas y multicolores. No sé por qué, presiento que el jefe de los derviches aulladores, que forman la cofradía más fanática de Constantinopla, es un hombre «enterado», sin ninguna fe en las ceremonias que preside. Tiene la expresión demasiado inteligente para creer en tales cosas. Un día, hablando de él con Constans, el embajador de Francia, éste rompió a reír, con la irreverencia de un viejo republicano.

—Le conozco mucho. Un blagueur: lo que ustedes llaman un guasón. Un hombre inteligente que se amolda a las circunstancias.

Pero aunque este árabe majestuoso engañe a los suyos, no teniendo fe en los mismos ritos que ejecuta, hay en sus actos una gran nobleza. Es un buen turco, que cree necesario para la vida de su pueblo el mantenimiento de las tradiciones, y las sigue con solemne gravedad, sin creer en ellas.

Frente a él están los derviches formados en fila, llevando sobre la cabeza, como distintivo de la cofradía, un solideo de fieltro semejante a media corteza de coco. Unos son negros, medio desnudos, de lanuda cabellera y ojos diabólicos; otros, blancos, que conservan el traje de calle y parecen tenderos del inmediato barrio de Scutari.

Todos ellos repiten a coro una especie de letanía monótona y balancean su cabeza adelante y atrás, como si estuviera muerta sobre los hombros, doblando al mismo tiempo el cuerpo por la cintura. Este vaivén continuo, acompañado de un canturreo semejante al de los niños en la escuela, acaba por dar una especie de vértigo. El sudor rueda por el cuerpo de los negros, cubriéndolos de una capa húmeda y goteante. Los blancos pierden por momentos su correcto exterior de burgueses. Los cuellos de camisa se arrugan y ennegrecen como trapos; las corbatas se esparcen deshechas; las cadenas de reloj saltan locas sobre el vientre, como si fuesen a romperse.

«¡La Ilah il Allah!», cantan los derviches con un furor creciente, extremando su loco vaivén de muñecos mecánicos, y el gran sacerdote los contempla inmóvil, como un maestro que preside su escuela; y cuando el movimiento parece debilitarse, hace una imperceptible señal a uno de sus acólitos, encogido junto a él, y éste grita y palmotea para acelerar el curso de la oración.

Formando una larga cadena y apoyado cada uno en el hombro del vecino, los derviches se mueven como un péndulo humano, a un lado y a otro, con monótona regularidad. Este balanceo y la repetición monótona de su plegaria parece embriagarles. Unos tienen los ojos casi salidos de las órbitas, como una expresión feroz. Otros los cierran como si estuviesen dormidos, moviéndose y cantando en pleno ensueño. Los derviches empiezan a justificar su título de aulladores. La letanía se corta con gritos estridentes, verdaderos ladridos, que espeluznan de horror a los espectadores europeos. La movible cofradía semeja una aglomeración de fieras amaestradas. Sus voces no tienen ya nada de humano. Hay momentos en que parece que van a saltar las barandillas para morder a los occidentales curiosos agrupados detrás de ellas.

De pronto, un golpe ensordecedor sobre la madera del pavimento. Un cuerpo que se desploma. El auditorio se estremece como ante la caída de un cadáver. Es un negro grande y enjuto, cubierto de sagrados harapos, que se revuelca en el suelo con los miembros torcidos, la boca espumosa y los ojos en blanco por un estrabismo loco. Según cuentan, este negro, que dentro de la mezquita parece un mendigo fanático, es capitán de caballería en el ejército del Sultán. De su pecho oscilante sale un rugido, que es al mismo tiempo una queja de dulce agonía. «¡allah hou...!» Y en la crispación de su rostro lustroso, en su mirada completamente blanca, hay algo de éxtasis, como si contemplase a su Dios asomando entre esplendores de oro sobre las tiendas celestiales, en cuyas aberturas aguardan las huríes de redondas formas y húmedos ojos a los guerreros fieles del Profeta.

Tras el negro, cae otro derviche, y luego otro. Ruedan sobre el entarimado los cuerpos, convulsos por la embriaguez hipnótica, lanzando aullidos espeluznantes. Las viajeras occidentales huyen desfallecidas, ocultando los ojos en el pañuelo, sintiendo que ellas también van a desplomarse a impulsos del excitado histerismo de su sexo; y mientras tanto, los derviches que aún se mantienen de pie se agitan cada vez con mayor ímpetu y desfiguran sus voces hasta convertirlas en ladridos.

Cerca de una hora dura esta pesadilla feroz, esta escena que parece de otro mundo.

Al fin, el gran sacerdote se mueve, hace un gesto, y se rompe la fila de los derviches. Los que aún se mantienen de pie salen de la sala con paso vacilante, en pleno vértigo, para ir a secarse el sudor y tomar aliento en una pieza vecina. Los que están inertes en el suelo, como si durmiesen, son sacados a brazos.

Un ayudante del gran sacerdote entra en la mezquita llevando de la mano larga fila de niños y niñas. Todos se arrodillan ante el imam, esperando el momento de la curación. Vienen de los barrios más apartados de Constantinopla; han pasado el Bósforo para llegar a la mezquita de los derviches aulladores. El gran sacerdote, descendiente del Profeta, venido de la misteriosa Arabia, donde reside toda sabiduría, cura con el soplo de su aliento y el contacto de sus pies. Unos a otros se transmiten, con el alto sacerdocio, este divino poder. Esto lo saben desde el Sultán hasta el último hamal de los muelles del Cuerno de Oro.

Las criaturas se tienden boca abajo en el suelo de la mezquita. El hermoso imam se yergue, despojándose de las babuchas, y apoyado en uno de sus ayudantes camina lentamente sobre los riñones de las criaturas. Poco debe pesar el enjuto y esbelto árabe; pero aun así, parece imposible que no revienten estos cuerpecitos que forman un pavimento animado bajo sus pies. ¡El noble y sereno gesto de resignación del hermoso sacerdote! ¡Su triste gravedad al volver a repasar sobre los cuerpos de los pequeños...!

Éstos se levantan, se sacuden, salen riendo y empujándose, como criaturas acostumbradas a venir todas las semanas, y para las cuales el viaje es una verdadera fiesta. No presentan ninguna enfermedad exterior. Parecen sanos y robustos. Sus padres quieren curarlos de embrujamientos e inapetencias, males de los que triunfa casi siempre el santo imam... con ayuda del tiempo. Después se prosternan ante él, implorando la huella de sus pies, hombres de todas clases: viejos cargadores, soldados y marineros.

Cerca de mí está sentado un joven turco, elegantemente vestido a la europea, con alto cuello, vistosa corbata y un gabán inglés a rayas. El fez es lo único que delata su nacionalidad. Tiene cara de alegre vividor, falto de escrúpulos; sus ojos son de fría insolencia; en su rostro lleva marcas recientes de enfermedades irrevelables. ¡Cómo reirá este turco ultramoderno de la credulidad de sus compatriotas...!

El imam, ocupado en marchar sobre los riñones de los fieles, lanza rápidas miradas a unas celosías tras las cuales se adivina cierta agitación acompañada de sordo zumbido. Son las damas turcas, que se impacientan. El sacerdote debe subir para la curación de las enfermas en una pieza aparte.

Acurrucado en la piel de cordero, se prepara a hacer su oración ante el Mirab antes de partir, cuando llega el último enfermo. Es el joven turco vestido a la inglesa, el elegante del gabán rayado, que se arrodilla compungido, brillantes de fe los audaces ojos.

El imam escucha con un gesto de inmensa misericordia la corta confesión de sus pecados y enfermedades. Le abraza, le sopla varias veces en los ojos y en la boca, sin perder su noble gravedad, y luego pasa varias veces sobre él, manteniéndose derecho sobre sus riñones con la calma de un filósofo, convencido de que la humanidad cobarde quiere ser engañada en sus dolores y que la mentira es buena cuando puede servir de consuelo.

XXX. LIBERTAD RELIGIOSA

En ninguna ciudad del mundo existe la libertad religiosa que en Constantinopla.

Los que confunden a todos los mahometanos en un concepto común, y creen que el fanático y cruel marroquí es semejante al turco, se extrañarán de esta afirmación; y sin embargo, nada más cierto. En Constantinopla viven todos los cultos con entera libertad y todos sus ministros gozan de igual respeto. El patriarca griego, el patriarca armenio, el gran rabino, el arzobispo armenio católico y el arzobispo católico romano, todos son funcionarios del Imperio, iguales en respeto al Gran Imam y retribuidos por el emperador con generosa largueza, según el número de adeptos que cada religión cuenta en sus Estados.

Es más: el Comendador de los Creyentes, el heredero del Profeta, que muchísimos occidentales se imaginan como un mahometano feroz e intolerante, tiene en su Consejo de Estado y entre los altos pachás que le rodean hombres de todas las religiones, para poder atender a los diversos servicios sin lastimar las creencias de sus súbditos.

Si ha de nombrar el gobernador del Líbano, elige siempre a un pachá católico, por ser ésta la religión de los pobladores de dicha provincia; si se trata de Samos o cualquier isla turca vecina del Archipiélago, designa a un pachá griego; y así hace en los demás «vilayetos» de su vasto Imperio.

Los turcos no sienten la fiebre del proselitismo. A sus imames no se les ocurre jamás catequizar a nadie. Es más: desprecian al «renegado» y miran con inquietud al hombre que cambia de religión, aunque sea para abrazar la suya. Lo que ellos aman es el poder político, la dominación conquistadora, y les basta con que los hombres se sometan a su autoridad y sus leyes, sin importarles el secreto de su conciencia.

Siempre hablan con respeto de las religiones ajenas.

—Están equivocados—dice el viejo turco con superioridad bondadosa—. No conocen la verdad, pero al fin creen en Dios, que es lo importante, y le honran y glorifican a su manera, lo mismo que nosotros.

