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Title: Plus ultra. Poesías
Author: Zayas, Antonio de (1871-1945)
Date of first publication: 1924
Edition used as base for this ebook: Madrid: Francisco Beltrán, 1924
Date first posted: 18 December 2009
Date last updated: 30 June 2014
Faded Page ebook#20091212

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Titre: Plus Ultra. Poesías
Auteur: Zayas, Antonio de (1871-1945)
Date de la première publication: 1924
Édition utilisée comme modèle pour ce livre électronique: Madrid: Francisco Beltrán, 1924
Date de la première publication sur Distributed Proofreaders Canada: 18 décembre 2009
Date de la dernière mise à jour: 30 June 2014
Livre électronique de FadedPage.com no 20091212

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«PLUS ULTRA»

ÍNDICE

Obras del autor
A Su Majestad el Rey
   Don Alfonso XIII.

Dos palabras al lector.
 
PRIMERA PARTE
 
Preludio.
A bordo del «Reina María Cristina».
Vasco Núñez de Balboa.
Fernando Cortés.
Hernán Cortés.
Pedro de Alvarado.
Francisco Pizarro.
A Don Vasco de Quiroga.
Fray Pedro de Gante.
El Padre Motolinía.
El Venerable Palafox.
Don Juan Ruiz de Alarcón.
Sor Juana Inés de la Cruz.
Bernal Díaz del Castillo.
La Catedral de Méjico.
Ante el Cristo llamado de Carlos V,
   que se venera en la Catedral de Méjico.

Ante el retrato de una monja.
En la Pirámide de Cholula.
Recuerdo virreinal.
 
SEGUNDA PARTE
 
Su Majestad el Rey de España
   Don Alfonso XIII.

A las Reverendas Madres Teresianas
   del Colegio de Puebla de los Ángeles.

A las Reverendas Madres Teresianas
   del Colegio de Mixcoac.

A Ntra. Sra. de los Desamparados,
A Nuestra Señora de Guadalupe.
A los Caballeros de Colón.
A San Ignacio de Loyola.
Al Apóstol Santiago.
A la Virgen de Covadonga
A Nuestra Señora de Covadonga.
Covadonga.
Covadonga.
Al Doctor
   Don Pedro Erasmo Callorda.

Al Señor Licenciado
   D. Salvador Diego Fernández.

Al Sr. D. Alejandro Quijano.
A D. Francisco M. García Icazbalceta
Al Sr. D. Paulino Fontes.
La Virgen de los Remedios.
Epílogo.

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OBRAS DEL AUTOR

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ANTONIO DE ZAYAS

DUQUE DE AMALFI

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«PLUS ULTRA»

POESÍAS

FRANCISCO BELTRÁN
LIBRERÍA ESPAÑOLA Y EXTRANJERA
PRÍNCIPE, 16. - MADRID

ES PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS

A Su Majestad el Rey
Don Alfonso XIII.

Ya que la venia me otorgáis que imploro,
acuñaré, Señor, en mis canciones
la plata de los viejos galeones
con el troquel de nuestra Edad de Oro.

Como el albo metal, limpio y sonoro,
el eco de estos rítmicos renglones
despierte en Vos las santas emociones
que, al ordenarlos en mi mente, añoro.

Y en este libro, del linaje Hispano
infatigable evocador de hazañas,
siempre a la voz de la verdad sujeto,

¡dignaos mirar, Augusto Soberano,
único Rey de todas las Españas,
la ofrenda de mi amor y mi respeto!

SEÑOR:
A LOS REALES PIES DE VUESTRA MAJESTAD,
ANTONIO DE ZAYAS.

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Dos palabras al lector.

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EL presente volumen es fruto de mis ocios y del cumplimiento de mis obligaciones profesionales durante los diecinueve meses en que tuve la honra de ostentar la representación diplomática de España en aquella de sus colonias americanas que amó con preferencia, cual lo demostró al designarla con su propio nombre.

Puede, por tanto, dividirse este volumen en dos partes: la primera, dedicada a cantar la gloria de los conquistadores y misioneros españoles en el Nuevo Mundo, y a consignar emociones sólo asequibles a las almas de mis compatriotas, a quienes ha sido dado contemplar con los ojos del cuerpo el vasto teatro de las proezas de nuestros mayores.

La segunda parte contiene diferentes composiciones poéticas escritas a instancias de múltiples colectividades pertenecientes a la colonia española de Méjico, y publicadas en diversos diarios ilustrados de la capital de la República o en diferentes folletos conmemorativos de fechas memorables para los varios centros regionales establecidos en la pintoresca ciudad del Anahuac, así como también encierra algunas poesías episódicas, que pudieran calificarse con el nombre de correspondencia literaria.

Pone fin al volumen la leyenda de Nuestra Señora de los Remedios, primera imagen de la Madre del Redentor que, según tradición constante, se irguió victoriosa en la Nueva España sobre los derrocados ídolos de los aztecas; y una breve poesía que, a modo de epílogo, recuerda la benigna generosidad de la conquista española en América, que lanza tan vivos resplandores, a principios del siglo XX, en las numerosas y florecientes naciones engendradas por el esfuerzo de los modernos argonautas.

Tal vez parezca este libro un tanto anticuado a los espíritus ansiosos de novedad, que se afanan por buscar nuevos moldes a que someter los pensamientos y las emociones del poeta; pero, en mi concepto, no existe, para comentar y enaltecer las hazañas de los españoles del Renacimiento, lenguaje más propio que el empleado por sus coetáneos para escalar, con ímpetu incontrastable y generoso, la cima del Parnaso.

Superfluo creo advertir que no es mi pretensión tan ambiciosa, y que se limita a aportar mi pobre ofrenda al altar sagrado de la Patria, representada tan dignamente por el insigne Monarca que hoy rige sus destinos.

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PRIMERA PARTE

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Preludio.

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¿Quién osó lo que tú, Patria querida,
ni qué pueblo igualó tus portentosas
fecundidad y abnegación?
Ni Grecia
en Maratón, venciendo con Milcíades,
de Jerjes los ejércitos innúmeros
cual las arenas de la mar: Ni Roma,
llevando de Bizancio hasta Britania
la clara y fría luz de las Pandectas:
Ni el profeta audacioso de Medina,
del Alcorán tentando con los suras
el siempre frágil corazón humano:
Ni el Sultán Osmanli, que el sanguinoso
rastro homicida de su diestra pone
sobre el mármol del templo de Sofía:
Ni de Córcega, el monstruo, con la propia
mano rapaz que solios desmantela,
vistiendo a advenedizos capitanes
la púrpura real: Ni aun aquel pueblo
que, en torre de marfil, honra o macula
las Tablas de la ley.
Sólo tú, España,
supiste ser, cual Cristo, redentora,
y como Pablo, catequista, y como
Dios mismo, engendradora de naciones.
Tú pediste con firme confianza
el aliento inmortal que apagó el brillo
siniestro del creciente de la Luna.
Tú el alma egregia de Isabel supiste
fundir en el crisol del Evangelio,
y el corazón heroico de Fernando
templar con los ejemplos eficaces
de Vicente Ferrer y de Raimundo
de Peñafort, consuelo de cautivos
y de apóstatas miles providencia.

Sólo tú, del intrépido argonauta,
rama de cedro de Israel plantado
de Suevia en las campiñas nemorosas,
lograste comprender el audaz sueño.
Y él solo pudo en tus azules playas
descubrir animosos corazones,
capaces de arrostrar del Oceano
los misterios horrísonos, ansiosos
de empresas adecuadas a sus bríos.

Y escucha Dios la férvida plegaria,
que ante el Pilar eleva de María
el vástago mayor del Zebedeo.
Y el arcano del piélago profundo
se rasga, cual del templo Salomónico
el velo ritual, ante las proras
de las augustas naves de Castilla.
Y de la Cruz con el divino emblema,
santifican católicos ministros
vírgenes bosques y cencidas cumbres.
El indio, que las aras de sus dioses
falsos regaba sin cesar con sangre
de su hermano infeliz, y ciegamente
saciaba sus inversos apetitos,
o exhausto de prolíficos rebaños,
sus festines con vísceras humanas
regalaba, cual Lúculo sus ágapes
con raras aves y sabrosos peces,
llega a adorar el sacrosanto Leño,
cuya excelsa virtud en su alma encuentra
eco, por gracia del tesón sublime
de Gante y del humilde Motolinía.
De Jesucristo el Verbo luminoso
recogen los hispánicos Licurgos
en código eternal. ¡Así los rayos
del sol se enfocan en ustorio espejo!
Y la princesa azteca con el prócer,
que al pecho ostenta la purpúrea espada
del hespérico apóstol, parte el tálamo
al fulgor de la antorcha de Himeneo.

El silencio quebranta de los tórridos
valles el silbo de las cañas dulces;
esmaltan la extensión de las llanuras
olivos verdes y dorados trigos;
y del maguey en los silvestres gladios
se cardan de la oveja los tusones;
y el rico humor, que del moral segrega
el industrioso huésped, asegura
el lucro de naciente alcaicería.
La cabra trisca en el peñasco abrupto,
el toro dócil, la testuz armada
somete del arado a la coyunda,
y el rápido corcel que, ante los ojos
del indígena, fué sumiso al freno
del jinete español, veloz centauro
la curva airosa de su lomo brinda
a los muslos broncíneos del cacique
feroz, guarnido de carcaj repleto
y engalanado por vistosas plumas.

Desde el jardín, en floración constante,
que sojuzgó la aventurera espada
de Ponce de León, hasta el estéril
pico que dobla Sebastián Elcano,
persiguiendo el periplo del planeta,
triunfa el genio español.
Doquier culmina
su pura fe, sellada en los ecúleos
por generosos mártires sin cuento.
Y se transforman en honestas greyes
las que antes fueron degradadas hordas;
y suenan himnos al Señor, cantados
en la solemne lengua castellana.
Y del órgano vibran los acentos
en los arcos de pétreas catedrales,
cuyas torres y cúpulas se yerguen,
ora en barrancos del azul Ajusco,
ora del Ande en los ciclópeos flancos.

Hoy estos pueblos jóvenes ostentan,
madre España, tu misma ejecutoria
y en el palenque universal levantan
el invicto pendón que tú les diste;
y de Mercurio en el estadio aspiran
a conquistar el galardón, y pueden
ceñir ya las guirnaldas de Minerva.
Mas si Mavorte, de atizar cansado
el fuego de vernáculas discordias,
sus asuntos fatídicos un día
osa lanzar contra las hijas nobles
del hispano solar, ellas, que sienten
por las venas correr sangre de Sotos
y Solís y Valdivias y Alvarados,
laureles segarán, con sus proezas
fatigando la trompa de la Fama.
¡Y el estruendo marcial, como epinicio,
oiráse de Cantabria en los peñones
y de Castilla en los austeros fundos
y en el gayo vergel de Andalucía!

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A bordo del «Reina María Cristina».[1]

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Bienhaya el generoso pensamiento
de celebrar improvisada fiesta
en pro de institución, al salvamento
de los posibles náufragos dispuesta.

Que debemos nosotros, entregados
al azar de las olas de los mares,
prevenir los designios de los hados
de futuras borrascas tutelares.

Cada cual al festejo contribuya
con los propios talentos y aptitudes,
y, en tan propicia circunstancia, suya
quiera hacer la mayor de las virtudes.

¡La santa caridad, de los rigores
de las edades bárbaras sepelio!
La flor más perfumada de las flores
¡que esmaltan el vergel del Evangelio!

Emitan voces ágiles su cántico
y exhale la guitarra su elegía,
para rizar las aguas del Atlántico
con acordes corrientes de armonía.

De la nave apresuren la derrota
y alegren el humor de la asistencia
los valientes compases de la jota
que del crótalo exigen la cadencia.

Los sones apacibles de la lira
y el grave ritmo del hispano verbo,
del ponto aplaquen la versátil ira
y de sus ondas el sabor acerbo.

Y plegue a Dios, en premio de la ofrenda
que le hacemos del mar en la bonanza,
de nuestras vidas alumbrar la senda
con el claro fanal de la esperanza.

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Vasco Núñez de Balboa.

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En región de bermejos encinares,
que amargo fruto dan y útil corteza,
tuvo sus nobles, aunque humildes lares,
el capitán de insólita entereza
que, despreciando riesgos de los mares
y en pugna con atroz naturaleza,
plantó de ignoto piélago en la orilla
los regios estandartes de Castilla.

Color moreno, penetrantes ojos,
sonrisa al par afable y desdeñosa,
talante delator de los antojos
de mando que su espíritu rebosa,
la mirada perdida en los rastrojos,
de la tarde a la luz caliginosa,
soñando gloria y libertad traspasa
Vasco las puertas de su vieja casa.

Deslucido el velludo del tabardo
y oxidados los pinchos de la espuela,
su incierto porvenir confía al tardo
velamen de arriscada carabela.
Y cual si fuese mísero bastardo
que perdió la esperanza de la hijuela,
va del azar a resistir el choque
sin más amparo que el paterno estoque.

Mente fecunda, voluntad forjada
de inopia juvenil por el martillo,
con el alegre humor del camarada,
limando la aspereza, el caudillo,
por riscos trepa, por pantanos nada,
descarga el arcabuz, mella el cuchillo,
templa la sed en ponzoñosas fuentes,
desenrosca del cuerpo las serpientes.

Pernocta del peñasco en las laderas
socavadas por lóbregos cubiles,
duerme arrullado por rugir de fieras,
despiértase mordido por reptiles.
Páramos, ríos, bosques, cordilleras
encuentra al paso de su hueste hostiles,
y cava a sus secuaces sepultura
en el fango de fétida espesura.

A la vera de ciénagas ingratas,
en círculos agrupa los corceles
que llevan, por horrendas caminatas,
carcomidos los cascos y las pieles.
Elude atronadoras cataratas,
se arrebuja en infectos arambeles,
sacia el hambre con ásperas raíces,
lava en turbio paúl las cicatrices.

Veloz corrige, porque el cielo quiso
predestinarle a tan heroica empresa,
los avarientos cálculos de Enciso
y el horóscopo aciago de Nicuesa.
Y al sufrir duro y al mandar conciso,
raudo en la lid y cauto en la sorpresa,
dilata sin cesar sus horizontes
hendiendo rocas y talando montes.

El pie seguro, el ánimo sereno,
la noche alerta y avanzando el día,
en el alma la fe del Nazareno
y en los labios el nombre de María,
pone a desmayos de su gente el freno,
como bronce tenaz, de su energía,
porque halague sus tímpanos sonoro
raudal que mana la salud y el oro.