Los turcos sólo tienen un odio religioso, irracional y feroz: el odio al persa musulmán, que es para ellos un conjunto de todas las herejías y abominaciones: lo que el protestante para un católico rancio.

Los musulmanes de Persia, partidarios de la secta chiíta, que creen en el Profeta pero le dan distintos descendientes, inspiran un odio irreductible al buen turco.

—¡Esos perros!—exclaman cuando ven un rostro de verde aceitunado cubierto con gorro de astracán—. Los giaoures no son culpables de sus errores. Siguen la religión que les enseñaron sus padres. ¡Pero esos persas que conocieron la verdad y se apartaron de ella...!

Un desprecio invencible separa al turco del persa. Los numerosos súbditos del sha que viven en Constantinopla se ven rodeados de la general animadversión. Las guerras con Persia han sido siempre popularísimas en Turquía. Si no existiese la vigilancia de las grandes potencias y el llamado «equilibrio de las naciones», hace tiempo que el ejército del Padichá habría entrado vencedor en los palacios de Teherán.

Pero a pesar de este odio, que resulta implacable por lo mismo que se desarrolla entre próximos parientes, el persa goza en Constantinopla de una libertad absoluta. Cuando llega su Cuaresma—Cuaresma asiática, sanguinaria y salvaje—, los fieles se reúnen públicamente para entregarse a crueles fiestas. Se azotan con látigos de hierro; se atraviesan las carnes con puñales; se hieren, al compás de los himnos, con agudos sables, hundiendo siempre las hojas entre los labios de la misma herida; danzan haciendo ondular sus blancas túnicas manchadas de sangre, aúllan como poseídos, y el turco les contempla impasible, sin intervenir jamás en su delirio, alabando a Alá omnipotente, que castiga a los enemigos con tales errores y locuras.

En los países que monopolizan el título de civilizados, en las naciones de mayor tolerancia religiosa, Inglaterra y los Estados Unidos, por ejemplo, los diversos cultos gozan de libertad, pero ven limitados sus derechos cuando intentan salir a la vía pública.

En Constantinopla la libertad es más completa, pues ni siquiera existe dicha limitación. La gran calle de Pera podría titularse la calle de las religiones. En la misma acera, y casi tocándose, existen una mezquita de derviches danzantes, la iglesia de San Antonio de los frailes franceses, el pequeño convento de franciscanos españoles de Jerusalén, dos sinagogas, un templo armenio, una capilla evangélica alemana y otra inglesa. El paseante ve al través de las grandes rejas de un ventanal túmulos venerables de viejo terciopelo coronados de enormes turbantes y alumbrados por tenues lámparas; más allá, un patio con claustros y una cruz en medio, a la sombra de árboles seculares; y al mismo tiempo que suena la campana del templo católico, se escapa por ciertas ventanas el coral luterano, lento y solemne, de los que cantan la gloria de Jesús libre de las corrupciones de Roma, y llega hasta la calle el ruido monótono de flautas y tamboriles que acompaña el baile de los derviches.

El turco, tolerante con todas las creencias, se detiene a la puerta de los templos, y por poco que insista el celo catequizador del sacristán o el empleado que está a la entrada, penetra en ellos con una gravedad respetuosa. No se quita el fez, porque esto sería en él señal de menosprecio, y cubierto, asiste a las ceremonias de un culto que no es el suyo, con una rigidez respetuosa, sin parpadear, sin darse cuenta de la curiosidad que despierta entre los fieles.

Hay que oír hablar a un turco de sus visitas a los templos extraños, para darse cuenta de la gravedad con que trata la fe ajena. Allí no está Mohamed, el amado Profeta, pero hay algo de Alá, poderoso señor cuyo poder reverencian los infieles, aunque indirectamente.

No hay miedo de que el contacto con las otras religiones perturbe la conciencia del turco, convirtiéndole. Si él no se preocupa de catequizar a los infieles, considerándolo tarea inútil, es porque los juzga con arreglo a su fe inconmovible y a prueba de seducciones. Si a un turco llegan a convencerle de lo irracional de sus creencias, vivirá en completo escepticismo, será ateo, pero jamás se le ocurrirá remplazar con una nueva religión las doctrinas muertas. La apostasía tiene para él una importancia más que religiosa: es renegar de la raza, de los padres y del nacimiento; una descalificación por toda la vida, una abyección incompatible con el honor.

Jamás mezcla el turco la religión del enemigo en los odios que le impulsan contra éste. Le combate y le extermina porque cree que desea apoderarse de su territorio, porque amenaza con quitarle el pan, porque es valeroso y arrogante como él y no pueden subsistir juntos; pero nunca porque adore a un Dios distinto del suyo. Tiene en poco aprecio al judío porque es rapaz y de mala fe en sus tratos, a pesar de lo cual los hijos de Israel gozan aquí de una ciudadanía que les negaron en el resto del mundo. Ha degollado recientemente al armenio en las calles de Constantinopla porque éste, más malicioso y activo, le arrebataba la hacienda y además soñaba con trastornar la sedentaria vida turca arrojando bombas de dinamita en mezquitas y calles. Le exterminó por rivalidad económica y por librarse de las angustias del terrorismo, no porque fuese cristiano. Mira con desconfianza al griego porque la religión cismática es la del ruso, eterno peligro de su patria, y porque tras sus melosas cortesías oculta el deseo de una sublevación general en los países de la antigua Grecia. Pero a pesar de todos estos odios, más o menos justificados, jamás el populacho de Constantinopla, en sus terribles motines, ha penetrado en las sinagogas ni en los templos griegos y armenios. Mata al enemigo en las calles y se detiene respetuoso ante los umbrales de las iglesias, convencido de que allí, como en todos los lugares donde se reverencia a Dios, vive Alá con distinto nombre.

Su fe religiosa, sincera, profunda, inconmovible, únicamente se permite cierta ironía despectiva ante la fe de los judíos y cristianos. Su pensamiento un tanto primitivo discurre en salvaje línea recta, sin desorientarse entre esas concesiones que enmarañan y retuercen nuestros razonamientos de civilizados.

Ellos tienen sus lugares santos en La Meca y Medina, y las dos ciudades venerables son suyas. Jamás un lugar donde puso sus pies el Profeta caerá en poder de los giaoures; antes morirán todos los creyentes. Europa se burla de la pobre Turquía, la explota, la escarnece, pero Turquía guarda su herencia de Dios. En cambio, los pueblos civilizados hablan a todas horas de Cristo. Sus religiones, sus costumbres, sus leyes, todo está moldeado en el nombre y conforme al espíritu de un judío que hace muchos siglos vivió en Jerusalén... ¡Y Jerusalén, Belén y todos los lugares por donde pasó el Hombre Dios, Señor ahora de los pueblos más poderosos del planeta, siguen en poder del Comendador de los Creyentes, del soberano de Constantinopla! ¿Para qué los grandes barcos que escupen fuego y muerte, los enormes ejércitos, las máquinas de mágico poder, las inmensas riquezas de los banqueros judíos, si la tumba del Dios de los unos y la ciudad santa de los otros continúa bajo el dominio del sucesor del Profeta...? El buen turco, pensando esto, sonríe y cree firmemente en la grandeza de su religión y de su raza, ya que conserva en cautividad de siglos la cuna religiosa de los pueblos más fuertes de la tierra.

Su tolerancia, producto del carácter más que de la imposición de las leyes, es una manifestación de la bondad orgullosa con que el turco protege siempre al que considera débil. Nada le importa que las religiones extrañas se establezcan junto a las mezquitas y que salgan en sus ritos a las calles de Constantinopla. Las considera con la benévola sonrisa del guerrero que durante su descanso contempla un juego de niños; y las religiones se aprovechan de esta benevolencia, gozando de una libertad que no tienen en ninguna parte.

Desde la ventana de un hotel del barrio de Pera he asistido al desfile de todas las religiones de Europa. Suenan graves cantos litúrgicos, acompañados de una calma repentina en los ruidos de la calle. Me asomo. Los carruajes de alquiler se han detenido junto a la acera; los turcos a caballo tiran de las riendas a sus cabalgaduras y se alinean a lo largo de la calle; los hamal encorvados bajo sus cargas y los simples transeúntes se agolpan junto a las paredes, formando dos masas de gorros rojos. Es un entierro. Al frente avanza la cruz entre candelabros sostenidos por monaguillos, lo mismo que en los pueblos católicos. Detrás vienen en dos filas barbudos frailes cantando el oficio de difuntos. Luego se agolpan, con grandes blandones encendidos o disputándose el honor de llevar en hombros el féretro, un sinnúmero de súbditos otomanos, todos con el fez en la cabeza. Unos son católicos, otros no lo son, pero todos acompañan con fraternal piedad al amigo muerto, y se unen a los sacerdotes y los símbolos de la que fue su religión. Al pasar la cruz, los turcos parecen saludarla con sus ojos graves. Algunos se llevan una mano a la frente, acogiéndola con el solemne saludo oriental.

Tras el entierro católico pasa una boda griega, con su charanga al frente y el pope barbudo sentado junto a los novios; y el cortejo fúnebre de un niño de la misma religión, en el que marchan los parientes con sacos de bombones para obsequiar a los amigos cuando termina el sepelio; y un casamiento armenio, en el cual llevan los contrayentes enormes cirios labrados, verdaderos monumentos de cera, con rizadas volutas y prolijos capiteles. Y todas estas manifestaciones de los diversos cultos, con sus sacerdotes y sus ritos, sólo producen en la vía pública un movimiento de curiosidad acompañado de cortés benevolencia.

La fiesta semanal de cada religión se observa con entera libertad. Los turcos, señores del país, son los que menos ocupan la atención de los otros, los que menos molestan a sus conciudadanos. El viernes—que es su domingo—pasaría inadvertido a no ser por el movimiento de tropas y funcionarios que acompañan al Padichá en la fiesta del Sélamlik. El sábado, fiesta de los judíos, se cierran las principales tiendas de Constantinopla, más de la mitad de los puestos del Gran Bazar, y queda en suspenso una buena parte de la vida comercial. El domingo repican las campanas de los numerosos templos católicos de Gálata y Pera, suena el armónium en las capillas evangélicas, ciérranse Bancos y tiendas, y las gentes, endomingadas, van a misa o a los oficios, lo mismo que en Europa, ante la mirada benévola del turco, que, supeditado al poderoso occidental, se ve obligado a observar un nuevo día de fiesta.

De todas las religiones que existen en el Imperio, la cristiana es la que parece más allegada a la simpatía del turco. Éste habla de Jesuhá como de un profeta algo inferior al suyo, pero igualmente venerable: una especie de segundón de Mahoma. Es más: como turco, sabe poco de Historia y su pensamiento espeso no tiene una noción clara de los años y la distancia, cree de buena fe que los dos vivieron a un mismo tiempo, que fueron grandes amigos y trabajaron juntos en la obra de Dios, aunque al final cada uno tomó distinta dirección.

En Constantinopla es popular la anécdota de un soldado turco que entró en un templo católico durante la Semana Santa.

El soldado turco es lo más leal, lo más noblote, y al mismo tiempo lo más salvaje y duro de mollera que existe en el Imperio. El servicio de las armas pesa únicamente sobre los otomanos musulmanes, y como a Turquía le quedan pocos territorios en Europa, comparados con los que poseía hace medio siglo, su ejército se nutre de reclutas extraídos de las entrañas de Asia, de las lejanas y bárbaras provincias. Son mocetones semisalvajes, silenciosos, de facciones rígidas y ojos inmóviles, como si estuviesen abstraídos continuamente en una laboriosa reflexión para comprender lo que les hablan. La ruda disciplina a la alemana y la severidad de unos oficiales que no se andan en contemplaciones mantienen a estos soldados semibárbaros en una subordinación automática. Sólo así, bajo las amenazas del castigo, pueden vivir en una gran ciudad estos asiáticos, en cuyo interior dormita el alma de los hombres primitivos. En los tiempos en que se amotinaba el ejército turco, la soldadesca, al correr libre por las calles de Constantinopla, violaba a las mujeres con una lubricidad feroz, excitados por la privación en el seno de una sociedad que mantiene recluidas a las hembras y hacía sufrir a los hombres odiosos ultrajes, más que por vicio, por menosprecio de raza. Hoy, que viven acuartelados y obedientes, sin el más leve intento de rebeldía, aún se permiten tímidos desmanes a impulsos de su ardorosa naturaleza oriental y del hambre del celibato. La mujer que es de su raza les inspira respeto y miedo; pero en las calles de Constantinopla se aprovechan de la confusión y el tránsito para tentar con bárbara galantería el dorso de todas las señoras vestidas a la europea.

Junto con este salvajismo tienen una noble franqueza para confesar sus delitos. Jamás ha habido que castigar en masa a un regimiento. Cuando los oficiales, enterados del crimen de un soldado, preguntan a su gente quién es el autor y le amenazan con penas generales, el delincuente sale de las filas para marchar tal vez al cuadro del fusilamiento, resignado a morir antes de que sufran por su culpa los compañeros inocentes.

Este salvaje disciplinado y uniformado a la alemana es de una credulidad y de una ignorancia que hace reír a las gentes. Deslumbrado por las maravillas de Constantinopla al llegar de su lejana aldea de Asia, todo lo cree posible, y escucha sin pestañear las más estupendas mentiras, limitándose a un mugido de asombro. Sobre su duro cerebro surgen como débiles eflorescencias muy contadas ideas. Sólo considera indiscutibles que Mohamed es el Profeta de la verdad, el Padichá el monarca más poderoso de la tierra y los turcos los hombres más valerosos del mundo. Fuera de estas creencias inconmovibles, lo demás lo acepta sin discusión, con la indiferencia de un pensamiento que no quiere darse el trabajo de funcionar.

Un Viernes Santo, cierto soldado turco, falto de distracción, sintiose atraído por una gran puerta del barrio de Pera. Entraba y salía el gentío europeo al través de ella, y en el fondo brillaban luces, como estrellas rojas en un cielo negro. Era un templo católico. El soldado entró, erguido el fez sobre la frente, llevándose a él una mano con expresión de respeto y examinando impasible los altares enlutados y el traje sombrío de los fieles.

Un europeo de carácter alegre, conocedor del idioma turco, se unió a él para gozarse en su estupefacción y su ignorancia.

—¿Quién es ése?—preguntó el soldado, señalando un cadáver tendido en rico lecho cerca del altar mayor.

—Ése es Jesús, que ha muerto. ¿Tú conoces a Jesús...? Jesuhá, el amigo de Mohamed, el hijo de María.

El mocetón, tras larga pausa reflexiva, movió la cabeza.

—¡Ah...! Jesuhá..., hijo de Myriam..., amigo de Mohamed... Conozco—dijo al fin, con la concisión del idioma turco.

Se acercó para contemplar de más cerca el sagrado cuerpo, y así permaneció mucho tiempo en rígida actitud de respeto, como si estuviese en presencia de su coronel. Sus ojos parecieron conmovidos al fijarse en las heridas sangrientas.

—¿Lo han matado?—preguntó.

—Sí; lo han matado.

—¿Quiénes?

—Los judíos.

El buen osmanlí hizo un gesto como si no le sorprendiese la noticia. ¡Los judíos! ¡Las gentes malditas que viven allá, en el barrio de Gálata! ¿Quiénes otros podían ser...?

—¡Pobre Jesuhá...! ¿Y cómo fue?

El europeo, animado por la grave credulidad del turco, creyó del caso aumentar aún más su estupefacción.

—Iban juntos, de camino, Mohamed y Jesuhá, predicando la gloria de Dios. Salieron los judíos a su encuentro. Mohamed pudo huir, pero el pobre Jesuhá, como era más débil fue asesinado, y ahí le tienes.

Quedó en silencio el soldado.

—¿Y los judíos querían matar a Mohamed...?

El europeo lo afirmó varias veces, gozándose en las exclamaciones de asombro del crédulo mocetón.

—¡Ah! ¡Mohamed! ¡Querer matarle!

Cansado de contemplar el cadáver de Jesuhá y las gentes que se arrodillaban para besarle los pies, el soldado salió a la calle.

Los turcos tienen un sentido especial para reconocer a judío, aunque se vista a la europea. Lo olfatean, lo adivinan al través de toda clase de disfraces. A los pocos pasos tropezó con un israelita. Impávido, con su flema de oriental, le vantó el puño, y rodó el judío por el suelo con el rostro lleno de sangre. Un puñetazo de osmanlí es terrible. «Fuerte como un turco», dice el proverbio.

Se arremolinó la gente, surgieron en un instante numerosos correligionarios del caído, pues los israelitas están en todas partes para ayudarse, la Policía militar se apoderó del agresor, llevándolo al cuartel entre las vociferaciones y lamentos de la muchedumbre judía.

En el cuarto de banderas, los oficiales se asombraron del suceso. ¡Un buen soldado, que nunca había dado motivo de queja!

—¿Por qué has hecho eso?

El mozo, intimidado en presencia de sus superiores, balbuceó, como el que repite una lección:

—Mohamed y Jesuhá iban juntos... Salieron judíos y mataron a Jesuhá... Mohamed huyó, porque es fuerte y tiene buenas piernas. ¡Pero si llegan a alcanzarlo...!

Y como los oficiales rompieran a reír, asombrados de tanta simplicidad, el soldado añadió, con la fe del buen creyente:

—Yo lo sé... Yo lo he visto.

XXXI. RESTOS DE BIZANCIO

La At-Meidan o plaza de los Caballos es el antiguo Hipódromo de Bizancio. Antes que el sultán Mahmud reformase la vida turca a principios del siglo XIX, aquí venían los itchoglans o pajes del Serrallo a ejercitarse en el manejo de la jabalina. Aquí también, en esta plaza, teatro tantas veces de las revueltas de los genízaros, acabó el enérgico Sultán con la terrible milicia que después de haber salvado a Turquía hacía imposible su existencia. Fue en 1826. Mahmud dio a los genízaros un gigantesco banquete en la plaza de los Caballos, y a los postres cerráronse todas las bocacalles con regimientos fieles y numerosas baterías. Los cañones vomitaron metralla sobre la plaza, y en unos cuantos minutos perecieron aquellos guerreros feroces que habían hecho temible en Europa el nombre de Turquía.

La plaza es un rectángulo prolongado, que comunica por uno de sus extremos con otra plaza más pequeña, donde está Santa Sofía.

At-Meidan es el ágora del viejo Estambul. En los cafetuchos y pequeños puestos de la plaza se reúnen a charlar, tomando café o pasando las cuentas del rosario, los turcos más turcos de la ciudad: los tradicionalistas, de grueso turbante y caftán multicolor; los derviches silenciosos, de capa parda y gorro de fieltro; los imanes jóvenes, de rostro ascético, vestidos de negro, que permanecen con la mirada fija en el espacio, como si contemplasen la gloria de Alá.

Todo un lado de la gran plaza lo ocupan un gran cuartel y el Palacio de Justicia, flanqueado de sombrías prisiones. En el lado opuesto está la mezquita del sultán Ahmed, la más grande de Constantinopla por el terreno que ocupa, rodeada de muros con rejas que dejan ver los patios y jardines interiores y coronada por seis minaretes blancos, altísimos y sutiles, con remates de oro.