Ilusorio raudal, de boca en boca
sugerido por cien generaciones,
que a temerarios éxodos provoca
a tropeles de hispánicos leones.
Mentida fuente cuya linfa toca
de oro y zafir miríficos filones,
acicate de Alcides y Perseos
en Europa abrumados de trofeos.

Mas Dios no quiso el gigantesco alarde
castigar con la pena del fracaso:
quiso que el mundo para siempre guarde
la memoria de España en el ocaso.
Y fué de Otoño en apacible tarde
cuando, ya lento y vacilante el paso,
vió Vasco al sol, desde difícil cumbre,
en incógnito mar hundir su lumbre.

Inmenso y virgen mar que los volcanes
de las niponas ínsulas rodea,
y el edén reservado a Magallanes
con brisas salutíferas orea,
y alaba eternamente a los titanes
que escribieron la hispánica odisea
sojuzgando borrascas y bajíos
con la quilla inmortal de sus navíos.

Al mirar el soberbio panorama,
del camino olvidando los abrojos,
del héroe el fuerte corazón se inflama,
y con sublime fe, puesto de hinojos,
a la Patria y al Rey férvido aclama,
al cielo alzando los suspensos ojos.
¡Que a la gracia de Dios, y no a su aliento,
atribuye el magnífico portento!

Apenas viste la naciente aurora
la lontananza con sus velos blancos,
se apercibe la hueste redentora
a descender del monte por los flancos.
Rugiente fauna y enervante flora
sorprende en matorrales y barrancos,
y pone el pie sobre la móvil raya
que dibujan las olas en la playa.

Y cuando, nuncio de la noche oscura,
surge el lucero de la tarde, Vasco,
ciñendo al torso hercúleo la armadura
y a la frente capaz el férreo casco,
audaz tremola con su mano dura,
que en la infancia abatió más de un carrasco,
de Castilla el pendón, y entra hasta el pecho,
del nuevo mar en el profundo lecho.

Y ofrece, el nombre de las tres Personas
de la Divina Trinidad lanzando
al monstruo azul que las diversas zonas
del orbe surca con murmurio blando,
su espléndida invención a las coronas
fundidas en la sien de San Fernando,
y adorno entonces de infeliz Princesa,
de mal de amores y de celos presa.

Dad la gloria, Señor, al denodado
capitán que en sus épocas precarias,
perfidias y vejámenes del hado
conjuró a cintarazos y plegarias:
y de Acla en el patíbulo inmolado
por la cobarde envidia de Pedrarias,
legó a los siglos venideros nombre
que vivirá mientras que viva un hombre.

Dadle también que pueda, sobre ingente
peñón del Istmo por Mercurio roto,
ver su efigie copiada en la corriente
que une los mares de Valdivia y Soto:
y a los jóvenes pueblos de Occidente
hacer delante de su imagen voto
de sembrar de la América en las proles
el amor a los fastos españoles.

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Fernando Cortés.

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Retrato.

Talla corta, tez quebrada
por las auras matutinas
de la sierra;
ancho el pecho, y la mirada
del color de las encinas
de su tierra.

En las armas asaz ducho,
de la coima en los placeres
arriesgado;
vano poco, grave mucho,
dadivoso y a mujeres
siempre dado.

Con la espada mantenía,
mas que fuese incierta y poca,
su razón;
y en los pleitos que ponía
era firme como roca
su tesón.

Duro en pasar sed y hambre,
en la estrechez y en la priesa
del lidiar;
en la paz daba a un enjambre
de hijodalgos a su mesa
de yantar.

Amaba en casa el reposo,
y en la ajena desafueros
de pasión;
siendo atrevido y celoso
a la par. ¡De putañeros
condición!

De su abundancia costumbre
con tanta mesura hizo
e hidalguía,
que ni daba pesadumbre
ni alarde de advenedizo
parecía.

Todos los años tomar
para limosnas usaba
mil ducados;
y decía, al se empeñar,
que el interés rescataba
sus pecados.

Con los indios fué clemente,
y sus justicias con saña
no manchó.
¡Dios haya al hombre valiente,
que a España una nueva España
regaló!

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Hernán Cortés.

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Elogio.

Las águilas bicípites tendieron
por todo el orbe las potentes alas,
y a los pueblos de Europa estremecieron
al plaustro uncidas de la invicta Palas.

Las barras de Aragón y los leones
de los concordes reinos de Castilla,
saturaron de fe los corazones
de arriscados pilotos en Sevilla.

Y los de Austria acoplando a sus cuarteles,
el de España inmortal límpido escudo,
sobre ritos innúmeros de infieles
bajo el tórrido sol erguirse pudo.

En el Vésper dormita un hemisferio
que de tribus disímbolas se puebla,
a la sombra enervante de un misterio
más insondable que del mar la niebla.

Entre el hervor del piélago antillano,
que del suevo Colón surcó la proa,
y la llanura azul del Oceano
descubierto por Núñez de Balboa,

elévanse gigantes cordilleras
y se dilatan abundantes fundos,
agreste asilo de iracundas fieras,
lecho nupcial de gérmenes fecundos.

Allí turba heteróclita se mueve
que, a impulso de antagónicos afanes,
de sangre mancha la impoluta nieve
de las cumbres de espléndidos volcanes.

Y adorando a los ídolos marmóreos,
atisbo de otros cultos milenarios,
acompaña con gritos estentóreos
nefandas fiestas y suplicios varios.

Desnudo el tórax, el mirar astuto
y de plumas ornada la cabeza,
a la carne mortal rinde tributo
broncínea raza de servil rudeza.

Y esclava de rencores inconexos,
a la razón suplanta con la ira
e invierte los instintos de los sexos
y alimenta de impúberes la pira.

Al culminar la bárbara hecatombe
que devasta fructíferos jardines,
se escucha de unas cajas el rimbombe
y el épico clangor de unos clarines.

Anuncio son de mílites apuestos,
ayer curtidos por mistral de Galia,
o de las tropas indomables restos,
que a Gonzalo siguieron por Italia.

O terror de los moros alquiceles,
que, ceñida la sien de verdes lauros,
cabalgan en sus béticos corceles
como tropel de míticos centauros.

Y aunque veloces como el rayo bajen
del monte arisco a los sembrados predios,
freno será de su furor la imagen
de la Virgen marcial de los Remedios.

La que en arzón de potro jerezano,
templó quizá la cólera española
a la orilla del turbio Garellano
y en la tarde feliz de Ceriñola.

¿Quién con el eco de su voz aterra
a aquel vestigio de invencible tercio,
que parece llegar, no en son de guerra,
sino a abrir las corrientes del comercio?

Es Fernando Cortés, es el bizarro
mozo que en lid contra implacable inopia,
siente bullir la sangre de Pizarro
en el torrente de la sangre propia.

Aplacan la ambición de aventurero,
que es aguijón de su robusta mano,
su honor de irreprochable caballero
y su firme esperanza de cristiano.

Si de prudencia singular provisto
sus pasiones a veces disimula,
también derroca por amor de Cristo
los toscos simulacros de Cholula.

Y si ejercita de la ley la espada
en las amigas y contrarias huestes,
a confesar sus culpas se anonada
también de hinojos ante humildes prestes.

Y, al ver su ingenua devoción sencilla,
logra que el pueblo idólatra se asombre,
porque tan dócil ante Dios se humilla
quien no se postra ante el poder del hombre.

Honor al héroe que el pesar resiste
sin desmayo ante el borde de la tumba,
y las tinieblas de la noche triste
a tiros de arcabuz rasga en Otumba.

Gloria al caudillo de vigor extraño
que nunca arrestos ni arrogancia sufre,
y estimula el esfuerzo de Montaño
para arrancar del cráter el azufre.

Y sabe amar hasta el postrer extremo
la fértil tierra que donó al de Habsburgo,
do fué al par Alejandro y Triptolemo,
espontáneo Solón y hábil Licurgo.

Paz al titán que tras contienda seria
en que impone la férrea disciplina,
con los alientos próceres de Hesperia
fecunda las entrañas de Marina.

Y al iniciar las combinadas proles
en hoscas sierras y en risueños llanos,
hace latir los pechos españoles
al compás de los pechos mejicanos.

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Pedro de Alvarado.

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Aqueste rubio hidalgo con músculos de Alcides,
nació en lugar recóndito de montaraz comarca,
tan pobre en manantiales cual rica en adalides,
cuyo tesón sin límites el universo abarca.

Esta región, sembrada de oscuros encinares,
de míseros villorrios, de fértiles dehesas,
muy cerca de los montes, más lejos de los mares,
templó a sus hijos para marítimas empresas.

Del Anahuac el héroe, el pertinaz Pizarro,
el incansable Soto, el ágil Orellana,
tal vez en sus abriles, al pie de algún chaparro,
soñaron con la virgen región americana.

Tal vez el mental vuelo alzando hasta la cumbre
que otea de sus campos los horizontes grandes,
del mismo sol que veían doradas por la lumbre,
vieron brillar las cimas nevadas de los Andes.

Llevó el azar a Méjico a Pedro de Alvarado,
sin mancha en el escudo, sin blanca en la escarcela,
con puño que no ignora la esteva del arado,
con brazo que domina la espada y la rodela.

Con una pobre y negra ropilla acuchillada,
más que por ricas fonas por sórdidos jirones;
con un puñal mellado, con una buena espada,
con un vetusto casco que antaño lució airones.

Un hacendado y viejo Comendador, su tío,
al ver de su indumento el humillante estrago,
le dió, como limosna, ya a bordo del navio,
ropilla que ostentaba la cruz de Santiago.

Y el que su misma inopia armaba caballero
para arrostrar impávido peligros y contiendas,
por los arranques nobles del corazón entero,
hacerse sabrá digno de juros y encomiendas.

Parar las estocadas, cargar los arcabuces,
serán solaces propios del que en sus años tiernos
doblaba de los toros salvajes las testuces
con las hercúleas manos asidas de los cuernos.

Y del corcel al lomo que rechazó las sillas,
con los potentes muslos para trotar se agarra,
o ensancha los pulmones, dilata las costillas
en las fatigas tónicas del juego de la barra.

Las mejicanas sierras en las ciclópeas moles,
los mejicanos ríos en la feraz corriente,
sintieron sus indómitos arrestos españoles,
supieron sus licencias de audaz adolescente.

Sin que el metal impida de la marcial coraza
que del amor el dardo su carne flaca pinche,
con las aztecas núbiles sus ímpetus solaza
mientras comparte el tálamo Cortés con la Malinche.

Galán de sangre cálida, acude a índicos bailes;
católico sincero, asiste a ritos sacros,
se postra ante las plantas de los mendigos frailes,
derriba con la clava grotescos simulacros.

Para la lid sangrienta alistase el primero,
de Venus los umbrales antes que nadie pisa,
y gana tanta tierra al golpe de su acero
como femíneas almas el eco de su risa.

Y aquella triste noche que a poco empaña el lustre
del estandarte invicto de las hispanas gentes,
saltó el canal más ancho de la ciudad lacustre
la lanza por garrocha, y armado hasta los dientes.

Si obedecer le toca, su vida juega, y cuando
como un torrente rápido irrumpe en Guatemala,
desbordan el coraje las voces de su mando,
y cual blandió el estoque, empuña la bengala.

El ansia de laureles que el ánimo le azuza
no admite que sus huestes estén un punto quietas,
y al empeñarlas terco en ardua escaramuza,
el polvo muerde, el pecho punzado de saetas.

Los ojos turbios, pálido el rostro por la herida,
no deja que una mano amiga se la sonde,
y así, con un cristiano desprecio de la vida,
al desconsuelo estéril de su legión responde:

«La herida de mi cuerpo no importa que se agrave:
la herida que me aflige la tengo en la conciencia;
llevadme, hermanos míos, llevadme a do la lave
con bálsamo incorrupto de santa penitencia».

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Francisco Pizarro.

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Bebió hasta el fondo el cáliz de amargura,
mudo y paciente en sus primeros años,
y en el campo feraz de Extremadura
apacentó pacíficos rebaños.

Enterrando domésticos pesares
en los ejidos de paternos fundos,
entregóse al capricho de los mares
para explorar los inventados mundos.

Y aunque fué tan indocto que tenía
la señal de la cruz por firma sola,
él con la enseña de la cruz sabía
prolongar la Península española.

Del bastardo el emblema en los cuarteles
del centenario paternal escudo,
con lozanas coronas de laureles
borró el arranque de su brazo rudo.

Y alentado por épicos arrobos
ante la vista del siniestro casco
de su viejo blasón, do rampan lobos
por la áspera corteza de un carrasco,

del sol terrible de la ardiente zona
sintiendo apenas en su tez la traza,
cambiar no quiere por la endeble lona
la veste de metal de la coraza.

De su inflexible voluntad el hierro
opone al fallo de la adversa suerte
cuando burlando va de cerro en cerro
las torvas asechanzas de la muerte.

Si su genio jamás los atributos
acicalaron de Amadís de Gaula,
porque sólo lecciones de los brutos
escuchó de los montes en el aula,

jamás tampoco su radiante estrella
empañan nubes de soberbia impía,
porque guarda en su espíritu la huella
de luz de la Sagrada Eucaristía.

Ni al vil dogal de la ambición sujeto
cuando promulga a sus antojos leyes,
olvidase versátil del respeto
debido al solio de sus altos Reyes.

Ni apagar logran sus alientos grandes
jaguar astuto ni feroz caníbal
al escalar las crestas de los Andes,
digno rival del ímpetu de Aníbal.

Sin que le arredre el vendaval que curte
la hirsuta piel de horribles alimañas,
con el ojo avizor arrostra el lurte
desprendido de gélidas montañas.

Baja después por enroscadas sendas
y sobre horrendos precipicios brinca
hasta otear las ondulantes tiendas
de las haces innúmeras del Inca.

No cuenta, no, los adversarios. Sólo
mide del propio corazón el brío
y en el cauce del índico Pactolo
del hispano valor desata el río.

Y el son procaz de la robusta trompa
y el golpe seco del tambor por norte,
cual líbico león, sobre la pompa
lánzase audaz de la solemne Corte.

Caciques mil y príncipes soberbios
con sangre crisman las ornadas testas
y yacen rotos los tirantes nervios
que templaron las rápidas ballestas.

Y el Sol, que adora la vencida gente,
asombrado en mitad del horizonte,
lanza también sus dardos a la frente
de la nueva deidad que abortó el Monte.