En el centro de la plaza, siguiendo una línea que marca la divisoria de las antiguas arenas del Hipódromo, mantiénense en pie tres monumentos interesantes de la Antigüedad: el Obelisco de Teodosio, la Columna Serpentina y la Pirámide Murada.

El Obelisco de Teodosio es padre venerable del de la plaza de la Concordia, de París, y de todas las agujas egipcias que adornan jardines en Inglaterra y los Estados Unidos. Fue el monarca bizantino el primero a quien se le ocurrió aprovechar para su propia gloria los monumentos con oscuros jeroglíficos extraídos del misterioso Egipto. Este obelisco, enorme aguja de granito rosa, fue traído de Heliópolis y erigido en el centro del Hipódromo sobre una base esculpida en honor de Teodosio. La base aún subsiste con sus altos relieves, que apenas han sufrido desgastes después de una existencia de dieciséis siglos. Las lluvias y el aire, más que la irreverencia de los hombres, han roído los salientes de las figuras, achatando sus rostros. Las escenas de la vida pública de Bizancio hace mil seiscientos años reviven en este monumento. En una de sus caras, Teodosio, con su esposa y sus hijos Arcadio y Honorio, muéstrase rodeado de toda la pompa oriental. Los cortesanos se prosternan a sus pies, y en el fondo, como espeso bosque, agrúpanse las lanzas de los pretorianos. En otra cara aparece erguido en el palco imperial, presidiendo los juegos del Circo. En otra recibe el homenaje de los enviados extranjeros. Y junto a estas escenas de la vida bizantina vense esculpidas las máquinas, las grúas, los primitivos e ingeniosos artefactos que sirvieron en aquella época para erigir la pesada mole.

Algunos metros más allá álzase la Pirámide Murada, triste ruina que hace sonreír cuando se piensa en su pretencioso origen. El emperador Constantino Porfirogénito, al erigirla, la llamó el Coloso, afirmando que era rival del de Rodas; pero hoy, del pobre Coloso sólo queda un obelisco de piedra vulgar, sin adorno alguno. En otros tiempos estaba revestida, desde la base hasta el vértice, de gruesas láminas de bronce, que, ciertamente, le darían un aspecto deslumbrador. Pero llegaron los guerreros de la cuarta cruzada, soldados de Dios que hicieron más daño a Constantinopla que los turcos, y tomando el bronce por oro, despojaron a la pirámide de su envoltura, dejándola en su desnudez actual.

De los tres monumentos del Hipódromo, el más antiguo e importante es la llamada Columna Serpentina. Maltratada por los hombres y los siglos, reducida a una tercera parte de su altura, rota y casi informe, como un andrajo del pasado, da, sin embargo, la impresión de esos monumentos venerables en los que se admira más lo que no se ve que lo todavía visible. El suelo del Hipódromo, con las ruinas de la ciudad, el paso de los siglos y los temblores de tierra, se ha elevado más de tres metros, y la columna famosa, lo mismo que los otros monumentos del Hipódromo, está a cierta profundidad, en el fondo de un hoyo rodeado de barandilla.

Esta columna es el monumento más auténtico e importante que poseemos de la Antigüedad griega. Fue fundida en Atenas para conmemorar la victoria de Platea sobre los persas, y la colocaron en el templo de Delfos, frente al gran altar. Representaba tres serpientes de bronce enlazadas tan estrechamente, que formaban a modo de un solo reptil con tres cuerpos y tres cabezas. Los nombres de todas las ciudades griegas que tomaron parte en los gloriosos combates de Salamina y Platea figuraban grabados en ella. Un trípode de oro consagrado a Apolo reposaba sobre las cabezas de las tres serpientes. Este trípode fue robado por los focios, pero la columna mantúvose intacta en Delfos hasta los tiempos de Constantino, en que éste la arrancó de la tierra sagrada de Grecia para embellecer su nueva ciudad del Bósforo.

Las mutilaciones de la Columna Serpentina datan de muchos siglos. El fanatismo cristiano de los bizantinos se ensañó en el monumento, viendo en las tres serpientes una obra del demonio. Varias veces el populacho la atacó con palos y piedras. En tiempos del emperador Teófilo, el patriarca de Constantinopla vino cauteloso una noche, y a martillazos rompió las cabezas de los reptiles. Solamente pudo destruir dos. Siglos después, la superstición musulmana remplazó al fanatismo cristiano.

Al entrar Mohamed II vencedor en Constantinopla sobre su caballo ensangrentado, ebrio de cólera y de matanza, llegó a la plaza del Hipódromo, deteniéndose ante la triple serpiente, a la que tomó por un ídolo de los vencidos. ¡Pueblo execrable de infieles, adoradores del demonio...! Y lanzó su maza de guerra con tal fuerza contra la bestia, que partió la única cabeza que aún se mantenía intacta. Después de este acto—según cuenta la tradición turca—, una invasión de serpientes vivas se esparció por Constantinopla, y el pueblo, poseído de supersticioso terror, respetó y reparó el monumento. Pero los ladrones acabaron la obra destructora de la superstición. La columna tentó su codicia, se dedicaron a robar fragmentos de ella, y fue vendido como vulgar metal el bronce contemporáneo de Temístocles que aún conservaba legibles los nombres de las treinta ciudades griegas que tomaron parte en la guerra contra los persas, las mismas que menciona Plutarco.

Para encontrar otros vestigios de la dominación bizantina en esta Constantinopla modificada por los turcos, hay que salir de ella y seguir el extenso recinto de sus murallas.

Más de ocho kilómetros de longitud tienen las antiguas fortificaciones de Bizancio. Se sale de Estambul en ferrocarril, y el tren atraviesa extensas campiñas con pueblos que no son más que barrios apartados de Constantinopla. Desde la ventanilla del vagón se ven tierras desoladas, pedazos de desierto, cementerios que se pierden de vista, con sus pequeñas tumbas blancas y apretadas como un rebaño inmóvil que en vano busca un hierbajo en la tierra árida. ¡Y todo este suelo muerto, hollado muy de tarde en tarde por los pies del hombre, fue la antigua Bizancio...!

El tren, después de detenerse en varias estaciones, llega al lugar de donde arrancan las murallas, a orillas del Mármara, para extenderse hasta las riberas del Cuerno de Oro, formando una línea de ocho kilómetros en la parte más ancha de la península triangular.

Al descender del vagón, el viajero cae en una soledad de cementerio. Míseros bancales mal cultivados vegetan a la sombra de las murallas, que son enormes, rojizas, con profundos socavones, más semejantes a restos de un cataclismo geológico que a obra de los hombres. Los torreones que antiguamente la flanqueaban son informes montículos por los que trepan plantas parásitas huyendo del matorral que rodea sus bases como una inundación sombría y pinchosa. Sobre sus plataformas, semejantes a bocas viejas, en las que sólo queda el diente aislado de algunas almenas, crecen higueras salvajes, árboles silvestres que tienen siglos, parias de la vegetación que hunden sus raíces en sillares y argamasa y viven de chupar el jugo de la piedra: parasoles verdes y frondosos que agitan su cúpula bajo el viento de la estepa, en esta soledad, libres del hombre.

La llamada Torre de Mármol descuella en la confusión de escombros rojos y oscura hojarasca con el brillo de su nítida blancura. Está en la orilla del mar, o más bien dicho, en el mismo mar. La emanación salitrosa del agua azul, el paso de los siglos, las inclemencias del cielo, no han conseguido empañar ni modificar su blancura. La torre parece sonreír al reflejarse invertida en la glauca entraña del Mármara que riza sus blancos contornos. Los sillares son de pilastras de remotos templos, de columnas griegas, de lápidas sagradas. Vista de lejos, parece una sola pieza. De cerca, revela el origen de sus materiales en las inscripciones, los capiteles y las estrías arquitectónicas que aún se marcan en sus diversos sillares. Parece el fantasma gracioso de Bizancio surgiendo entre la destrucción, obra de siglos, y el aniquilamiento, obra del invasor. Su cúspide está limpia de melenas vegetales. Las semillas silvestres no han encontrado jugo vital en el pulido mármol. Abajo, los blancos cimientos se hunden en las aguas profundas, y las algas agarradas al mármol forman una cabellera verde y ondulante. ¡Chap...!, ¡chap!, susurran las olas del Mármara con lento compás al batir esta torre desde hace más de mil años, y los largos filamentos verdes se rizan estremecidos a cada vaivén de las aguas, y arriba responden las cigarras y los abejorros rozando sus chirriantes élitros en la rumorosa soledad. Y así vivirá aún siglos y siglos la Torre de Mármol, blanca como un panteón, olvidada de los tiempos en que lucían a sus pies las lanzas de los guerreros bizantinos y entraban en sus cámaras las damas del Bajo Imperio arrastrando túnicas bordadas con escenas bíblicas. Apenas si presume ya este venerable monumento que existe el hombre. La vida humana sólo va a su encuentro de tarde en tarde en forma de algún pelotón de viajeros, que la fotografía de lejos. Ninguna nave atraca junto a sus muros, que aún guardan vestigios de anillas de bronce. Los barcos modernos son para ella leves manchas de humo que resbalan por el lomo remoto del mar solitario.

¿Cómo describir la gigantesca y aplastante monotonía de las murallas que, partiendo de aquí, van a buscar las aguas azules al otro lado de Estambul...? Media jornada se invierte en el viaje a lo largo de este recinto que un día fue la más imponente de las fortificaciones de la tierra, y hoy, visto de lejos, da la sensación de una barda de corral arruinada. Se marcha durante horas y horas viendo siempre a la derecha el murallón rojizo flanqueado de torres. A trechos, la obra está entera y ofrece un aspecto majestuoso; más allá cae en ruinas, y por las brechas se ven terrenos yermos o blancos cementerios. Las puertas antiguas que aún abren paso entre los dos desiertos, a un lado y a otro de la muralla, parecen gargantas del vacío. La soledad y la muerte por todas partes. A la izquierda, la tierra es una inmensa necrópolis. Los turcos ricos buscan su tumba en la santa colina de Eyoub, en los cementerios próximos al Bósforo o en el inmenso Scutari. Aquí vienen a pudrirse los pobres, los esclavos, los griegos, los armenios, todos los que no tienen fortuna o una familia que vele por ellos.

Inmenso el cementerio, sin tapias que lo limiten ni escaseces de terreno que obliguen a amontonar un cadáver sobre otro, cada muerto goza como dueño absoluto su pedazo de tierra; cada ficha funeraria marca sólo un cuerpo, y la necrópolis se extiende hasta perderse de vista, confundiendo sus mojoncillos de piedra con la línea del horizonte. Parece que un ejército incalculable, superior a toda imaginación, millones y millones de muertos, envuelven en apretado bloqueo a la ciudad antes de asaltar sus muros.

¡Los cementerios turcos...! En el corazón de Constantinopla, en el mismo barrio europeo de Pera, existen aún, sin que el transeúnte se sienta impresionado al pasar junto a ellos. La muerte no tiene en Turquía el aspecto horripilante que en los países occidentales. Los que sobreviven recuerdan al difunto amado a todas horas, le lloran, pero nunca se les ocurre visitar la tumba que guarda sus despojos y cubrirla de adornos repugnantes. Este pueblo sabe que el ser perdido no está ya en la tierra, que su verdadera esencia no es lo que se pudre en el suelo, y olvida la tumba, no imitando a las gentes cristianas, extraños espiritualistas, falsos charlatanes de la inmortalidad del alma, que rinden a la materia en descomposición y al pelado esqueleto un culto casi igual al que los egipcios tributaban a sus momias.

Este olvido de los cuerpos da a los cementerios turcos el majestuoso encanto de la verdadera soledad. Los de Constantinopla y Estambul se ven frecuentados porque sus arboledas y kioscos los convierten en lugares de recreo; pero los cementerios de los grandes muros son el verdadero campo de la muerte, el desierto de la nada. Se caminan leguas sin encontrar un ser viviente. Hasta los pájaros huyen espantados por la falta de vegetación; hasta los lagartos emigran de esta tierra seca, donde apenas crecen hierbas. Sobre el suelo no se ven más que tumbas y tumbas, todas semejantes, todas pequeñas, con una sobriedad serena y tranquila que despoja a la muerte de su aparato terrorífico. Son simples láminas de mármol, anchas y semicirculares por arriba y estrechas abajo, clavadas en el suelo: una especie de corazones muy prolongados. El remate de cada uno de estos mojones indica el sexo y la calidad del cadáver. Las tumbas de las mujeres tienen esculpido en lo alto un grupo de flores; las de los sacerdotes, un turbante; las de los simples ciudadanos, un fez. Cuando la tumba es reciente, las flores están pintadas de oro y los gorros de rojo; las inscripciones de plácida resignación brillan doradas sobre un fondo verde, pero esto dura poco. Las lluvias y el viento devoran los colores, nadie viene a repararlos, y todos, pobres y ricos, santos y pecadores, hombres y mujeres, toman la amarillez uniforme del mármol en el gran abandono de la muerte.

Nadie transita en este bosque bajo de pétreos matorrales que se pierde de vista. De tarde en tarde se columbra en lo más remoto del horizonte el negro hormigueo de un grupo humano. Es un entierro. Bajarán el cadáver a la fosa, plantarán el mojón fúnebre y volverán las espaldas para no acordarse más del lugar donde dejaron los restos del muerto querido, cuya memoria llevan siempre en el pensamiento.

La soledad por todas partes: una soledad absoluta, sin huellas humanas, sin cantos de pájaros, sin estremecimientos de hierba, sin roce de insectos; un silencio de esterilidad y de muerte, como no se encuentra jamás en un paisaje europeo.

Este vacío fúnebre hace que la visita a las grandes murallas sea la única excursión de Constantinopla en la que se recomienda al viajero la necesidad de llevar armas. Cuando se tropieza con seres vivientes, el encuentro es más inquietante que la soledad. En un torreón acampan familias de cíngaros de aspecto salvaje; diez o doce torres más allá, unos cíclopes han instalado su fragua bajo un trozo de cúpula bizantina, pero sus ojos inquietantes de bandido revelan que viven de algo más que de batir el hierro. En las ruinas de los que fueron palacios de Paleólogos y Comnenos pululan los más inquietantes ejemplares de la mendicidad oriental: gentes roídas por la miseria y desfiguradas por las más atroces enfermedades; leprosos con media cara devorada por la putrefacción; ciegos que muestran sus órbitas sin globos, rojizas, piltrafosas, rodeadas de zumbantes moscardones; mujeres esqueléticas, comidas de piojos, que enseñan entre los harapos el fláccido pellejo de sus pechos.

De hora en hora se ve en las murallas el túnel de una gran puerta. En otros siglos fueron espléndidos arcos de triunfo. Uno de ellos se llamó la Puerta Dorada. Aún quedan en el muro vestigios de águilas imperiales. Hoy nadie entra ni sale por ellas, y su profundo arco, ennegrecido por las hogueras, sirve de refugio a los vagabundos de las más extrañas nacionalidades.

Tristes restos que nada guardan de su pasado son también las famosas Siete Torres, el Heptapyrgion de los emperadores griegos. Cuando llegaron los turcos era ya una ruina, y Mohamed el Conquistador lo reedificó, haciendo de él algo semejante a lo que fue la Bastilla para los reyes de Francia. Este castillo, en cuyos restos acampan hoy, como fieras ahuyentadas del trato humano, los mendigos y los vagabundos, era una de las fortalezas más famosas de Europa. Aquí encerraban los sultanes a los embajadores de Europa cuando entraban en guerra con sus naciones. Aquí permanecieron años y años los enviados de Venecia y Génova. Los genízaros, omnipotentes pretorianos de la vieja Turquía, encerraban aquí a los sultanes destronados o los degollaban en el gran patio. Siete sultanes murieron en las Siete Torres, y es incontable el número de grandes visires y pachás cuyas cabezas se pudrieron enganchadas a las escarpias de las almenas. En uno de los patios del antiguo castillo, que es hoy una extensión de malezas limitada por ruinas, está el llamado «Pozo de la sangre», donde se sumían los cuerpos de los decapitados. Otro patio se titulaba la «Plaza de las cabezas», y los cráneos iban apilándose en él después de las ejecuciones, hasta que el lúgubre montón llegaba a la altura de las almenas.

Nos alejamos de las Siete Torres, siguiendo el monótono camino a lo largo de las murallas, siempre entre ruinas y cementerios. Llevamos muchas horas de marcha. El recinto forticado se extiende como una cinta roja sin fin, subiendo y bajando con las ondulaciones del terreno. Una puerta abandonada recuerda la muerte de Constantino Dragoses, el último emperador de Bizancio, valeroso e infortunado combatiente, que cayó de los muros y siguió luchando con su hacha de armas hasta desaparecer bajo un montón de cadáveres. Otro lugar evoca la muerte de Eyoub, el santo portaestandarte del Profeta, el compañero de Mohamed el Conquistador, que pereció en el sitio de la ciudad y dio su nombre al barrio del Cuerno de Oro.

Vamos aproximándonos al término de nuestro viaje. Aparecen en la desolada extensión grupos de habitaciones humanas, y entramos a descansar en el pequeño monasterio de Balouki. En sus criptas surge la fuente milagrosa de Zootocos, cuyas aguas obran prodigios, según los griegos. Es una cisterna bajo cúpula sombría, en cuyo líquido nadan muchos peces rojos.

El monje griego que nos la enseña relata la historia de la prodigiosa fuente, el famoso «milagro de los peces».

En el mismo instante que los turcos entraban por asalto en Constantinopla, un monje de este convento estaba friendo unos pescados. Otro monje, consternado por el suceso, se presentó en la puerta dándole la terrible noticia.

¡Bah!—repuso el primero, no admitiendo que Bizancio pudiera ser tomada—. Creeré en eso cuando vea a mis pescados saltar de la sartén.

Y los pescados saltaron, medio rojos y medio negros, pues sólo estaban fritos por un lado, y fueron a refugiarse en el agua de la cisterna, donde nadan aún.

El barbudo monje de ahora nos cuenta esta leyenda, simple hasta la estupidez, con grandes aspavientos dramáticos para demostrar su fe; pero indudablemente cree en ella lo mismo que nosotros.

Después, siguiendo la costumbre, nos hisopea con el agua prodigiosa, a guisa de bendición, y... tiende la mano.

He aquí el verdadero milagro de los peces. Éste sí que es indiscutible.

Convertir en monedas las gotas de agua de la santa cisterna.

XXXII. LA NOCHE DE LA FUERZA

Va a comenzar el Ramadán, el mes sagrado de los musulmanes, la extraña Cuaresma, que es, mientras luce el sol, ayuno y angustias, y así que cierra la noche, una orgía sin término.

Constantinopla brilla en la sombra, coronada de luces. La piedad musulmana cubre con guirnaldas de fuego los balconcillos de los minaretes y los arcos de las mezquitas, al mismo tiempo que la fidelidad al Padichá y a las tradiciones ilumina los palacios, los puentes, todos los edificios oficiales y las viviendas de los personajes.