Y la Cesárea Majestad, pasmada
ante un Mavorte que tan alto vuela,
le adorna el pecho con la roja espada
del Apóstol marcial de Compostela.

Y él, con la cruz sobre el ropón negruzco,
lidiando sigue de barranco en cima,
desde los nidos de condor del Cuzco
hasta el risueño litoral de Lima.

Gloria al varón, de impavidez portento,
que se apercibe al épico milagro
pactando ante el Divino Sacramento
paces con Luque y el falaz Almagro.

Hosanna al seductor de muchedumbres
que el corazón irreductible siente
latir con ritmo incólume en las cumbres
de los Alpes del Nuevo Continente.

Honor al héroe que de mil rapsodas
fatigara la voz con sus ejemplos
y arrasa monolíticas pagodas
para erigir a Jesucristo templos.

Himnos a aquel que, de su fértil vida
en el ocaso, a la traición resiste
y contra soldadesca enfurecida,
en su derecho atrincherado, embiste.

Y a mercenarios séquitos compactos
a raya tiene con el brazo mismo
que despuntó las frámeas de los cactos
y retó a las negruras del abismo.

Y cubre de cadáveres las losas
de la indefensa virreinal estancia,
y sabe con paradas prodigiosas
desconcertar la juvenil jactancia.

Hasta que ya la resistencia extinta,
en su herida mortal templando el dedo,
la cruz prefiere que en el suelo pinta
a la cruz de su estoque de Toledo.

Y sordo ante el sacrílego anatema
que el vencedor le vierte en el oído,
besa tres veces el sangriento emblema
y rinde a Dios el alma arrepentido.

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A Don Vasco de Quiroga.

Primer Obispo de Michoacan.

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I
 
Este Pastor, de sus ovejas gozo,
al mundo vino en la almenada villa
donde lanzara su primer sollozo
la Católica Reina de Castilla.
Y revistiendo, al apuntarle el bozo,
negra garnacha y cándida golilla,
equilibró con ejemplar templanza,
de Némesis adusta la balanza.


II
 
A las lides marciales las provectas
disciplinas prefiere de la Curia,
y templa su razón contra las sectas
que abortan el orgullo y la lujuria;
e intérprete sagaz de las Pandectas,
apaga con sus máximas la furia
de la ciega pasión, y alza al Derecho
un altar en el fondo de su pecho.


III
 
Jamás, huyendo de la docta escuela,
en sórdido burdel mancha la loba,
ni en despojar de blanca la escarcela
invierte el tiempo que a los folios roba.
Y si pasa tal vez la noche en vela
al pie de algún balcón y amores trova,
efluvios son no más de su alma pura
con que riega la flor de la hermosura.


IV
 
Por raza hidalgo, apóstol por instinto,
de probidad y de tesón portento,
la espada de Sahagún puesta en el cinto
y en la gloria de Dios el pensamiento,
solicítale el César Carlos Quinto,
y le buscan filósofos de Trento;
mas él renuncia marcesibles palmas
y va a ganar para los Cielos almas.


V
 
Dorar no quiere su blasón Don Vasco,
ni al dirigir al Véspero la proa,
ajusta malla, ni se ciñe el casco,
como en el golfo de Darien, Balboa.
Y, al descender hasta el feroz tarasco,
más las verdades que propugna loa,
que, al restallar de estoques y broqueles,
varones ambiciosos de laureles.


VI
 
De Hernán Cortés y de Guzmán dirime
con inflexible aplomo la querella,
y sólo de la Ley el gladio esgrime
cuando los labios contendientes sella.
Y, al hablar docto y al callar sublime,
deja doquier de su virtud la huella,
sensible del herido a los clamores,
severo con los rudos agresores.


VII
 
La santa caridad que le devora
le hace ver en los pobres sus iguales,
cuando erige la insignia redentora
de la cruz en hospicios y hospitales;
por consolar al párvulo que llora,
del indigente por curar los males,
levantando en el páramo cencido
columnas vencedoras del olvido.


VIII
 
Fieras hordas en cívicos estoles
trueca su dulce abnegación cristiana,
e instaura iglesias do se yerguen moles
enrojecidas por la sangre humana.
Y escuchan sus oídos españoles
a indios rezar en lengua castellana,
del Huerto la Oración que al cielo guía,
y el saludo del Ángel a María.


IX
 
Del indígena el ánimo tardío
apresura del aula en el ambiente,
y los terribles ímpetus del río
evade con los arcos de la puente.
Do creció la cicuta del hastío,
de la esperanza arroja la simiente,
y predica a su grey, más que en el templo,
con la muda eficacia del ejemplo.


X
 
Agricultor, el plátano fragante
planta a la vera de la espiga rubia,
y acostumbra los frutos de Levante
a menos débil y frecuente lluvia.
Artífice, del horno crepitante,
isócrono telar y sorda gubia
descubre el uso a manos inexpertas,
ayer, del sol a los halagos, muertas.


XI
 
Y es del tronco español lozano brote
que en fuerza vence al invencible Cabo
del Tercio, confusión del hugonote
y dique a las codicias de Gustavo,
que es de la Armada de Selim azote,
y hace del solio de Isabel esclavo
al pirata del piélago argelino
y al petulante alumno de Calvino.


XII
 
Y es soldado en la hueste reclutada
por los solares de la Patria mía,
que, al empuñar el báculo o la espada,
con la prudencia hermana la energía.
Y de la cumbre del volcán nevada,
al llano azul de tropical bahía,
de Jesús las palabras confortantes
va enseñando en la lengua de Cervantes.


XIII
 
Sublime verbo que nació en los fundos
del generoso corazón de España
para extenderse por ignotos mundos
salvando el mar y el llano y la montaña,
y ennoblecer con gérmenes fecundos,
a lomos del Pegaso de la Hazaña,
el tálamo nupcial de cien naciones
que eternamente emitirán sus sones.

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Fray Pedro de Gante.

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I
 
Este que opone plácido semblante
del tarasco feroz al rostro arisco
y, salvando la ciénaga y el risco,
por varga virginal sigue adelante,

se llama, en religión, Pedro de Gante,
y, dócil al dogal de San Francisco,
ovejas, de Jesús para el aprisco,
busca a occidente de la mar de Atlante.

Del lacio con las letras y las tildes
fijará de los indios más humildes
el verbal y confuso pensamiento.

¡Y hará, merced a sus modestas listas,
para la eterna Patria más conquistas
que todos los exégetas de Trento!


II
 
La ardiente caridad será su lumbre;
la esperanza, el fanal de su conciencia,
y la fe en la insondable Providencia,
su bálsamo en la amarga pesadumbre.

Luchará contra bárbara costumbre
armado del broquel de la paciencia
y, por bordón la santa penitencia,
dominará de la virtud la cumbre.

Florecerán los frutos, en sus labios,
del Evangelio en el vergel nacidos
para endulzar con el perdón agravios.

¡Y abolirá, del Trópico en la calma,
la torpe esclavitud de los sentidos
por la divina libertad del alma!


III
 
¡Gloria a ti, milagroso pordiosero,
que en rosa cambias el silvestre cardo,
al dar al siervo del placer bastardo
la obediente pureza del cordero;

y más cautivas al azteca fiero
con los jirones de tu traje pardo,
que Cortés con las martas del tabardo
o con las limpias luces del acero!

¡Gloria a ti, apóstol de la Nueva España,
que, del amor sembrando la simiente
en fértil vega y en atroz montaña,

más que raudo corcel o lenta quilla,
propagas por los pueblos de Occidente
la redentora lengua de Castilla!

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El Padre Motolinía.

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Cortan con fúnebres alas
el viento los zopilotes;
lucen lerdos guajalotes
sus negras y rojas galas;
salen cobrizas zagalas,
que aún ignoran las ovejas,
de humildes chozas bermejas
perdidas en frondas ralas.

Los miserables poblados,
ajenos a urbanas leyes,
están de agudos magüeyes
y verdes milpas cercados.
Rostros por el sol quemados
asoman en chozas ruines
y vuelan los chapulines
por los agrestes vallados.

La opulenta lontananza
limita como corte brusco
la mole azul del Ajusco,
del caminante esperanza:
y, a medida que se avanza,
surgen cañadas y alcores
y medran silvestres flores
en la apacible templanza.

Cierta mañana de Enero,
al primer rayo del sol,
un religioso español
sube por agrio sendero.
Endulza su rostro austero
boca rasgada y risueña,
viste sayal de estameña,
calza sandalias de cuero.

Vió en un lugar castellano
del sol la primera luz,
y el santo amor de la Cruz
le subyugó tan temprano,
que el cuerpo arrogante y sano
negó precoz al placer
de la carne, para ser
de los mendigos hermano.

Su generosa humildad
y su absoluta obediencia
le iluminan la conciencia,
le forjan la voluntad:
y a difundir la verdad
le arrastran al mar de Atlante,
sin otro faro delante
que la santa Caridad.

El que hollando diligente
va del monte la retama,
en las Castillas se llama
Toribio de Benavente.
Y al mirar la indiana gente
el traje que e atavía,
prorrumpe: «Motolinía»,
entre procaz e indulgente.

Y por la ruta, penosa
al fácil pie de una cabra,
oye la misma palabra
cuando en su marcha reposa;
voz denigrante o jocosa
que le va hiriendo el oído
doquier, y cuyo sentido
preguntar apenas osa.

Alzando al fin la cabeza,
al mocetón que le guía
dice: «¿Qué es motolinía?»
y él le responde: «Pobreza».
Ufano de su bajeza
levanta entonces los ojos
al cielo azul, y de hinojos
ferviente plegaria reza.

Y a la muchedumbre unida
en torno de su persona,
burlas e insultos perdona
con alma de amor herida.
Y, por la gracia transida
la soberbia, prez del hombre,
solemne exclama: «Ese nombre
llevaré toda mi vida».

Noble dechado de amor
y sacrificios oscuros
a cuyos acentos puros
se arrepiente el pecador:
sólo pueden el valor
ensalzar de tus virtudes
los seráficos laúdes
que complacen al Señor.

De tus sencillas lecciones,
ricas en tropos agrarios,
los rurales campanarios
evocan las emociones;
y más que los varios dones,
de feraz naturaleza
enriquecen la pobreza
de los indios corazones.

No lograron entibiar
tu celo ardiente los años
y ni un punto tus rebaños
eludiste apacentar.
¡Y dejaste, al acabar
esta vida, a tu afán poca,
un elogio en cada boca
y en cada pecho un altar!

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El Venerable Palafox.

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Infolios que dormís en los estantes
de cedro de esta insigne biblioteca
y fuisteis sabios consejeros antes
de la familia hispánica y azteca:

Reconcentrad en las marchitas hojas,
de vuestros padres los hercúleos bríos,
y, a disipar desmayos y congojas
de la moderna juventud, abríos.

Desenterrad los múltiples caudales
de vuestra varia y eficaz doctrina,
para verter sus límpidos raudales
como las fuentes agua cristalina.

Y así el nombre a discípulos noveles
enseñaréis del caballero hispano
que os supo atesorar, como joyeles
del ingenio español, con fácil mano.

Del varón cuyo aliento sintetiza
un pueblo ilustre que ilustrando goza;
y, aunque bastardo, en el blasón de Ariza
intercala los timbres de Mendoza.

Infatigable defensor del pobre,
cuando pompas efímeras rechaza,
del indio ve bajo la piel de cobre
latir virtudes de su propia raza.

Y si edictos tiránicos deroga
y pragmáticas útiles arbitra,
acrecienta el prestigio de la toga
y los sacros fulgores de la mitra.

Estudiando en monástico aposento
aventuras de nómadas mongoles,
el fruto de su afán esparce al viento
en rotundos períodos españoles.

O relata con péñola vibrante
la rota del francés, en la frontera
de las campiñas eústkaras, delante
de los tercios de Enríquez de Cabrera.

Y resiste a las huestes de Loyola
con inflexible convicción honrada,
acreditando, sin manchar la estola,
sus aptitudes para usar la espada.

La vista apacentad, generaciones
contemporáneas al pasado fieles,
a través de estos sólidos balcones,
del próximo jardín en los laureles.

Y si al romper las escolares filas
la sien orláis con su ramaje oscuro,
elevad, elevad vuestras pupilas
al retrato que cuelga de este muro.

Y deponed las bulas de Minerva
a los pies de la efigie del Prelado
que en el docto recinto se conserva
por él en Angelópolis fundado.

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Don Juan Ruiz de Alarcón.

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Ganar amigos, desdeñar honores,
defender la verdad y la cautela
son los principios de su pulcra escuela
reflejos de recónditos dolores.

El numen de Anahuac liba en las flores
y de la mar sobre las ondas vuela,
en alas del romance y la espinela,
al ilustre solar de sus mayores.

Y allí propala, de su sangre ufano,
las virtudes del pueblo castellano
que despiertan la envidia y el respeto:

Y del laurel las codiciadas hojas
disputa a Tirso, Calderón y Rojas,
al fértil Lope y al sutil Moreto.

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Sor Juana Inés de la Cruz.

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Argumentos sutiles esta monja
aventura, la péñola en la mano,
que repite después algún indiano,
de San Felipe al recorrer la lonja.

Y ya razone mundanal lisonja,
ya de místico amor sonde el arcano,
su musa es hoz que en el vergel pagano
de Apolo siega la mejor toronja.

Décima Musa de la Nueva España,
entre volcán y gélida montaña
engendrada en insólito paisaje:

¡Gloria a ti, de tu siglo maravilla,
que ilustras en el habla de Castilla
los vascos timbres del blasón de Asbage!

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Bernal Díaz del Castillo.

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Este fiel cronista, este hombre de guerra,
cuya indocta péñola parece una rama
de agreste romero o arisca retama
de alcor perfumado por aire de sierra:
por aire de sierra de hispánica tierra,
que al niño más débil convierte en gigante,
da fuerza a los puños, nobleza al talante
y viles pasiones del alma destierra.

Este audaz soldado que el brazo ejercita,
los ojos aguza, sojuzga los nervios,
en lid contra aztecas caciques soberbios
que en hondos abismos Cortés precipita;
los grandes portentos que ve no recita,
sino en prosa narra, que escribe despacio
sin reminiscencias del arte de Horacio
ni de los preceptos del Estagirita.

Familiarizado con el dios bifronte,
contemplando ecuánime reveses y hazañas,
se abrasa en secanos, confórtase en brañas
y ve, a cada aurora, un nuevo horizonte.
Y amistad con Clio trabando en el monte,
después los recuerdos ordena en el soto
que, escritos, haránle rival de Herodoto
y tan fidedigno como Jenofonte.