En tiempos normales, Constantinopla es una ciudad discreta y recatada, que se entrega al descanso apenas se oculta el sol. El turco se acuesta pronto, para levantarse antes del alba, y fuera de los barrios europeos, donde teatros y cafés prolongan la vida hasta pasada media noche, la gran metrópoli tiene sus calles oscuras, sin otra luz que el pálido resplandor de las lámparas transparentado por los ventanales de mezquitas y kioscos funerarios, ni otros transeúntes que los perros vagabundos y el sereno que marca las horas con fuertes garrotazos en el suelo.

Al llegar el Ramadán, Pera y Gálata continúan su vida nocturna de siempre, pero el viejo Estambul, Scutari y todos los distritos turcos sobrepujan durante la noche en luz y movimiento a los barrios europeos. Apenas suena el cañonazo de la puesta del sol, el musulmán, que ha pasado el día sin comer, sin fumar y hasta privado del agua, se abalanza como bestia famélica a los bodegones y cafés, asaltándolos. Es la orgía de toda una ciudad. No comen, tragan; no beben, sino cuelan; y este devorar feroz va acompañado de risas, aullidos, danzas y peleas. El turco no prueba el vino, pero la comida parece embriagarle, y ciertos líquidos fermentados acaban por dar a su borrachera una alegría bestial y peligrosa.

Mientras abajo, en las tortuosas calles donde brillan como bocas de infierno las puertas de bodegones y cafés, aúlla el populacho turco, arriba lucen las coronas de fuego de las mezquitas, y la luna, símbolo del pueblo musulmán, rueda por el cielo de suave azul, presenciando con cara bonachona la ruidosa orgía de sus amigos.

¡Las iluminaciones de Constantinopla...! Esta ciudad europea, que aún vive privada de la electricidad, por orden del emperador, y no conoce otro gas que el de los macilentos faroles de las calles, muestra un gran talento artístico, una rara habilidad al iluminar sus fiestas. El farolillo de aceite o la linterna con bujía le bastan para realizar las más asombrosas combinaciones de su imaginación oriental. El día que el foco incandescente y los rosarios interminables de bombillas eléctricas aparezcan en Constantinopla, ésta habrá perdido una de sus mayores originalidades: el encanto de sus fantásticas iluminaciones. No tienen el estallido deslumbrante y brutal de las luces modernas; son reflejos dulces, velados, discretos: una iluminación de ensueño, un esplendor vigoroso y poético, semejante al de las fiestas de Las mil y una noches.

Vistas de cerca, las iluminaciones en palacios y templos son miles y miles de vulgares linternas colgadas en clavos, en andamios de madera. Contempladas de lejos, se convierten en maravillosas luces de color de oro, que forman las más extraordinarias visiones: flores fantásticas, lunas, estrellas, soles, arcadas aéreas, un mundo de encantamiento que parece flotar, impalpable, ligero y sin realidad, en la negrura del ensueño, para disolverse apenas despertemos.

La luna rompe sus reflejos en las inquietas aguas del Bósforo, trazando un extenso triángulo de luz, y junto a los peces de plata que rebullen en su enorme estela nadan enjambres de peces de oro al reproducirse invertidos los palacios iluminados de ambas riberas.

Una noche alquilo un caique de un solo remero para recorrer el Bósforo a la luz de la luna. Es noche de fiesta extraordinaria dentro del Ramadán: la llamada «Noche de la Fuerza». Necesito llevar conmigo una autorización de la Policía, pues al ocultarse el sol está prohibido circular sin permiso de una a otra orilla, y la vigilancia es tan grande sobre el agua como en tierra.

¡La inolvidable excursión por el mar encajonado y silencioso! Al seguir el Bósforo contra la corriente, la barca queda envuelta de pronto en un nimbo de luz, viéndose como una figura de oro viejo el remero casi desnudo, que, jadeante, mueve sus brazos junto a la proa. Es el resplandor de un palacio de la orilla. El agua tiembla luminosa en torno de la embarcación con odulaciones doradas, como si transparentase una fiesta de ondinas en las profundas entrañas del Bósforo. Después, la barca vuelve a sumirse en la sombra; las aguas son negras, casi invisibles, adivinándose por los violentos vaivenes que imprimen a la ligera embarcación y por el sordo chirriar de su corriente chocando con la quilla y los remos. Y así, pasando de la sombra a la luz y del resplandor a la oscuridad, vamos Bósforo arriba, bogando en lo desconocido, con cierta emoción al pensar en la profundidad de las aguas, agrandada por el misterio, y en la fragilidad del esquife, balanceado como una pluma por el sombrío elemento que se abre siempre ante nosotros en la pavorosa lobreguez. En las lejanas orillas brillan luces, suenan músicas y se adivina la presencia del gentío, como si las ráfagas rumorosas de la brisa nos trajesen su respiración. En lo alto brilla la luna, pálida y anémica al contrastar con las guirnaldas de oro de los edificios.

De tarde en tarde, entre los palacios del Bósforo, con sus estrellas y sus lunas de colores, se adivina un edificio vagoroso que hunde en el misterio azul sus tentáculos blancos. Es una mezquita. La discreta luz de la lámpara del Mirab tiembla como una lágrima amarilla en las opacas vidrieras, que parecen de un panteón.

La embarcación salta y gime en ciertos pasajes, chapoteando su proa en las aguas invisibles. Son las rudas corrientes del Bósforo que rugen en los recodos y los estrechos. El remero sigue adelante, con la confianza del que ejerce su oficio. De pronto, un ojo deslumbrante surge de la oscuridad. Un haz de vivos resplandores viene de él, paseándose sobre las aguas, a las que da una blancura funeraria. Es el reflector eléctrico de un buque que marcha al mar Negro. Pasa el monstruo oscuro a corta distancia, con ojos deslumbrantes en las antenas y otros ojos rojizos y más tenues formando doble línea en sus flancos negros, donde están los camarotes. El agua que desplaza su gigantesco vientre arremolínase en este callejón marítimo, formando unas cuantas olas seguidas, cortas y violentas, que crecen y se prolongan hasta las orillas, para morir en ruidoso asalto.

El caique, que parece de papel, salta y se acuesta en este remolino negro, amenazando zozobrar. ¡Ya hay bastante! Ser tragado por el Bósforo, a la vista de palacios iluminados, oyendo músicas y el ruido de una muchedumbre que no puede enterarse de lo que ocurre en las aguas oscuras a cincuenta metros de distancia, es un final inaceptable. Todas las semanas se traga víctimas este Bósforo de enorme profundidad y orillas cortadas como a pico. De día, gentes que caen en los desembarcaderos, aturdidas por el empuje de las muchedumbres que asaltan los vaporcillos o tranvías acuáticos; de noche, caiques que zozobran. Y estos turcos, familiarizados con el brazo de mar, que es la primera de sus calles, no prestan atención a tales sucesos, y los periódicos apenas si les dedican dos líneas... ¡Atrás!

Vamos ahora Bósforo abajo, siguiendo el impulso de la corriente. El remero descansa, dando sólo de vez en cuando alguna paletada para no abordar a la orilla.

Otra vez saltamos de la luz a la sombra y de la sombra a la luz, pasando ante los palacios de los parientes del Sultán, de los grandes pachás y de los buques de guerra otomanos, con sus guirnaldas de luces que marcan todos sus contornos, bordas, palos y chimeneas.

Nos aproximamos al palacio del ministro de Marina. La muchedumbre llena el muelle. Grupos de mujeres con cerrado manto, que van como colegialas en ruta, harenes enteros, pasean entre el gentío en esta noche de libertad y de fiesta. Los vendedores de bebidas gritan pregonando sus mercancías. La banda de música de un crucero toca bajo las ventanas de Su Excelencia, y el público parece entusiasmado. No baila, como en las fiestas de Europa, pero su alegría infantil se desborda a impulsos de la música amada, de la música popular, La Mascota, y, sobre todo, La Gran Vía, de la cual el «coro de los marineritos» es insustituible para el populacho de Constantinopla.

Nos alejamos Bósforo abajo. Va amortiguándose el movimiento en las orillas; las iluminaciones lucen solitarias en los muelles abandonados. Una hora después desembarco, siguiendo a pie las calles pendientes que conducen a las alturas de Bechik-Tach, donde están los palacios de los principales personajes de Turquía.

Soledad completa. Todos los edificios están iluminados, las calles envueltas en un resplandor rojizo que expulsa la sombra hasta de los últimos rincones. En ambas aceras se elevan andamios con miles y miles de linternas, formando dibujos inabarcables de cerca. ¡Luces y luces hasta donde alcanza la vista...! Y nadie: ni un hombre, ni un perro. Las bestias vagabundas, acostumbradas a la lobreguez, han huido de la luz y de la momentánea limpieza, buscando los callejones y solares donde se amontona el estiércol.

Los pasos despiertan en las losas una sonoridad fúnebre. Se marcha como en un ensueño. Pueden surgir facinerosos en esta soledad luminosa y ser uno asesinado, sin que de los palacios esplendorosos y mudos salga el menor auxilio. Parece que los turcos, después de cubrir la ciudad de luces, la han abandonado para siempre. Todo buen musulmán se ha encerrado en su casa, aislándose del mundo. Es la gran noche, la más dulce de las noches... ¡La Noche de la Fuerza!

El sabio Mohamed pensó en todo al legislar para su pueblo. Predicó la guerra como elemento indispensable para sostener la vida; prohibió manjares y líquidos incompatibles con la salud en un clima oriental; elevó la limpieza y el agua a la categoría de dogmas, conociendo el amor ancestral de la bestia humana a la suciedad y el abandono; y para que sus pueblos no decreciesen, como les ocurre a ciertas naciones modernas, decretó en nombre de Alá la Noche de la Fuerza.