El concepto justo, la emoción lozana,
imparcial el fallo, comedido el tono,
sus relatos, limpios de envidia y de encono,
tienen la pureza de una azul mañana.
Y diáfanos fluyen cual de una fontana
la linfa en arroyos por el verde otero,
y están impregnados de olor de romero,
color de amapola, sabor de manzana.

Su fresca memoria ni olvida ni miente;
la rudeza misma de sus expresiones
sabe apoderarse de los corazones
cual jamás lograra discurso elocuente.
A fuer de labriego, dice lo que siente:
a fuer de hijodalgo, siente lo que dice,
sin que en sus comentos jamás se deslice
ni baja lisonja ni insulto estridente.

Su péñola cuenta lo que hizo el acero
por bosques y ciénagas tenaz peregrino,
con el desengaño de un buen campesino,
con el desenfado de un buen caballero.
Y, cabeza firme, corazón entero,
en armas diserto y en letras profano,
el vigor del mílite, la fe del cristiano
sazona con chanzas del aventurero.

Bienhaya este hidalgo que, sagaz la vista,
prodigioso el tacto y alerta el oído,
por la sabia industria de Cadmo, ha sabido
de la Nueva España fijar la conquista.
¡Gloria al buen soldado, honor al cronista
que los españoles fastos interpreta
con las desnudeces de un anacoreta
y las certidumbres de un evangelista!

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La Catedral de Méjico.

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I
 
Soberbia Catedral que alzas al cielo
tus torres, fenecidas por campanas
también de mármol, como dos hermanas
gemelas juntas por el mismo anhelo.

A mi angustiado corazón consuelo
da la castiza devoción que manas
de tus altos lunetos y ventanas,
como un olor de mi nativo suelo.

Catedral hermosísima, ¡no sabes,
al discurrir por tus solemnes naves,
cómo se agranda mi español orgullo

oyendo el salmo y el responso triste
que tú de mis abuelos aprendiste
de esos órganos mismos al arrullo!


II
 
No es la luz en tus bóvedas exigua,
como suele en los templos ojivales,
cuya sombra a los déspotas feudales
en lóbregos rincones atestigua.

Y, sin la estéril sencillez ambigua
de los cultos heréticos, raudales
de luz quebrada en cándidos cristales
regalas a la Virgen de la Antigua.

A la hispalense imagen de María,
que es brújula y broquel, defensa y guía
de todos los hispanos argonautas:

Y que escucha con rostro placentero
las canciones que el órgano severo
al aire da por sus enormes flautas.


III
 
Agusta Catedral: tus santos muros,
que del error afligen los ultrajes,
a los más antagónicos linajes
ofrecen puertos de salud seguros.

La virgen de ojos lánguidos y oscuros,
de la mantilla envuelta en los encajes;
el indio de las ciénagas salvajes,
de tez de bronce y de contornos duros;

el grave anciano, el petulante mozo
que sangre virreinal siente en las venas,
y la mestiza oculta en el rebozo

o entre los pliegues fúnebres del manto,
¡vienen a ti para contar sus penas,
vienen a ti para enjugar su llanto!

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Ante el Cristo llamado de Carlos V,
que se venera en la Catedral de Méjico.

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I
 
Justiciero Jesús, que en sangre tinto
al pecador enseñas el costado,
en cruz a que los indios han labrado
con sus ingenuos corazones plinto.

Tú que templar el imperioso instinto
supiste de Cortés y de Alvarado,
y del vencido y vencedor soldado
clemente escuchas el clamor distinto,

mover dígnate el labio que tortuar
de la hiel y el vinagre la amargura
ofrecida al extremo de una caña,

para dictar a la cobriza gente
una canción de gratitud ferviente
a los desvelos de la madre España.


II
 
Yo esa canción improvisar no puedo,
aunque ni fe ni voluntad me falta,
porque a mi pobre corazón le asalta,
como al alado querubín, el miedo.

Tiembla la frágil péñola en mi dedo,
rebelde al numen que mi pecho exalta,
y quiébrase en mi mano, como salta
mal templado el estoque de Toledo.

Sólo mi humana condición consiente
que mudo adore tu inefable gloria,
alumbrando a tus pies cándido cirio,

¡yo que desciendo de la heroica gente
que al ganar el laurel de la victoria
no tembló ante la palma del martirio!

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Ante el retrato de una monja.

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¿Por qué esta virgen que adornada miro
con un vergel de tropicales flores,
ha adoptado esas tocas por mejores
que la cesárea púrpura de Tiro?

¿Por qué, si supo ayer más de un suspiro
arrancar a nocturnos trovadores,
o enloquecer a espléndidos señores
en fiestas del Palacio del Retiro,

hoy ya el cabello aurífero no peina,
que, al lado de su madre la Virreina,
mostraba, marco de su faz de rosa?

¡Porque Aquél de quien viene su hermosura
pasó por estos sotos con presura,
le dió la mano y la llamó su esposa!

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En la Pirámide de Cholula.

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Cuando a los campos dorada clámide
tejen los vivos rayos del sol,
va de Cholula por la Pirámide,
lento ascendiendo, rústico estol.

Son indias flácidas, son indios rudos
que de sus trajes la sordidez
sufren pacientes con pies desnudos,
lacios cabellos, cobriza tez.

Van dirigidos por dos ancianos,
de sus facciones, de su color,
que ellos respetan, porque a sus manos
desciende el cuerpo del Redentor.

Y, más felices que sus abuelos,
en sangre humana tintos no están,
porque lustrarlos plugo a los cielos
de vid con zumos y ácimo Pan.

Bajo las luces del meridiano
buscan los indios más clara luz,
buscan la herencia del héroe hispano,
de Jesucristo buscan la Cruz.

Divino Emblema que en fausto día
osó en la cúspide plantar Cortés,
cuando aboliendo la idolatría
alzó a la Virgen sobre el pavés.

Yérguese abajo sobre amarillas
mieses, que alternan con el maíz,
y salpicadas de florecillas
rojas simulan persa tapiz,

torres y dombos de una mayólica
que a fuego doran rayos del sol.
¡Eternos focos de fe católica!
¡Timbre del magno pueblo español!

¡Aula escondida de la sapiencia,
de ovejas mansas casto redil,
seguro asilo de la conciencia,
del Evangelio sólido atril!

Y cuando invitan las espadañas
del Santo Arcángel a la oración,
de España, madre de estas Españas,
siento latidos del corazón.

Madre sublime que sólo ansía
conquistar almas para el Edén,
y las simientes de su energía
arroja al trote del palafrén.

Madre de huestes acicaladas
en escameles de adversidad,
y que en las hojas de sus espadas
blanden la antorcha de la verdad.

Madre robusta de hombres honrados
que a hacer, apenas calla el clarín,
van con las rejas de sus arados
de cada yermo fértil jardín.

Y en balsas frágiles surcan los ríos,
aunque los cauces rompa el ciclón,
y escollos salvan, burlan bajíos
las manos puestas sobre el timón.

Tocad alegres, tocad campanas,
que en las canciones que balbucís
oigo las fuertes voces hispanas
de Bernal Díaz y de Solís.

Y en esta tierra doquier escucho
dejos hidalgos de mi solar,
y a ella la lengua me acerca mucho
más que me aparta de atlante el mar.

Y de sus himnos la melodía
es vaga y ágil evocación
de peteneras de Andalucía,
jotas del Ebro, Cinca y Jalón.

Zorcicos, fieles ecos de Euscaria,
sardanas sobrias del catalán,
y ayes galaicos, como plegaria
tiernos, de gaita de rabadán.

¡Que en estos campos, donde opulentos
trigos esmalta rojo ababol,
hasta las aguas, hasta los vientos
cuentan sus cuitas en español!

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Recuerdo virreinal.

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I
 
Esta llanura, que al Señor alaba
con sus varios y fértiles matices,
cuando las gestas de Cortés felices
era desierta e infecunda nava.

La tierra de estos campos ignoraba
de los argénteos olmos las raíces,
y el verdor de los húmedos maíces
del sol no hería la candente aljaba.

En las entrañas de ciclópeos riscos
circundados de musgos y lentiscos,
holgaban cristalinos manantiales;

y marcaba el confín del horizonte
la misma línea azul del mismo monte
erizado de insípidos nopales.


II
 
Un Virrey, madurado en los Consejos
del Monarca español, dió a esta llanura
sempiterno verdor y la frescura
de arroyos mil de límpidos reflejos.

Salpicóla de rústicos concejos,
de templos de elegante arquitectura
y de altas torres que, con línea pura,
perfilan policromos azulejos.

Y donde antaño víctimas humanas
sucumbieron en pilas de granito,
bajo el gladio feroz de torvo arconte,

hoy repican alegres las campanas,
y alcanza el eco de su voz bendito
la misma línea azul del mismo monte.


III
 
Del templo en el compás medran trigales,
y, dentro de sus límites cautivas,
esperan la sazón negras olivas
y da la vid sus frutos otoñales.

Que los héroes hispánicos leales
son a la fuente de las aguas vivas,
y en vergeles y en gándaras esquivas
derrochan los consuelos celestiales.

Y es de sus nobles ánimas deleite
garantir a la lámpara el aceite
que arderá ante la puerta del Sagrario;

y a los conversos por su afán divino,
con el ácimo pan y el puro vino,
la Comunión del Mártir del Calvario.


IV
 
¡Gloria a la excelsa previsión cristiana
de aquesos frailes y caudillos, fieles
a la ley del Señor, cuyos laureles
fructifican en tierra americana!

¡Honor de Hesperia al estandarte! ¡Hosana
a esa legión de intrépidos donceles,
que ensanchan, al correr de sus corceles,
las lindes de la lengua castellana!

Y a bautizar con sus oscuros nombres
llegan la cumbre del abrupto cerro
o el jardín de la plácida ribera.

¡Gloria al pueblo español! ¡Gloria a esos hombres
de irreductible voluntad de hierro
y de sencillo corazón de cera!

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SEGUNDA PARTE

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Su Majestad el Rey de España Don Alfonso XIII[2]

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Este conspicuo Príncipe, honor de las Españas,
de la justicia amante, fanático del bien,
de su abnegada madre salió de las entrañas
con la Corona regia en torno de la sien.

Tuvo un hogar sin mácula como primaria escuela,
en un ambiente sano forjóse su razón,
y una Princesa, insigne rival de Berenguela,
con alto ejemplo supo templarle el corazón.

De sus gloriosos reinos al asumir el mando,
con el aplauso unánime de su leal país,
mostró, con el incólume valor de San Fernando,
las nobles y eficaces virtudes de San Luis.

Y cuando por los ámbitos de la espantada Europa
sonaron los tremendos clamores del cañón,
y pueblos, ayer prósperos, bebieron en la copa
del desengaño el tósigo de la marcial pasión,

este valiente Príncipe, este español Monarca,
de los sangrientos campos sobre la estéril haz,
alzóse sonriente, de la piedad jerarca,
de la clemencia antorcha, apóstol de la paz.

Y, al par sensible al llanto del huérfano y la esposa,
y de contrarios mílites ferviente paladín,
tendió sin desaliento la mano generosa
en Londres y en Lutecia, en Roma y en Berlín.

Y hoy, ya que Marte adusto al orbe no cautiva
y vuelve al fiel la justa balanza de la ley,
los pueblos que lucharon, los ramos de su oliva
pondrán sobre las sienes de aqueste egregio Rey:

Consuelo del que llora sus penas melancólico,
de sentimientos puros como la luz del sol,
y que ante el mundo ostenta el nombre de Católico
con el orgullo mismo que el nombre de español.

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A las Reverendas Madres Teresianas
del Colegio de Puebla de los Ángeles

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Con inefable júbilo conservaré en mi mente,
esposas beneméritas de Cristo Redentor,
los armoniosos cánticos que de la Patria ausente,
desde el vergel de América, os inspiró el amor.

Los regocijos cándidos de vuestra vida pura,
las emociones íntimas de vuestro pecho fiel,
para alegrar mi espíritu, lanzasteis a la Altura
por labios de simpática alumna del plantel.

Aunque doncellas débiles, debajo de los velos
guardáis sencillas ánimas de esfuerzo varonil
y en vuestras horas críticas bajaron de los Cielos
sobre vosotras, próvidas consolaciones mil.

Cuando al impulso trágico de horrísona anarquía,
hirieron vuestros tímpanos las voces del obús,
en torno al Tabernáculo luchar con valentía
supisteis cual la célica Teresa de Jesús.

¡Que Dios vierta sus dádivas sobre ese honesto claustro
donde se educan vírgenes por hueste virginal
y que jamás, cual ráfagas del Bóreas o del Austro,
conturbe vuestros éxtasis encono mundanal!

¡Elevará sus súplicas al Todopoderoso,
con entusiasmo férvido, mi labio pecador
para que gracias múltiples derrame en el frondoso
pensil donde sembrasteis el germen del candor!

¡Los Ángeles y Arcángeles, de pérfida amenaza
preserven vuestros cármenes do crece el blanco lis,
y como la evangélica simiente de mostaza
vuestro tesón seráfico fecunde este país!

¡Que en él, al par Zumárraga que Gante y Benavente
y Palafox insólito, la rubicunda mies
trocando en Panes ácimos, de toda ciencia Fuente,
colmaron las heroicas andanzas de Cortés!

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A las Reverendas Madres Teresianas
del Colegio de Mixcoac.

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La mística Teresa
contempla desde el cielo en donde mora,
vuestra ejemplar empresa
y de Jesús implora
que os alargue Su mano redentora.

Ella, de Cristo amante
y de sublime caridad dechado,
con plácido semblante
el abacial cayado
empuña para gloria del Amado.

E intrépida recorre
sin descanso ciudades y alquerías
y no en ebúrnea torre
sus nobles energías
guarda agotando sin luchar sus días.

Le vierte en el oído
dulces palabras una voz del cielo
que embárganle el sentido
y estimula su celo
a arrancar la cizaña del Carmelo.

Y, siempre la sonrisa
dibujada en sus labios juveniles,
con generosa prisa
del alma en los pensiles
ahuyenta del pecado los reptiles.

Vosotras, a su ejemplo,
conducís a las niñas inocentes
del aula al santo templo,
y sembráis en sus mentes
de la virtud las opimas simientes.

De Teresa el Amado
derrame en vuestra grey sus bendiciones,
y nunca desatado
torrente de pasiones
turbe la paz de tiernos corazones.

En esta Nueva España
combatid animosas sin reposo
contra la ciega saña
del aquilón furioso
que amaga la cosecha del Esposo.