En esta noche, todo musulmán que tiene su compañera no debe dormir, sino velar mientras le queden alientos. El buen creyente, con el pensamiento puesto en Alá y en la reproducción de su raza, debe gustar todos los frutos que guarda su harén... mientras tenga dientes para ello. La prescripción religiosa es severa e ineludible. El amor por orden del Profeta; el supremo escalofrío como grata oración a Dios. Nadie se escapa a este supremo mandato. El viejo trémulo, exprimido y seco por largos años de poligamia, debe probar a cumplirlo—con probar nada se pierde—; el adolescente recibe la iniciación del misterio de la vida por obra de alguna esclava de la casa, y entusiasmado con la dulce novedad de la ceremonia, repite sus oraciones hasta que cae extenuado; el hombre en plena virilidad hace un llamamiento a sus fuerzas y ora toda la noche en diversos altares, con la convicción de que será grato a Dios si el sol le sorprende ocupado todavía en tales ritos.

La piedad musulmana se exalta y sobrepasa en esta noche, queriendo cada cual ir lo más lejos posible, para satisfacción de Alá y orgullo de las propias fuerzas. Y todos corren y corren por el camino del santo deber, sin más pausa que la de los relevos, cambiando de montura para enardecer su energía con el incentivo de la novedad, y llegando en el sacro deporte a límites donde sólo pueden alcanzar el entusiasmo religioso y el apasionamiento oriental.

Esta Noche de la Fuerza es la de la «Ceremonia del Pañuelo» en el Yildiz-Kiosk. Es vulgar la creencia de que los sultanes, desde hace muchos siglos, cada vez que desean hablar aparte con una de sus innumerables mujeres, la avisan arrojándole un pañuelo. Nada hay de esto. La ceremonia del pañuelo existe, pero es sólo una vez por año: la Noche de la Fuerza. Las tradiciones ordenan que, en esta noche, el Comendador de los Creyentes, para cumplir el deber religioso como todos sus súbditos musulmanes, sacrifique una doncella.

En un salón del harén imperial se alinea, bajo la mirada del Gran Eunuco y sus tropas de negros, un centenar de vírgenes. Unas son esclavas de la Circasia, enviadas como regalo por los gobernadores de los «vilayetos» asiáticos; otras, hijas de pachás entusiastas del emperador, que aprovechan esta ocasión para introducir la influencia de su familia en los departamentos secretos del Yildiz-Kiosk. Todas, esclavas y señoras, confundidas en la igualdad femenil de las costumbres turcas, que no reconocen más que dos rangos, la belleza y la fealdad, aguardan trémulas la presencia del Gran Señor, sabiendo que en breves instantes puede decidirse su suerte.

Aparece el Padichá. Con ojos impasibles examina la fila, el Gran Eunuco secretea en su oído, y al fin arroja con indiferencia el pañuelo... ¡Cualquiera! Su tranquilidad es igual a la del católico que todos los domingos va a misa, sabiendo que es un espectáculo santo, pero sin emoción alguna. La ha oído tantas veces, que no encuentra en ella el encanto de la novedad.

¡Pobre Abdul-Hamid! ¡Augusto Comendador de los Creyentes, con sus setenta años bien contados...! Me lo imagino en esta noche, a puerta cerrada con la virgen, hermoso potro, bello y salvaje, con el fuego de los pocos años y el deseo de agradar, excediéndose en toda clase de iniciativas. El majestuoso Padichá, que tal vez lleva ocupado el pensamiento por alguna nueva reclamación de los embajadores de las potencias, tiene que pasar una noche, por deber religioso, junto a esta primavera ardiente que vela junto a él, excitada y nerviosa. Sus preocupaciones de gobernante, sus pensamientos de Felipe II, papelista enterado minuciosamente de todo lo que ocurre en su vasto Imperio, le preparan mal indudablemente para estas encerronas ordenadas por el Profeta. La soberana de una noche sonríe invitadora con sus labios coloreados de carmín, levanta la mirada de sus ojos agrandados por la pintura negra, saca incitante las curvas de su cuerpo en celo... pero al tender sus manos, encuentra, ¡ay!, el ánimo del Gran Señor flácido y desmayado, como el pañuelo simbólico.

Pensando en estos desastres y tormentos impuestos por el deber religioso, que no tiene en cuenta edades ni circunstancias, sigo las calles iluminadas y silenciosas, acompañado únicamente del eco de mis pasos. ¡Nadie! ¡Siempre ante mí la soledad roja y brillante! Pueden robarme, pueden matarme, sin que al sonar mis gritos se abra una ventana o una puerta de estos palacios luminosos. Sus habitantes están demasiado ocupados para fijarse en lo que ocurre en la calle.

El palo del sereno chocando contra las baldosas no altera esta noche el silencio profundo del barrio señorial. También para él, musulmán fervoroso, es esta noche la de la Fuerza. Los ladrones, los vagabundos, deben igualmente estar dedicados a la santa ceremonia. Allá lejos, en la depresión del terreno por donde corren las aguas del Cuerno de Oro, el cielo tiene resplandores de incendio y se eleva un zumbido de colmena gigantesca. El populacho sigue divirtiéndose en Estambul y Gálata.

Voy hacia allá, por las calles abandonadas, muertas y luminosas, como si marchase por una ciudad fantástica, mirando con despecho las puertas cerradas, pensando con cierta amargura en la fría cama del hotel que me espera, lamentando mi condición de mísero giaour, de despreciable cristiano, que me hace vagar triste e inútil en esta noche de la abundancia hasta el desfallecimiento: la santa Noche de la Fuerza.

XXXIII. LA ENTRADA EN EUROPA

¡Adiós, Constantinopla!

En plena noche atravieso por última vez el Gran Puente, sintiendo como caricias amistosas de despedida los estremecimientos y saltos que imprimen al carruaje los tablones de la plataforma. El Cuerno de Oro es una zanja profunda y brumosa, en la que brillan los ojos inflamados de las embarcaciones. Enfrente, el venerable Estambul recorta su silueta negra de cúpulas y minaretes sobre un cielo esfumado en el que brilla pálida la luna menguante. Las luces del Ramadán parecen flotar en el espacio como constelaciones perdidas.

¡Adiós!

Hace más de un mes que vivo en estos lugares a los que nada me une, ni el nacimiento, ni la raza, ni la historia, y, sin embargo, la partida es melancólica y penosa.

Cuando se viaja se abandonan las ciudades, por gratas que sean, con un sentimiento de alegría. Es la curiosidad que se despierta de nuevo, el instinto ancestral de cambio y movimiento que llevamos en nosotros como herencia de nuestros remotísimos abuelos, nómadas incansables del mundo prehistórico. ¿Qué habrá más allá? ¿Qué nos espera en la próxima etapa...?

Pero al partir de Constantinopla, este sentimiento alegre y curioso se amortigua y desvanece. Por interesante que sea lo futuro, no llegará a serlo tanto como el presente. La Europa occidental, con sus ciudades cómodas y uniformes, seguramente que no puede borrar el recuerdo de esta aglomeración de razas, lenguas, colores, libertades inauditas y despotismos irresistibles que ofrece la metrópoli del Bósforo.

¡Adiós...! Y a la melancólica despedida se une la incertidumbre del porvenir, la sospecha de que no volveré a contemplar estos lugares amados, de que las circunstancias de mi vida harán que ésta se extinga antes de poder cumplir mi deseo.

Al recuerdo de Constantinopla va unido el del mar de Mármara, con sus aguas tranquilas y verdes, por cuyas transparentes entrañas pasan flotando las medusas como un desfile de paraguas de nácar.

Recuerdo también las poblaciones del Asia Menor que acabo de visitar, Mudania y Brussa, ciudades puramente turcas, donde vive el musulmán sin nada de europeo que desfigure y envilezca su existencia. Algún día hablaré de Brussa, la de la mezquita Verde, edificada por alarifes de la Andalucía musulmana; Brussa, la de las sedas brillantes como oro, la Granada turca, dormitando al pie del Olimpo de Bitinia, frente a una vega situada a muchos centenares de metros sobre el nivel del mar y eternamente frondosa, lo que hace que los otomanos la llamen con orgullo «Brussa la Verde». Y también hablaré, en una novela, del barrio de Gálata en Constantinopla, el «barrio de los españoles», como lo titula la topografía popular, donde veintiocho mil judíos que se apellidan Salcedo, Cobo, Hernández, Camondo, etc., emplean en el seno de la familia un castellano arcaico, que es la lengua sagrada, el medio de comunicación para librarse de la vigilancia de los enemigos.

—¡Ah, Espanya! ¡La bella Sión de Occidente! Los míos, los viexos, baxaron de allá.

Los cuentos que entretienen a la familia en las noches de sábado, leyendas de enormes tesoros enterrados, tienen siempre por escenario la lejana España, país fantástico del que hablan los patriarcas a los niños con grave misterio, como hablamos nosotros de Bagdad, la de Las mil y una noches. Y en las fiestas israelitas, las viejas descuelgan los panderos y entonan con sus bocas desdentadas villancicos del siglo XV aprendidos por sus abuelas en Toledo, que fue como el París del mundo judío.

Abandono Constantinopla después de pasar por las innumerables ceremonias del pasaporte, que son aquí tan precisas para salir del país como para entrar.

Rueda el tren durante la noche por las desoladas llanuras de la Tracia. Al amanecer estamos en Rumelia, y después en Bulgaria. Se acabaron los gorros rojos. Los soldados que ocupan los andenes de las estaciones o acampan en tiendas grises al pie de alguna loma van vestidos a la rusa. Los campesinos, con una tiara negra de piel de oveja y rudas abarcas, marchan por los caminos amarillentos ante los tardos bueyes que arrastran unas carretas chirriantes de ruedas macizas. Al cerrar la noche atravesamos Servia, y al lucir de nuevo el sol estamos en tierra húngara.

Nos aproximamos a Budapest, a las verdaderas puertas de la Europa europea.

Es la hora del almuerzo. En el vagón-restaurante, que va a la cola del tren, nos juntamos los viajeros del expreso de Constantinopla, gentes de diversas nacionalidades. Ocupo una mesa con dos viajeros desconocidos y una señora rubia y elegante, sentada frente a mí. Silencio absoluto o lacónicos ofrecimientos de platos, con esa reserva cortés y fría de los que van por el mundo y no saben quién pueda ser su compañero de mesa. El almuerzo toca a su fin. Tomamos el café. Por el cristal de la ventanilla veo pasar barriadas de casas blancas con grandes anuncios. Se adivina la proximidad de una enorme población. Debemos estar en las afueras de Budapest. Veo un cartel de teatro, impreso en magiar, del cual sólo es inteligible para mí el título de la obra: Carmen.

De pronto, un choque, un tropezón gigantesco contra un obstáculo. Luego, la milésima de un segundo, que nos parece un siglo, y durante este espacio nos contemplamos todos con los ojos desmesuradamente abiertos y en ellos una expresión loca de espanto. A continuación, el rudo movimiento de retroceso que lo desordena todo, que lo rompe todo, que nos hace saltar y rodar en medio de una lluvia y un estrépito mortales. Es mediodía; luce el sol; el cielo es azul, sin una nube, y, sin embargo, nos sentimos ciegos, como si hubiésemos caído en plena noche.

La mesa en que estamos rompe con la violencia del retroceso los goznes de bronce que la unen a la pared del vagón. Rueda sobre mí con sus platos, tazas y cafeteras, y me arroja al suelo. Siento sobre el pecho su doloroso filo, a más del peso de la señora de enfrente y otros cuerpos que se agitan con el pasmo del terror.

Pasan unos instantes brevísimos, pero la imaginación los llena vertiginosamente, poblándolos de miedos y esperanzas, como si fuesen años. ¿Estaré herido? ¿Qué se habrá roto en mi organismo? ¿Iré a morir pasado el primer aturdimiento? ¿Qué encontraré en mí cuando llegue a incorporarme...?

Me levanto. Un pie se me hunde en una cosa blanda y elástica envuelta en paño azul con botones de oro. Es el vientre del camarero que nos servía momentos antes. Está de espaldas con los brazos en cruz, los ojos agrandados por el espanto, y no se mueve del suelo a pesar de mi pisotón.

Frente a mí se incorpora la señora, que parece haber envejecido en unos instantes, pálida, con amarillez de cirio, los rubios cabellos en desorden, el sombrero aplastado, las facciones afiladas y trémulas por la emoción.

—No somos más que una porquería—dice en francés.

Tal vez fue la influencia del momento, pero juro que jamás he oído una frase tan «profunda» y tan justa.

Al mirar en torno no conozco el comedor. Todo roto, todo demolido, como si un proyectil de cañón hubiese pasado por él. Cuerpos en el suelo, mesas caídas, manteles rasgados, líquidos que chorrean, no sabiéndose ciertamente lo que es café, lo que es licor y lo que es sangre; platos hechos trizas, todos los cristales del vagón, los gruesos cristales, partidos en láminas agudas, esparcidos como transparentes hojas de espada.

Instintivamente arranco de la espalda de la señora una especie de puñal de vidrio clavado en su corsé. Es un fragmento de la luna que estaba detrás de ella. Un poco más arriba y queda degollada en el sitio.

Sin saber cómo, me veo pisando tierra, corriendo a lo largo de la vía, junto a un talud altísimo. Otros viajeros corren también, tropezando en los guijarros. Un hervor gigantesco llena el espacio de humo, viéndose entre sus vedijas el caserío blanco de Pest en una montaña. El vapor se escapa con un chirrido de sartén enorme. Llegamos a la cabeza del tren, que parece haberse desdoblado, y vemos a dos locomotoras caídas y mugiendo como dos toros que acaban de embestirse, desplomándose moribundos. A un lado nuestro tren; al otro lado un largo rosario de vagones de mercancías. El encuentro ha sido en lo más hondo de un desmonte, bajo un puente de madera que desaparece entre la humareda de las dos máquinas heridas de muerte. Unas vagonetas cargadas de materiales de construcción se han roto, esparciendo a ambos lados de la vía, entre las ruedas sueltas y retorcidas, una cascada de yeso y de ladrillos.

Los dos primeros vagones de nuestro tren ya no existen. Son a modo de acordeones cerrados por el choque, con pliegues trágicos que dan un escalofrío de terror. Como ocurre casi siempre... de tercera clase. El furgón de los equipajes es un amasijo de maderos y hierros, que a cada estremecimiento del tren moribundo vomita maletas y cofres. Hombres sangrientos que aún no se han dado cuenta de sus heridas corren excitados por la emoción y gritan en magiar, en alemán, en servio, en turco. Los empleados se mueven, queriendo servir de algo, pero sin saber ciertamente por dónde empezar. Siguiendo el impulso de los demás, intento subir a los vagones demolidos. Al poner el pie en la rota plataforma chapoteo en algo negro, que es líquido y sólido a un tiempo. Una mosca revolotea ansiosa sobre este banquete de sangre y piltrafas, anunciando la llegada de sus compañeras. ¿Para qué añadir el horror a la emoción sufrida...?

Recojo mis dos maletas y subo al talud, para salir cuanto antes de esta zanja maldita. Al verme arriba me asombro de la fuerza nerviosa que da la emoción, de la ligereza con que he subido cargado por la ruda pendiente.

Me siento al borde del declive sobre mi equipaje y quedo en una insensibilidad estúpida, aturdido, sin saber qué hacer, contemplando los restos de la catástrofe, viendo cómo el humo rojizo de las locomotoras empieza a incendiar el puente de madera.

Por todos los caminos de la campiña llegan corriendo grupos de húngaros melenudos. De las casas inmediatas salen mujeres. Abajo aumenta el número de los que se agitan junto a los dos trenes y penetran en los vagones demolidos.

Una catástrofe estúpida. En la estación de Budapest han dejado salir un tren de mercancías a la hora en que diariamente llega el tren de Constantinopla. Esto pasa en la Europa central, la de los grandes ferrocarriles organizados militarmente, y nadie parece indignado... ¡Y después hablamos de las «cosas de España»...!

Veo de pronto sombras que se interponen ocultándome la luz del sol. Son mujeres húngaras con sus chiquillos: buenas mozas, gordas, morenotas y ventrudas, que visten batas de percal y llevan el pañuelo de seda formando visera sobre los ojos, lo mismo que las chulas de Madrid.

Sienten curiosidad de los grandes sucesos, la necesidad de rozarse con alguien que ha visto el peligro de cerca, y me hablan en su idioma ininteligible, mirándome con simpática compasión. Adivino que me preguntan si estoy asustado; se asombran al verme entero, sin un rasguño, sin una gota de sangre. Una joven se empeña en hacerme beber un vaso de agua. Una vieja arrugada y negra como una gitana me pasa las manos por el rostro con sonrisa de bruja bondadosa.

El puente es una gran llama que esparce intenso hedor de madera vieja. La muchedumbre se agita con vaivenes de audacia y de miedo. Estupendas noticias la conmueven, haciéndola huir talud arriba en espantoso desorden. ¡Que las locomotoras van a estallar...! ¡Que el tren contiene dinamita...!

Se esparcen con pánico de rebaño; pero transcurridos algunos minutos, la curiosidad tira de ellos otra vez, y descienden la cuesta para mezclarse con los empleados y trabajadores, dificultando las operaciones de salvamento.

Ha transcurrido cerca de una hora. Por un camino se ve avanzar al galope un escuadrón de caballería. Por otros se presentan compañías de infantería y escuadras de polizontes. Llegan carruajes cerrados con el escudo de la Cruz Roja. Empiezan a descender camillas por la cuesta del desmonte.

De los fúnebres acordeones de abajo salen grupos de hombres arrastrando bultos inánimes. Uno... dos... tres... cuatro... cinco. ¡Cuándo acabará esa extracción horripilante! Junto a mí pasan hombres y mujeres sostenidos en brazos con la cabeza entrapajada. Unos la dejan pender sobre los hombros vecinos con mortal desmayo; otros gimen con palabras extrañas que no puedo entender.

La caballería da una carga a la muchedumbre curiosa, para limpiar los alrededores. Los infantes austríacos entran a la bayoneta, con furiosos gritos de los oficiales y victorioso tremolar de sables.

Las mujeres se apelotonan en torno mío, como si mi calidad de víctima las sirviese de amparo para permanecer en su sitio... ¿Por qué sigo aquí? ¿De qué sirve mi presencia?

Me restriego el pecho, contusionado por el choque de la mesa y el peso de mis vecinos. El costillaje me duele cada vez más, al desvanecerse el primer aturdimiento de la emoción. Escupo sin cesar, pensando medroso en el color púrpura... No; no hay nada roto.

Empleando el idioma universal de la mirada y la seña, coloco una de las maletas en la cabeza de un muchacho, me defiendo galantemente de las mujeres que quieren encargarse de la otra, y escoltado por estas amigas, que hablan y hablan sin descorazonarse ante mi silencio, emprendo la marcha, al través de campos recién labrados y movedizos, hacia un camino por el que veo pasar un tranvía eléctrico.

¿Para qué permanecer aquí, donde a nadie conozco y nadie me entiende? Voy a Budapest a tomar otra vez el tren, que me inspira un pánico invencible.

Y así entro en la verdadera Europa, a pie, al través de los campos, llevando mi hato al hombro, lo mismo que un invasor oriental de hace siglos atraído por los esplendores de Occidente.

Agosto-Noviembre 1907






[End of Oriente by Vicente Blasco Ibáñez]

[Fin de Oriente par Vicente Blasco Ibáñez]