Del Esposo divino
que os dispone en las órbitas del cielo,
tras de áspero camino,
el eficaz consuelo
que merece el ardor de vuestro celo.

Y próvido prepara
a la legión de cándidas doncellas,
a vuestros pechos cara,
vestes de luz más bellas
que el límpido fulgor de las estrellas.

Seguid en buena hora,
dilectas del Señor, vuestra porfía,
y la inmortal Doctora
que escogisteis por guía,
os prestará su fértil alegría.

Alegría que gime
en estrofas pulquérrimas, trazadas
con péñola sublime,
y dicta las aladas
explosiones de amor de «las moradas».

Efluvios de alma santa
que el dolor de Jesús compartir quiere
y agradecida canta
al dardo que la hiere
¡y que muere de amor porque no muere!

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A Ntra. Sra. de los Desamparados,
Patrona de Valencia.

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Para la Agrupación
valenciana de Méjico.

I
 
Estrella que iluminas los jardines
de la risueña costa de Levante
y a cuyo resplandor los Querubines
ocultan con las alas el semblante;
capitana de egregios paladines,
numen de artistas de pincel brillante
que doquier enaltecen la opulencia
del católico reino de Valencia.


II
 
A la huerta tres Ángeles del cielo
bajaron, con sayal de peregrino,
tu Imagen a esculpir, para consuelo
del prócer y el humilde campesino,
cuando del Rey Ceremonioso el celo
rasgó con un puñal el pergamino
donde su orgullo la legión destila
humillada en Mizlata y en Epila.


III
 
Entonces Tú, sobre la sien corona
de ígneos rubís y de esmeraldas plena,
y, cetro de mirífica Patrona,
en la cándida mano una azucena,
del cuitado que el prójimo abandona
viniste amante a mitigar la pena,
brindando blanco pan y lechos muelles
al que viste harapientos zaragüelles.


IV
 
De Ti, después de tan feliz centuria,
del Cid Rodrigo la ciudad se ufana,
porque a Tu voz del temporal la furia
se amortigua en la huerta valenciana;
y el céfiro en las márgenes del Turia
concierta su rumor con la campana
que de tu templo alégrase en la torre
mientras el río entre vergeles corre.


V
 
Y conspicuos linajes, descendientes
de hidalgos de la Regia Maestranza
que contra intrusas y arrogantes gentes
salir osaron a romper la lanza;
y rústicas estirpes de valientes
mozos y niñas que en morisca danza
emulan con su encanto de paloma
a hurís del paraíso de Mahoma.


VI
 
Deponen las mundanas jerarquías
para impetrar tus gracias maternales
y, así en adversos como en faustos días,
anhelan ser en tu presencia iguales;
y joyas de encumbradas dinastías
y flores de tempranos naranjales,
dan para ornar la fimbria de tu manto,
al son de ingenuo y fervoroso canto.


VII
 
La virtud en la patria de Vicente
Ferrer y de Tomás de Villanueva
otorga que en alcázar eminente
al par culmine que en fecunda gleba;
y tendiendo la mano al Occidente,
raros carismas y abundancias lleva
y en sus arduos afanes acompaña
a estos tus hijos de la Nueva España.


VIII
 
Y no receles que su ardor relajen
los procelosos vientos de estas zonas,
ni que las nubes del olvido ultrajen
la fe con que sus ánimos entonas.
¡Que en esta fecha, ante tu Santa Imagen
siempre vendrán a amontonar coronas,
del trópico tejidas con las flores
y regadas con lágrimas de amores!

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A Nuestra Señora de Guadalupe.

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I
 
El amor de invencibles capitanes
que, el peso sin sentir de la armadura,
escalaron en Méjico la altura
de las ásperas sierras y volcanes;

el acendrado amor de esos titanes
de la tierra feraz de Extremadura,
de cuyos montes en la fronda oscura
sintieron de poder locos afanes,

destella con eternos resplandores
del Tepeyar desde el alcor bravío,
del valle inmenso hasta el tapiz de flores;

concentrado en la Imagen soberana
de la Madre de Dios que, de Luz Río,
se proyecta en la tierra mexicana.


II
 
Y la Madre de Dios es tan clemente
que su divina protección no niega
ni al indio ignaro que a sus plantas ruega
ni al prócer más soberbio y displicente.

Su inmaculado Corazón es fuente
que los sencillos corazones riega
cual los claros arroyos en la vega
de los dorados trigos la simiente.

Y por ella del llano en los jardines
y de la azul montaña en los confines
la cizaña los gérmenes no esquilma.

¡Y es tan humilde, que morar le agrada
con los míseros hombres, estampada
de un campesino crédulo en la tilma!


III
 
Azucena del huerto mejicano:
en su horizonte estrella refulgente,
cedro del Anahuac, limpio torrente
donde la sed de amor sacia el cristiano.

Cundan las bendiciones de tu mano
del Norte al Sur, del Véspero al Oriente,
y el Sol de la Verdad que arde en tu frente
disipe de las dudas el arcano.

El divino fanal de tus favores
alumbre el corazón del hombre ciego
que del error en el redil se encanta.

¡Y germinen en él las mismas flores,
humilde ofrenda del humilde Diego
y sacro nimbo de Tu Imagen Santa!

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A los Caballeros de Colón.

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Defensores de la Verdad
y de la Patria tradición,
las espadas desenvainad,
¡oh, Caballeros de Colón!

La idea alzad sobre el pavés
que va este pueblo a redimir,
y los dogmas de Hernán Cortés
osad en mármol esculpir.

De la humildad con el rocío
fecundizad el corazón
de los esclavos del hastío,
¡oh, Caballeros de Colón!

Predicad cual fuertes varones
nueva cruzada, como antaño
por las católicas naciones
predicó Pedro el Ermitaño.

Enarbolad vuestro estandarte
con apostólico tesón;
sed de la Iglesia baluarte,
¡oh, Caballeros de Colón!

En los fragores de la guerra
émulos sed de la constancia
del Hermano de Juan Sintierra
y del Noveno Luis de Francia.

En lo más recio del combate
sea la fe vuestro bridón,
la esperanza, vuestro acicate,
¡oh, Caballeros de Colón!

Que vuestros ánimos ocupe
la devoción honda y lozana
a la Virgen de Guadalupe
que escogisteis por Capitana.

De vuestras gestas el orgullo,
de vuestras casas el blasón,
de vuestras cunas el arrullo,
¡oh, Caballeros de Colón!

Estrella que eclipsa soles
y a vuestras huestes alboroza,
como a los tercios españoles
la del Pilar de Zaragoza.

De vuestros fundos limpio faro,
sobre la cumbre de un peñón;
de vuestras proles el amparo,
¡oh, Caballeros de Colón!

Consoladora de pesares
del Anahuac en las regiones,
por la que erígense en altares
los mejicanos corazones.

Oliva Santa en las contiendas,
arco iris tras del ciclón,
tutelar de vuestras haciendas,
¡oh, Caballeros de Colón!

Ella en los mares de la vida
norte será de vuestra nave,
y la tormenta embravecida
querrá trocar en paz süave.

Y afable siempre a vuestro llanto
os prestará su bendición,
porque lucháis bajo Su Manto,
¡oh, Caballeros de Colón!

Desenvainad vuestras espadas,
enarbolad vuestro estandarte,
sed en las cívicas cruzadas
de los creyentes baluarte.

Y, de almas conquistadores,
la futura generación
entonará vuestros loores,
¡oh, Caballeros de Colón!

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A San Ignacio de Loyola.

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Vástago fuerte de Ayalde,
vió de la infancia las horas
pasar en montes de Azpeitia
y en verdes valles de Azcoitia.

Águila audaz tiende el vuelo
desde el caudal del Urola,
que ha de ahuyentar al milano
de Witemberg, desde Roma.

Adolescente, en la vieja
ciudadela de Pamplona,
el brillo de la armadura
acrece con sangre propia.

Y hace del lecho en que sufre
un escamel, donde forja
para arduas lides el alma,
cual toledana tizona.

En la cueva de Manresa
depone mundanas glorias,
la voluntad ejercita
y el alma hasta Dios remonta.

De Melanchon, las blasfemias;
de Erasmo, las paradojas;
de Calvino, los sofismas,
y de Lutero, las cóleras,

polvo son cuando se estrellan
en la razón de su docta
milicia, cual sierpe, cauta,
prudente como paloma.

Del árbol cuyas raíces
él arraigara en Loyola,
retoños son el iluso
duque Francisco de Borja,

que de la corte del César
Carlos desdeña las pompas,
y el tusón del cuello arranca
para colgarse la estola.

Francisco Javier, nacido
en tierra abrupta, que evoca
de los Albretes, encono,
de los Champaña, las trovas.

Y hasta el Oriente conduce
la Cruz divina del Gólgota,
y con sus brazos consagra
los techos de las pagodas.

Luis de Gonzaga que, cándido,
ante la Virgen se postra,
del Buen Consejo y sus vírgenes
ánima y cuerpo le inmola.

El siempre lozano lirio
del regio tronco de Kotska,
en cuyo limpio regazo
Jesús, infante, se posa.

Y entre los nuevos apóstoles
que enfilan las lentas proras
al mar azul antillano,
al golfo de California,

descuellan ilustres émulos
del sabio rector Acosta,
que del vergel del Ocaso
inventan faunas y floras.

En las feraces comarcas
que brindan esencias opimas,
desde la margen del Bravo
hasta la Mérida tórrida,

de Ignacio van los alumnos
prendiendo la clara antorcha
del saber, y aclimatando
múltiples plantas de Europa.

En las ingentes montañas
ricos filones explotan
de plata, que el orfebrero
cincela en diversas formas.

Las olvidadas llanuras
con rubios trigos exornan,
y con policromas flores
tejen fragantes alfombras.

Con los tezontles bermejos
arcos sin fin eslabonan
que pasan de cumbre a cumbre,
que cruzan de trocha a trocha.

Columnas, sostén del cauce
por donde corren las ondas
de mil abundantes fuentes,
durante siglos ociosas,

y que dóciles acuden
a trocar el yermo en fronda,
el arisco erial, en huerto;
el jaramago, en magnolia.

Adalid de Jesucristo,
en su radiante corona
luciente esmeralda, emblema
de esperanza redentora.

Rabadán de los rebaños
de almas nobles de Vasconia,
botarel inconmovible
del templo santo del dogma,

extiende tu negro manto
por esta raza, que, heroica,
volvió a cortar en Granada
los lauros de Covadonga.

Y tus insignes virtudes
sembrando en España, todas
sus diferentes familias
se fundan en una sola.

Que ante el mismo altar se postre,
que estudie las mismas crónicas,
que el mismo solio defienda,
que hable en el mismo idioma,

a ejemplo de los titanes
que el planeta a la redonda
por vez primera surcaron
a bordo de la «Victoria».

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Al Apóstol Santiago.

Patrón de España.

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Santo Patrono de España,
orgullo de sus linajes,
alumno de Jesucristo,
Apóstol de sus verdades;

tú, abandonando las redes
con que peces de los mares
pescabas, lejos del mundo
y de sus pompas falaces,

la red del Santo Evangelio
tendiste en cumbres y valles,
de Motril a Finisterre,
e ingenuas almas pescaste.

Si fué tu trabajo rudo,
fué tu cosecha abundante,
trasunto de la copiosa
del lago de Tiberiades.

En los pensiles de Elvira
tú, del Genil a la margen,
la primer Misa española
con pura unción celebraste.

Tú a Compostela quisiste
legar tus restos mortales,
milagrosos cual de santo,
redentores cual de mártir.

En los perennes peligros
de las contiendas alarbes,
jinete entre blancas nubes,
blandiste gladio flamante,

para acorrer providente
los cristianos estandartes,
no con venganzas de Júpiter,
sí con justicias de Arcángel.

Osma, Clavijo, Simancas,
evocan sangrientos lances,
exaltación de las cruces,
desdoro de los alfanjes.

De tus valientes cruzados
que al pecho llevan unánimes
flordelisado mandoble
teñido en purpúrea sangre,

digan las muchas hazañas,
cuenten el recio coraje,
feroces almoravides
e insolentes almohades.

De la Torre de la Vela
tu pendón, en el adarve,
flotó sobre los escudos
de prelados y magnates.

Rizaron sus albos pliegues
del Atlas sutiles aires,
copiaron su rojo emblema
aguas de Túnez y Tánger.

Tu nombre en la hispana hueste
aún es señal de combate,
como en montes de Calabria
ayer, y en dunas de Flandes.

Y al escucharlo, las olas
del mar inmenso que bate
las costas del Inca imperio,
las islas de Magallanes,

en un inmortal ocaso
vinieron a anonadarse
ante los áureos castillos
y los leones rampantes.

Tu insignia adorna los pechos
de artistas y capitanes
que, con asombro del mundo,
espada y péñola blanden.

Calderón, Solís, Quevedo,
Pizarro, Cortés, Velázquez,
con tu litúrgico manto
quieren cubrir sus cadáveres.

Y los egregios virreyes
Mendoza, Velasco, Falces,
Villamanrique, Cerralbo,
Priego, Alburquerque, Linares,

Amarillas, Casa-Fuerte,
ornato de los anales
de Nueva España, ostentaron
también en los negros trajes,

en las bordadas casacas
o en los arneses marciales,
tu misma sagrada enseña,
blasón de españoles Martes.

¡Antorcha de insignes tercios,
del Reino de España padre,
broquel que a mi Patria libras
de pérfidos golpes, salve!

El raudo bridón no enfrenes,
la limpia espada no envaines,
ni tus benignas miradas
de nuestros predios apartes.

Oye propicio las preces
que ante tu tumba levanten
señores de rancia alcurnia,
labriegos de hercúleo arranque,

enamoradas doncellas,
diligentísimas madres,
abnegados sacerdotes,
obedientes militares,

industriosos mercaderes,
magistrados intachables,
animosos jornaleros
y candorosos infantes;

y haz que tu excelsa doctrina
temple de España el carácter,
sus nobles pueblos ilustre,
su trono espléndido ampare,

y que, en los tiempos futuros,
como en las áureas edades,
siga cundiendo en el orbe
la clara voz de Cervantes.

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A la Virgen de Covadonga[3]

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I
 
Canto a la Madre del Eterno. Canto
al más sublime celestial portento,
numen de los filósofos de Trento,
bandera de los héroes de Lepanto.

Ella del alma hespérica el quebranto
cura con la eficacia de su acento,
y por Ella en el patrio firmamento
brilla la faz de Dios tres veces Santo.

No como antaño a idólatras augures
consultaron los férvidos astures
al sentir los amagos de Mahoma:

¡Consultáronte a Ti, flor impoluta,
y sobre ellos, saliendo de la gruta,
extendiste Tus alas de Paloma!


II
 
Y desde entonces, donde Tú los mandes
dirigen los hispanos su denuedo,
ya contra el moro alcázar de Toledo,
ya contra los abismos de los Andes.

Por Ti ahuyentan heréticos de Flandes
y conquistan la herencia de Manfredo
y son capaces de arrostrar sin miedo
empresas arduas y peligros grandes.

Recibe en tu mansión de la montaña
los que te ofrecen míseros honores
tus fieles hijos de la Nueva España,

y permite a su amor que humilde ponga
vivo cairel de tropicales flores
en tu sagrado altar de Covadonga.

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A Nuestra Señora de Covadonga.

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Reina y Señora de Cielos y Tierra, Patrona de España,
que en las orillas del Ebro apareces al Hijo del Trueno:
firme Pilar de mirífico temple do embotan su saña
gladio feroz de oligarca pagano y alfanje agareno;

Emperatriz, del audaz Monserrate surgida en la roca
para alejar de la Gótica Marca terribles tormentas,
que el corazón del valiente almogávar intrépido invoca
al tremolar en la abyecta Bizancio las Barras sangrientas:

Del turbio mar de civiles discordias vernáculas, Isla,
donde el furor de las ciegas pasiones su empuje quebranta:
en los estériles predios que surca el Eresma, Fuencisla,
en las ubérrimas huertas que riega el Segura, Fuensanta:

En los severos contornos de Mantua fragante azucena
que bajo fronda de pinos y encinas esparce el aroma:
luz en los muros ingentes enhiesta de alarbe Almudena,
del Avapiés en los pobres hogares, divina Paloma:

Sol que en la vega feraz y florida, joyel de Granada,
nutres, al par de claveles purpúreos, campánulas mustias
y, ante el cadáver del Hijo sublime, de amor lacerada,
muestras al pie de la Cruz del Calvario, Tus hondas Angustias:

Reina, en el llano que el Betis fecunda, de todos los Reyes:
en las riberas del Tajo famoso, Guardián del Sagrario:
tras de las torres de Cádiz Pastora que juntas las greyes
en el redil de impolutas plegarias del Santo Rosario:

Cedro de eterno verdor milagroso que fácil retoña
del Guadalupe en los bruscos barrancos y abruptas montañas:
Faro que alegra la indómita cumbre del vasco Begoña
y de Galicia los húmedos valles y humildes cabañas:

Gracias sin cuento derramas en todos los pueblos de Hesperia,
sombra feliz por el haz de sus campos tu imagen prolonga:
¡pero el mayor y más claro contraste de nuestra miseria
con Tu poder providente y pasmoso, está en Covadonga!

Surges del hosco fragor de los agrios peñones de Asturias,
como Jesús del calor de los henos surgió en el Establo,
para abatir del Islam insolente las ávidas furias,
para volver del Emir contra el pecho su propio venablo.

No eres allí Tutelar de una sola dilecta comarca
ni resplandor que una sola cañada risueño ilumina:
¡Tú eres de tantos dispersos linajes la «Fœderis Arca»!
¡Tú eres de tantas errátiles huestes la «Lux matutina»!

Tú eres en todos los riesgos de España soberbio Estandarte,
Tú eres de todas las almas de Iberia benéfico Arrobo;
Tú eres de todos los patrios caudillos el único Marte,
Tú eres quien presta tesón a Pelayo, pujanza a Jacobo.

Suenen, en pro de Tu nombre inefable, pacífica lira,
ronco atabal, añafil penetrante, robusta trompeta,
órgano rico en acentos solemnes de bíblica ira,
eco de arengas de férvido Apóstol o heroico Profeta.

Todos acordes cantemos Tu gloria, postrados de hinojos,
todos fervientes Tus altos carismas busquemos por norma
¡y en Tu beldad soberana fijando los húmedos ojos,
entre volutas de incienso adoremos la Mística Forma!

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Covadonga.

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Tarik a las legiones hispánicas ahuyenta:
el ya caduco ejército del Godo se desbanda:
al Lábaro del Milvio la Media Luna afrenta:
purpúrase la exigua laguna de la Janda.

Un vendaval horrísono desátase del Austro,
es fuerza que el primate al árabe se rinda
y al golpe del alfanje maltrecho caiga el plaustro
ebúrneo del lascivo amante de Florinda.

Al trote de corceles alígeros, el moro
difunde el desencanto al par que siembra el miedo
por las ociosas pléyades que iluminó Isidoro,
antorcha en los ilustres Concilios de Toledo.

Al resplandor siniestro del moribundo día,
trasladan a la espuela la fuerza de las manos,
y corren por la flora feraz de Andalucía
y trepan por los secos alcores oretanos.

A nado las corrientes del Tajo, Eresma y Duero,
franquean jadeantes con impotente rabia
y en pos oyen los gritos de Muza, caballero
en negro potro rápido cual huracán de Arabia.

Recorren desmandados arévacos lugares,
maculan los verdores de prados leoneses,
escalan los peñascos del puerto de Pajares,
trituran las espigas doradas de las mieses.

¿Quién detendrá aquel éxodo más súbito que el rayo?
¿Quién levantar los ánimos podrá cual firme cabria?
¿Ni quién la cruz divina restaurará? ¡Pelayo!
¡El vástago de reyes, el duque de Cantabria!

Del Repelao adusto se afirma en la pradera;
sobre el pavés erguido, del Septentrión a usanza,
la cruz en la loriga, la cruz en la cimera
del casco refulgente cual astro de esperanza.

Mas ¿cuál será el prestigio que al invasor se oponga,
el muro en que se quiebren del musulmán los dardos,
el genio que consiga vencer en Covadonga
del Alcorán impuro los ímpetus bastardos?

¿Será algún Jove olímpico que cóleras destila?
¿Algún bifronte Jano que la piedad enerva?
¿Algún pagano púnico o algún funesto Atila
que allí por donde pasa no crece más la yerba?

¡No! De Jesús la Madre será la Capitana
de la contrita turba que el pánico desola,
y hará volverse contra la hueste musulmana
las flechas que dispare feroz a la española.

Interpretar ideas de mi mortal cerebro
con mi profana lira jamás, Señora, supe
que encomien Tus prodigios a márgenes del Ebro
o a orillas del humilde caudal del Guadalupe.

Ni reflejar pudiera el santo calofrío
que siento ante el milagro de la Sagrada Cueva,
cuando surgiste próvida para infundir el brío
a los hispanos mílites al linde del Auseva.

Los españoles todos osténtante en sus pechos
como la más sublime y limpia ejecutoria,
¡y es tu divino nombre el móvil de los hechos
más altos y eficaces del libro de su historia!

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Covadonga.

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Salve, augusta cueva, de mi patria cuna;
salve, clara antorcha, de mi estirpe luz;
salve, rudo azote de la Media Luna;
salve, firme plinto de la Santa Cruz.

Salve, fértil árbol que tienes raíces
en cuantas regiones ilumina el sol,
para que propagues, para que eternices
las altas virtudes del pueblo español.

Tus frondas lozanas arrostran el rayo
y con tu corteza labróse el pavés,
que alzó sobre huestes de Agar a Pelayo
y sobre los siglos a Hernando Cortés.

Salve, excelsa imagen de la Virgen Pura,
de nuestros hogares la gloria mejor,
que desde la sombra de esa cueva oscura
nos lanzas miradas de aliento y de amor.

Con Tu gracia dígnate templar nuestros pechos
y encender en ellos generoso afán
de imitar asiduos familiares hechos
contra astucias pérfidas de un nuevo Alcorán.

Nosotros tus hijos, aquí congregados
en feraces campos, incultos ayer,
como si esperasen de nuestros pasados
sentir las pisadas para florecer,

en tu altar dejando nuestros corazones,
hasta ti elevamos con fervor viril
ingenuos suspiros, fervientes canciones
más puras que el aura fragante de Abril.

Y al compás del órgano, que grave acompaña,
de incienso entre nubes, del Preste el cantar,
volamos, en alas de tu amor, a España
salvando las olas rugientes del mar.

Y en este recinto postrados de hinojos
a añorar venimos el tiempo que fué,
¡y ven nuestras almas tu rostro, con ojos
de amor que reflejan la luz de la Fe!

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Al Doctor
Don Pedro Erasmo Callorda,

Encargado de Negocios del Uruguay en Méjico.

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Comentando un folleto de dicho
diplomático sobre Cervantes.

I
 
Os doy el parabién, caro colega,
pues, con nítida pluma en fácil mano,
describisteis de Alonso de Quijano
la venerable casa solariega.

Os doy el parabién, porque no niega
vuestro discurso contundente y sano,
el ilustre abolengo castellano
del Amadís de la región manchega.

Seguid, seguid libando en los panales
de los provectos campos de Castilla,
de la estirpe común la gracia y nervio:

Y Cetina os dará sus madrigales,
Fray Luis su casta inspiración sencilla
y Herrera el son de su clarín soberbio.


II
 
Tremolad con orgullo la bandera
de la fecunda lengua castellana,
cual del Abril los céspedes lozana,
limpia como cristal, blanca cual cera.

Catad cuán magno porvenir le espera
en los arduos combates de mañana,
porque es broquel de la verdad cristiana,
gladio inmortal de la virtud austera.

Y laborad para que pronto el día
despunte en que su tónica energía
brote de todos los vivientes labios:

Y en alas vuele de su claro acento,
desde el Bóreas al Austro, el pensamiento
de todos los artistas y los sabios.


III
 
Y tal será el espléndido destino
del verbo insigne que sentencias graba
en torres de muslímica alcazaba
y en folios del Concilio Tridentino

Y en las vertientes del coloso Andino
la mansedumbre de Jesús alaba,
y en Aquisgran, como potente clava,
pulveriza las tesis de Calvino.

Por él, de luchas fratricidas horros,
los hijos de la Hispánica Matrona
pruebas darán de su saber profundo

¡y a medida que crezcan sus cachorros
saldrá de su letargo la leona
para espantar con su rugido al mundo!

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Al Señor Licenciado
D. Salvador Diego Fernández,

Secretario de Relaciones Exteriores de Méjico.

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Mi pluma, no como el pincel de Sanzio,
pintó de las «madonas» la hermosura;
pero evocó la varia arquitectura
de los mil monumentos de Bizancio.

Este libro es solaz en el cansancio
que el deber del diplómata procura
y endulzó de mi pecho la amargura,
como aroma sutil de «chipre» rancio.

¡Plegue a Dios que en tu culta fantasía,
que de la Antigua y de la Nueva España
guarda al par remembranzas fraternales,

hallen eco vivaz de simpatía
estos cuadros exóticos, que baña
el sol de los jardines orientales!

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Al Sr. D. Alejandro Quijano.

Acusando recibo de un folleto
sobre «El Cardenal Cisneros».

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I
 
Tú que ostentas el nombre de Quijano,
como el héroe sublime de Cervantes,
sabes tallar períodos elegantes
en la roca del verbo castellano.

En bellas letras consanguíneo hermano
de los de Clío iberos hierofantes,
justo es que hazañas y virtudes cantes
del insigne Arzobispo Toledano:

Del que la empresa de Isabel acaba
escarmentando a ejércitos de infieles
con ígneo gladio y anatema rudo,

y esculpiendo de Orán en la alcazaba
el capelo y la Cruz con los jaqueles
blancos y rojos del paterno escudo.


II
 
Inflexible pastor, hábil caudillo,
aunque fraile humildísimo, Cisneros,
con su razón contesta a desafueros
del tenaz Don Alonso de Carrillo.

De la púrpura esconde bajo el brillo
tosco sayal y tríbulos austeros,
cuando opone a los próceres aceros
como broquel su corazón sencillo.

Y en la margen profunda del Henares,
injertando la savia de Minerva
de la Cruz en el tronco sacrosanto,

inicia las estirpes escolares
que harán del trono de Filipo sierva
la armada de los turcos en Lepanto.


III
 
Si de aqueste prelado las hazañas,
del nativo solar luz permanente,
concitan en el Viejo Continente
contra el pueblo español odios y sañas,

Tú no las quieres reputar extrañas
al patrimonio de tu propia gente
que malgasta sus fuerzas imprudente
del Vésper por las múltiples Españas.

Y aquí, con celo infatigable, ansías
faraute ser de la virtud materna
y de las glorias del común linaje,

acopiando heredadas energías
y depurando su eficacia eterna
en el crisol del familiar lenguaje.

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A D. Francisco M. García
Icazbalceta,

Agradeciendo su libro
«El Madrigal de Cetina».

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Gracias os doy, señor, por el presente,
cuyo estilo castizo y elegante
miraran con solaz Pedro de Gante
y con placer Toribio Benavente.

En él la savia circular se siente
de la ilustre Metrópoli distante
y se respira el hálito fragante
que satura de Méjico el ambiente.

Dichoso vos que el verbo castellano
diestro pulís con péñola severa
y honra de la abundancia gongorina,

y, agudo el dicho y el acento llano,
un libro compusisteis que pudiera
confesar Don Gutierre de Cetina.

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Al Sr. D. Paulino Fontes

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En acción de gracias por el envío
del Album de Amado Nervo.

 

Bien de la Nueva y de la Antigua España
mereces tú por el presente regio,
vario como abundante florilegio,
que a tu modesta epístola acompaña.

Pudo la muerte con precoz guadaña
segar las horas del cantor egregio;
mas de su lira el inefable arpegio
morir no puede en su natal montaña.

Hoy, por virtud de tu amistad segura,
de Apolo por los vastos horizontes,
cunde su son en ráfagas cadentes.

¡Y dará el fallo de la edad futura
lauros también al que el blasón de Fontes
supo lustrar en tan selectas fuentes!


Bucarest, 2 de Mayo de 1920.

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La Virgen de los Remedios.

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I
 
Soldados de esta mi hueste,
dilectos hermanos míos,
hijos de la misma tierra
y del mismo Señor hijos:

¿Como caducos ancianos,
como temblorosos niños,
sufriréis, la mano ociosa,
estos torpes sacrificios?

¿Dejaréis la humana sangre
caliente correr a ríos
y en sus pedestales quietos
a esos vergonzosos ídolos?

¡No! Vuestro honor os lo veda,
os lo vedan vuestros ritos,
que, no con sangre, con agua
recibisteis el bautismo.

Caiga el monstruo sanguinario
que se erige en ese cipo,
destrozad viles emblemas,
borrad necios jeroglíficos,

haced pedazos las aras,
haced las pilas añicos,
ensangrentadas con pilas
de cabezas de los indios.

Muestra, Juan de Villafuerte,
esa Virgen que contigo
desde Sevilla trajiste.
Tráela y ponla en ese mismo

lugar donde obsceno ríe
un dios que, de sangre ahito,
es tan falso como Judas,
vendedor de Jesucristo.

Trae la Virgen, Villafuerte,
para que a sus pies divinos
celebremos desagravios
por tan nefandos oficios.

Así, ante el gran teocali,
de todas armas guarnido,
el guantelete en la mano
y la tizona en el cinto,

arenga a su escasa hueste
un hombre recio y cetrino,
de ojos sagaces y oscuros,
poblados cabellos híspidos,

castaña barba partida
y un continente tan digno,
que la llaneza no daña
la autoridad del caudillo.

Así prorrumpe una tarde
clara del Abril florido,
entre españoles hidalgos
y entre caciques broncíneos,

los unos, de sus palabras
al rumor, enardecidos;
los otros estupefactos,
pero de cólera lívidos,

mientras que el Vésper sonroja
de ingente montaña el ígneo
cono, que viste la nieve
de eterno manto virgíneo.


II
 
Como cauce que revienta,
como vendaval que sopla,
como epidemia que cunde,
como incendio que devora,

apenas Cortés termina
su oración, rompen en tromba
estoques y partesanas,
martinetes y garzotas.

En vano atajar pretenden
del núcleo español la cólera,
indianas turbas vestidas
de tilmas albas y rojas,

de policromos zarapes
o de camisas tan cortas,
que ni encubren piernas flácidas
ni velan mánidas flojas.

Los avezados jinetes
dispersan la masa idólatra,
como veloces centauros
de audaces lapitas hordas.

Los secos golpes del hacha
el humano alud arrollan,
los arcabuces fulminan
cien anatemas de pólvora;

las fuertes clavas trituran
enormes pilas marmóreas,
mientras las lanzas derriban
absurdas efigies hórridas.

A poco, los aires rasga
agudo clangor de trompa,
y aparece, revestido
de sus litúrgicas ropas,

Fray Bartolomé de Olmedo
que argénteo hisopo enarbola,
las manchadas piedras lustra
y breve oración entona.

Y, como abriéronse antaño
del mar Bermejo las ondas
ante Moisés fugitivo
de la legión Faraónica,

se abre un camino por medio
de la muchedumbre atónita
ante Juan de Villafuerte
que la excelsa Imagen porta.

Contritos los españoles
la rodilla en tierra doblan,
diseñan la cruz tocando
frente, pecho, hombros y boca;

dulces lágrimas inundan
las bajas pupilas todas
y del ángel el saludo
de todos los labios brota

como áurea estrella entre nubes,
como, en yermo glacial, rosa,
como azucena entre cardos,
como arroyuelo entre rocas,

como murmurio de brisa,
como acorde de arpa eolia,
como perfume de incienso,
como quejumbre de tórtola.


III
 
Con un griñón de albo lino
en torno a la faz morena
y sobre la sien el peso
de breve corona regia;

la túnica de escarlata,
cuyo brocado de seda
quizá se urdió en los telares
de Granada o de Valencia;

el manto azul como el cielo,
el Dios Niño en la siniestra
mano, también revestido
y coronado cual Ella;

en la diestra un cetro de oro,
la estatura de dos tercias,
de plata la media luna
que con pies ocultos huella,

como una sacra pirámide
se yergue la efigie excelsa
en pedestal que parece
de un candelabro de iglesia.

¿Quién puede de tal Imagen
narrar las ignotas gestas?
¿Quién sabe de cuáles labios
oyó la oración primera?

¿Quién fue el inexperto artista
que, del buril por la ingenua
virtud, en devota virgen
convirtió un tronco de leña?

Acaso del Duero al margen,
quizá junto al sobrio Eresma
consoló en agreste ermita
de los pastores las penas.

Quizá fué de San Fernando
bajo las claras enseñas
a perseguir alquiceles
por los campos de la Bética,

o protegió los linajes
del solar de alguna aldea,
guardada en una hornacina
o erigida en una ménsula.

Casta Imagen que conoces
del mar las ondas acerbas
y de los pérfidos trópicos
las alevosas tormentas:

broquel de cristianos pechos,
que a tus secuaces preservas
de celadas de otomíes,
de dardos de tlascaltecas;

nunca el pedestal que ocupas
a ultrajar ídolos vuelvan
ni imperen sus torpes ritos
en este valle que oteas.

El áureo cetro que empuñas
rija las huestes de Hesperia
y, en toda lid, en Tu Mano,
bengala invencible sea.

¡Y de Anahuac en los huertos
y en torno de Tu ara nueva,
te adoren todas las almas,
te alaben todas las lenguas!


IV
 
Ven con malévolos ojos
los irritados caciques
en el pedestal lustrado
enhiesta la Santa Virgen.

Y de la tenaz sequía
que devasta los maíces
cúlpanla, de los labriegos
entre las familias simples.

Y los labriegos furiosos
ir al Zócalo deciden,
y en sus primitivas aras
restaurar sus dioses viles.

Tranquilo Cortés tolera
que a su arbitrio todos griten
y, cuando la ciega cólera
de la indiada llega al límite,

se presenta precedido
de farautes y alguaciles,
y así el motín avasalla
con voz afable, aunque firme:

«¿Queréis que los campos vuestros
con lluvia se fertilicen?
A esa Reina, vuestra Madre,
el agua ansiada pedidle.»

Acoge procaz murmullo
tales palabras, y dice
Cortés entonces: «Si incrédulo
vuestro labio orar resiste,

para el poder demostraros
de esa soberana Efigie,
vamos a pedir nosotros
que estos campos beneficie».

Fray Bartolomé de Olmedo
al punto prorrumpe en Kiries,
que fervorosa contesta
la gente que a Hernando sigue.

Y luego de negras nubes
el cielo azul se reviste,
del Ixllatxihualt se enluta
la enorme volcada esfinge.

El aguacero desborda
las acequias de sus lindes,
los ahuehuetes gigantes
perlan sus verdes urdimbres,

las hojas de los magüeyes
pierden opacos matices
y por las extensas milpas
el agua resbala y ríe.

Ante el celeste portento
los aztecas adalides
tuercen las rojas pupilas
cierran los puños febriles,

muerden los labios procaces
y, aunque convictos se fingen,
de sus almas las heridas
no cierran con cicatrices

y, de la noche en la sombra,
preparan en sus cubiles
más nefandos sacrilegios,
más alevosos ardides.


V
 
Una noche silenciosa
con estrellas y sin luna,
rondan aviesos caciques
las casas de Moctezuma.

A poco, fornidos mozos
por cautas señales juntan
y dirigen al Teocalí
sus pisadas con astucia.

El lóbrego umbral traspasan,
amarran con cuerdas muchas
el pedestal, de la Virgen
inconmovible columna,

y aunque hacen todos alardes
de recia musculatura,
echar en balde por tierra
quieren la estatua impoluta.

Como los musgos se adhieren
al haz de la peña abrupta,
a las cuerdas adheridas
dejan las manos robustas,

los espantosos muñones
enhiestos, al cielo insultan,
y sus pasmadas pupilas
vela angustiosa penumbra.

Aquí un jayán de repente
dobla la firme cintura,
allá un cacique es lanzado
cual piedra de catapulta.

Y la Soberana Imagen
del indio vil las injurias
ve con semblante indulgente
que un nimbo de luz circunda.

Deponed vuestros enconos,
tenaces y ciegas turbas,
que no impediréis que al cabo
el fallo de Dios se cumpla.

No derraméis contumaces
toda la hiel que satura
vuestros duros corazones
y vuestras mentes oscuras...

Que ya el español despierta,
pone la lanza en la cuja,
tiende el caballo al galope
y vuestros designios frustra.

Ya del arcabuz la horquilla
planta en el suelo y apunta
contra tilmas y zarapes
contra zarcillos y plumas.

Ya vuestras gentes dispersa
por canales y lagunas,
como las ondas del viento
las nubes que el cielo enlutan.

¡Salve, victoriosa Virgen!
¡Salve, de tus fieles brújula!
¡Salve, Fontana do el hombre
se lava de toda culpa!

¡Y aquesta díscola raza
con tus miradas alumbra,
con tus milagros redime,
con tus sonrisas sojuzga!


VI
 
Noche terrible la noche
primera del mes de Julio,
para Cortés de zozobra,
para los indios de júbilo.

Ni un astro en el firmamento
ni un solo puente seguro
por donde la hispana hueste
pase los canales turbios.

En torno a su albergue mísero
llegan siniestros augurios,
batir de taimados remos,
sordos y hostiles murmullos.

Al lazo escapar es fuerza
con piernas, dientes y puños,
y al menos salvar la fama
a expensas del pingüe lucro.

Las indianas javelinas
cruzan el ambiente oscuro,
chocan en cotas malladas,
prenden en pechos hercúleos.

Los acosados jinetes
saltan abismos profundos,
los perseguidos infantes
surcan las aguas desnudos.

Aquí sucumbe un mancebo
de rostro cándido y rubio,
allá un provecto hijodalgo
de miembros flacos y duros,

acullá conforta un fraile
a un viejo en el trance último,
y un jayán la clava esgrime
contra cien hombres, tozudo.

Al fin Cortés, de Tacuba
consigue encontrar el rumbo,
y al arribar a Popotla
suspende el rápido curso.

El tronco de un ahuehuete,
que de su fronda el orgullo
al cielo levanta, como
de la hispana gloria túmulo,

presta descanso al caudillo
que, aunque está meditabundo,
tiene el corazón entero
y siente normal el pulso.

Sereno pregunta a todos
cuantos llegan, uno a uno,
noticias de los que tardan
en juntarse al débil núcleo.

De cada amigo la pérdida
aprende afligido y mustio,
no con el alma encogida,
mas sí con los ojos húmedos.

Pregunta por la Malinche,
y cuando responde alguno
que ya se aproxima indemne
por largo sendero oculto,

del héroe noble sonrisa
desfrunce el semblante adusto
y el astro de la esperanza
alivia de su alma el luto.


VII
 
Cuando es más terrible el choque,
cuando es mayor el estrépito,
cuando venablos y piedras
cortan veloces el viento,

cuando en distintos lenguajes
suenan clamores diversos,
se oyen feroces arengas
se escuchan locos denuestos,

un hombre de faz curtida
por las injurias del tiempo,
verdes los ojos audaces,
canos la barba y cabello,

sin quijotes en los muslos
y sin coraza en el pecho
y en la altanera cabeza
caduco abollado yelmo,

libres las manos, seguido
de tres robustos mancebos,
las gradas del Teocalí
ganando a golpes de remo,

la santa Imagen agarra
con fuertes nerviosos dedos,
cual de la parra a los postes
suele agarrarse el sarmiento.

Boga en la balsa, a la Imagen
dando el broquel de su cuerpo
contra sibilantes flechas,
contra tezontles bermejos.

Arriba a segura margen
donde anciano arcabucero
le aguarda, con un fogoso
caballo alazán del diestro.

Villafuerte, que tal era
el libertador intrépido
de la Efigie, la coloca
en el arzón delantero.

Los agudos acicates
clava al corcel y corriendo
entre milpas y magüeyes,
entre nopales y légamos,

pasa de Popotla el linde,
salva de Tacuba el pueblo
y ve subir a su hueste
de Totoltepec al cerro.

Allí su bridón dirige,
bañado de espuma el freno,
de sangre el ijar teñido,
ronco y prolijo el resuello.

Galopa hacia allí; mas antes
de alcanzar al roto séquito,
ante un maguey que descuella
en un escondido cueto,

echa pie a tierra y un hoyo
con el propio estoque abriendo,
en él, en llanto sumido,
esconde el Tesoro excelso;

y, en cruz la manos, de hinojos
y entrecortado el acento,
así la pena solaza
que lleva del alma dentro.


VIII
 
Refugio de pecadores,
Estrella de la mañana,
Calor de nuestros hogares,
Pastora de nuestras almas:

Tú sabes, Reina del cielo,
Tú sabes cuánto gozaba
al verte hollar victoriosa
de los paganos el ara.

Tuyo es, Señora, mi brazo;
tuyos mi pavés y espada,
y sólo en tu honor mi lengua
quisiera decir palabras.

Para mis pupilas, sólo
eres Tú la antorcha clara,
y tu pureza intachable
tiene en mi pecho un alcázar.

Por doquier llevar quisiera
conmigo Tu Imagen Santa,
orgullo, honor, dicha, amparo
de mi estirpe castellana.

Pero exponerte no debo
a insultos de la canalla
y es fuerza que aquí te esconda
¡oh, Madre llena de gracia!

Mas la fe con que Te adoro
me da la firme esperanza
de que en los riesgos futuros
Tu Corazón me acompaña.

Tus ojos a Dios eleva,
mueve Tus labios sin mácula
y mansamente murmura
por tu siervo una plegaria.

Hallen refugio en Tu Manto
todos los hijos de España
contra tarascos ardides,
contra aztecas asechanzas.

Aniquila a los tenaces
enemigos de mi Patria,
como ayer la media luna
hollaste con limpia Planta.

Y cuando presto recobren
a Tenochtitlan las lanzas
de la legión española
de que eres Tú Capitana,

con los mismos entusiasmos,
con las mismas tiernas lágrimas,
los mismos cultos y honores
tendrás en la misma plaza.

Así acabó Villafuerte
su oración improvisada,
a un tiempo como miel dulce
y como acíbar amarga.

Y, del corcel apurando
las fuerzas ya asaz escasas,
partió veloz al encuentro
de amigos y camaradas,

cuando los lirios del valle
y el liquen de las montañas
con delicados matices
colora risueña el alba.


IX
 
Fausto, inolvidable día
el trece del mes de Agosto,
evocación del terrible
martirio de San Hipólito,

en que los rayos prolíficos
del claro sol de los trópicos,
por los anales de Hesperia
esparce fulgor insólito.

Donde siniestro se alzaba
de torpe déspota el trono,
el César Carlos primero
erige el cristiano solio,

las piedras del sacrificio
lavan sagrados hisopos
y a los ayes de las víctimas
suceden himnos devotos.

Donde sonrisas feroces
en caras de horrendos monstruos
remataban cuerpos rígidos
de incomprensibles contornos

que, de los hombres vergüenza
y de las artes bochorno,
al corazón daban miedo
y repugnancia a los ojos,

hoy la Cruz sus brazos abre
y arraiga el divino tronco
al borde de las lagunas
y en medio de campos opimos.

La Casta Madre del Verbo
cubre con su manto a todos
cuantos plegarias le entonan,
cuantos le ofrendan sollozos.

De sus incólumes pechos
manan carismas a chorros,
cual de granítica roca
huye el cristal del arroyo.

Ya nunca las blancas ínfulas
veránse tintas en rojo
ni las humanas cabezas
separadas de sus torsos.

Ya los idólatras tímpanos
oirán con ingenuo asombro
las Epístolas de Pablo
y el Credo español de Osio,

y ahuyentarán las aciagas
tinieblas de siglos hórridos,
con antorchas de Domingo,
candelabros de Isidoro.

Mas ¡ay! del júbilo en medio
en medio del alborozo,
la Imagen que Villafuerte
salvó del indiano encono,

no se yergue en el cortejo
de fijodalgos en hombros,
ni a los ancianos conforta
ni regocija a los mozos.

¿Quién de la Imagen se acuerda?
¿Quién del caballero heroico
que en un maguey sepultura
le abrió con su estoque propio?


X
 
Pasaron los regocijos,
las emociones pasaron,
pasaron tranquilamente
no menos de veinte años.

El Tetlotépec habita
un cacique bautizado
por el fervor evangélico
de los frailes franciscanos.

El nombre de Ce Cuanhutli,
que en el lenguaje vernáculo
es Águila, por el nombre
cambió de Juan, agregando

como apellidos del nuevo
linaje, ya bautizado,
Águila y Tovar, aqueste
de un su padrino hijodalgo.

Bajaba el buen catecúmeno
del alba a los tenues rayos
a Tacuba, do los Hijos
de Asís estaban labrando

iglesia y templo, de pobres
y peregrinos descanso,
de pecadores refugio,
paz de tullidos y ancianos,

cuando una luz tan intensa
como la luz de un relámpago,
mas no de matiz tan vivo,
mas no de fulgor tan rápido,

de un maguey en torno advierte,
que el haz de verdosos gladios
alza, entre pirus y tunas,
todo el alcor dominando.

Ante el resplandor insólito
detiene Don Juan el paso,
y de la Virgen la Imagen
sus ojos ven asombrados.

La misma pequeña efigie
que de los indios a salvo
logró poner Villafuerte
en un lubricán nefasto.

Era la misma la Imagen,
los mismos corona y manto,
el mismo divino niño,
el mismo cetro dorado,

el mismo brial purpúreo
el mismo emblema africano,
y, por pedestal, el mismo
pedestal de candelabro.

Al verla, Don Juan de hinojos
se pone, el semblante pálido,
que al propio tiempo delata
la devoción y el espanto.

La señal de la Cruz hace
tres veces con torpe mano
y, confundido, a la tierra
baja la frente y los párpados.

A poco los alza y mira
al celestial simulacro
que así, por darle sosiego,
se digna mover los labios.


XI
 
«¿Por qué, de pavor transido,
así el corazón te late?
¿Cuándo un hijo tanto miedo
pudo tener a su madre?

»No temas. Porque tus obras
son al Señor agradables,
te escoge para que seas
de mis designios faraute.

»Ya estar oculta no debo
en esta silvestre cárcel,
sino habitar con vosotros
y recibir homenajes».

«Baja a Tacuba y refiere
lo que te digo a los frailes
y di que a encontrarme vengan
y a cumplir mis voluntades.»

Calla, y el fulgor mirífico
se diluye al mismo instante
en la claridad temprana
que inunda el inmenso valle.

Don Juan del Águila apenas
lo que le acontece sabe
y por la varga desciende
con el paso vacilante.

En cuanto llega a Tacuba
relata al Guardián el trance,
con estupor de los legos,
con recelo de los Padres.

Y si después muchas veces
se muestra la Santa Imagen
al converso cuando pasa
de su escondrijo delante,

otras tantas el milagro
dejan que se lleve el aire
los prudentes corazones,
las orejas suspicaces.

Al fin, el indio infelice
mal herido es una tarde
por un sillar desprendido
de complicado andamiaje

levantado de la iglesia
en construcción sobre el ábside,
y, en el convento acogido,
consuelos sacramentales

recibe; pero a la noche
aparece a consolarle
la Excelsa Efigie, y le dona,
como remedio admirable,

un cinto que dócil ciñe
y, cual si mano de un ángel
fuese, la fiebre le cura
y le torna fuerte y ágil.

Entonces suben al cerro
religiosos y seglares,
labriegos y mercaderes,
arcabuceros y alcaldes,

y, aunque el prodigio presencian,
interpretarlo no saben
y, murmurando plegarias,
se vuelven a sus hogares.


XII
 
Tortura del catecúmeno
el alma noble y sencilla
la ingratitud de los hombres
para la Imagen Divina.

Y ansioso de tributarle
honra, de sus gracias digna,
devotamente la esconde
en los pliegues de la tilma,

y en su casa la coloca
en una mesa, guarnida
por estofa de albo lino
y campestres florecillas.

Mas de su culto el Objeto
en ausentarse se obstina,
prefiriendo a la del Indio
su rural mansión antigua.

En vano don Juan celoso
sanos manjares le brinda,
poniendo en un tecomate
dorados granos de milpa.

La Santa Madre no gusta
de atenciones clandestinas,
y cuantas veces la encierran
vuelve a la agreste capilla.

No acepta en humilde casa
gayas flores ni aras íntimas,
ni fuego de gualdo aceite,
ni luz de cera amarilla;

quiere ostentosos honores,
populares letanías,
oraciones de profanos,
de sacerdotes antífonas.

Quiere que en aquel paraje
en donde moró cautiva,
le adornen altar lujoso,
le eleven devota ermita.

Al cabo la fe del pueblo
y los divinos carismas,
que ella clemente derrama
como fecunda semilla,

le dan del agreste cerro
sobre la risueña cima
una mansión que ella erige
del Anahuac en vigía.

Desde entonces las mercedes
de la Virgen pura y limpia,
como benéfica lluvia
descienden a la campiña,

y es de guerreros adarga,
de nautas segura guía,
de pecadores refugio
y de enfermos medicina.

Los terremotos aplaca,
se adelanta a las perfidias,
de las venganzas disuade
y los odios apacigua.

A la simiente preserva
del gusano que la esquilma,
cura a los hombres en cólera
y a las mujeres encinta.


XIII
 
Gloria de los mejicanos,
astro de sus horizontes,
de sus rebaños zagala,
protectora de sus trojes.

¿Cómo podrá humana lengua
contar los altos favores
que hiciste a apenados indios
y a afligidos españoles?

A tu celeste conjuro
se elevan cristianas torres,
se completan doctas aulas,
repican sagrados bronces.

En la ciudad y en el valle
se arrepienten corazones
si bajas del monte al llano,
si subes del llano al monte.

La fimbria de tu vestido
besan desnudos pastores,
consagran graves Prelados,
adornan contritos Próceres.

Doncella plena de gracia,
que a Dios en el seno escondes,
porque eres la más perfecta
de las hijas de los hombres:

de los altivos virreyes
lo mismo los ruegos oyes,
que las ingenuas plegarias
que te dirigen los pobres.

A los desvalidos huérfanos
en los hospicios acoges
y en los santos hospitales
en fuga a la Parca pones.

La sed de la tierra apagas,
agua de ingrávidas odres
vertiendo por los sembrados,
volcando por los alcores.

Tus eficaces miradas,
que eclipsan todos los soles,
maduran fragantes piñas,
sazonan prietos zapotes,

y en palacio que defienden
muros de rojo tezontle
y en miserables cabañas
de descalzos labradores,

tu excelsa estampa preside,
del tibio invierno en las noches,
los familiares coloquios
y las tiernas oraciones.

Tú la bendita costumbre
arraigas en indias proles
de dirigirte alabanzas
del crepúsculo a los toques...

¡Salve, virginal Imagen
que, tallada en duro roble,
trajeron hispanas huestes
a estos vergeles precoces!

¡Salve, Tú que jamás niegas
a los mortales tus dones,
ni al bajar del monte al llano
ni al subir del llano al monte!


XIV
 
Inicuas ingratitudes
de las autóctonas gentes,
vergonzosas ambiciones
de magistrados aleves,

cobardes apostasías
de torpes e incultos prestes,
abominables ejemplos
de Ministros imprudentes,

de Tenochtitlan las llaves,
los atributos del Jefe
arrancaron de las manos
intactas de los Virreyes.

Las populares pasiones,
desbordadas cual torrentes,
mancillaron su memoria,
olvidaron sus mercedes.

Y hasta aventar las cenizas
intentaron de aquel héroe,
con sus contrarios Temistocles,
con sus amigos Orestes.

Pudieron ciegos caudillos
arrancar de los dinteles
los hespéricos escudos,
los anagramas celestes.

Mas Tú, soberana Virgen,
no abandonaste a tus fieles
ni quisiste que sus labios
se cerraran a las preces.

Ni que del noble Quiroga
fueran las siembras estériles
en los indómitos vástagos
de las aztecas progenies.

Y, de Tu amor por prodigio,
aun estos hijos rebeldes
para norma de sus vidas
observan hispanas leyes,

y el palpitar de sus pechos
y el concepto de sus mentes
denuncian en un lenguaje
que es de acero por el temple,

de cristal por lo diáfano,
por lo límpido de nieve,
por lo brillante de fuego,
de mármol por lo perenne.

Lengua sublime que hablaron
Berenguelas e Isabeles,
invencibles capitanes,
defensores de altas tesis,

contemplativos ascetas,
sacerdotes combatientes,
atrevidos argonautas
y pedagogos campestres.

Y, de Tu amor por milagro,
aun en estas tierras fértiles
las sencillas multitudes
ante Dios doblan las frentes.

¡Aun las ciudades sus sombras
permites Tú que proyecten,
con Zumárragas y Gantes,
Mendozas y Bucarelis!


XV
 
Yo, de Nueva España huésped
en días para ella lúgubres,
después de adorar la Santa
Imagen de Guadalupe,

remedios a mis tristezas
quise buscar en la cúspide
del cerro, donde la Virgen
de los Remedios refulge.

Era una hermosa mañana
del dorado mes de Octubre,
edad provecta del año
más grave, pero más dulce.

Por la enroscada pendiente
que al templo humilde conduce,
asaltan los chapulines
los troncos de los pirúes.

Los alineados magüeyes
el néctar espeso fluyen
que es, destilado, el tequila
y da, fermentado, el pulque.

Rayan el vasto horizonte
franjas verdosas y azules
y ambos ingentes volcanes
se velan con blancas nubes.

Grandes sombreros redondos
ocultan los rostros fúnebres
de varios indios que, en asnos
jinetes, por leña suben.

Cerca lleva un acueducto
el agua de cumbre a cumbre,
que los alumnos de Ignacio
trocaron de ociosa en útil.

Cruzo el compás de la Iglesia,
donde dejaron ilustres
hermanos de San Francisco
la huella de sus virtudes.

Entro en la pobre capilla
cuando el sol con vivas luces
dora de la breve Imagen
el rico brial de gules.

Y ante sus pies de rodillas
así mi labio balbuce,
tras de pedir el consuelo
de inefables pesadumbres:

Intacta Virgen que, amante,
a Dios a tus pechos nutres,
por escabel de tus plantas
las alas de los Querubes,

cuando el amor de la madre
de estas naciones impúberes
buscando del mar las ondas
en leño flotante surque,

con los rayos de tu gracia,
más que los rayos de Júpiter
poderosos, reconforta
y alumbra mi débil numen

¡y yo de la vieja España
iré por los pueblos múltiples
propalando los portentos
que Tú con sus hijos cumples!

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Epílogo.

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Montañas del Anahuac,
radiantes de glauca luz;
bananos de Veracruz,
magüeyes del Atoyac;

campos de verdes maíces,
argentados cafetales
y dulces cañaverales
abiertos por las raíces:

mecidas por aire leve
inmaculadas florestas;
muertos volcanes con crestas
vestidas de eterna nieve;

embalsamados jardines
por cuyas tapias y arriates,
bajo frondas y aguacates
trepan tempranos jazmines

y do su color concilia,
en una atmósfera grata,
con la amapola escarlata,
la episcopal buganbilia:

vastos predios que la mies,
de Junio el ápice, dora
por voluntad bienhechora
de Don Fernando Cortés;

cuando piso vuestro suelo
y respiro vuestro ambiente
y un rayo sobre mi frente
lanza el sol de vuestro cielo,

no me siento en tierra extraña,
me siento en la Patria mía
porque tenéis la alegría
y el grave gesto de España:

porque a vuestros moradores,
misioneros y virreyes
enseñaron santas leyes
y preceptos redentores

y la hispana lengua a hablar,
de amor perdurable lazo,
de la madre en el regazo
y en las gradas del altar,

y en ella, de hombres y niños
a retener episodios
y a destilar negros odios
y a sentir tiernos cariños:

y de este fértil Ocaso
a rizar auras fragantes
con proverbios de Cervantes
o églogas de Garcilaso:

y contra pérfido ardid
de la audaz codicia extraña,
a estimular a la hazaña
con los romances del Cid.

Tierras que de mi solar
guardáis la insigne memoria:
es vuestra historia su historia
y su hogar es vuestro hogar,

y tú, grey fuerte y lozana
a quien ellas dan sus flores
y que cantas tus amores
en la lengua castellana,

y sigues la usanza pía
de tu noble madre Hesperia,
de curar toda laceria
por la excelsa Eucaristía,

mírala con hondo amor,
porque al ponerte su yugo,
no usó el hacha del verdugo,
mas la Cruz del Salvador:

y te engarzó en fausto día
cual perla de su corona,
no con barbarie sajona,
con castellana hidalguía.

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ZAYAS

«PLUS ULTRA»

SE IMPRIMIÓ

EN LA

TIPOGRAFÍA ARTÍSTICA

DE

MADRID

EN

1924

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NOTAS:

[1] En la fiesta a beneficio de la Sociedad de Salvamento de Náufragos.

[2] Composición escrita a petición de El Heraldo Ilustrado, de Méjico, el 8 de Septiembre de 1919, fiesta de Nuestra Señora de Covadonga.

[3] Las cuatro canciones dedicadas a la Virgen de Covadonga fueron escritas el 8 de Septiembre de 1918, día de su festividad, para cuatro diversos semanarios ilustrados.





[End of Plus ultra by Antonio de Zayas]

[Fin de Plus ultra par Antonio de Zayas]